... Liszt, por Misha Dacic ...

   EL ENIGMA DE FRANZ LISZT                            

     escrito por el gran pianista serbio

Lisztiano legendario

y

uno de los más grandes pianistas vivos (ahora, antes y siempre)


 Misha Dacic


       (como generosa respuesta a mi entrada sobre Liszt y sus críticos:      







    El gran público nunca fue capaz de hacer frente a la versatilidad de Franz Liszt, y la reputación que alcanzó como pianista eclipsó, indeseadamente, su dimensión humana y artística, despojando de reconocimiento a la infinitud de su personalidad dispersa en el paisaje de diferentes esferas, a la multiplicidad de sus capacidades y sobre todo, sus identidades (como tu lo llamas con razón húngaro, gitano, italiano, parisino, y como él mismo creía ser 'mitad monje franciscano, mitad gitano'). Tocar el piano para Liszt era, a pesar de que invirtiera tanto en ello y que a cambio le diera mucha gratificación, solamente un segmento de su multifacética personalidad artística. Era, incluso, inferior a sus búsquedas prometeicas con las que moldeó la vida cultural de Europa de aquel momento (por mencionar algunas: como el nuevo Kapellmeister en Weimar, su ardiente aspiración fue revitalizar la “nueva Atenas” que en tiempos de gran duque Carl August era el centro cultural más vibrante de Alemania, con el teatro fundado por Goethe y Schiller y que con Liszt se convertiría en la principal escena musical progresista; desmantelar las convenciones de la sonata clásica y trascender su borde formal creando el retrato cíclico de un único movimiento, y por consiguiente transformar la sinfonía clásica en poema sinfónico cumpliendo con su visión de música programática; a los 23 años, Liszt publica el artículo Sobre la música sacra del futuro en el que anuncia las ideas para su reforma y renacimiento, sueño que deseaba realizar desde 1834). 
    Renunció entonces a su vagabundeo como pianista errante para poder dedicarse a la composición, a la dirección y a la promoción de la “música del futuro”, trasladando intransigentemente su mente no convencional a la vida real, participando e involucrándose febrilmente en el elemento social en que vivía y del cual era muy consciente. Pero, al no ser capaces de captar la fricción entre una identidad individual y las corrientes de una determinada época, surgen conceptos erróneos que persisten no sólo durante la vida de un artista sino, como evidentemente sucede en el caso de Liszt (o en el de Rachmaninoff) siglos después. 
    Entre historiadores y músicos, (aunque a veces resulta difícil distinguir las dos vocaciones) suele considerarse que hasta el siglo XVIII las normas morales y estéticas se encontraban en perfecto estado de armonía y equilibrio, y que estas se vieron desvirtuadas en el siglo XIX, convirtiéndose la música en una herramienta de promoción personal, subjetiva y autocomplaciente: Chopin y su añoranza (homesickness), Liszt y su rockstar persona (Lisztomania) y Schumann y su doble personalidad (trastorno de personalidad múltiple). Si el alcance del arte fuera simplemente estar en sintonía y resonar con las tendencias de una época, deberíamos creer que, por ejemplo, la sociedad en la época de Mozart era infalible y la música, en consecuencia, desprovista de ego, simétrica, graciosa, y armoniosa, como si la aspiración artística tratara de rehuir las tinieblas del mundo, camufladas tras la perfección de la forma y del cometido de satisfacer las expectativas de la audiencia y de la clase profesional de los tastemakers, a los que Liszt llamaba “aristocracia de la mediocridad”. El contenido que emana de una visión artística siempre transciende lo que una estructura formal o cualquier formulación teórica pueda encajar. Si el artista es la figura más sensible y perceptiva a lo que ocurre a su alrededor, relacionándose con la realidad de una forma contemplativa, los compositores fueron capaces de crear también porque observaban a los demás desde un ángulo inusual, es decir, percibían el mundo y la existencia con exagerada alegría y exagerado dolor. Un espacio socialmente constreñido y conservador, formulado estrictamente por los ideales corrientes de una época, que el academicismo a posteriori implementa para etiquetar los requisitos del “estilo”, no pudo abarcar la idiosincrasia de un Mozart, y fue la noción que él, aunque secretamente, comenzó a corromper. 
    Mozart fue muy versado en esta corrupción espiritual, sin transgredir las leyes, o al menos sin exceder la transgresión, pero se situó a horcajadas sobre esa delgada línea entre la no individualidad perfecta y el contenido altamente individual, mientras Beethoven lo hizo deliberadamente, sin vacilación. Antes de poder situar a Liszt en la continuación lógica de esta línea ascendente, hay que retroceder en el tiempo, y no por la adecuación histórica, sino al revés. Como decía Jung: los grandes acontecimientos de la historia mundial son profundamente insignificantes, porque toda la historia del mundo es una suma gigantesca de las fuentes del individuo. 
    Un cierto escritor alemán, Cornelius Agrippa, reconocido en ocultismo, medicina, y teología, publicó circa 1530 De occulta philisophia que exploraba cuestiones esotéricas como la melancolía y sus efectos en los seres humanos. Lo dividió en tres niveles: el tercer nivel de melancolía, más elevada y sublime, pertenecía al espíritu de los teólogos, el segundo controlaba la razón de los científicos, y el primero, el nivel más bajo, gobernaba el temperamento de los artistas. Quizás no es casualidad que en Altenburg, la residencia de Liszt en Weimar, el grabado de Albrecht Dürer Melancolía I estaba colgado en la pared del salón azul, su estudio. Dürer, antes de sus viajes a la Italia renacentista, donde la melancolía artística, es decir, la identidad artística y la expresión individual, se erige como la insignia de la creatividad y del genio, inscribe en su autorretrato: "Mis asuntos deben ir como designados" - una expresión habitual de la mentalidad gótica que cumple con la obligación divina de un artista cuya visión se ajustaba a la de un artesano anónimo. Partiendo de Venecia, Dürer lamenta que se congelará después del sol, ya que en Venecia se convirtió en “un caballero, en casa un parásito”. Lo que Agrippa descarta en su jerarquía de melancolía es el vínculo entre la asimilación del universo y el espíritu creador, en el que el hombre no descubre simplemente una realidad objetivamente comprobable, sino que se apropia de la realidad por medio del arte a través de una experiencia subjetiva. En consecuencia, cada visión artística revela una formulación única de la experiencia a través de la cual el mundo mismo se descubre: "El poeta no usa descripciones del mundo. Él mismo tiene sus manos en la creación de este mundo", en palabras de nuestro ídolo mutuo Andrei Tarkovsky. Como ningún músico desde Beethoven, Liszt se ajusta a la definición del genio de Thomas Carlyle: "Capacidad trascendente de meterse en problemas". Emprendió voluntariamente la lucha por revolucionar la posición del músico en la sociedad, colocando la vocación en un rango nuevo y digno, alejado de la autopromoción, pero siguiendo las llamas del fuego ya iniciado. Con la fe en su propia misión de dar precedencia a la voz artística, a la naturaleza de su mensaje trascendental que iba más allá de la estimación gótica de Agrippa, Liszt convirtió la plataforma musical en el escenario de una revelación sonora. 
    A la hora de apreciar su música aún existe una nube de vaguedad indefinida entre los músicos. Los mismos pianistas lo afrontan con escrúpulos, como si estuvieran frente a una figura de impureza. Apreciarlo se vuelve una tarea más asequible cuando sus logros se asocian a consecuencias externas. Como Niki Wagner, hija de Wieland Wagner (la bisnieta de Richard Wagner y tataranieta de Liszt) quien, en un intento benévolo de justificar su descubrimiento retardado de Liszt el compositor, extrae su armonía tardía atribuyendo su mérito histórico al progreso de la música del siglo XX. Sucede, no obstante, que la armonía del Liszt tardío no deriva de ningún esfuerzo por abrir caminos a los compositores del siglo XX, sino de una continuación inevitable y “kármica” de lo que Liszt siempre fue. Al encontrarse en el aislamiento y depresión de sus años crepusculares, compuso páginas ascéticas y transparentes que demandaron nuevas armonías, como él mismo declaró: “el vino nuevo requiere odres nuevos”. Otro rasgo distintivo que los músicos generalmente aprueban con sospecha es la manera en que Liszt componía, sin limitarse a la perfección o a la solidificación de la obra, siendo aparentemente más cementada en la mayoría de los compositores (algo que deriva casi exclusivamente de una determinada actitud de los intérpretes - a Schnabel, por ejemplo, le atraía solo la música que consideraba mejor de lo que se podía interpretar. Si bien son algo que transcurre en el tiempo, las obras musicales fueron re-conceptualizadas como objetos permanentes e inmutables, ubicadas en vitrinas de exposición. Diametralmente opuesto al concepto de otro alemán, Wilhelm Furtwängler, quien vio en la ley de la improvisación la insustituible condición que identificaba al intérprete con la obra). En palabras de Liszt: "la música nunca es estacionaria. Las formas y los estilos sucesivos no son más que tantos lugares de descanso, como tiendas de campaña que se levantan y se desmontan en el camino hacia lo ideal". Entonces lo que aparecía como sentimiento o revelación momentánea, en un afán de capturar intuitivamente las vibraciones de la vida, atraía su atención, precediendo así las interminables revisiones y re-elaboraciones que se ajustan a la afirmación de Paul Valéry que “un poema jamás se termina, solo se abandona”. Esta actitud despreocupada, libre de obstáculos en el proceso creativo, que liberó a la música de la literalidad, trajo consigo el surgimiento de una nueva mentalidad interpretativa en la que una partitura escrita se veía como el punto de partida, vivificada por la subjetividad del intérprete. Fue el acto precursor de una época que tanto valoró la incandescencia de la personalidad en la interpretación como una experiencia artística privilegiada, virtualmente extinta hoy en día. Cuando Liszt en 1840 tocó los estudios de Moscheles en Inglaterra, el presente compositor recordó como estas piezas se transformaron bajo de sus dedos: "se han vuelto más suyas que mías". Aunque no se pueden reconstruir los hábitos de un siglo lejano, no se debe sustituir la arquetípica afición y convicción por, como lo describe Furtwängler “despertar la música con toda la pasión y el amor", por una lectura objetivamente fiable, el antimodelo de la inclinación artística de cualquier época. Con una coartada similar a la de Clara, Joachim y la compañía que “despacha la sinfonía en cuatro palabras”, Harold Schonberg, el crítico influyente del siglo XX, acusó al biógrafo de Liszt, Alan Walker, por enamorarse del sujeto. A causa de evaluar, ya sean los compositores o los biógrafos, a través del prisma de tal objetividad, , se desvincularon las partes íntegras del contexto de un todo (el virtuosismo trascendental como el vehículo de la necesidad interior, la unión más estrecha entre la música y otras formas de arte, invención de formas nuevas y menos predecibles). Así se materializó la que fue y sigue siendo una de las fijaciones más pertinaces de la prédica purista entre críticos y el intelectualismo árido. Para culminar esta absurdidad, la música de Liszt fue oficialmente prohibida en varios conservatorios europeos, como una especie de orden sacerdotal que expulsa a un impenitente, que, considerando únicamente lo que Liszt aportó al instrumento, equivaldría a expulsar a Buda de un templo budista.

    Irónicamente, el rasgo más titánico del pianismo de Liszt es hoy pasado por alto por la tiranía de la página impresa. De haber seguido sus pasos, habríamos sustituido la firme obediencia al “Urtext” por la conciencia de los límites de la notación, o por las ediciones personalizadas (que sin embargo serían ridiculizadas dada la obsesión por la “autenticidad” que rige la mente musical de nuestro tiempo). Al igual que Liszt en su correspondencia secreta con su amada Agnes Street-Klindworth, en una de las cartas escribe: “lee atentamente lo que no digo”, podría existir la costumbre de “leer lo que no está escrito” en la partitura. El “no escrito” proviene, no de la reproducción literal de la página impresa, sino de la comprensión del concepto estético de la obra, sin el cual sería imposible elevarse a su mensaje poético. Además de la uniformidad formal tan ardientemente deseada por los críticos, sin la cual para ellos quedaba poco que elogiar, los propios pianistas, espiritualmente ineficaces, han contribuido a una percepción genérica de la música de Liszt y, sobre todo, a una concepción errónea del virtuosismo. Es impensable vincular, en realidad, la semejante categoría de virtuosismo a un hombre que creía en el renacimiento de la música a través de la unión con la poesía, a alguien que, en búsqueda de totalidad de expresión y experiencia humana que se reflejaría en sus imágenes sonoras, descendió hasta asilos para lunáticos y cárceles. 

    Si el valor de una obra maestra radica en dar espacio a la expresión de su intérprete, como ciertamente lo fue para Liszt, un mero atletismo pianístico y exhibición de destreza física no llenarían muy adecuadamente este espacio, diseñado con el propósito de transmitir un contenido profundamente espiritual. El verdadero alcance del virtuosismo de Liszt, tanto como el de la transformación temática, fue confundido y enmascarado por el creciente estrépito de las octavas y trémolos, que aparentemente tenía que aludir a la imagen de un infierno incesante, por el gusto de lo infernal mismo. El virtuosismo debe identificarse con el pensamiento, con el contenido que invoca su función, valioso en cuanto a su sustancia, no en cuanto a una ejecución robusta. Pero si la fachada física de la textura es interpretada literalmente, puede tergiversar engañosamente la realidad que se encuentra detrás. La textura, de hecho, tiene casi una cara opuesta transmutada en su realización sonora y psicológica, dado que el virtuosismo y la destreza son dos conceptos antagónicos. La idea de la lucha humana, del tormento interno, que en última instancia conduce al triunfo, aunque sea simbólicamente, fue iniciada por Beethoven (a la que Furtwängler se refiere como posibilidad trágico-dionisíaca de la música), convirtiéndose en el fundamento omnipresente del compromiso artístico de Liszt. Sería difícil admitir que Liszt, un místico, un hombre que sentía fuertemente las fuerzas sobrenaturales y creía que “el genio es el agente a través del cual lo sobrenatural se revela a los hombres”, viera en la transformación temática una simple practicidad técnica de la composición. Sus protagonistas, no elegidos al azar, tenían en común las penurias, los tormentos internos que fueron vencidos por sus aspiraciones heroicas y la implacable devoción a sus ideales. Entonces, la transformación temática fue moldeada por estas mismas odiseas épicas, desde la lucha existencial hasta el triunfo y liberación espiritual en las palpitantes codas: Obermann y la búsqueda de su ser interior con la esperanza de superar la desesperación, el juicio y triunfo de Prometeo, Il lamento e trionfo de Tasso, aflicciones de Mazeppa y su glorificación final, o el infierno y paraíso de Dante (una tendencia presente incluso en obras sin ningún indicio programático aparente como la Balada n.° 2, Großes Konzertsolo, o Sonata en si menor; para la interpretación de esta última un alumno de Liszt, Walter Bache, en sus notas al programa incluyó la descripción: “lucha exitosa de un espíritu heroico en un mundo lleno de esfuerzo”). Trató de abolir las barreras hasta el punto de liberar las formas mismas guiadas por sus protagonistas, y volviendo a tus palabras inspiradoras, ahí es quizás donde para siempre reside “el secreto de su hechizo permanente”. 

    Ningún músico en la historia ha sido tan despiadadamente acusado y atacado.  Hombres de toda clase han vertido su insultante sabiduría para denigrar lo que tanto perturbaba su refinado gusto e inclinación hacia lo puro en la música. Nombres insignificantes como un tal señor Alexander Brent-Smith, que no está catalogado ni siquiera por Wikipedia, quien, en su estudio "A Study of Franz Liszt" publicado por The Musical Times, la revista académica de música clásica más antigua del mundo, observa que: “parece un truco cruel del destino negar a las obras más grandes de Liszt esa inmortalidad que tanto anhelaba […] pensó que llegaría su momento, pero los años pasan y su entrada en el Valhalla parece más lejana que nunca […] la técnica de Liszt en las obras para piano era, por así decirlo, un motor x-powered para siempre irrumpir en alta velocidad […] una máquina rugiendo alrededor de la pista a velocidades de tres cifras”. Pero también nombres de los cruzados anti-Lisztianos mucho mejor catalogados, como Johannes Brahms, cuya firma se encuentra junto a la de Joachim en el famoso manifiesto publicado en la prensa alemana contra Liszt y la Escuela Nueva Alemana, en protesta de “unas nuevas e inauditas teorías que son contrarias al espíritu más profundo de la música, lo cual es muy de lamentar y condenar”. Schumann creó la cofradía de David con el fin de combatir los anticuados conservadores filisteos. Pues nada simboliza mejor la mentalidad filistea que la imagen de Brahms quedándose dormido durante un fenómeno por el que muchos darían la vida: Liszt tocando su Sonata en si menor para un grupo de amigos y alumnos en Altenburg. Muchos años después, al escuchar una obra de Liszt, un Brahms enfurecido escribe a Clara que “la enfermedad se propaga cada vez más y en todo caso alarga las orejas del burro tanto del público como de los jóvenes compositores”. Liszt llegó así a simbolizar una amenaza, un peligro para la audiencia, y se trataba, de hecho, de una cuestión ética más que estética, una especie de “virtuosofobia”. La interpretación tenía que purificarse de una actitud vandálica y egoísta empeñada en convertir las obras en las propias interpretaciones, y la composición apegarse a las formas antiguas, aunque su contenido estaba ya demasiado avanzado para contenerse dentro de ellas. 
   
     En el epílogo de este diálogo defensivo en el que nos hicimos eco como Lisztianos inclinados, tengo que compartir contigo el párrafo final de un artículo que te recomiendo, escrito por Richard Taruskin. Al fin, un musicólogo que está a favor de Liszt...

    ¿Es esto algo para condenar, algo para resistir? ¿O es esta interpretación de los mundos artístico y vulgar una marca ineludible, tal vez la marca desafiante, de la grandeza de Liszt? Intentar, como Brandel, purgar a Liszt de estas asociaciones descorteses es, de hecho, malinterpretar su lugar en nuestro mundo; pero Rosen también contempla con desagrado al vulgar Liszt. Mucho mejor, en palabras de Ken Hamilton, "abracemos nuestra propia Segunda Rapsodia húngara". Todos tenemos una, y Liszt lo sabía. Aceptar su invitación a burlarse del "buen gusto" esnob podría ayudarnos a reafirmar o recuperar el gusto, el cual se refiere al gusto de Mozart tal como lo define Haydn, es decir, un sentido confiable de lo que es apropiado, y cuándo.





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