... Franz Liszt y sus críticos ...

    


      Los próximos días 19 y 20 de mayo de este año, 2022, tercer año de la maldita pandemia, regreso con gran felicidad como solista con mi querida Orquesta Filarmónica de Bucarest, con quienes debuté en septiembre del 2014, hace ya ocho años y quienes llevan el sobrenombre de George Enescu, uno de mis patrones musicales. Desde entonces, he podido compartir escenario con estos maravillosos músicos en un total, creo, de diez ocasiones, haciendo música con partituras tan diversas como el Triple Concierto de Paul Constantinescu, The Age of Anxiety para piano y orquesta de Leonard Bernstein, el Concierto Nr. 21 K.467 de Mozart, el 1 de Tchaikovsky o el 3 de Rachmaninov. No se alarmen: me acuerdo del número de veces, no por una cuestión fetichista, o de cómputo de carrera - qué horror - sino como quien recuerda su primer beso o las veces que a uno le hablaron con sinceridad. Son ceremonias que fijan el azar del destino propio y que uno recuerda como marcas en el río de la vida. 

    Todo ello, siempre, en el Ateneo Rumano, una mágica sala de conciertos que alberga unos 800 asientos dentro de un elegantemente adornado edificio circular y abovedado que es la sede oficial de la orquesta y del festival y concurso Enescu. Una sala donde he actuado hasta hoy creo que un total de unas trece veces, siempre en eventos especiales y muy significativos en mi vida. Además, con algunos músicos de la orquesta tengo la fortuna de hacer también música de cámara (muy pronto el Sexteto de Francis Poulenc, entre otras cosas que aguardo con especial ilusión). Y a todo esto debo añadir que fue aquí, en septiembre del 2014, en el escenario del Ateneo, donde recibí el conocido premio - Premio Enescu - que me permitió tocar tanto en Rumanía, en una época muy difícil de mi vida en la que casi renuncio a la música por completo. El sitio se convirtió en un sagrado espacio de esperanza para mí y debo tanto a ese magnético escenario... El gran experto en acústica Takeo Nakajima logró explicarme durante una tarde todos los entresijos de cómo funciona el sonido en esa sala: un verdadero misterio. Una conversación de esas que uno nunca olvida...
    Frente al edificio hay un pequeño parque en el que he paseado y me he sentado a reflexionar en tantas tardes lluviosas y solitarias, junto a la estatua del gran poeta rumano Mihai Eminescu, que parecía mirarme siempre con cierto cariño, me gustaba pensar - un genio que ojalá fuera más conocido fuera de su país. A veces incluso con un librito en mano de sus radiantes versos, en ediciones bilingües rumano-españolas o rumano-inglesas. El tiempo pasa lento en ese pequeño y nostálgico parque del Ateneo y quien me conoce, sabe que me gustan ese tipo de parques (en mi poemario Las Grietas hay un verso que comienza: "el triste parque en la ciudad sin nombre"...). 

    Entonces, sigamos: la orquesta fue fundada en 1868 por Eduard Wachman (1836 - 1908), un director rumano ahora casi olvidado pero que la dirigió nada menos que durante 40 años. Me fascinan esos músicos olvidados... Un día haré una larga lista y escribiré sobre ellos. A veces, son los mejores. 

    El conjunto, desde entonces, ha colaborado con músicos increíbles como Jacques Thibaud, Pablo Casals, Alfred Cortot, Yehudi Menuhin o Sergiu Celibidache, entres muchos otros, y es un referente en la tradición sinfónico-orquestal del país y de la cultura rumana en general. 

    Para mí, tocar con esta orquesta y en el Ateneo tiene siempre unas fuertemente vibrantes resonancias emotivo-biográficas. Además, más si cabe si se trata de hacer música junto al Maestro Christian Badea: un grandísimo director con quien tengo una especial afinidad y con quien he tocado tantas veces. El Maestro Badea, por su profunda experiencia operática, tiene una inusitada flexibilidad con sus solistas. Siempre creyó en mí y se ha convertido en una especie de mentor, junto a mi admirado Bruno Aprea, de quien también tanto he aprendido y sigo aprendiendo (y últimamente también del gran Maestro Enrique García Asensio, rumano casi de adopción por su vinculación con Celibidache). 

    En esta ocasión, la partitura elegida para hacer música con la Filarmónica de Bucarest es el Concierto para piano y orquesta Nr. 2 en La Mayor de Franz Liszt, escrito en Weimar, Alemania, entre los años 1839 y 1861: una obra de larguísima gestación. El verano pasado, pude grabar esta obra (junto a Totentanz y al Concierto Nr. 1) con la Orquesta Filarmónica de Moravia, en la República Checa, en un disco que espero salga publicado a finales de este año o principios del siguiente, con el director estadounidense y gran amigo personal Jonathan Pasternack. Es una partitura que el Maestro Badea y un servidor ya compartimos hace años en España, con la Orquesta de la Región de Murcia, en un bonito concierto que todavía recuerdo.
 
    Ahora, hablemos un poco más en detalle del gran Franz Liszt. Debo confesar, en primer lugar, que desde pequeño siempre sucumbí al hechizo de Liszt y jamás fui parte de esa extraña tradición - extraño grupo, me parece - que tan vehementemente lo critica y desprecia como un músico superficial, sobre todo entre músicos en general y a veces, incluso entre pianistas (cosa que nunca deja de asombrarme, pues pertenece al mismo tipo de actividades como es el odio al propio país de uno). El público, no influido por "opiniones expertas", lo suele amar. Una de mis profesoras de piano, Nina Svetlanova, me enseñó a amarlo más si cabe; a admirarlo profundamente. Como divulgador cultural, transcriptor y arreglista, compositor, pianista, director de orquesta, escritor, musicólogo, profesor... Como hombre. Pero insistimos: por muchas razones, es una figura que ha sido siempre el objeto de críticas furibundas. Él y su música, ambos. En este sentido, es un caso verdaderamente raro en la historia de la música: un auténtico objeto de desprecio y a veces, hasta de odio. ¿Cómo explicar esta peculiar oposición que se ha tenido durante tanto tiempo y en ocasiones con tanta rabia contra Liszt? Bueno, puedo apuntar aquí a algunas hipótesis, más o menos convincentes, pero sin duda, la envidia figura prominentemente, como en estos casos es siempre de esperar. En esto, no descubro el Mediterráneo, ciertamente. 

    Primero, Franz Liszt fue pianista, compositor, director de orquesta, profesor y escritor agudísimo. Y todo a un nivel de maestría y magnetismo casi único en su época. Esto ya de por sí, era molesto y sigue siéndolo - más especialmente en nuestra época, en la que el trasvase de una categoría profesional a otra es visto siempre con extrema sospecha y recelo. Esta especie de universalidad, de ecumenicidad gremial de Liszt - hacía muchas cosas y todas muy bien; era simplemente un gran músico completo - es considerada por el pedante custodio de cada campo como un acto intrusivo. Los directores decían que mejor sólo tocara el piano - los directores siguen diciéndoselo hoy a los pianistas que lo intentan; los compositores y escritores, igual. Parece que sea imposible creer que alguien pueda hacer varias cosas bien, incluso cuando éstas cosas pertenezcan al mismo terreno artístico. Cosa que en épocas anteriores quizás fuera lo normal o lo esperado de un músico. Este último no lo podemos saber con certeza - quizás siempre existieron estos problemas, no lo sé (me viene a la mente la oposición ancestral entre musicus y cantor)...

    Lo mismo ocurre hoy cuando a alguien se le ocurre lanzar un dardo al dogma de la especialización: genera desconfianza en seguida. Aunque la contradicción es flagrante: hoy nadie dice de un gran pianista - pongamos Sokolov, Perahia, o Lupu - que como pianista es bueno pero como compositor de partituras, mediocre. Ser buen pianista, parece ser suficiente, hoy día. En cambio, cuando se habla de Liszt, como por ejemplo en un reciente artículo en EEUU:

https://www.npr.org/sections/deceptivecadence/2011/10/21/141562068/franz-liszt-at-200-an-important-but-not-great-composer?t=1652479865412

cuyo pretencioso y pedante titular es: "Franz Liszt a los 200: Un compositor importante, pero no genial", entonces, el que fuera uno de los más grandes instrumentistas de todos los tiempos, no es suficiente. Parece entonces obligado apostillar que como compositor era "mediocre". Esto, por cierto, le sucede mucho también a Rachmaninoff - y por razones parecidas, cuya música muchos críticos se empeñan en llamar edulcorada o no sé que otros epítetos del campo del azúcar y de Hollywood, desprendiéndose de estas palabras una absoluta ignorancia de los presupuestos y procesos tanto puramente técnico-musicales de la música del ruso, como de los estético-poéticos, filosóficos. Este tipo de críticos son muy osados, ahora, antes y siempre. Campanudamente declaran que Liszt o Rachmaninov eran mediocres. Toda una sinfonía despachada en cuatro palabras. Casi nada. 
    
     A otro que le pasa lo mismo y por las mismas razones, por cierto, es a Leonard Bernstein, una especie de Liszt del siglo XX. Por las mismas razones, yo lo amo, a él y a su música. 

    Pero volvamos. En realidad, el que Liszt, el gran virtuoso del piano, el gran instrumentista, dejara los escenarios como pianista para siempre a la edad de 36 años, para dedicarse enteramente a la composición, dirección de orquesta y a la enseñanza, pero sobre todo a la composición, provocó la indignación y el recelo entre los "expertos severos". Y todavía más el que como compositor fuera alguien de tendencias avanzadas en lo que se refiere a su época histórica. Al final, la crítica a Liszt el compositor era siempre la misma y sigue siéndolo hoy: "el compositor cayó víctima del virtuoso". Un cliché donde los haya. El método más simple de crítica: negar categóricamente o burlarse sutilmente. Un vituperio propio del circo. 

    Los antagonistas de Liszt, como por ejemplo Clara Schumann, pretendían ser unos sacerdotes de la verdad musical. Tachaban a Liszt de superficial, teatral, falso, comercial, etc. El dominio instrumental y/o el amor del público siempre genera sospecha entre los músicos de sofá, bajo la forma de un extraño y capcioso moralismo. Incluso Clara y otros lograron arrastrar a Brahms y Schumann a ese campo de batalla, roles que ambos detestaban y en los que no se sentían nada a gusto, pues tanto uno como el otro tenían una profunda admiración por Liszt. Estos críticos, miembros del equipo Clara Schumann/Joseph Joachim y compañía, no se dieron cuenta de que, en el caso de Liszt, estaban actuando como verdaderos bobos, cortos de miras y de imaginación engañosa y estrecha. El propio Joseph Joachim confesó, al final,  también estar cansado de esa inútil guerra cultural y acabó admitiendo públicamente el genio de Liszt. Menos mal. 

    Porque Franz Liszt fue un artista musical universal, un poeta musical excepcionalmente brillante y al mismo tiempo humilde, llevando una vida basada totalmente en la renuncia interior, algo propio de un verdadero hombre de auténtica y profunda fe religiosa - en su caso el catolicismo.  La vida de Liszt, de hecho, casi en su totalidad, consistió siempre en estar al absoluto servicio de los demás, a expensas siempre de sus propios intereses y sin ningún deseo de reconocimiento de aquellos a quienes estaba ayudando. Nunca jamás buscó promover sus necesidades o ambiciones personales. Siempre tendió una mano amiga a todos y dondequiera que se presentara la oportunidad.  Reconoció siempre la grandeza en los demás y nunca se preocupó de que se le devolviera su admiración. Con mano generosa - y sí, también en muchas ocasiones de cuantiosas sumas de dinero - ayudó al avance de las carreras de otros muchos hombres (Schumann, Grieg, Smetana, Borodin, Tchaikovsky, Saint-Saens, etc; la lista es interminable). 

    La mayoría de la gente no puede literalmente soportar tal generosidad de espíritu, pues piensan que excede los límites de la credibilidad. Estos cínicos sospechan siempre que motivos egoístas, o al menos impulsos de ostentación, subyacen a las acciones más nobles. Mucha gente se inclina a suponer en los demás una mezquindad de espíritu que en realidad más bien corresponde a la suya. En este sentido, la figura de Liszt ha sido una diana particularmente gratificante para la contemplación sospechosa de este tipo, ya que no solo era un hombre de excepcional grandeza de mente y espíritu, sino también un creador musical pionero. No en vano desde Debussy, hasta Ravel, Schönberg, Stravinsky, Enescu o Bartok, vieron en él un auténtico maestro y estrella-guía

    Sin duda, como hombre sensible que era, Liszt sintió la resistencia a su personalidad. Lo consideraba normal - su mensaje no era siempre fácil. Sabía perfectamente que cuando empezara a componer y a dirigir, surgirían las cansinas voces de siempre. Así fue y así lo asumió, con noble y estoica resignación. Fue un virtuoso de éxito, sí; de hecho, el más espectacular del siglo XIX con la única excepción de Paganini, quizás. Pero por esto, Liszt sabía que el mundo aceptaría solamente un único éxito de un hombre como él y que podría llegar a no perdonarlo fácilmente desde el momento en que abandonara la carrera de virtuoso por la de compositor y director de orquesta. Pues aunque Liszt fuera un verdadero entusiasta e idealista, era también demasiado inteligente para no darse cuenta de que la gente casi nunca juzga a un hombre por sus logros sino por sus opiniones preconcebidas. Lo contrario es lo excepcional. 

    Y ahora, entonces, podemos preguntarnos si lo que tenía que decir Liszt musicalmente, con sus composiciones en sonido y sus composiciones de partituras, era realmente adecuado a su tiempo. Yo creo que no. Lo sobrepasó con creces. Este suele ser siempre el problema de este tipo de genios. Y una, al menos, de las razones es que su poética tenía su origen en regiones bastante desconocidas que no provenían propiamente, o al menos únicamente, de la esfera gremial de los creadores de música, sino de un grupo de bastante diferente clima espiritual: la literatura, la teología y la filosofía. Esto, los propios músicos no lo podían ni pueden aguantar. Pero curiosamente, tampoco los filósofos. 

    Entonces, ¿qué fue y es sorprendente o difícil en Liszt? ¿Su música? No del todo, creo yo. Sin duda, su forma era nueva, pero no carecía de precedentes: Berlioz ya se había atrevido a cosas similares y en cierta manera quizás incluso más drásticas. Ni la expresión de la música de Liszt ni su forma melódica, rítmica, fraseológica o armónica ofrecía tales dificultades como las que estaban ya presentes, por ejemplo, en la nueva música de Brahms o de Bruckner. De hecho, por el contrario, a veces parecía incluso demasiado ligera, no seria y no lo suficientemente aprendida o cultivada. Ese acento húngaro, gitano, italiano, a veces parisino, incluso a veces español o rumano; toda esa mixtura, le dio un aire de mundanidad que era despreciado como banal por la mojigatería farisaica y el exceso de seriedad de la época. Porque cuanto más decadente se vuelve el gusto musical de una época, más sensiblemente reacciona ésta contra cualquier cosa que sea fácil de entender, es decir, más tercamente se apoya en la dignidad de su rango cultural (véase El Mito de la Cultura del genial Gustavo Bueno): en esto, Liszt se adelantó mucho a su época histórica. 

    No. Las innovaciones de Liszt no pueden etiquetarse solamente en términos de detalles puramente musicales. Su ámbito es cultural, epocal. Consisten más bien en un nuevo porte espiritual, filosófico si se prefiere: el porte de un hombre que fue maestro de toda la cultura de su época, pero que no obstante también se opuso internamente a ella y cuya música brotó del suelo de una nueva perspectiva social y artística.  Es decir, Liszt fue un innovador y un revolucionario y por tanto, naturalezas como las de Liszt viven casi enteramente en el futuro y parecen sobre el presente como algo imperfecto, algo importante sólo como base para algo posterior. Quizás, por tanto, su tiempo no haya llegado del todo todavía. Su mensaje interior es siempre el de un homenaje a la idea de artista y a la idea de poder creativo. Hoy lo llamarían idealista, entre risas cínicas y objetivistas. Sobretodo porque era de importancia secundaria para Liszt en qué campo de actividad se dedicaba un creador, si como poeta literario, pintor, filósofo o, en el más alto nivel, profeta, santo, Mesías; lo que fuera. La música era para él un mediador entre todas las formas de expresión artística, traduciéndolas todas a una suerte de lenguaje universal. Su tarea era, por tanto, transmutar todo conocimiento intelectual y especulativo, despojarlo de su argumento puramente racional y actuar como su intérprete, transmitiendo los resultados de ese todo. Tarea nada fácil. 

    Este fenómeno es una especie de llama de fuego que se eleva por encima del medio del arte particular en el que se manifiesta. Y este es el secreto de su hechizo permanente y de la esencial grandeza de Liszt, pero también de que sea un objeto de envidia, rechazo, crítica furibunda y a veces, hasta de odio. 

    En su Segundo Concierto para piano y orquesta S. 125, conviven, por tanto, muchas enigmáticas paradojas: hay solamente un movimiento, una parte, pero hay también seis partes o movimientos. Cómo es esto posible es ciertamente algo fascinante. Conviven en la partitura furiosas tarantellas, junto a marchas victoriosas, nocturnos melancólicos junto a duetti operáticos, momentos de íntima música de cámara en los que de repente solamente tocan varios instrumentos juntos (Mahler admitió cuánto influyó esto en sus Sinfonías) junto a lugares de humor e ironía. El piano a veces como héroe, a veces como orador, a veces como viento, a veces como oráculo, a veces como actor de teatro. La mixtura, lo híbrido, como lema poético. Y sobre todo, el declarar al mundo, musical y no musical, que el virtuosismo y la poesía, no tienen por qué dicotomizarse. Que la belleza y la verdad, no son opuestos que se odien. Hasta en este tipo de abrazo filosófico se vislumbra la generosidad de este gran hombre. 
    
    Hacer música con esta, su partitura, es sin duda un momento glorioso del estar vivo en este mundo...



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