... El piano en mi vida. Biografía sentimental de un instrumento ...

El piano en mi vida. 

Biografía sentimental de un instrumento 






"El oído no oye la voz 

sino lo que la voz despierta."


Antonio Machado (Proverbios y cantares, 1912)




"Yo canto al cuerpo eléctrico"

Walt Whitman (Hojas de hierba, 1855)






POEMA INTRODUCTORIO




Liturgia del instrumento mudo



El piano 

es torre y tumba.

Espejo de mármol

donde la voz 

naufraga 

sin dejar 

espuma.

No gime 

con el aliento,

no se quiebra 

con la fiebre,

no conoce 

la plegaria 

del diafragma.


Es un altar 

sin sacrificio,

una boca

 sellada 

que articula 

geometrías.

No canta: 

disecciona.

No arde: 

mide.

No sangra: 

razona.


El pianista, ángel 

caído de un verbo 

perdido, 

no crea, sino que exhuma.

Lee los signos 

como augur los restos 

de un dios extraviado,

y en su gesto 

no hay palabra:

hay glosa,

hay eco,

hay sombra 

de una sombra.


El piano, trono 

de Hermes sin alas,

permite disociar la carne 

del rito:

manos que corren 

sin haber soñado,

frases sin útero,

lágrimas fingidas 

en el mármol del compás.


Allí donde la voz 

expone el alma al filo,

el piano ofrece armadura.

Su mecánica, 

ciega y sabia, 

protege 

al virtuoso 

del vértigo,

al teórico 

del abismo,

al huérfano 

del canto.


Propongo entonces 

un gesto 

distinto:

Un recital 

como antífona 

de duelo,

como danza 

de ceniza,

como susurro 

de lo no dicho.


No exactitud, 

sino herida.

No técnica, 

sino temblor.

No ejecución, 

sino exilio.


Tocar 

el piano

como quien escribe 

un poema 

con una copa 

rota

sobre una mesa 

encendida 

de ausencias.


Que cada nota sea 

un candelabro

para el espíritu 

del canto perdido.

Que cada tecla 

invoque

el grito que nunca fue 

hueso, el nombre que no fue 

lengua, la casa de la que fuimos 

desterrados

cuando el arte dejó 

de ser una forma 

de volver

al silencio

original.



    ... en el principio fue el llanto, el grito, el lamento, el éxtasis: la voz. No el sonido, ni la nota, ni el ritmo: la voz. El Verbo. La música nace de ese respirar, de ese aliento encarnado, de ese temblor articulado que es el canto, que es la voz humana. No hay arte musical que no provenga, en última instancia, de la voz humana: de su necesidad de invocar, de llorar, de alabar, de decir. Antes de cualquier sistema, antes de cualquier notación. Y solo mucho después, a su alrededor, como prolongaciones o prótesis del cuerpo, nacieron los instrumentos. Primero como acompañantes tímidos. Luego como narradores secundarios. Después como simulacros autónomos. Finalmente, como egoístas usurpadores de la soberanía vocal. 


    Es por eso que los instrumentos pertenecen en realidad al ámbito de lo adjetivo y no de lo sustantivo. Fueron siempre adjetivos a la voz humana. Y esta distinción, entre lo sustantivo y lo adjetivo, aunque de apariencia gramatical, semántica, o retórica, es en realidad ontológica. Lo sustantivo se afirma en su independencia: "Yo soy". Lo adjetivo existe en la humildad del servicio: modula, matiza, acompaña. La tensión entre sustantivo y adjetivo es, al final y al cabo, la tensión entre todo y partes. 

    Afirmo pues, sin vergüenza, miedo, ni complejo, lo siguiente: que lo único verdaderamente sustantivo en la música es la voz humana. La melodía y la canción, pero NO entendidas como categorías históricas, sino ontológicas. Para los materialistas groseros, la laringe, y no las susodichas manos (las manos quirúrgicas que tanto "transforman" el mundo, según ellos). Todo lo demás, lo instrumental, nació siempre como acompañamiento, como eco, como sombra de la palabra cantada. 


    Con el tiempo, sin embargo, estos adjetivos se endurecieron, olvidaron su función ancilar, y comenzar a fingir sustancialidad: los instrumentos se hicieron autónomos, egoístas, se olvidaron de su origen acompañante y comenzaron a hablar como si fueran sujetos, como si bastaran por sí solos. Pero no lo son. No bastan. Insisto: lo adjetivo es humilde; acompaña, cualifica, modula, da sombra o acento, pero nunca pretende totalizar el mundo. 


    Así es ahora, para mí, el piano (por fin!). No un fin, sino una mera forma de decir algo. No un trono, sino una mesita de trabajo. No un altar, sino un pequeño pórtico. 


    Y sin embargo, durante años, el piano fue trampa y centro, ídolo y cárcel, espejo y distorsión. Y es que el piano, mi compañero de vida y conflicto, encarna esta paradoja como ningún otro instrumento. Esta es, pues, la historia de mi vida con el piano, pero también una meditación sobre el estatuto mismo del instrumento y su lugar en el alma humana. Es, en suma, un retrato filosófico y sentimental de una relación.




    Comencemos. Nací musicalmente cantando. No tocando. Y esta distinción no es menor: cantar es vibrar con el cuerpo, es convertir la voz en símbolo del alma, es dejar que el lenguaje se convierta en música sin que pierda su raíz humana. Empecé en 1986, con cuatro años, en Valencia, bajo el método de Zoltán Kodály. Allí aprendí lo más importante: que la música no es un conjunto de técnicas, sino un mundo de diferencias y semejanzas, de silencios y pulsos, de juegos y ecos.


    Aprendí que los universales de la música, la identidad y la alteridad, el movimiento y el reposo, el impulso y la caída, el arriba y el abajo, lo uno y lo múltiple, la variación, el cambio, el adorno, la columna sustentante, no se enseñan con reglas, sino con el cuerpo. Cantando, bailando, viviendo, temblando, vibrando. Emulando, no imitando. Antes de que mis dedos tocaran una sola tecla, mi alma ya sabía lo que era un compás porque lo había caminado. Ya intuía el espacio tonal (de los tonos) porque mi voz oscilaba entre tonos como quien se balancea dulce y lentamente en una hamaca veraniega. 


    Este periodo fue crucial. Fue la edad de mi paraíso musical, donde no existía aún la idea de instrumento como objeto de prestigio, como institución. No había aún interpretación. Ni virtuosismo. Ni juicios. Solo había expresión. La música como extensión del cuerpo, como prolongación del juego, como lenguaje anterior al lenguaje.



    La guitarra llegó pronto. Recuerdo los discos del guitarrista australiano John Williams (1941), que en mi infancia eran como cuentos sin palabras. Y recuerdo a mi madre, quien me decía que la guitarra “cantaba”. Aquello me marcó: la idea de que un instrumento puede ser una voz, que puede cantar a alguien. La guitarra, tan íntimamente española, era aún un puente entre la música y el afecto. No era aún un símbolo profesional. Era un objeto afectivo, doméstico, tierno.



    Luego, a los ocho años llegó el piano, casi por azar. Como tantas decisiones fundamentales en la vida, fue contingente. A mi madre le preguntaron si yo quisiera tocar algún otro instrumento, a parte de la guitarra. “Piano”, respondió. Y así fue. No hubo epifanía. No fue una llamada. Fue una convención, una casualidad. Como el nacer en Valencia, o mi idioma natal. Una vez más, el instrumento era adjetivo: no tenía un peso propio, era una herramienta para hacer música, no un fetiche.


    Pero el piano, por su naturaleza, no es inocente. Es un instrumento con una historia profunda, una carga civilizatoria, una sombra ideológica, un bagaje semántico. Es el instrumento de los salones burgueses, del virtuosismo solista. Pero además, es también el instrumento que más se aleja de la voz. No vibra contigo. No respira. No tiene alma corpórea. El pianista no sopla, no canta, no pulsa una cuerda viva. Percute. Traduce. Media. El piano no encarna: describe. En cierto sentido, es un instrumento puramente intelectual, intelectualista. 


    Y durante años, yo no me sentí pianista. Me sentía músico. El piano era tan solo un medio. Pero con el tiempo, como ocurre en tantas vidas artísticas, el medio se absolutiza. A medida que uno "mejora técnicamente" (horror!), que obtiene premios (doble horror!), que entra en los rituales del conservatorio (triple horror!), el piano deja de ser adjetivo para devenir sustantivo. Se vuelve el centro, la identidad.


    Así pues, de los diez a los dieciocho fui tan solo un músico que tocaba el piano, dedicado sobre todo al estudio del contrapunto, la armonía y la fuga y a cantar todo lo que pasaba por mis manos (no como cantante profesional, sino como ser humano musical). 


    Pero poco a poco, el piano me fue nombrando a mí. Fui primero “pianista”, luego “intérprete”, luego “virtuoso”, y finalmente “rapsoda”. Cada etapa era un espejo deformante. Cuanto más creía conocer el instrumento, más me confundía con él. Hasta que ya no sabía si yo hablaba a través del piano o si era el piano quien hablaba a través de mí. Hubo incluso un momento en que creí que el virtuosismo era una forma de verdad. Hoy sé, claro, que no lo es. El virtuosismo es un efecto secundario. Es si acaso, y a veces, un mero brillo en la superficie del agua. Pero nunca el agua.


    El piano tuvo su auge paralelo a la escisión moderna entre compositor e intérprete. Durante siglos, ambos eran la misma persona: el trovador, el cantautor, el luthier espiritual. Pero el siglo XIX canoniza la separación que tras la Segunda Guerra Mundial, se institucionaliza. El compositor deviene figura de autoridad muerta (o delirio de vanguardia); el intérprete, una especie de sacerdote laico. Y el piano, por su polifonía (mejor, diafonía) y su autosuficiencia, se convierte en el templo ideal de esa nueva religión hermenéutica.


    En esa cultura en la que la hermeneia ha triunfado frente a la poiesis, el pianista ya no es creador. Es siempre exegeta, reproductor, glosista, comentarista, doxógrafo. Es el dóxografo oficial del gremio de la música clásica. Es portador de “obras”. Su "gestor", su "custodio". Es el que “interpreta” a los “grandes”. Se convierte en una figura casi sagrada, pero finalmente hueca: un médium sin voz propia.


    Todo esto me parece hoy profundamente problemático. ¿Cómo puede alguien tocar música sin ser capaz de componer? ¿Cómo puede uno encarnar el pensamiento de otro sin tener pensamiento musical propio? Es como recitar poesía sin haber escrito nunca un verso. Es, en el fondo, un tipo de fraude. No se trata de que todos los intérpretes deban ser compositores profesionales. Pero sí de que el acto de tocar deba brotar de una interioridad musical propia, no de una deferencia a la autoridad del pasado.




    Hoy, después de muchos años de relación con el piano, por fin he vuelto al principio. En mi imaginario, he podido redimir al instrumento reconociendo su lugar: el adjetivo. El piano vuelve a ser, para mí, lo que era al comienzo: un instrumento para decir otra cosa. Por tanto, ya no lo idolatro, ni le debo lealtad especial ninguna.  No lo fetichizo. Simplemente lo uso. Lo utilizo para componer, para acompañar, para leer música. Toco música mía, o de otros compositores vivos, con quienes comparto una respiración vital. No me interesa el canon como museo. Me interesa la música como acontecimiento. Como acto. Cuando toco en recital, no quiero ser un sacerdote de la Kunstreligion de Hans von Bülow (no de Wagner por cierto, cuya obra filosófica y musical, bien entendida, es más necesaria hoy que nunca). Quisiera ser un trovador. Tocar como quien acompaña una historia. Como quien canta en una lengua antigua, aunque no la comprenda del todo. El piano es mi salterio, mi lira. No un fin, sino un medio.



    Mi vida con el piano ha sido, pues, muy lenta y progresivamente una pedagogía del límite: de cómo un instrumento mudo puede llegar a cantar, de cómo una técnica fría puede ser puente para una emoción auténtica, de cómo lo adjetivo puede iluminar lo esencial. Y así, intento hoy seguir tocando. No para demostrar, ni para exhibir, sino para acompañar, acompañar el sentido, la alegoría, la historia, el lamento, el amor. Como quien camina junto a alguien. Como quien susurra una historia. Como quien, al final, vuelve a cantar.


    Porque, pese a todas estas tribulaciones, estas dudas, pese a la herida entre cuerpo y sonido que el piano abre como ningún otro instrumento, precisamente por su distancia ontológica respecto a la voz, hay en su fría opacidad una posibilidad inigualable de transfiguración. Porque, el piano es, quizás, sí, el instrumento más susceptible de que se sustancialice en él el continente en lugar del contenido, la forma en vez de la materia viva. Es el medio que amenaza con comerse al mensaje, como diría feliz McLuhan. Y en música, cuando el medio se vuelve más importante que el mensaje, cuando el sonido se vuelve más importante que el canto, hemos perdido lo esencial. Pero es, también, por todo eso, el piano sea quizás el instrumento más susceptible de ser transformado en otra cosa, en su propio opuesto. 


    El piano, con su timbre neutro, indefinido, impersonal, con su cromatofonía blanca, su pulso mecánico, su dicción perfecta, puede convertirse fácilmente en emblema de un formalismo desencarnado. Es un instrumento en el que se puede hacer muy fácilmente música sin alma. En el que se puede ser perfecto sin necesidad de decir nada. En el que se puede brillar sin iluminar. Por eso lo difícil, lo realmente difícil, es hacer que ese instrumento suene como algo que no es. Como un suspiro. Como un niño que canta. Como un anciano que reza. Como la voz temblorosa de alguien que está a punto de decir una verdad. Y ese es, para mí, el único camino de redención del piano: cuando se hace pasar por lo que no es. Cuando se disfraza de coro, cuando se convierte en lamento, en carcajada, en respiración, en lágrima. Cuando canta.


    Esa es mi humilde intuición trovadoresca: que si acaso la melodía y la canción, no como estilos, sino como ontologías del decir musical, son el núcleo, el nervio, el misterio de toda música, entonces el piano sólo es digno si se lo fuerza a cantar. A cantar como quien llora. A cantar como quien recuerda. Y por eso me gustan pianistas como Cortot, como Horowitz, como Rachmaninoff cuando tiembla, como Friedman o Jonas cuando respiran. Porque su piano es imperfecto, desigual, lleno de grietas, con dientes torcidos, como las sonrisas de verdad. No es el piano temperado y silábico del siglo XX, ese piano computado, cuantizado, diseccionado. Es el piano lunar, el piano cojo, el piano humano.


    Tal vez por eso estos músicos, que podían haber cantado con un violín, con una voz, con un oboe, se empeñaron en tocar el piano. Porque hacer cantar al piano es como doblar el metal: requiere una especie de fe en lo imposible. Una fe poética. Una fe ontológica. La fe en que incluso el mármol puede llorar. La fe en que incluso la máquina puede orar.


    Y yo, que soy pianista, no por elección sino por circunstancia, como quien dice que es español o alemán porque le tocó, sé ya hoy que la sobreidentificación con el instrumento, o con escuelas técnicas o estéticas, es la muerte de la música. La música no es una técnica ni una escuela: es un modo de estar en el mundo. Y si el piano, a veces, me permite decir algo verdadero desde ese estar, entonces, y sólo entonces, merece seguir siendo mi instrumento.


    El piano, entonces, si se entiende como algo adjetivo, adjetivo a la composición, al acompañamiento, a la danza, a ser tabla de esbozos, cuaderno de bocetos, bosquejo en madera de una melodía futura, se reconcilia con su origen más profundo. Porque el piano no viene del Olimpo, ni de los teatros burgueses, ni de los concursos de virtuosismo: viene del arpa, del salterio, del dulcemele, del cimbalón, de la lira del bardo errante. Y ahí se hermana con la guitarra que yo empecé a tocar, la guitarra de Joni Mitchell, o de Diego del Gastor, la de los trovadores, de los cantautores, de los que recitaban a Homero mientras rascaban acordes al borde del mar. Es ahí donde el piano cobra sentido. 


    Pero para ello hay que quitarle siglos de escritura grandilocuente y ampulosa, recargada y bombástica, de músculo técnico, de exhibición sonora, y devolverlo a su verdad: ser emulación, que no imitación, de la voz. Voz humana en todos sus registros: hablante, cantante, errante, sufriente, testigo del mundo. No un instrumento atlético ni de precisión quirúrgica, sino un instrumento líquido, imperfecto, vulnerable, lleno de alma. Como los actores no profesionales de las películas de Pasolini, como las miradas sin técnica de los actores de los films de Antonioni, Godard o Truffaut


    Por eso amo y siempre he amado los pianos verticales desafinados y por eso odio el fetichismo del instrumento: esa idolatría por marcas, por mecánicas, por potencias, por brillos. Yo no pido nada al piano. Y casi nunca pido nada a los afinadores. Porque creo que hay que quitar el foco del instrumento y devolverlo a la interioridad, al canto interior, a la voz musical. La música no está en el piano. Está en el que canta con él.


    El piano, además, es un instrumento especialmente susceptible de convertirse en un refugio para quienes, en el fondo, no son verdaderamente músicos. Porque permite ejecutar sin comprender, mover los dedos sin haber compuesto jamás una línea, sin haber improvisado una sola frase, sin haber cantado nunca una melodía desde dentro.    


    Puedes esconderte tras su mecanismo como no puedes hacerlo en una trompeta, un violín, o ya mucho menos en la voz humana. El piano, en ese sentido, es el perfecto escondite para musicólogos prácticos, para teóricos sin poesía, para técnicos que jamás han escrito una partitura propia pero parecen entenderlas todas. Y sin embargo, no entienden nada porque nunca han encarnado el gesto desde el vacío creador. 


    Es un instrumento que permite disociar el hacer del sentir, expresar el sufrimiento sin padecerlo, controlar el cuerpo mientras se finge una emoción que no ha nacido. Esa es la técnica moderna: dominio sin temblor, expresión sin riesgo, músculo sin llaga. Lo llaman biomecánica, kinesiología, y otros rótulos conónimos. Por eso el piano puede ser profundamente fraudulento, peligroso incluso, y muchos de los que en él se esconden quedarían en evidencia si tomaran otro instrumento entre las manos o si cantaran una sencilla melodía popular. Porque en ningún otro pueden disimular tanto la ausencia de solfeo interior, de oído creador, de canto melopoiético, que es el verdadero signo de que uno ha sido tocado por la música.


    El piano, además, permite esa cáscara externa de precisión o esa fluidez vacía que tanto abunda hoy: la precisión del teclado como interfaz manual, formas de parecer que uno está dentro de la música sin que la música llegue a rozar, ni mucho menos a desgarrar, el alma. Sin sentir el dolor entre los intervalos, sin palpar con las manos interiores el volumen dramático, casi material, de una historia poética o musical. 


    El piano ofrece la ilusión de participación sin entrega, de expresividad sin exposición. Lo veo muchas veces en estudiantes, o incluso en pianistas profesionales, a quienes les pido simplemente que canten una frase: han tocado un estudio de Chopin con perfección digital y métrica impecable, pero al abrir la boca para entonar una nota, la voz no responde, no encuentra ni el tono ni el aliento. Esa paradoja me duele y me intriga: ¿cómo es posible tocar sin haber cantado nunca? ¿Cómo llegar al piano sin haber pasado antes por el grito, por la canción, por la plegaria? Y lo que es todavía más grave, ¿cómo es posible tocar sin componer, sin haber pasado por el vértigo de la página en blanco y el dolor de la escritura?


    Hay algo profundamente erróneo, o al menos profundamente sintomático, en esa cultura tan común entre pianistas que consiste en probar veinte o treinta instrumentos antes de un concierto o de una grabación como quien cata vinos en una bodega o compara carrocerías en un concesionario de coches. Esa ansiedad por encontrar “el piano perfecto”, el que tenga la acción justa, el equilibrio ideal de resonancias, el pedal que no se hunda, el do grave que no ronque, el agudo que no silbe, el escape que no se quede corto, se ha convertido en una suerte de rito supersticioso, una liturgia técnica que sustituye el verdadero encuentro con la música por una devoción enfermiza a la interfaz. Se habla con el afinador como un chef con su cuchillo, pero sin preguntarse nunca qué plato se quiere cocinar ni por qué. Se exige del instrumento un tipo de perfección que se vuelve idolatría, porque deja de ser un medio para volcar una interioridad y pasa a ser una excusa para no enfrentarla. Yo prefiero sentarme, tocar el piano que haya, y aceptar que me contradiga. Porque un instrumento que no me contradice no es un instrumento: es una prótesis de mi vanidad.


    Este fenómeno, además, tiene raíces más profundas. El piano se ha convertido precisamente en una suerte de prótesis manual, de interfaz mecanizada que permite acceder a la música sin pasar necesariamente por el cuerpo interior de la misma. En ese sentido, el piano es al canto lo que el ordenador o la máquina de escribir es a la escritura hecha a mano. Cuando escribimos con la mano, con lápiz, con pluma, sobre un papel que ofrece resistencia, todavía hay una relación casi física con el pensamiento. Las palabras fluyen como los neumas antiguos: curvas, inflexiones, ondas del alma. Cada acento, cada pausa, cada altura, tiene peso y dirección. En cambio, cuando escribimos con una máquina, el proceso se vuelve más silábico, más binario, más rítmico: pulsar una tecla, generar una marca. Ya no se dibuja el pensamiento: se lo teclea. Algo análogo ocurre con el piano. El canto, al surgir del cuerpo, tiene curvas, ligaduras, disonancias internas. El piano, en cambio, permite una descripción abstracta de esas curvas, una especie de mapa sin relieve. Es la diferencia entre recorrer con el dedo una línea entre dos ciudades y caminar entre ellas bajo el sol, el viento y la lluvia. El piano puede describir perfectamente ese recorrido, pero no lo sufre, no lo transpira.


    Por eso, insisto: la única forma verdadera de redimir al piano es desidiomatizarlo, pero no como lo han entendido algunos compositores contemporáneos, con técnicas extendidas, golpes en la caja o ruidos inusuales. Eso es aún jugar dentro del fetichismo del instrumento, solo que por la vía negativa. No, el verdadero acto de desidiomatización no es qué haces con el piano, sino cómo lo tocas. Que el tocar mismo sea una crítica al propio instrumento. Que la forma en que se tocan las teclas diga: “Te han encerrado aquí, música, y yo voy a usar esta cárcel para liberarte”. Tocar el piano como se escribiría un poema con una máquina rota. Que cada nota cante no porque imita a la voz, sino porque la invoca. Que el piano suene como algo que no quiso sonar así, pero que fue llevado a hacerlo por la necesidad de cantar. Que el sonido no sea limpio, ni perfecto, ni claro, sino necesario. Que cada sonido sea el vestigio de un canto que quiere volver a casa, aunque le falte el cuerpo que lo emitía. Así, el piano deja de ser una máquina para volverse testigo: testigo del canto perdido, del canto anhelado. Y entonces, sí, se convierte en instrumento verdadero.


    Hoy en día, el intérprete de piano se ha convertido, en gran medida, en una figura técnica y estandarizada, una suerte de gestor y reproductor profesional de partituras, cuyo valor parece residir, sobre todo, en tres pilares perfectamente homologables a criterios de mercado: primero, la claridad de dicción, es decir, una especie de HD (High Definition) musical, una hiperdefinición rítmica y métrica que elimina cualquier ambigüedad expresiva o poética; segundo, la ecdótica, o mejor dicho, la filología estilística, entendida como una supuesta adecuación al “estilo” garantizada por una ciencia histórica positivista que decide qué se puede y qué no se puede hacer, cómo sonaba esto o aquello según tratados, fuentes o instrumentos de época; y por último, un barniz de personalidad, pero superficial, nunca audaz o peligrosa o filosófica, sino más bien charmant, “con encanto”, como un accesorio estético que no molesta, un toque de carácter que funcione como marca. 


    Frente a esa figura, tan aplaudida hoy y tan premiada, yo preferiría ser algo así como un trovador (de trovar, encontrar) que utiliza el piano como el medio que tiene a su alcance para acompañar un drama. Un drama que, por desgracia, ha perdido la palabra, ha perdido el cuerpo, y ha sido reducido a música instrumental pura. Esa escisión original, la música separada de la voz, de la poesía, del gesto, de la danza, del canto, convierte todo recital de piano en algo ligeramente ridículo, un simulacro trágico. Pero quizá por eso mismo merece ser salvado, redimido. ¿Cómo? Definitivamente no mediante la perfección, ni la nitidez, ni la fidelidad textual, sino mediante un acercamiento alegórico, simbólico, intensamente poético. Hacer que cada nota sea un signo, no de sí misma, sino de algo que falta. Que cada pasaje lleve dentro un temblor de significación, que no haya abstracción sino encarnación, que no haya técnica sino necesidad. Que el tocar sea un decir, aunque no haya palabras, y que lo que se diga, aunque sin texto, sea legible en el rostro del que escucha como un recuerdo, un anhelo o una herida. Porque sólo así la música instrumental puede volver a ser, en algún sentido, verdadero canto, verdadera significación. Y sólo así el pianista puede volver a ser, no un reproductor, sino un testigo, un cantor sin palabra que, a través de las teclas, por lo menos intenta todavía decir.




    El recital de piano, tal como yo lo concibo, y como quisiera ofrecerlo, no debería ser una apoteosis del virtuosismo ni un ejercicio de reproducción exacta de la tradición instrumental absoluta, sino más bien el acto melancólico de un trovador epigonal, un bardo itinerante que transita los restos de una civilización musical escindida. El piano, en ese marco, no es un altar, sino una lápida: la piedra sobre la que se pronuncia una elegía constante por la antigua unión entre música y palabra, entre canto y sentido. No porque toda la música que interprete deba ser triste, pues en toda elegía también hay humor, luz, ironía, ternura, sino porque lo que la impulsa es el luto, el treno, la conciencia de una fractura que duele y de un exilio que aún no ha encontrado su retorno. 


    Así entendido, el recital no es un punto culminante, sino una nota a pie de página, un apéndice de una tradición instrumental que ya dio todo lo que podía dar y que, sin embargo, aún puede ser redimida si se convierte en rito de despedida, en acto de destraumatización colectiva. Quizá, después de este gesto elegíaco, sea posible volver, no por regresión, sino por transfiguración, a la unión originaria de música y palabra, de logos y melodía, de drama y canto. Por eso, cada pasaje, cada instante musical debe cargar con un gesto, con una alegoría, con una escena vivida: una caricia, una marcha, una danza ritual, un juego bucólico, una agonía interior, una sátira grotesca, una nostalgia irreparable. Que nada suene como sonido, que todo hable, aunque no haya palabras. Que el público, por momentos, olvide que asiste a un recital de música instrumental pura, y sienta que está ante un arte total, ante un drama invisible que respira. Que lo que anhele tras escuchar el piano no sea más piano, sino más palabras, más palabra y música juntas fecundándose, más vida, más canto, más poesía, más unidad perdida. Que el recital, al despedirse de la música instrumental pura, prepare el terreno para que algo nuevo, o más bien algo ancestral, pueda renacer: la unión sagrada y poética de música y palabra. 




    Por eso, si he de escoger una plataforma estética, prefiero a los pianistas cojos, mancos del alma, con dientes rotos de tanto morderse la duda, con pecas y lunares, con uñas sucias de campesino musical que ha arado siglos de melodía con sus manos desnudas. Prefiero las desigualdades métricas si nacen de un corazón que tiembla, los roces y "fallos" de notas si vienen de arriesgar el canto por el drama, los fraseos que se desploman como cuerpos agotados por haber querido narrar algo imposible. Me conmueven los pianistas que cuentan historias, los que cantan sin palabra pero haciéndonos por tanto anhelar la palabra que casi aparece, en su tañer, invocada; los que al tocar hacen que el piano desaparezca, como un velo rasgado, como una prótesis que ya no oculta nada. Esos pianistas que ya casi no existen, y que al escucharlos no te llevan a decir “qué gran pianista”, sino qué gran músico, o mejor aún, qué gran poeta, o casi mejor, qué gran artista. Esos que tocan el piano como quien ha nacido en un lugar sin haberlo elegido, como quien habita un cuerpo sin espejos. No aman el piano, no lo fetichizan, no son "leales" a él, porque saben que su timbre, su estructura, su mecánica (y en realidad la de TODOS los instrumentos), son contrarios al canto humano, a la naturaleza de la voz, esa que crece desde el pecho y no desde la tecla. 


    El piano, además, es temperado, silábico, aséptico, frío como una tabla quirúrgica: más suave en los agudos que en los graves, lo contrario de la carne sonora de la voz humana. Por eso desconfío de quienes lo acarician como un fetiche, de quienes muestran rostros sin expresión mientras lo tocan, sin despeinarse, con afecto plano, gesto clínico. Para los no iniciados, parecerán expertos, virtuosos. Pero quien sabe escuchar con el alma siente que ahí no hay música: hay taxonomía, hay diagnóstico, hay encefalograma plano. No hay poeta, hay entomólogo. No hay resurrección sino desollamiento de cadáver No hay vida, hay subsecretaría. Son funcionarios del sonido. Y yo no quiero ya ser un funcionario del sonido. Quiero ser testigo. Rapsoda. Doliente. Trovador.




    Por tanto, prefiero, sin dudarlo, a los pianistas que se apropian existencialmente del repertorio, como si cada obra la hubieran escrito ellos, como si tocar no fuera un acto de reproducción sino de re-creación poética. No los que deforman por capricho, no los que distorsionan por vanidad: simplemente los que encarnan lo que tocan. El tocar, en ellos, es ya un acto poético, pleno, absoluto. No son medios de transmisión, no son telégrafos ni telefonistas que pasan un mensaje cifrado. No son meros vehículos, sino que se convierten en el acontecimiento mismo. 



    Por eso me emocionan los pianistas que no se conocen ni se identifican como “pianistas”, esos que son otra cosa: directores, cantantes, improvisadores, incluso poetas que, ocasionalmente, tocan el piano. Cuando me preguntan qué pianistas me gustan, digo sin dudar: Furtwängler, Bruno Walter, Bernstein, Celibidache. Y la gente se extraña: “¡Pero si ellos no eran pianistas profesionales, tocaban el piano como un medio, no como un fin!” Y yo respondo: exactamente por eso me gustan. Porque en sus manos, el piano no se absolutiza, no se convierte en centro ni fetiche. Es adjetivo, no sustantivo. Es soporte lírico, no altar mecánico. Es el laúd del bardo, el eco del trovador. Cuando el foco no está sobre el piano, nace en la interpretación una ligereza, una libertad que no puede surgir cuando todo está encorsetado en la identidad profesional del “intérprete de piano”. Me encanta el pianismo de Stéphane Grappelli, el de Bernstein, el de Karajan (sí, incluso más su pianismo que su dirección), porque allí el instrumento canta sin estar presionado por la dictadura de la perfección. 


    En cambio, me cuesta sentir algo frente a los pianistas sobre-identificados con el piano como función profesional: esos que ya no componen ni improvisan, que viven para fijar una interpretación como si fuera una maqueta técnica, donde todo es dicción perfecta, tempo perfecto, ni una nota fuera de sitio, ni una respiración arriesgada. Un piano sin alma, sin desvío, sin voz propia. El pianista devorado por el piano. Yo prefiero buscar al músico que ha devorado al piano y que lo toca como se acaricia un recuerdo.


    En este sentido, me gustan muchos pianistas como Vladimir Horowitz, Ignaz Friedman, Josef Hofmann, Benno Moiseiwitsch, Sergei Rachmaninoff, Alfred Cortot, Maryla Jonas… Pero no me gustan como le gustan a esos gourmets de la antigüedad musical, esos coleccionistas de discos 78 rpm que buscan agudos como quien busca una añada concreta de Burdeos, o tasadores de arte que ya no pintan, pero son expertos en determinar si un violín es un Stradivarius o un Guarneri. No. No es por eso. Lo que me atrae de esos pianistas, tan distintos entre sí, no es su valor museístico, ni siquiera su estilo o su "sonido" (horror!), sino algo más esencial: todos componían. Esa es la clave. Todos componían, improvisaban, enseñaban, vivían la música como una totalidad. El piano, para ellos, no era una cárcel de perfección, sino un espacio de expresión, un medio, nunca un fin. No temían errar si con ello alcanzaban una frase cargada de verdad. Lo vocal predominaba siempre. Había desigualdades, fricciones, entonaciones vernáculas, silencios fecundados, no efectos. Había alegoría, símbolo, sentido. Tocaban como quien narra un sueño o recuerda una historia familiar. Por eso me conmueven. No porque sean antiguos, sino porque son humanos, poéticos, imperfectos. Porque todavía eran músicos en sentido pleno, y no funcionarios de la interpretación.




    Por contraste, ¿qué hacen hoy los intérpretes que han dejado de componer, que ya no improvisan, que se han fundido hasta la confusión con la identidad funcional del “pianista”? Graban discos. Muchos discos. El disco se ha convertido en su nueva forma de producción simbólica, en su ersatz de composición. Hablan de su “último trabajo”, de su “nuevo lanzamiento”, como si realmente hubieran hecho algo, como si hubieran creado algo desde la nada, como si la grabación fuera una forma de poiesis


    Y aunque es verdad que el disco, como forma de escritura, tiene su legitimidad, su forma de permanencia y de voz registrada, no puede compararse a la creación de una obra nueva, al acto radical y generativo de la composición. Grabar un disco es mucho más fácil, ontológicamente más débil, que componer una partitura, porque sigue siendo un acto hermenéutico, de lectura, de interpretación, no de invención. 


    Pero el intérprete que ya no crea, se aferra al disco como a una coartada ontológica, como a un simulacro de poiesis. Así, el piano se vuelve aún más fetichizado, se convierte en el altar de una práctica repetitiva, que necesita fijarse en soportes para parecer significativa. 


    Y lo que verdaderamente interesa a ese tipo de pianista es el plano más superficial de la obra de arte, lo que podríamos llamar su dimensión autogórica: las digitaciones, las entradas difíciles, los pasajes que suelen fallar en directo, el ataque preciso de tal acorde, la resolución técnica de tal pasaje endiablado. Pero rara vez se preguntan: ¿qué habita aquí? ¿qué gesto de alma aparece en esta frase? ¿qué dice este compás? ¿llora, suplica, canta, recuerda, invoca, sueña? 


    El intérprete técnico domina la obra, pero no la habita; la conoce por fuera, pero no la sufre ni la celebra desde dentro. Toca como un arqueólogo escarbando, no como un trovador resucitando una historia. Y en ese vacío de sentido, lo que debería ser arte se convierte en ejercicio, y lo que podría ser canto se vuelve superficie brillante sin voz...





"Cantar: eso es respirar. Lo que es eterno 

apenas desvía el aire."


Rainer Maria Rilke (Sonetos a Orfeo, 1922)






"Todo acto o voz genial viene del pueblo

y va hacia él"


César Vallejo (Los heraldos negros, 1918)





"Cantar con la pena que a mí me matara

cantar con la pena que es mi sustancia"


Gabriela Mistral (Desolación, 1922)










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