... elegía por una poética del tono: de qué hablamos cuando ya no hablamos de música ...



ELEGÍA POR UNA POÉTICA DEL TONO: 

de qué hablamos cuando ya no hablamos de música 

(ontologías del sonido y silencios del tono)


... crítica filosófica de los siguiente rótulos: música matérica, arte sonoro, experimentación sonora, poética sonora, sonido, sonología, música contemporánea, música de vanguardia, improvisación libre, ruidismo, música concreta, música concreta instrumental, músicas de hoy, nuevas músicas ...


TEMA Y VARIACIONES




Contexto y motivación

 

    Lo que sigue aquí no es una crítica puramente ad hominem (sin perjuicio de su nervio dialéctico: "pensar es, inevitablemente, pensar contra algo y/o contra alguien"). Tampoco es ningún tipo de ajuste de cuentas con personas o instituciones concretas - muchas de las cuales tienen, al menos, mi respeto, otras también mi amistad y cariño. Además, no tengo ningún tipo de interés erístico, ya sea lúdico o frívolo, en polemizar sin más. Este escrito es, más bien, una meditación filosófica — inspirada por la lectura reciente e inesperada del llamado Manifiesto Matérico (2017), firmado por el compositor madrileño Carlos Galán — sobre los fundamentos ontológicos de lo que hoy llamamos Música, especialmente en sus expresiones y sintagmas que se pretenden más rupturistas: música matérica, arte sonoro, experimentación sonora, sonido, sonología, música contemporánea, música de vanguardia, improvisación libreruidismo, música concreta, música concreta instrumental, músicas de hoy, músicas de nueva creaciónnuevas músicaspoéticas sonoras, etc, entre otros rótulos conónimos



https://ruivaldivia.net/wp-content/uploads/2017/01/manifiesto-materico-de-carlos-galan.pdf

 


    El texto de Galán - que considero fundamental y que debe ser leído con absoluta urgencia para entender nuestro tiempo - ha despertado en mí una inquietud latente: ¿qué estamos diciendo cuando decimos “música” en nuestro presente en marcha? ¿Y qué hemos dejado de decir?  Y todo ello porque creo que el texto es una diáfana cristalización de muchas de las ontologías artísticas de hoy. 


    Por tanto, lo que aquí escribo puede ser interpretado, sin duda, como una fuerte crítica hacia los presupuestos ontológicos - tácitos y explícitos, emic y etic - del texto de Carlos Galán, y de sus posibles consecuencias o derivas. Y lo es. Sin duda alguna. Pero precisamente lo es porque me tomo estas "propuestas" muy, muy en serio. No hay aquí ningún atisbo de burla cínica, ni ironía o sátira barata, de tipo epidíctico, sino una preocupación profunda por las cuestiones que se tratan. Porque creo, además, que detrás del gesto de radicalidad estética que muchas de estas corrientes proclaman, se oculta en verdad una paradoja inquietante: su autoproclamado carácter marginal o alternativo convive esplendorosamente con su más plena institucionalización. Son, a menudo, el canon mismo de nuestro tiempo. Es esta una de mis tesis fuertes. Y esto es importante, también para poder entender las ideas-fuerza que hoy pueblan nuestras cosmovisiones, especialmente en lo concerniente a las artes en general, y a la música en particular. Así, comienzo de un modo, digamos, poéticamente dogmático, adelantando la conclusión a las premisas: la "vanguardia" se ha vuelto institución - lo "oficial" se disfraza hoy de subversivo.  


    No se trata aquí, pues, de juzgar obras ni trayectorias - aunque también lo intentaré hacer, con respeto -, sino de plantear una serie de preguntas, tras la lectura del texto de Carlos Galán, que considero urgentes: ¿Qué significa hoy “hacer música”? ¿Desde qué ontología "hacemos música" hoy? ¿Qué hemos hecho con la herencia del tono, del intervalo, del gesto musical como forma de conocimiento, como poética?  


    Sé muy bien que escribir todo esto - si es que alguien lo lee, cosa harto improbable - es asumir un grandísimo riesgo: quizás me gane desprecio, censura, aislamiento, o incluso una especie de muerte simbólica dentro del gremio de la música clásica. Pero lo escribo porque siento que mi voz — una voz minoritaria, una voz que busca aún los universales musicales, que cree en la potencia del símbolo, en la gravitación del tono, en la poesía del intervalo — también merece ser oída. No por tener razón, sino porque, en esta polisónica Babel de las artes en la que vivimos hoy - la diafonía ton doxon de la que hablaba Platón - sigue siendo necesario hacer filosofía crítica - ni dogmática, ni escéptica, ni nihilista.  





Var. I: Ontología del sonido vs. poética del tono


    Esta reflexión es también, quizás, una forma de duelo. Una elegía filosófica por el tono (frente al "sonido"), en pos de su tremendo poder simbólico-alegórico; por la herencia del intervalo, del gesto que no sólo suena, sino que significa, resuena, convoca. Lo que se propone aquí, por tanto, es cuestionar la hegemonía silenciosa de estos rótulos "contemporáneos", hegemonía que impone, bajo el velo de la ruptura, un nuevo orden de legitimidades estéticas. Porque la paradoja de nuestro presente en marcha es que aquello que se proclama disidente es, con frecuencia, lo oficial; que la supuesta periferia es ya centro, norma.  


    La llamada “vanguardia” — esa palabra fatigada por los discursos — es hoy un gremio de enorme poder institucional - casi de Estado -, pues ha sabido aliarse con las fuerzas que rigen la legitimidad cultural: la historia, la política, la teoría, la ciencia, la academia, las subvenciones, las estructuras que consagran valor, que otorgan estatuto. Se ha convertido, en muchos casos, en el espejo sonoro de los valores del status quo, precisamente mientras se presenta como su negación. Y esto no sería tan problemático si no estuviera ocurriendo bajo la bandera de la emancipación radical.  


    Al cuestionar sus fundamentos — sus ontologías, sus gramáticas, su desprecio muchas veces tácito por el tono, por el símbolo, por el gesto arquetípico — soy consciente de que me alejo voluntariamente de los rituales y tics de homologación que garantizan pertenencia dentro del gremio. En cierta medida, escribir esto equivale a una renuncia - espero que no, a un "suicidio profesional" - y, puede que esto implique, sí, aislamiento, burlas, censuras, malentendidos: una especie de muerte o al menos de estigma social dentro de mi propio "ecosistema cultural". Pero aunque sí detesto el solipsismo, no temo a la soledad. Y no tengo miedo, también, porque creo, profundamente, que en realidad, y quizás, no esté del todo solo. Que hay quienes, como yo, sienten que se ha perdido en nuestros tiempos algo fundamental en el tránsito de la música a lo sonoro, del símbolo a la materia fisicalista grosera, de la forma poético-dramática a la pura emergencia, del rito al ruido, del tono al sonido. Personas que no siempre tienen el altavoz, la audiencia, el tiempo o el lugar para formular estas inquietudes y que, sin embargo, siguen buscando — en silencio, en los márgenes — una poética del tono, una música que no reniegue del misterio, del enigma, del secreto, de la belleza, del significado, de la infinitud del presente, de la poesía, del arquetipo, del intervalo como lugar de comunión y no sólo de transgresión. Aun en el desierto. Y esta es, la mía, por tanto, una voz en el desierto. Pero incluso en el desierto, la voz puede volverse eco. Y a veces, solo allí, se vuelve verdad... Quién sabe. 






Var. II: Crítica a falacias ontológicas


    Entonces, comencemos ahora. El Manifiesto Matérico (2017) de Carlos Galán afirma que el sonido, al ser “aislado” [sic] de su contexto rítmico, agógico o fenomenológico, alcanza así una “potencialidad de ser” pura. Sin embargo, a mi entender, esta premisa reposa en una profunda contradicción ontológica: la “materia sonora” no existe fuera de su relación dialéctica con el Tiempo y el Espacio. Al despojar al sonido de su Dasein (ser-en-el-mundo), se lo reduce a un objeto abstracto, una entidad desprovista de la tensión existencial que lo vincula al oyente. El sonido, como fenómeno auditivo, es constitutivamente relacional: su identidad emerge de su interacción con el silencio, la memoria y la expectativa. Pretender aislarlo es negar su condición hermenéutica, su ser-para-el-otro, y caer en un idealismo acústico que ignora que la percepción es siempre una síntesis activa, no una recepción pasiva de “materia pura”. 


    Esta es, en el fondo, la ilusión de la pureza y el espejismo ontológico de la idea moderna de "sonido": la idea de que existe una esencia sonora, an-antrópica, "objetiva", "cósmica", anterior a toda mediación humana. Se trata de una falacia de pureza, en la que el sonido se convierte en una entelequia, una abstracción metafísica desligada del sujeto. Aquí se revela también el mito de una vanguardia desencarnada, que sustituye la experiencia viva por una suerte de misticismo técnico, deshumanizado. Es, en última instancia y como se ve últimamente, el abandono de lo humano.


    Este impulso por aislar el sonido — por concebirlo como sustancia cósmica anterior a toda praxis — recuerda a una cierta nostalgia pitagórica, a la idea de una música de las esferas. En este sentido, no es baladí que el grupo de Carlos Galán se llame Cosmos 21: lo humano queda relegado, subordinado a una visión pre-judeo-cristiana, casi pagana, "griega", en la que los “dioses” están muy lejos de nosotros, en una órbita cósmica inalcanzable - o en términos de teoría holótica, o de mereología: una visión en la que las partes y el todo (los todos) están separados, escindidos, sin integración -. El aislamiento ontológico del sonido no es más que un nuevo mito tecnocrático: elegante en su formulación, pero vacío de calor humano. 


    En el Manifiesto Matérico se condena la repetición como creadora de "falsos" efectos psicoacústicos, pero esta postura desconoce o quizás ignora estratégicamente que la repetición es el fundamento ontológico de la temporalidad humana. En Ser y Tiempo (1927), Martin Heidegger señala que la repetición (Wiederholung) es el modo en que el Dasein (ser-en-el-mundose proyecta hacia su posibilidad auténtica. En otra palabras, en música, la repetición no es un "enmascaramiento", sino un ritual que confronta al oyente con la tensión entre finitud e infinitud. 


    Al eliminar el pulso rítmico, el materismo de Carlos Galán no libera al sonido, de ninguna manera, sino que lo exilia a un limbo donde la experiencia se disuelve en una sucesión de instantes desconectados, replicando en realidad el mismo "tedio vital" que critica. Porque la repetición es la forma más profunda de resistencia contra el nihilismo temporal - la repetición como negación de la muerte, no como estancamiento, sino como estructura vital que sostiene el sentido. De ahí que el rechazo contemporáneo a la repetición - y en general a la idea de Tiempo encarnado, fenomenológico -  revele más una especie de horror vacui existencial, un miedo atávico a aquello que insiste, que regresa, que nos compromete. El miedo a la repetición es, en último término, el miedo a que algo permanezca y salga de las garras del formalismo de la pura contingencia. 



    Por otra lado, está la exaltación en el texto de lo acusmático — el sonido sin origen reconocible —, que se presenta como una revelación de la "esencia matérica". No obstante, este planteamiento incurre en una paradoja: al desvincular el sonido de su fuente, no se revela su "pureza", de ninguna manera, sino que más bien se lo somete a una especie de hipercodificación. El oyente, privado de referentes, proyecta sobre el sonido una red de significados arbitrarios, transformándolo en un símbolo vacío. 


    Lo acusmático, por tanto, no desnuda la materia, sino que la recubre con el velo de lo sublime negativo, donde la ausencia de origen se convierte en un nuevo mito. El sonido, lejos de ser "libre", queda atrapado en una jaula de interpretaciones infinitas. Insisto: en ausencia de referentes visibles o corpóreos, el oyente no puede sino al final proyectar sobre ese sonido un auténtico enjambre de significados arbitrarios, superpuestos, que no remiten a nada salvo a la propia incertidumbre de su escucha. El resultado no es una mayor libertad perceptiva, sino la conversión del sonido en un significante vacío, en una superficie muda, alisada, en la que cada intento de interpretación rebota sin anclaje. 


    De nuevo, la pura negatividad: lo sublime negativo, ese régimen perceptivo en el que la ausencia de origen no libera, sino que seduce con el prestigio de lo inasible. La supuesta liberación del sonido conduce así a su captura: ya no por un emisor concreto, sino por una maquinaria interpretativa sin fin, donde la identidad se disuelve en proliferación. El "sonido", lejos de ser “libre”, queda atrapado: es el fetichismo de lo acusmático - la paradoja eterna de lo innombrable.



    Se proclama también que la música matérica desafía los circuitos hegemónicos de consumo, pero su exigencia de "espacios no convencionales" y de "silencio profundo" la convierte en realidad en un arte para iniciados - una suerte de hermetismo gnóstico-elitista. Al requerir condiciones casi monásticas — alejadas del ruido y la contingencia del mundo cotidiano —, reproduce la lógica del Sistema, donde la "pureza" se mercantiliza como bien de exclusividad. Lejos de subvertir el materialismo grosero, el materismo lo sublima [él mismo es un materialismo grosero]: el sonido aislado deviene fetiche, un lujo ontológico para una élite capaz de descifrar su hermetismo. De nuevo aquí también la contradicción política: elitismo bajo la máscara de la subversión.


    Luego, la apelación a fractales y ecuaciones combinatorias como estructuras "presentes en la composición interna de la materia física" es un anacronismo epistemológico. Incluso entrando al trapo en su juego y en su fraseología cientificista, se podría hasta decir que la física contemporánea —cuántica, relativista—, de hecho, ha desmantelado hace ya mucho tiempo la noción de materia como sustancia estática, revelando un universo de relaciones y vacíos. Pero, más allá de eso, cabría decir con cierta urgencia que pretender traducir todo eso a fórmulas musicales es caer en un reduccionismo positivista - Gustavo Bueno diría "fundamentalismo gnoseológico" -, donde lo complejo se simplifica en patrones estéticos. 


    El materismo, al invocar la autoridad de la ciencia [la ciencia, además, unificada] — como si el prestigio del discurso científico pudiera transferirse sin residuo al "lenguaje" musical —, no hace más que repetir el gesto dogmático del mismo materialismo grosero que, paradójicamente, pretende criticar: sustituir la experiencia viva, sensible y simbólica del sonido por un constructo que se legitima en la apariencia de objetividad. En vez de abrir el pensamiento musical a la pluralidad ontológica del tono, lo clausura en una retórica de exactitud, donde la duda, la escucha y el cuerpo son evacuados. Ilusión científica, positivismo, cientificismo, fundamentalismo epistemológico: los nuevos nombres de un viejo arrianismo, de un viejo fideísmo apofático - clerical, disfrazado de método.


    Al convertir al compositor en "comisario de una galería de sonidos", el manifiesto lo reduce a un curator - custodio - de fragmentos, negando su rol de poeta (en el sentido griego de hacedor - de poiesis). Pero aquí yace la paradoja suprema: la obra matérica, al renunciar a la organización, se vuelve tan - o incluso mucho más - determinista que el serialismo que desprecia. Cada sonido, al ser "seleccionado" y "ordenado", está sujeto a una voluntad autorial aún más totalitaria, pues niega su diálogo con lo que Gustavo Bueno llama el Ego Trascendental. El compositor, lejos de liberar la materia, la somete a un control discreto pero absoluto, una vigilancia sutil disfrazada de libertad sonora, en la que cada fragmento es una pieza obediente en el engranaje de una voluntad abstracta. La supuesta disolución del autor no hace sino reforzar su poder bajo formas invisibles, y el mito de la no-composición deviene, sin quererlo, en un nuevo formalismo encubierto.








Var. III: Diagnóstico cultural



    El Manifiesto Matérico no es, en realidad, una revolución, sino un síntoma de la soterrada y secreta nostalgia de nuestros tiempos por lo Absoluto. Lo que pasa es que lo buscan en el sitio equivocado... Ese es el verdadero problema. Hay lugares mucho más sofisticados donde encontrar las síntesis, los entrelazamientos, las unidades, los todos... Su retórica y fraseología de ruptura y emancipación, lejos de situarse en el horizonte de lo verdaderamente crítico, se inscribe en una regresión disfrazada de "progreso", esa palabra fetiche-talismánica, casi oracular.  


    Al buscar trascender el mundo mediante la sacralización de la "materia física" (lo que Gustavo Bueno llama M1), Carlos Galán incurre en exactamente la misma metafísica que denuncia: una ontología sustancialista, esencialista, megárica, pétrea, fijista, monista, que sustituye los supuestos "antiguos dogmas" por nuevas formas de "fe materialista grosera", revestidas de tecnicismo. 


    Su error radica en creer que la esencia del sonido puede aprehenderse mediante la negación de sus relaciones - como si lo sonoro existiera independientemente del entramado antrópico que le da sentido -, cuando es precisamente en el entre — entre sonido y silencio, entre forma y caos, entre sujeto y objeto — donde reside su verdad ontológica: en ese espacio liminar, movedizo, donde el ser no se fija ni se clausura, sino que se articula como devenir, como tránsito, como tensión - el "estar" de la bella lengua castellana. 


    La música, como el ser mismo, no es ni pura materia ni puro "espíritu" o "conciencia": es el despliegue dialéctico de ambos, su conflicto fecundo, su apertura mutua. Reducirla a materia física (o físico-acústica) es amputarle su dimensión simbólica, su capacidad de evocar, de significar, de herir. En realidad, en ese gesto, se delata una angustia más profunda, que no es estética ni siquiera ontológica, sino existencial: de nuevo, el deseo, sabido o no, de recuperar un fundamento último, una verdad muda pero segura, que nos proteja del vértigo del sentido. Así entendido, el materismo ya no se nos aparece como un "proyecto emancipador", sino como síntoma de la nostalgia metafísica de un mundo que ha matado a su(s) Dios(es), como un retorno disfrazado de "avance", como eco invertido de aquello que pretende superar.



    El Manifiesto Matérico se inscribe, pues, en la tradición de las llamadas "vanguardias", en sentido lato, muy general, funcional, las cuales, bajo la máscara de la ruptura, perpetúan una suerte de cosmismo an-antrópico: una obsesión por lo abstracto y lo "cósmico" que desprecia la condición humana como eje de la experiencia artística. Al proclamar que el sonido debe aislarse para revelar su "materidad", se niega la naturaleza intrínsecamente intersubjetiva del arte. La música no es un universo autónomo de formas puras, sino también un diálogo entre la materialidad del tono y la historicidad vivencial de quien escucha. La pretensión de eliminar el pulso rítmico o la repetición — elementos que estructuran la memoria y el deseo humanos — no es una liberación, sino un acto de violencia ontológica: se despoja al sonido de su capacidad para evocar, narrar o conmover, reduciéndolo a un fetiche


    La vanguardia, aquí, no subvierte; huye. La vanguardia, aquí, es una nostalgia metafísica. Porque lo que se presenta como superación del pasado es, en el fondo, una añoranza transfigurada: el deseo de encontrar una "pureza originaria", un lenguaje anterior al sujeto - el ur-Klang - un sonido anterior a todos los sonidos, un mundo anterior al mundo. Así, la negación de lo humano se convierte en una forma poco sofisticada de teología invertida. La vanguardia, por tanto, más que abrir posibilidades, se repliega hacia lo absoluto, buscando un orden sagrado. En este sentido, su cosmismo anantrópico es el síntoma de una ontología que, al querer trascender la fragilidad del sujeto, lo borra. Y ese gesto — el de borrar al oyente, al cuerpo, al tiempo vivido — no es modernidad, sino rancia metafísica idealista enmascarada de "radicalidad".



    Entonces, al elevar el sonido aislado a la categoría de "objeto matérico", el manifiesto cae en una fetichización de tipo neokantiana: trata lo sensible como una cosa-en-sí, ignorando de nuevo que su significado emerge también de su mediación cultural, vivencial. La ilusión de la "pureza" es en realidad un mecanismo de dominación simbólica: lo que se presenta como esencia (el sonido desnudo) es, en realidad, un constructo elitista. El ejemplo de lo acusmático es paradigmático: al ocultar la fuente del sonido, no se revela su "verdad", sino que se instaura un régimen de interpretación donde solo los iniciados — aquellos adoctrinados en el hermetismo vanguardista — pueden descifrar su "materidad". 


    Esto no es emancipación, sino burdo clericalismo estético.  Son, en realidad, una especie de curas laicos. Es la absoluta fetichización del sonido: de la materia al dogma. Porque en esa supuesta liberación de la fuente sonora no hay apertura ni pluralidad, sino la instauración de un nuevo sacerdocio de poder, una casta simbólica que sustituye la escucha compartida por un código críptico. El “sonido puro”, al ser sacralizado, se convierte en liturgia, y el compositor, lejos de ser un mediador sensible, un poeta, se vuelve un oficiante del misterio sin Dios. 


    Así, la materia sonora deja de ser campo de experiencia para transformarse en objeto de fe "estética", en núcleo intocable de una doctrina que no admite preguntas. La "radicalidad" del supuesto gesto inicial —aislar, depurar, abstraer— se subvierte y revela en dogmatismo disfrazado de libertad, en ortodoxia técnica revestida de fraseológía pseudo-filosófica. Y quienes lo promueven, lejos de liberar al oyente, lo someten al poder invisible de un nuevo canon hermético: una clericalización del arte, sin sotanas visibles, pero con manifiestos. 



    Luego, además, insistimos: la invocación de fractales y "ecuaciones combinatorias" como base estructural revela una fe de algún modo un poco ingenua en la ciencia - de nuevo, ciencia unificada - como garante de legitimidad. Sin embargo, esta postura es un anacronismo positivista: confunde modelos matemáticos con leyes ontológicas. Además, como dije antes, la física cuántica y la teoría de cuerdas han demostrado que la materia no es una entidad estática, sino un campo de fuerzas y relaciones. Reducir esto a patrones fractales es caer en un simulacro, donde la complejidad del mundo se sustituye por una estética de lo "científico"


    El materismo, al hacer esto, no supera el materialismo fisicalista: si acaso lo parodia, pero sin quererlo y sin darse cuenta. De nuevo, es el mito de la ciencia unificada - "fractales" y simulacros de la objetividad -. Porque lo que se presenta como rigor estructural es, en realidad, una forma de mistificación simbólica: una transferencia indebida del prestigio científico al campo de lo poético, donde las ecuaciones no explican sino que adornan y los fractales no ordenan sino que decoran. En lugar de cuestionar el paradigma tecnocientífico, se lo adopta como modelo último, como una nueva teología de la forma


    La ciencia, así, no se comprende en su complejidad, sino que se estetiza: el lenguaje de la física se convierte en léxico del poder simbólico, en dispositivo legitimador que clausura el pensamiento crítico. Así, bajo la apariencia de precisión y profundidad, el discurso materista no hace sino replicar — con otra máscara — la vieja tendencia a absolutizar el conocimiento instrumental. Lo fractal no deviene forma de lo real, sino fetiche de la apariencia objetiva, simulacro de verdad, ficción tecnificada de una ontología que no interroga nada, sino que repite la retórica de lo verificable sin su sustancia.


    Insistimos: condenar la repetición como "enmascaramiento" del sonido es un error antropológico fundamental. La repetición es un ritual que ordena el caos, otorgando sentido a lo efímero. En música, el pulso rítmico no es una cárcel, sino el latido que vincula la obra al cuerpo del oyente. Eliminarlo, como propone el manifiesto, equivale a negar la corporalidad de la experiencia musical, privilegiando una abstracción que solo existe en el limbo de la teoría. Lo sublime, aquí, no es liberador: es totalitario.  



    Y de nuevo, la demanda de espacios inmersivos y silencio profundo para apreciar la "materidad" del sonido desenmascara la - si se me permite - hipocresía política de la vanguardia. Estos requisitos — galerías sonoras, salas monacales — no "democratizan" el arte, sino que lo confinan a circuitos de consumo exclusivo. El aura de lo "único" se convierte en fetiche capitalista. El materismo, al exigir condiciones casi litúrgicas, no desafía el sistema del arte: lo refina, convirtiendo el silencio en una mercancía de lujo y al oyente en un devoto pasivo. Es el silencio como mercancía - la paradoja del espacio “no convencional”. Porque en lugar de liberar al sonido de los condicionamientos institucionales, lo encierra en un nuevo ritualismo, donde la experiencia auditiva queda subordinada a una escenografía de la legitimidad


    Se sustituye la sala de conciertos por una galería, el escenario por un altar ruidista y el público se convierte en congregación silenciosa, atenta no a la música sino al dispositivo. Estos espacios “no convencionales” — que se presentan como rupturistas — son, en realidad, espacios de consagración simbólica, donde el aura del arte se refuerza a través del aislamiento sensorial, la neutralización del ruido, y la exclusividad del acceso. Así, el silencio se cotiza, se programa, se administra: no como apertura a lo inefable, sino como bien escaso, como capital simbólico. Lo inmersivo deviene envolvente, sí, pero también controlador; y el oyente, lejos de emanciparse, se disuelve en la liturgia del dispositivo, reducido a presencia obediente en una arquitectura del recogimiento rentado. La paradoja del espacio “no convencional” es, por tanto, que repite, con otro léxico, las jerarquías que dice combatir.




    Recapitulando: al convertir al compositor en "comisario de una galería de sonidos", el manifiesto proclama la muerte del autor, pero en su lugar erige un deus absconditus. La selección y ordenación de sonidos, aunque se presente como gesto neutral, es un ejercicio de poder aún más sutil que la composición tradicional. La renuncia a la autoría no elimina la jerarquía, sino que la oculta bajo una ilusión de objetividad. El compositor materista no es un liberador, sino un tirano que dicta, desde las sombras, cómo debe ser escuchada la "pureza".  


    Es de nuevo el viejo tropo de la muerte del autor - el fantasma del control. Porque esta aparente desaparición del sujeto poiético no disuelve el poder, sino que lo redistribuye de forma más opaca, más difícil de detectar, más resistente a la crítica. El autor ya no firma su obra, pero traza su dominio en la elección de los márgenes, en la taxonomía sonora, en las condiciones de escucha, en el diseño casi teológico del dispositivo artístico. Su autoridad no se impone desde el gesto visible de la composición, sino desde una arquitectura invisible del gusto, una administración del silencio, del acceso, de lo que puede y no puede sonar. 


    En este régimen, el autor en realidad no muere, como se pretende: se convierte en espectro, en principio organizador que simula su ausencia para asegurar su control. La supuesta "pureza" no se escucha: se obedece. Y bajo la retórica de la no-intervención, el compositor deviene así guardián del umbral, vigía silencioso de lo permitido, instaurando una nueva forma de vigilancia "estética". La crítica al autor, lejos de emancipar, reconstruye el control con otra gramática: la gramática de la neutralidad, la objetividad, el comisariado. La muerte del autor, por tanto, no ha abolido el poder, solo ha sofisticado su espectro.







Var. IV: Contrapropuesta - hacia una nueva dialéctica musical  


    El Manifiesto Matérico no es una ruptura, sino un síntoma de la crisis típicamente posmoderna: la incapacidad de aceptar que las artes son un tejido de contradicciones — entre forma y contenido, individuo y colectivo, materia y espíritu —. Su error radical es creer que la esencia del sonido puede capturarse mediante la negación de lo humano, cuando es precisamente en la encarnación — en el cuerpo que vibra, en la memoria que evoca, en el ritmo que une — donde la música revela su verdad. La vanguardia, si quiere ser "revolucionaria", debe abandonar el cosmismo an-antrópico y abrazar la dialéctica, el pathos: no hay materia sin historias de vida, ni sonido sin oído que lo sueñe.  Pero no una dialéctica cualquiera, sino una dialéctica del sonido encarnado. 


    La pretensión de asemanticidad - lo "no-representacional o no-figurativo" - en la música matérica es una contradicción performativa. Al aislar el sonido para destacar su "materidad" asemántica, puramente formal, se ignora que todo acto de escucha es hermenéutico: el oyente, como ser simbólico, proyecta significados incluso en el ruido más crudo. Siempre. Quiérase o no. 


    La negación de la semántica tradicional (melodía, contrapunto, armonía) no elimina el sentido, sino que lo desplaza a un plano abstracto, donde el sonido deviene ensimismamiento cosmista. Esto no es liberación, sino sustitución: se cambia un código por otro, mucho más hermético, gnóstico. 


    La hoy llamada "obra abierta" exige participación, sí, de acuerdo, pero aquí la apertura es tan radical que se convierte en orfandad interpretativa. La asemanticidad es la falacia del sonido vacío. Porque no hay sonido sin escucha, y no hay escucha sin expectativa, sin memoria, sin deseo. Todo fragmento acústico, incluso el más despojado de connotaciones armónicas o figurativas, ingresa de inmediato en un campo de tensiones simbólicas que lo marcan y lo hacen vibrar en el horizonte del sentido. 


    La asepticidad sonora que se pretende imponer desde la asemanticidad no conduce a una experiencia más libre, sino más desconectada, más solitaria, más árida. En vez de abrir sentidos posibles, se instala una exigencia de neutralidad perceptiva que ni es posible ni es deseable. El oyente se ve expulsado de toda gramática afectiva, arrojado a un vacío donde la interpretación no florece, sino que se disuelve. La supuesta ausencia de sentido se transforma en una presencia excesiva del control sobre el sentido: una vigilancia sorda que sustituye la experiencia viva por el silencio del cosmos absoluto. Así, la falacia del sonido vacío se revela como un nuevo dogma, una estética de la negación que pretende clausurar lo que no puede controlar: la semiosis irreprimible de la escucha.



    De nuevo, insistimos: condenar la repetición como "enmascaramiento" del sonido revela un desprecio por lo ritual, elemento fundacional de la cultura. Desde los tambores chamánicos hasta el ostinato barroco, la repetición estructura la memoria y el deseo. Al eliminarla, la música matérica no solo renuncia a una herramienta compositiva, sino que niega la necesidad humana de orden en el caos. 


    Y de nuevo, lo que el manifiesto llama "efectos psicoacústicos falsos" son, en realidad, huellas de nuestra biología: el cerebro busca patrones para sobrevivir. La repetición no es una prisión; es el puente entre lo efímero y lo eterno, entre orden y entropía. Negar ese puente no es ninguna "liberación", sino una amputación: se priva al oyente de una de las formas más profundas de arraigo sensorial y simbólico. La repetición no es simplemente un recurso técnico: es una forma de pensamiento, un modo de permanecer en lo fugaz, lo contingente, de dar forma al tiempo sin detenerlo. 


    Por eso la repetición ha sido desde siempre el vehículo del trance, de la invocación, de la oración, de la súplica, del aprendizaje, del juego, del amor y del duelo. Al desdeñarla como si fuese un efecto ilusorio o una trampa perceptiva, se ataca no solo una estética, sino toda una antropología, una ontología de la escucha. Se suprime lo que vincula el "sonido" a la vida y se erige, en su lugar, una lógica de la discontinuidad pura, del fragmento sin eco


    Pero el ser humano — animal de ritmos — no escucha en el vacío, sino en la cadencia; no sobrevive al caos, sino en la estructura. La repetición, así entendida, no embellece la mentira: acoge la verdad de lo que retorna, de lo que insiste, de lo que no puede ser negado sin negar también la posibilidad misma de recordar, de reconocer, de reexistir en la escucha.




    Priorizar el espacio (topos, topología) - no es baladí que uno de los principales libros de Carlos Galán se titule "Topologías Sonoras" - sobre el tiempo (chronos), convierte a la música en una escultura sonora, estática y autocomplaciente, pétrea, fija, megárica. Porque la temporalidad no es ninguna cárcel, sino el tejido mismo de la existencia, de la vivencia (Erlebnis): sin desarrollo, climax o cadencia, la obra pierde su poder narrativo, poético y se reduce a un catálogo de eventos desconectados. 


    Esto no es vanguardia, sino de nuevo vulgar nostalgia por lo "absoluto", donde la música aspira a ser un objeto inmutable, como un cuadro. Pero la música es arte temporal por excelencia; despojarla de su devenir, de su estar, es literalmente, asesinarla. Y así es que el miedo a la repetición es en realidad la negación de lo ritual, de la ceremonia - en definitiva, de lo humano. Porque en el gesto de neutralizar la progresión temporal bajo la estética del espacio absoluto (la topología sonora) no hay superación, sino fuga: un intento de escapar del carácter irreversible del tiempo, de la fragilidad de lo vivido, de la erosión que todo lo humano conlleva, del pathos, de la pasión, del sufrimiento. 


    La repetición, el desarrollo, la expectativa, la resolución: todo aquello que da sentido y forma al acontecer sonoro es sustituido por una detención contemplativa que pretende eliminar el desgaste doloroso del vivir en este mundo, el conflicto, la duración. En nombre de lo "inmersivo" o lo "matérico", se desactiva el pulso de la experiencia, se borra la herida del instante, y la música es congelada en un presente eterno y sin dirección. Esta estética no es una alternativa, sino de nuevo, una aversión disfrazada de "innovación", una voluntad de permanencia petrificada que niega el tiempo por miedo a su inexorabilidad


    El espacio, el topos, así absolutizado, deviene ilusión estática: una superficie que finge profundidad, un presente sin historia, un objeto sin drama. Y así, al renunciar al tiempo, la música renuncia también a la vida.




    Y seguimos, insistiendo: el rechazo a lo representacional (mimesis, narrativa, telos, semiosis) en favor de lo abstracto no es una ruptura, sino un acto de puritanismo estético soterrado. La abstracción total ignora que el arte es mediación entre lo sensible y lo inteligible. Incluso el gran Kandinsky, en cierto sentido padre tutelar de la abstracción pictórica, hablaba de "necesidad interior", vinculada a emociones universales. La música matérica, al fetichizar la "materia sonora", olvida que la abstracción sin anclaje en lo humano es un ejercicio de puro narcisismo teórico. Lo abstracto no es un fin, sino un medio; sin él, la obra se vuelve oráculo sin fieles. 


    En el desdeño de lo representacional, la abstracción se torna dogma. Porque lo que se proclama como "liberación del signo" no es más que la instauración de un nuevo código excluyente, cerrado sobre sí mismo. En lugar de ampliar el horizonte de lo sensible, lo contrae; en vez de abrir al oyente a nuevas dimensiones de sentido, lo expulsa de toda posibilidad de identificación. Así, la abstracción deja de ser una forma de significación espiritual o simbólica para convertirse en una norma estética incuestionada: una ortodoxia sin mito-poiesis, sin sufrimiento, sin amor. 


    La mímesis no es ninguna "trampa del pasado", sino una forma de inscribir lo humano en el arte, de reconocer que toda forma, por más austera que se pretenda, remite siempre a un mundo compartido, a una sensibilidad común. El dogma de la abstracción absoluta, al negar esto, no emancipa, sino que clausura: sustituye la polisemia de lo representacional por el soliloquio de lo ininteligible, el delirio de la forma pura. En nombre de la superación, se impone el vacío. Y así, lo abstracto, que debería ser camino, deviene fin; un fin sin horizonte, sin afecto, sin otro. Una estética del encierro, un templo sin liturgia, una escritura sin destinatario.

   

 

    Proclamar que el sonido debe apreciarse "en sí mismo", sin mediación emocional, es pues, un auténtico suicidio antropológico. El arte no existe en un vacío ontológico: se realiza en el encuentro entre obra y oyente. Al despreciar las emociones como "subjetivismo" - palabra sucia hoy donde las haya, el materismo cae en exactamente la misma trampa que el positivismo del siglo XIX: creer que lo objetivo es puro y lo subjetivo, impuro. Pero, como argumenta por ejemplo, la siempre sutil Martha Nussbaum, las emociones son siempre y también juicios de valor, no residuos irracionales. 


    Una música que desdeña la emoción no es revolucionaria; es simplemente solipsista. El desdén hacia el hombre, hacia lo humano y hacia las emociones es el mito del objetivismo cosmista. Porque lo que se presenta como superación de lo "sentimental" no es más que una forma de negación de lo humano: un impulso de destierro que convierte al oyente en observador clínico, puro testigo no participativo, despojado de implicación afectiva, reducido a mero receptor apotético-fisiológico. Esta postura no acerca la música a la ciencia - ni mucho menos - sino a una estética sin alma, en la que lo "sonoro" se vuelve fenómeno sin eco. Al eliminar la "emoción", no se obtiene claridad, sino esterilidad; no se purifica la obra, se la vacía. El oyente, arrinconado, ya no se conmueve ni se transforma: apenas sobrevive entre "texturas sonoras" que en realidad, no lo interpelan.


    El mito del objetivismo cosmista —esa idea de que el arte debe aspirar a una forma de contemplación “cósmica”, despersonalizada, absoluta— es, en el fondo, una utopía antihumana, una fantasía de desarraigo en la que se aspira a una mirada sin cuerpo, a una escucha sin carne, a una estética que ya no necesita sujetos - como la segregación del sujeto en las verdades de las ciencias categoriales. Pero el arte no puede prescindir del temblor, de la lágrima, del estremecimiento. Y negar eso no es avanzar: es borrar el puente entre el símbolo y la vida, entre la materia y la interioridad. Porque sin emoción, la música no vibra: resbala. Sin emoción, no hay escucha: hay registro.



    Luego, de nuevo, invocar fractales, ecuaciones combinatorias o física cuántica para legitimar la "estructura musical" es, en realidad, un síntoma de inseguridad cultural. Confundir modelos matemáticos con verdades poiéticas es caer en un dominio de la técnica: reducir el misterio a fórmula. Además, como hemos dicho antes, jugando a su juego, se podría incluso decir también que esta postura es anacrónica: la ciencia contemporánea (cuántica, teoría del caos) celebra la incertidumbre y la relación, no la rigidez de patrones. 


    El materismo, al usar la ciencia como fetiche, traiciona su propio discurso supuestamente "antimaterialista". Palpita aquí la típica fetichización de las ciencias - un complejo de superioridad epistemológica y ontológica. Porque tras esta apelación al prestigio de las disciplinas científicas no hay "apertura al conocimiento" - no nos engañemos -, sino deseo de consagración, de legimitación, de prestigio estatutario. No se trata de un diálogo auténtico entre saberes, sino de una transferencia simbólica: se viste a la música con el ropaje de la física para dotarla de un aura de seriedad, de rigor, de inatacabilidad - en definitiva, para dignificarla, apelando al estatuto de prestigio del que gozan las ciencias hoy, ontológico, cívico, político, institucional. 


    Pero esta alianza no es crítica, sino servil; no busca comprender, sino protegerse del juicio, blindarse en la cifra. La ciencia no se invoca aquí como interlocutora, sino como autoridad incuestionable. El arte, entonces, abdica de su potencia simbólico-alegórica para refugiarse en la apariencia de exactitud. Y al final, este gesto revela no una "vanguardia", sino una auténtica angustia. Una necesidad empirofílica de validar lo estético mediante lo empírico, lo inasible mediante lo verificable, como si el lenguaje poético ya no bastara en nuestros tiempos. Una falta de lo que John Keats llamaba "capacidad negativa". Se trata, en el fondo, de un complejo que no afirma la música, sino que la subordina. Y así, lo que debería ser un espacio de libertad, se convierte en un terreno de simulacro científico: una música que no escucha, sino que calcula; que no vibra, sino que argumenta. Una música, finalmente, que ha dejado de confiar en su propio misterio.



    La música matérica, en su búsqueda de "pureza", olvida que el arte es un diálogo entre materia y espíritu, forma y caos, individuo y cosmos. Su error no es la ambición, sino la arrogancia: creer que puede trascender lo humano negándolo. La verdadera vanguardia no huye de la contradicción, sino que la abraza. Como escribió Octavio Paz: "La poesía no es la voz del conocimiento, sino del reconocimiento". La música, para ser revolucionaria, debe reconocerse en el oído que la escucha, en el cuerpo que vibra, en el tiempo que la devora y la renueva. Lo demás es teología poco sofisticada disfrazada de innovación - y para teología de verdad, mejor leer a Tomás de Aquino o a MaritainEs la dictadura de lo efímero y la traición a lo universal. Porque lo que se presenta como una radical novedad no es sino la imposición de un presente absoluto, desvinculado del linaje simbólico, de la tradición como sustrato vivo. 


    En nombre de lo nuevo se cancela toda continuidad, se reprime lo común, lo compartido, lo que permanece. Y así, el gesto experimental deviene norma fugaz, moda de temporada, efímera superficie sin hondura. Pero resulta que el arte no se justifica por su capacidad de sorprender, sino por su poder de persistir. Y así, aquella "música" que renuncia a los universales —al tono, al ritmo, a la estructura que nos antecede y nos sobrevive— no se emancipa del pasado - qué va! -: lo traiciona sin apenas comprenderlo. 


    No se trata de volver a fórmulas ni de caer en nostalgia - que en realidad es lo que hacen muchos de ellos a quienes critico aquí, por cierto -, sino de reconocer que el arte no florece en el aislamiento, sino en la tensión entre la fugacidad de lo expresado y la permanencia de lo expresable


    El culto exclusivo a lo efímero, a la pura contingencia, conduce a una dictadura de lo instantáneo, una estética del olvido, donde cada obra es consumida antes de ser comprendida, vivida, sufrida, y donde el artista se convierte en proveedor de estímulos, no en mediador de sentido. Así, la música deja de ser revelación para convertirse en notificación, como las de nuestros teléfonos móviles de hoy. Y la escucha, en lugar de apertura, deviene dispersión. La verdadera revolución estética de hoy no estaría, pues, en abolir los universales, sino en reescribirlos desde el presente. Todo lo demás — pese a su retórica— es una huida, o nihilista, o escéptica, o dogmática; no una transformación.








Var. V: Crítica a movimientos específicos



    Una vez utilizada la lectura del Manifiesto Matérico de Galán como trampolín dialéctico, pasemos a diversas corrientes que representan y ejercitan ontologías parecidas a la del mencionado texto. 


    Por ejemplo, la hoy llamada sonología y el llamado arte sonoro - rótulos que gozan hoy de un gran prestigio y de un aura de legitimidad casi oracular -, al reducir la música al “estudio científico del sonido” o a una sucesión de instalaciones acústicas, incurren en un reduccionismo materialista grosero que de nuevo despoja al arte de su dimensión simbólica. Al privilegiar el "sonido" o el ruido, por encima del tono —entendido no solo como frecuencia vibratoria, sino como orden armónico, repositorio de significación, tensión estructural y posibilidad expresiva—, niegan que la música sea parecido a un lenguaje, un medio de significación, y no un mero fenómeno físico. 


    Como ya advirtiera Hegel, el arte es la manifestación sensible de las ideas - no de los conceptos [distinción muy pregnante de Gustavo Bueno], no un catálogo de vibraciones. El sonido en sí mismo no dice absolutamente nada; es la correlación, la forma, el gesto simbólico, lo que transforma la vibración en pensamiento encarnado.


    El ruido, elevado a categoría estética absoluta en el ruidismo contemporáneo - hoy casi dogma desde Presssion de Lachenmann (1969) -, deja de ser disidencia para convertirse en capitulación ante lo informe. La transgresión, cuando se institucionaliza sin dialéctica, se vuelve ritual vacío. Así, al despreciar el tono, estas corrientes traicionan el logos musical: esa facultad ancestral de estructurar el caos en cosmos, de transformar la materia sonora en símbolo, en narración, en lenguaje del alma. Sonología y arte sonoro son pues eso: la fetichización del sonido como negación del logos. Casi nada. 


    Ejemplo extremo de esta deriva es, por ejemplo, el IRCAM, en París, institución emblemática del cientificismo de Estado, donde la "investigación sonora" se presenta como vanguardia, pero opera en realidad como tecnocracia estética. La investigación - exploración, experimentación -, sustituye ya aquí plenamente a la poética


    Otro ejemplo es el espectralismo, convertido hoy en una de las formas canónica, hegemónicas, dominantes de la composición académica: una música ensimismada en el sonido, el "timbre", aséptica, asemántica, dedicada al análisis microscópico del sonido como si fuera una sustancia a paladear. Es la música del gourmet cultural, del consumidor de lo que Gustavo Bueno llamaba el Mito de la Cultura (la idea de Cultura como una secularización de la idea de Gracia Santificante), del que ya no escucha para comprender, sino para degustar - además es común, por cierto, que se utilicen términos como "delicioso" -; del que busca experiencias sensoriales de alta gama, como quien cata vinos caros sin preguntarse por o sin conocer en sus carnes el suelo que los dio a luz.


    Y como todo gourmet, me recuerda inevitablemente a Hannibal Lecter, el monstruo de la película "El Silencio de los Corderos": refinado, culto, esteta… pero devorador. Antes de asesinar, escucha con deleite las Variaciones Goldberg. O también aquellos nazis que por la mañana asesinaban a judíos y por la tarde tocaban los últimos cuartetos de Beethoven en sesiones tertulianas de sublime Hausmusik. En esa metáfora incómoda —incluso cruel— se revela algo del espíritu de nuestro tiempo: una escucha desprovista de ethos, de orientación simbólica, de horizonte.


    Los que desean estar permanentemente “actualizados” - a la última - desdeñarían esta crítica sin mayor reflexión. Para ellos, la llamada "música contemporánea" es solo una fruta más en el mercado pletórico de bienes y servicios del capitalismo tardío. Y así me responden: “Josu, porque criticas esto? Qué negativo eres. A mí me gusta de todo: Chopin y Xenakis, Monteverdi y Lachenmann”. Pero es que eso es imposible. Esa afirmación, disfrazada de apertura estética, oculta una siniestra homologación: la negación de las tensiones, contradicciones y ontologías antagónicas que separan a esos autores. No se trata de gustos, sino de mapas-mundi, cosmovisiones, incompatibles - de compromisos ontológicos, existenciales, vivenciales. 


    Ese eclecticismo aparente del gourmet cultural que por las mañanas tararea Mozart y por las tardes va a conciertos de música de Stockhausen, no nace de la escucha, sino del consumo cultural. No hay asimilación, solo degustación sucesiva. Se “prueba” de todo como quien viaja para “conocer mundo”, para acumular experiencias y lograr una especie de alfabetización turística del arte: saber de todo un poco, estar a la última, moverse por los museos, estar al tanto de los últimos festivales, añadir a la colección otro nombre más para mencionar en una cena urbanita, cultureta y sofisticada. Y así se normaliza la contradicción, se aplanan las diferencias, se desactiva el conflicto ontológico de la música en nombre de la cortesía ilustrada del consumidor culto.


    Pero así, se ignora que el arte no es ningún mapa de sabores. No se escucha como quien colecciona postales. Se escucha desde una elección ontológica, desde una ética de la forma. Y esa elección —inevitablemente— excluye, implica, compromete.



    Lo mismo ocurre con la hoy llamada música electroacústica que, al depender de sintetizadores y algoritmos, cae en la ilusión de la omnipotencia técnica. Al manipular frecuencias y espectros, cree dominar la "materia sonora", pero en realidad la despoja de su melos —esa profunda idea que viene de Arístides Quintiliano, que retoma Richard Wagner, y que Vicente Chuliá desarrolla con profundo magisterio en su "Tratado de Filosofía de la Música". El melos no es mera melodía, como muchos creen, sino una categoría ontológica, aquello que conecta lo disyunto, que supera las contradicciones, el flujo vital que vincula tono, emoción y memoria. Al fragmentar el "sonido" en bytes, la electroacústica lo convierte en un cadáver digital: perfecto, estéril. Pero en realidad, la técnica sin espíritu solo engendra monstruos.


    La música electroacústica es pues la encarnación del mito tecnológico y de la muerte del melos. Porque en su fascinación por el control milimétrico del espectro, por la visualización del sonido como mapa manipulable, olvida que la música no es un fenómeno exclusivamente físico, sino un acto de presencia simbólica. El gesto de sustituir el melos por el parámetro, la curva o la matriz de datos no es evolución: es amputación. Lo que se pierde no es solo el lirismo - en su sentido profundo, no lato -, sino la condición antropológica del sonido como vehículo de sentido y afecto.


    El mito tecnológico sostiene que cuanto más control tengamos sobre el fenómeno sonoro, más cerca estaremos de su verdad. Pero la verdad musical no se alcanza por reducción, sino por encarnación. La partícula sonora aislada, manipulada, refinada hasta el extremo, no canta. Y sin canto -en sentido ontológico-, sin melos, no hay música que atraviese al oyente, que lo mire desde dentro, que le recuerde su fragilidad, su memoria, su temblor. El melos no es ornamento: es la estructura emocional del mundo de los tonos.


    Así, la música electroacústica, al abdicar de ese vínculo, se aproxima más al experimento que a la experiencia. Produce cuerpos sonoros sin alma, retóricas sin memoria, superficies sin pulso. La técnica, cuando no se somete a la forma simbólica, devora lo que toca. Lo que emerge no es el porvenir, sino un presente infinito y sin resonancia. Es el triunfo de la ingeniería sobre la inspiración, de la precisión sobre la poética, de la sonificación sobre la música.


    Y en ese proceso, el melos muere, no por anacronismo, sino por abandono. El mito tecnológico promete una emancipación que sólo la música encarnada puede cumplir. Todo lo demás es prótesis sonora: una cartografía sin cuerpo, una vibración sin deseo.



        La llamada "música de vanguardia", al rechazar "leyes eternas", nomotéticas, en nombre de la innovación, es, al final, cómplice de un nihilismo posmoderno. Al romper con los universales musicales, no se libera al compositor, sino que se le condena a inventar micro-idiomas sin arraigo en lo humano. La verdadera libertad nace de comprender las leyes, no de ignorarlas. Así, triunfa hoy el desprecio de los universales y el culto al nihilismo - la dictadura del fragmento contingente.  Pero el rechazo sistemático de las formas heredadas, de patrones universales, de lo que Gustavo Bueno llamaba el Ego Trascendental, no genera por sí mismo un lenguaje nuevo, sino una sucesión de gestos sin gramática, de estructuras autorreferenciales que flotan en el vacío. La ruptura permanente, cuando se convierte en norma, deja de ser ruptura: se institucionaliza como dogma negativo. Y así, el impulso vanguardista se invierte en su opuesto —ya no es crítica, sino programa; ya no es indagación, sino ritual de disolución.


    Insisto: el desprecio por los universales —por el tono, el ritmo, la forma, la proporción, el símbolo— no constituye una emancipación, sino una amputación. Lo humano no se encuentra en la negación de toda ley, sino en la elaboración constante de leyes vivas, moduladas por el tiempo, la memoria y el deseo. Sin esa estructura común, sin ese campo simbólico compartido, la música se vuelve soliloquio, monólogo sin otro, acto sin resonancia colectiva.


    En nombre de la innovación se sacrifica la inteligibilidad; en nombre de la diferencia, se destruye la posibilidad del diálogo. Y así, lo que se presenta como renovación es, en realidad, un culto al instante sin trascendencia, a la excepción sin regla, al gesto sin eco. El compositor - ahora devenido ingeniero civil - ya no escribe en una lengua que pueda ser aprendida, sino que inventa dialectos efímeros, cerrados sobre sí mismos, que no narran ni transforman: sólo se exhiben. Esa música no es "vanguardia", sino la estética de una época que ha perdido la fe en el sentido.


    Y ese es el verdadero nihilismo de nuestro tiempo: no el grito contra el orden injusto, sino la indiferencia ante cualquier forma de orden, la renuncia a toda estructura que permita la aparición de lo universal en lo particular. La música, para sobrevivir, necesita no solo romper, sino recordar. No solo descomponer, sino recomponer. Y allí donde los universales son ridiculizados como restos del pasado, como algo "de derechas", "fascista", "bañado en naftalina", la música se disuelve en técnica, en gesto, en ocurrencia. Se convierte en archivo de lo inaudito, pero ya no en voz del mundo.



   La hoy llamada improvisación libre, al proclamarse “sin patrones”, ignora que toda poiesis emerge de una tradición. Hasta el jazz más supuestamente "vanguardista" se basa en escalas, ritmos y diálogos heredados. Pretender partir de cero es un espejismo, un mito: hasta el trufado "silencio" de John Cage está cargado de historia. Esta postura no solo desconoce la naturaleza acumulativa del arte, sino que revela un desprecio por la sabiduría ancestral. Pero cada autor crea a sus precursores. Negarlos es amputar las raíces para idolatrar las hojas.


    La improvisación libre participa, pues, de la falacia creacionista - idea teológica donde las haya, por cierto - de la creación ex nihilo. Porque lo que se presenta como génesis absoluta no es más que el resultado de una amnesia elegida. Ningún gesto artístico nace en el vacío: siempre hay una gramática subyacente, un eco cultural, una sombra de lo ya dicho que permite que lo nuevo sea percibido como tal. La proclamación de libertad absoluta, al no reconocer este sustrato, se convierte en retórica vacía, en afirmación de independencia que no es más que ignorancia del linaje.


    La verdadera improvisación —como supieron los músicos de ragas indios, los cantares sefardíes, los trovadores, los místicos sufíes, los practicantes de partimenti napolitanos o los genios del bebop— no consiste en el abandono del lenguaje, sino en su renovación - actualización sustancialista - viva desde dentro. El poeta no inventa desde la nada, sino que reactualiza un legado, lo transforma, lo tiñe de presente sin perder su raíz. Lo contrario no es libertad: es desarraigo.


    Así, la improvisación libre, cuando presume de no tener ningún marco, cae en una trampa ontológica: niega la genealogía de sus gestos. Se vuelve performativa sin memoria, expresiva sin contexto, instantánea sin resonancia. No es libre, sino huérfana. Porque, como en toda forma viva, la fuerza no está en lo que rompe, sino en lo que hace crecer lo roto.


    Negar esa herencia es, en última instancia, negar la historia como tejido simbólico. Es olvidar que todo arte auténtico nace no solo del deseo de decir, sino de haber escuchado. El que improvisa como si estuviera solo en el mundo no dialoga: monologa. Y en su intento por escapar de toda referencia, se encierra en el espejismo del origen absoluto, en la ilusión mítica de haber inventado el lenguaje. Esa es, de nuevo, la falacia de la creación ex nihilo: una negación del tiempo, del linaje, del otro.


    Luego está el tema de la música tradicional (hoy parece que ya no se puede decir “folklórica”, eso suena “de derechas”… risas grabadas, por favor). La música tradicional, o “músicas del mundo” como lo llaman hoy los esnobs de las modernas etnologías, es la clave de todo —pero no por las razones que ellos creen. La "vanguardia", sí, la admite, pero solo como antropología, no como ontología activa, no como música, no repositorio palpitante  de universales musicales que ellos mismos desprecian desde sus púlpitos de experimentalismo.


    Para estos nuevos curas laicos, teólogos de lo “nuevo”, la música adjetiva (la popular, la tradicional, la tribal, la modal o diatónica) no se conjuga con la música sustantiva, la “autónoma”, la académica, la serial, la abstracta, la ruidista - en definitiva con la Kultura (el Mito de la Cultura de Gustavo Bueno vibra aquí a todo vapor). Para ellos es, en realidad, inferior, en sentido poiético. Es para ellos, lo admitan o no, una etnografía de lo pintoresco. Así, al tratar la música popular como objeto de estudio etnológico o etológico, se la reduce a artefacto tribal, a fenómeno periférico, a prueba de diversidad, negando su dimensión universal, simbólica, metafísica, su carga de sustancialismo actualista. 


    Hoy incluso puede enseñarse flamenco o música andina en un conservatorio, sí —pero no como forma viva de sabiduría estructural, sino como objeto de archivo, como patrimonio a custodiar, como tradición que se conserva, se documenta, se respeta… pero no se habita. Se legitima su presencia en el aula como si se tratara de una taxidermia honorable: el canto del mundo convertido en expediente académico, un museo de ciencias naturales "sonoras". No se enseña desde la urgencia vital de una música que aún late, sino desde la distancia de quien estudia una lengua muerta. Así, no se museiza solo a Beethoven, sino también a la dolçaina valenciana


    Pero el blues, el flamenco, el raga, no son meros “documentos culturales” ni piezas de museo sonoro: son formas arquetípicas de lo humano, ventanas vibrantes a lo trascendente. Cuando B.B. King llora en su guitarra, no habla solo de su pueblo, sino de la angustia existencial del ser consciente, de la pérdida, del abandono, del deseo. Esa emoción no se traduce, no se explica: se encarna. Pero la vanguardia, al convertir estas músicas en objeto de análisis histórico-cultural, sin implicación vital, les arranca su alma. Las transforma en materia de tesis doctorales, en subcapítulos de un libro sobre “diversidad sonora”, en productos para el festival de lo exótico.


    Se despoja así a la música popular de su pathos metafísico, reduciéndola a ilustración de una alteridad decorativa, una excepción que reafirma la regla modernista. En lugar de reconocer en ellas la permanencia de lo sagrado, lo ritual, lo estructuralmente simbólico, las trata como vestigio, como rareza, como color local. Ignoran que en lo particular habita lo arquetípico, y eso es precisamente lo que se niega cuando se antropologiza sin transfiguración, cuando se escucha como científico pero no como ser humano.


    Es la música popular como pura antropología - un auténtico fundamentalismo y  reduccionismo etnográfico. Porque lo que debería reconocerse como forma simbólica de lo universal, se convierte en nota al pie, en anécdota multicultural, en excusa para la secreta, tácita condescendencia. Y lo trágico no es que esto lo hagan los burócratas del saber, sino los propios artistas que, en su deseo de estar “actualizados”, confunden la compasión con el distanciamiento, la emoción con el dato, la experiencia con el archivo. Es el mismo gesto que convierte al chamán en performer, al lamento en estética del ruido, al rito en instalación de Bienal. Y en esa traducción, algo esencial se pierde: la vibración del símbolo como herida compartida.   



    Y para volver, en definitiva, las corrientes mencionadas (sonología, arte sonoro, espectralismo, electroacústica, vanguardia, ruidismo), al fetichizar lo experimental, son incapaces de ver que la música desborda lo espacio-temporal. Una fuga de Bach o un canto gregoriano no pertenecen al siglo XVIII o al XIII: son ahora, están ahora.  No solamente porque los escuchemos hoy, sino porque contienen una forma de verdad que no se somete al calendario, una vibración arquetípica del tiempo musical que no envejece. La obsesión por lo “nuevo” y lo site-specific (sonidos para una sala, para un instante) convierte la obra en pura contingencia formalista, negando su aspiración a la eternidad. En ese gesto, lo sonoro se vacía de latencia, de repetición viva, de proyección simbólica.


    Pero es que el arte no progresa, solo, si acaso, profundiza. La música no es un reflejo de su época: es un diálogo con el tiempo mismo, con el abismo de la duración, con la espera, con el retorno. En ella no se manifiesta lo que pasa, sino lo que permanece. Cada obra verdadera contiene un tiempo múltiple: no se inscribe en su época, la atraviesa. Ignorar eso es confundir la música con el entorno, la obra con el evento. Es convertir lo simbólico en contingente, lo esencial en anecdótico. Es la ceguera ante lo atemporal - la prisión de lo espacio-temporal. Porque cuando se impone el aquí y ahora como única medida de valor, el arte ya no vuela: se arrastra por la cronología, como marioneta de su circunstancia.


    La sonología, el arte sonoro, la electroacústica y la vanguardia no son rupturas, sino síntomas de una cultura que idolatra la novedad y desconfía de la profundidad. En su intento por diferenciarse del pasado, acaban por repetir la consigna del mercado: ofrecer algo nuevo, sin preguntarse si ese nuevo es verdadero, necesario, o simplemente efímero. Al desdeñar el tono, el melos, los universales y la emoción, traicionan la esencia misma de la música: ser puente entre lo sensible y lo eterno. Lo eterno no es lo inmutable, sino lo que sigue hablando desde el cambio, lo que se deja transformar sin perder su centro.


    La verdadera revolución no está en negar las leyes, sino en trascenderlas sin destruirlas, como hizo Beethoven al convertir la forma-sonata en vehículo de lo sublime, no en jaula. La forma no es límite, sino trampolín. Y la ley, cuando se habita con alma, no oprime: sostiene. La música no es sonido, ni ruido, ni dato: es el grito del hombre que, en medio del caos, insiste en buscar armonía. Ese grito no tiene edad, ni escuela, ni género. Es lo que hace que el canto aún valga la pena. Lo demás es ruido de fondo.

    

    Porque además, uno de los dogmas más persistentes —y menos examinados— de nuestra modernidad tardía es la creencia en la idea de evolución o progreso aplicada a las artes, la idea del "progreso" lineal de las artes, como si la historia musical pudiera medirse con los mismos instrumentos con que se mide la historia de la ciencia o de la tecnología. Este mito del progreso artístico, como ha mostrado de forma tan sutilmente lúcida la filósofa Olga Hazan, a quien tanto admiro, no es más que un trasvase ilegítimo de las categorías evolucionistas de Charles Darwin al terreno poiético: se toma prestada la idea de filogénesis darwiniana —la noción de desarrollo creciente desde formas más simples a más complejas— y se aplica como metáfora organizadora del arte, como si éste avanzara desde Machaut a Monteverdi, de Monteverdi a Bach, de Bach a Beethoven, de Beethoven a Schönberg, y así hasta el compositor “más actualizado” del momento, que sería, supuestamente, el punto culminante de un proceso ineluctable.


    Este marco, además de simplista, ramplón, vulgar - aunque profundamente asumido por el gremio de la música clásica - es también profundamente ideológico. Cuando se afirma que tal o cual lenguaje armónico es “más moderno”, “más avanzado”, “más actual”, no se está hablando de estética ni de pensamiento musical, sino de homologaciones políticas, de alineamientos simbólicos con el poder cultural del presente. Se nos invita a pensar que Stravinsky “supera” a Monteverdi, o que Beethoven es “más complejo” que Josquin Desprez, como si se tratase de comparar procesadores, no poéticas. Como si la música se pudiera clasificar según su grado de eficiencia estructural. Como si la historia del arte fuese un circuito técnico, una mejora constante de sistemas, y no una red de experiencias simbólicas no comparables en términos de escala.


    Esta visión deriva de un cientificismo aplicado al arte que reduce la música a ingeniería sonora, a cálculo, a protocolo - en definitiva, a técnica. Y que convierte al compositor en portador de la última innovación, el que trae la buena nueva de la última técnica compositiva. Así se justifica esa frase repetida como mantra institucional: “por fin nos hemos homologado a las vanguardias europeas o norteamericanas”, como si tal homologación fuese una forma de redención, de dignificación, como si la historia de la música fuera un desfile de inventos que culmina siempre en el presente.


    Pero la música no funciona así. La música no “progresa”. La música profundiza. La música varía su modo de resonar con lo humano, de dialogar con lo no dicho, con el dolor, con el tiempo, con el rito, con la esperanza, con la muerte. Beethoven no es “más desarrollado” que Bach: es otro modo de ser del símbolo. Schönberg no “supera” a Mozart: responde a otras heridas, a otros abismos, a otras esperas. Esa creencia en la superación lineal de las formas musicales no es más que un residuo secularizado de una versión vulgar de la teleología de la historia marxista, ahora puesta al servicio del mercado estético: una fe encubierta en que lo último es mejor porque es más reciente, porque brilla más, porque viene del futuro.


    Esta idea de progreso aplicado al arte no solo es errónea, sino que rompe con la tradición occidental de convivencia entre ciencias naturales y ciencias humanas, entre el fenómeno y el noúmeno, entre la explicación y la comprensión. Como ya advertía la filosofía escolástica con la doctrina de la doble verdad: una cosa es lo que explica la ciencia, otra lo que comprende la sabiduría simbólica del arte. Intentar que ambas hablen con la misma gramática es matar a una de ellas.


    La música no puede ser entendida solo como fenómeno físico, ni su historia puede narrarse como una sucesión darwiniana de avances formales. Hay en ella una densidad ontológica que la sitúa fuera de esa lógica de acumulación: una presencia arquetípica que convive con cada instante, que lo ancla en lo humano. Lo que distingue a una gran obra no es su distancia cronológica con el pasado, sino su capacidad de hacer resonar lo eterno en el tiempo.


    Por eso, el compositor que se jacta de estar “a la última” corre el riesgo de ser solo eso: lo último. Lo más reciente. Lo que pronto será olvidado. En cambio, el que dialoga con el símbolo, el que se atreve a pensar la forma como necesidad interior y no como programa estético, el que arriesga emoción, tono, contradicción, silencio… ése no avanza: trasciende.



    Y hoy, yo sueño con una ontología musical integral. Una ontología que reconozca que la música no se agota en lo material ni en lo histórico, ni en lo experimental ni en lo conceptual. Una ontología que sepa que hay leyes que no son cadenas, sino constelaciones; que hay formas que no matan, sino fecundan; que hay silencios que no niegan, sino fundan. Solo desde ahí, desde ese cruce de lo eterno y lo audible, la música seguirá siendo algo más que sonido organizado: seguirá siendo, como dijo un poeta, la prueba de que el alma tiene voz.







Var. VI: Estudios de caso - dos compositores-reyes y sus contradicciones 



    Pasemos ahora al análisis concreto de dos casos paradigmáticos. Ya no hablaremos sólo del sistema —de sus fundamentos ontológicos, sus ficciones epistemológicas, su estética de la negación—, sino de sus encarnaciones: dos compositores que manifiestan, con todas sus contradicciones, la lógica del paradigma que critico. En este sentido, lo que sigue no es una colección de retratos, sino un mapa de síntomas.


    Hoy en día subsisten diversos dogmas compositivos que regulan, de forma tácita o explícita, el campo de lo permitido en la música académica contemporánea. Algunos gozan de total vigencia institucional, como el espectralismo, que se presenta como herencia refinada del cientificismo francés y cuyo poder normativo no ha dejado de crecer desde los años 70. Otros coexisten en formas más dispersas, como el ruidismo o la llamada música concreta instrumental, que encuentra sus raíces en las propuestas de Helmut Lachenmann y que ha dado lugar a una estética del desgaste, de la fricción, de la descomposición tímbrica como nueva gramática.


    Persiste también —aunque ya con menos vigor— una especie de abstracción dodecatónica tardía, que sin embargo no ha renunciado del todo al tono: una suerte de neoclasicismo serial, mezcla de nostalgia y aggiornamento, que trata de salvar el sistema desde dentro sin admitir su colapso simbólico.


    Pero si hay dos obras que considero fundacionales del canon actual —no tanto por su contenido sonoro, sino por su estatuto filosófico y por lo que desencadenaron en el campo— son Pression (1969) de Helmut Lachenmann, y Zyklus (1959) de Karlheinz Stockhausen. Ambas inauguran una línea que será dominante durante décadas: la música como laboratorio del cuerpo sonoro; la obra como territorio donde ya no importa la melodía, el intervalo ni la forma, sino la gestualidad del ruido, el contacto directo con el material, la fisicidad sin símbolo.


    A estas alturas, puede decirse que Pression es el punto cero del nuevo canon: el inicio de una liturgia ruidista que ha sido convertida en ortodoxia. Allí donde antes había construcción armónica, hay ahora fricción; donde antes había tensión tonal, hay presión de arco; donde antes había símbolo, hay materia. Es una música que renuncia a todo vínculo con la tradición del canto, con el melos, con la narración o el pathos, y se ofrece como testimonio de una pureza imposible: la del sonido sin memoria.


    En este sentido, Lachenmann no es solo un compositor: es el gurú silencioso de la nueva academia musical europea, el rey filosófico de la "música contemporánea", no por su visibilidad mediática, sino por la profundidad de su influencia. Su autoridad no se ejerce como espectáculo, sino como clima estético: es el aire que se respira en los conservatorios, en los jurados, en los festivales, en los discursos de legitimación. Su pensamiento sobre la “música concreta instrumental” ha sido elevado al rango de paradigma, de doctrina. Su estética de la negación —del no-tema, del no-intervalo, del no-canto— ha colonizado el imaginario de lo que hoy se considera “pertinente”, “avanzado”, “necesario”.


    En América, la influencia de Lachenmann es un poquito más débil, y eso no es casual: allí la música popular aún existe con vigor, circula, permea, penetra las formas académicas y las enriquece. En cambio, en Europa la música popular ha sido exiliada al departamento de etnología: ya no se canta, se estudia. Ya no se vive, se archiva. Esa separación entre lo culto y lo popular —herencia de una modernidad tecnocrática y dualista— permite que estéticas como la de Lachenmann se impongan sin fricción: ya no hay tensiones dialógicas, sólo monólogos materiales. El gesto ruidista aparece entonces como emancipación, pero es en realidad una estética del desarraigo, donde todo símbolo es sospechoso, todo lirismo es débil, todo canto es kitsch.


    Ahora abordaremos más detenidamente la obra de Lachenmann, así como la de Cage, quienes han contribuido a instaurar y estabilizar un régimen estético que confunde el silencio con lo absoluto, el ruido con lo sublime, y la fragmentación con lo nuevo.







Helmut Lachenmann o la estetización de la negación



    La figura de Helmut Lachenmann constituye, dentro del paisaje contemporáneo de la música académica europea, un verdadero árbitro ontológico - en mi opinión, siniestro, sí, pero árbitro no obstante. Su obra no se limita, en realidad, a la composición: es, ante todo, y más que nada, una propuesta filosófica. Supuestamente, Lachenmann es el gran negador de los elementos históricos - o mejor, universales, ahistóricos - del lenguaje musical occidental: tono, intervalo, melos, armonía, desarrollo, gesto expresivo, retórica simbólica. Todo ello es visto como vestigio contaminante de una cultura sonora que debe ser desmontada para que surja un nuevo oído, una nueva escucha, una nueva conciencia. Su famosa categoría de "música concreta instrumental" implica una redefinición del instrumento musical no como máquina de emisión tonal, sino como cuerpo físico capaz de producir fricción, contacto, resistencia, presión, silencio estructural.  


    Lachenmann proclama una “purificación” de la música al desnudar los instrumentos de su función tradicional y exponer sus "sonidos residuales" (roces, golpes, susurros, jadeos, sudores). Sin embargo, este gesto no es, en verdad, ninguna "liberación", sino una negación dialéctica sin síntesis (pars destruens sin pars construens, como dirían los escolásticos). Al reducir la música a su materialidad bruta —el crujido de las cuerdas, el soplo en el metal—, Lachenmann no trasciende el formalismo, sino que lo invierte: convierte el accidente en dogma. Su ontología reposa en una contradicción: mientras pretende despojar al sonido de su "carga histórica", lo encadena a un nuevo academicismo donde lo no musical se ritualiza como sacramento vanguardista. La negación abstracta (el "no-ser") solo tiene sentido en relación con el ser que niega; de lo contrario, se vuelve un fantasma sin sustancia. Lachenmann, al fetichizar el residuo, no destruye la tradición: la momifica.  



    Como dijimos antes, en su obra Pression (1969), para violonchelo solo, Lachenmann formula este nuevo paradigma con una radicalidad inaugural. El instrumento ya no canta ni acompaña: gime, raspa, pulsa, resiste. Se vuelve opaco. El gesto sonoro deja de ser vehículo de una tensión estructural simbólica para convertirse en testimonio material de una energía sin forma. El sonido no representa: comparece. No construye: se impone.  Lachenmann reduce el instrumento a un artefacto generador de "sonidos no idiomáticos", proclamando una liberación de la tradición. Sin embargo, insisto: este gesto es una dictadura invertida: al imponer una notación hiperdetallada para prescribir cada fricción, convierte al intérprete en un técnico obsesionado con replicar efectos sonoros, no en un músico que dialoga o pugna vivencialmente con la partitura. Quitarle las cuerdas a un arco no lo hace libre; sencillamente, lo convierte en un palo. La paradoja es atroz: mientras Lachenmann denuncia la "violencia" de la música con tonos, él ejerce una violencia mayor al someter el gesto musical a un control casi fascista de lo accidental. El resultado no es una nueva libertad, sino un manual de instrucciones para el caos.  


    Y es que esta supuesta liberación del lenguaje encierra una paradoja estructural. La renuncia al simbolismo tradicional no conduce a una apertura de significados, sino a una nueva forma de clausura. El ruido, una vez institucionalizado como recurso estético, deja de subvertir para en seguida normativizar. La fricción muy pronto deviene gramática. El silencio, liturgia. En lugar de ampliar los horizontes de la música, la "concretización" los vuelve autorreferenciales, como gatos siameses que se miran uno al otro hasta el infinito, o Narciso anclado a su reflejo en el agua. 


    Lachenmann, lejos de ser un disidente, se convierte en el gran sacerdote de un nuevo canon. Un canon negativo, desde luego, pero canon al fin. Su figura opera como un "maestro del desapego musical", un gurú europeo cuya obra se enseña, se imita, se consagra. Su poder radica en haber convertido la anti-expresión en estilo, la negación en forma, la resistencia material en doctrina pedagógica. En las academias europeas, su influencia no es una opinión: es toda una atmósfera.  


    Esta atmósfera, sin embargo, requiere ciertas condiciones ideológicas - presupuestos tácitos - para sostenerse. En sociedades donde la música popular sigue viva, como en muchos contextos americanos, la hegemonía de Lachenmann es más débil. Allí donde el canto no ha sido desplazado por el archivo, la estetización del ruido carece de universalidad. Pero en Europa, donde la música popular ha sido desterrada a la etnología, la "instrumentalidad concreta" aparece como la última revelación sonora. Y todo el que no participe de su culto es acusado de anacronismo, o peor, de sentimentalismo, fascismo, conservadurismo, etc. 


    El problema no es el gesto de Lachenmann en sí, sino su elevación a paradigma exclusivo. Su lenguaje tiene sentido en cuanto respuesta a una crisis del lenguaje musical, pero su canonización como estética superior revela la fragilidad del discurso que lo sostiene. Porque el verdadero arte no se impone por vía de exclusión, sino por la capacidad de convivir con sus contrarios. Y eso es precisamente lo que su modelo rechaza: el conflicto simbólico como espacio de sentido.  


    Lachenmann ha sido, sin duda, una figura necesaria, como reflejo de un determinado tipo de decadencia cultural. Pero el momento exige no ya seguirlo, sino criticarlo filosóficamente. No habitar su estética como dogma, sino interrogarla y criticarla como síntoma. Su obra no debería ser el fin de nada, sino el comienzo de una nueva posibilidad: reintegrar lo humano en la materia sin dejar de cantar.  



    Porque en realidad, la obra de Helmut Lachenmann y sus discípulos - y los hay muchos, aun sin haberlo conocido - no solo opera como negación dialéctica, sino que se inscribe en una tradición más antigua y paradójica: la mística apofática. Para él y su seguidores, todo es absoluta negatividad. Al igual que los teólogos negativos que definen a Dios por lo que no es, Lachenmann define la música mediante la erradicación sistemática de sus atributos históricos. Pero aquí, en cambio, no hay trascendencia, sino inmanencia materialista grosera. Esta es una mística sin dios (como en las apropiaciones occidentales del budismo, lo que yo llamo lo zenurbano), una espiritualidad invertida que venera el residuo como reliquia. Si Chopin —a quien Lachenmann criticaría por su "expresivismo romántico" y de quien diría que es solo "Historia" pero no ya "Kultura"— buscaba lo sublime a través del drama tonal, esta escuela propone lo sublime a través de la ausencia: no el éxtasis del ser, sino el temblor del no-ser.  


    Los lachenmannianos pretenden ser, en este sentido, tácita o explícitamente, en representación o en ejercicio, sabiéndolo o no (aquí la distinción antropológica emic versus etic es muy pregnante) ingenieros de lo inefable. Parecido a los "ingenieros del alma", que decía Stalin sobre los artistas soviéticos, pero aquí más bien técnicos de la descomposición. Su proyecto no es construir catedrales sonoras, sino desmontar sus ladrillos para exhibir el polvo. El instrumento, reducido a objeto físico, se convierte en un fetiche de lo precario: ya no vibra, se erosiona. Esta mística zenurbana —mezcla de estética zen y cosmopolitismo urbanita rico europeo— no aspira a la iluminación, sino a la iluminación crítica. Su mantra es la deconstrucción, su liturgia, el manual de instrucciones.  


    Pero hay aquí una ironía histórica. Lachenmann, al proclamar la liberación de la música a través de la negación de sus códigos, repite el gesto pitagórico pero invertido: si los antiguos buscaban la armonía de las esferas en proporciones matemáticas, él busca el caos de la materia en proporciones anti-musicales. Sin embargo, su método —la via negativa del sonido— podría volverse contra sí mismo. ¿Qué ocurriría si aplicáramos a Lachenmann su propia estrategia desidiomatizadora? Es decir, si desmontáramos su lenguaje, no para regresar al pasado con nostalgia, sino para liberar su negatividad de su propio dogma. Concluiríamos entonces, si tratamos la obra de Lachenman como él mismo trata a un violonchelo - que lo que Lachenmann nos enseña —lo que su obra delata en secreto y sin saberlo— es que toda negación, al institucionalizarse, se vuelve otra forma de opresión. La "música concreta instrumental", en su obsesión por prescribir lo accidental, termina dictando un nuevo idioma muchísimo más rígido que el que denuncia.  


    La lección oculta en su música es doble, pero no por lo que él nos quiere enseñar, sino por lo que ella delata: primero, que la pureza —ya sea tonal o anti-tonal [de tonos, no de tonalidad, por cierto]— es siempre una ficción autoritaria; segundo, que el verdadero acto revolucionario no consiste en destruir la tradición, sino en desaprenderla para reencarnarla. Lachenmann, al fetichizar el residuo, nos muestra, en realidad, lo que no debemos hacer nunca como músicos: confundir el silencio con la ausencia, la materia con la verdad, o el control con la libertad. Su obra, sin él quererlo - le sale el tiro por la culata -, en realidad lo que nos muestra es lo que no hacer en la música, nos muestra que es hora de que la música deje de ser un campo de batalla ontológico para volver a ser, simplemente, un lugar donde lo humano —en su fragilidad y su desorden— pueda respirar.







John Cage o el silencio como mito y el azar como abdicación


    Por otra parte, John Cage, con su 4'33 y su culto al azar, encarna la paradoja del nihilismo disfrazado de libertad. Al declarar que "el silencio no existe" y que toda música es un encuentro fortuito entre sonido y contexto, Cage no "democratiza" la escucha, como él pretende, sino que diluye la responsabilidad del hacedor, del poeta. Su ontología es un teatro del absurdo: si todo sonido es música, entonces nada lo es. Como Chesterton ironizó: "Quitarle las puertas a un templo no lo hace universal; lo convierte en un establo". El azar, elevado a principio compositivo, no es creatividad, sino capitulación: el compositor, en lugar de dialogar con el caos, se rinde a él.  4'33  no es un manifiesto, sino una confesión de impotencia: si el arte es lo que ocurre sin intención, entonces el artista es un espectador, no un hacedor.


    La paradoja central de Cage es que su radicalismo sonoro, lejos de abrir horizontes, termina por vaciar la propia noción de obra. 4'33 no ofrece escucha ampliada, sino cancelación simbólica: sustituye el símbolo por el suceso, la poética por la contingencia. Se convierte así en una pieza que no exige interpretación sino resignación. Cage, en su deseo de erradicar la voluntad autoral, acaba diseñando un nuevo tipo de dogma: el dogma de la indeterminación, donde cualquier cosa puede pasar, pero nada verdaderamente ocurre. El silencio ya no es espera o tensión: es una forma de evaporación ontológica.


    En Music of Changes, Cage utiliza el I Ching para determinar cada nota, proclamando una música "libre de intención". Pero aquí yace la gran mentira del azar: al sistematizar la aleatoriedad mediante un método riguroso, Cage no elimina al compositor, sino que lo esconde tras un ritual de pseudo-misticismo. La verdadera libertad surge de la reconciliación con la necesidad, no de su negación. Cage, en cambio, sustituye la supuesta tiranía de la melodía por la tiranía del procedimiento, creando obras que, lejos de ser universales, exigen una fe casi religiosa en su proceso. Su 4'33 no es una apertura al mundo, sino un acto de fe en la nada: el silencio, al igual que su anverso, el ruido, el sonido, como fetiches posmodernos. El azar actúa aquí como máscara del autoritarismo. 


    Por tanto, detrás de la aparente libertad de Cage, se esconde una lógica autoritaria de lo indeterminado: la imposición de un marco donde el compositor renuncia a decidir, pero obliga al oyente a asumir esa renuncia como virtud. La paradoja es total: Cage sustituye el poder del símbolo por el imperio del procedimiento. En vez de emancipar al receptor, lo entrena en la aceptación del sinsentido como profundidad. El azar se convierte así en un nuevo régimen, en una forma de ocultamiento de la intención bajo el velo de lo inevitable. Y, sin embargo, esa inevitabilidad está cuidadosamente construida: es un azar diseñado, coreografiado, teorizado hasta el fetiche, como esos cortes de pelo que parecen caóticos, pero que han tardado tres horas en hacerse. 


    La música de Cage no es tanto una ruptura como una renuncia, no una afirmación de lo múltiple, sino una entrega a lo indistinto. Su obra, en lugar de expandir el campo del arte, lo disuelve en el murmullo general del mundo. En vez de desafiar la tradición, la eclipsa con la vacuidad del gesto absoluto. Y en ese eclipse, el creador deja de ser testigo para convertirse en oficiante de un culto sin objeto: el culto al azar, al vacío, al no-evento como forma. En ese sentido, Cage no cuestiona al autor: lo disuelve ceremonialmente. Y lo hace no desde la humildad, sino desde una metafísica de la desaparición.


    Pensar a Cage hoy exige no repetir su gesto, sino ponerlo en crisis. No habitar su silencio como iluminación, sino interrogarlo como signo. Porque si todo es música, entonces la música deja de ser algo parecido a un lenguaje para convertirse tan solo en atmósfera. Y sin lenguaje, no hay símbolo; sin símbolo, no hay diálogo. Y sin diálogo, no hay arte.


    Lo que Cage borró con su silencio, otros deben ahora volver a escribir, no como restauración del pasado, sino como recuperación de la responsabilidad simbólica del acto sonoro. La libertad no está en dejar de hablar, sino en decir algo que merezca el riesgo de ser escuchado.




    Ambos compositores, Lachenmann y Cage, comparten un error ontológico fundamental: creen que la esencia de la música reside en su despojamiento o desenmascaramiento o desmitificación o desnaturalización o desidiomatización (de melodía, armonía, intención). Pero, como nos enseñó Hegel, la verdad no está en la tesis ni en la antítesis, sino en la síntesis que las supera. Lachenmann y Cage se estancan en la negación: uno reduce la música a ruido organizado; el otro, a contingencia elevada a dogma. Ninguno alcanza la Aufhebung (superación dialéctica), pues renuncian a integrar lo negado (la forma, la intención) en un nuevo orden. Su música no es una evolución, sino un callejón sin salida. Es la dialéctica traicionada: la ausencia de síntesis, de pars construens, de canto... 


    La música aleatoria de Cage y los sonidos "no idiomáticos" de Lachenmann son tan dogmáticos como las reglas del contrapunto barroco que rechazan. La diferencia es que, mientras Bach reconocía sus cadenas (y las convertía en alas), ellos fingen volar en un cielo vacío. Pero el loco no es quien ha perdido la razón, sino quien lo ha perdido todo menos la razón. Del mismo modo, estos compositores no han perdido la música: han perdido todo excepto su obsesión por deconstruirla.


    ¿Por qué su "ruptura" solo es comprensible para una élite iniciada?. Lachenmann exige que el oyente desaprenda siglos de tradición para apreciar un golpe en el cuerpo del violonchelo; Cage, que creamos que el sonido de un estornudo en la sala es "música". Esto no es democratización, sino esnobismo. 


    El legado de Lachenmann y Cage no es, por tanto, una revolución, sino una fragmentación del lenguaje musical. Al elevar lo residual y lo aleatorio a dogma, han contribuido a una cultura donde la novedad se valora más que la profundidad, y el gesto más que el significado. Esto refleja la crisis más amplia de las vanguardias: su cosmismo anantrópico, que desprecia lo humano en nombre de lo abstracto. 


    Al final, ambos son un espejo de la posmodernidad: un mundo donde el hombre, habiendo demolido todos los altares, se arrodilla ante el vacío. En su afán por destruir los "ídolos" de la tradición, han erigido nuevos dioses: el Ruido, el Azar, el Silencio. Sin embargo, como todo ídolo, estos son sordos. La verdadera música no niega al hombre: lo celebra. En el grito de Janis Joplin, en el lamento de un fado, en el climax de una sinfonía, hay algo que Lachenmann y Cage jamás capturarán: el latido de un corazón que, contra todo nihilismo, insiste en cantar.  









Var. 7: Más Crítica institucional y contexto español

  

    Recapitulamos y repitamos de nuevo: el "arte de vanguardia", por tanto, lejos de ser una ruptura con el poder, es su expresión más refinada. Las vanguardias no destruyen el campo cultural; lo colonizan mediante la acumulación de capital simbólico. Los conservatorios y festivales de música contemporánea funcionan como templos laicos donde se consagra lo "nuevo" como dogma. 

    La paradoja es atroz: mientras proclaman liberar la música de la tradición, instituyen un nuevo academicismo donde la innovación se ritualiza. ¿Dónde está la subversión cuando el Establecimiento (becas, premios, cátedras, subvenciones) financia y legitima estas prácticas? La vanguardia no desafía al poder: es su cortesana ilustrada. 



    La obsesión por lo acusmático y la grabación no democratiza la música, sino que crea un nuevo fetichismo tecnológico. La reproducción técnica destruye el aura de la obra, pero aquí ocurre lo contrario: el sonido descontextualizado se convierte en fetiche, un objeto de culto para iniciados. Al despreciar la partitura, ya sea por su ausencia o por su manierista recargamiento —la partitura, que encarnaba la relación íntima entre compositor, intérprete y oyente—, la vanguardia sustituye el diálogo por un monólogo autorreferencial. El "texto sagrado" ya no es la partitura, sino el concepto: una teología sin dios, donde el compositor se erige en pontífice de lo inefable.  


    La apropiación superficial de filosofías orientales (budismo zen, taoísmo) por parte de Cage y otros es, además, un orientalismo posmoderno muy superficial. El silencio de Cage no es la nada budista, sino un marketing espiritual para consumo de élites urbanas. Este "cosmismo" no busca la trascendencia, sino legitimar la abdicación del sentido. Es la misma lógica del turismo místico: tomar prestado lo sagrado para vaciarlo de contenido.  Es el cosmismo zenurbano: orientalismo y colonialismo cultural. 



    La acusación de que defender universales o símbolos es "fascista" revela una moral maniquea. Al reducir lo complejo a etiquetas taxonómicas acríticas (izquierda = progreso; derecha = tradición), la vanguardia reproduce la lógica del rebaño: estigmatiza al disidente como "enemigo del progreso". Pero, ¿no es totalitario negar que un mito griego o una fuga barroca puedan hablar a un obrero o a un científico? La verdadera opresión está en imponer una dictadura de lo nuevo, donde lo ancestral se considera herejía.  


    Lachenmann, Cage y Stockhausen encarnan la paradoja del teólogo ateo, pero sobre todo, del soterrado cura laico. Lachenmann, con su fetichismo del ruido, es un calvinista sonoro: cree en la predestinación del gesto "puro". Cage, con su culto al azar, es un místico sin fe: su 4'33 no es una invitación a escuchar el mundo, sino un rito vacío donde el silencio se mercantiliza. Stockhausen, con sus cosmogonías electrónicas, es un gnóstico del siglo XXI: promete revelaciones cósmicas, pero solo ofrece software. Su música no es una síntesis dialéctica, sino un collage de dogmas disfrazados de libertad. Lachenmann, Cage, Stockhausen: los sumos sacerdotes de la nada. 


    ¿Y por qué, entonces, la vanguardia, que se jacta de romper con lo viejo, depende tanto de subvenciones estatales y circuitos elitistas? La respuesta es simple: su "rebelión" es un espectáculo controlado. Como el dandi que critica la sociedad desde su salón, el compositor de vanguardia niega el sistema mientras vive de sus limosnas. Su música no es un grito de libertad, sino el rugido de un león de papel.  


 

    Hannah Arendt alertó sobre la "banalidad del mal" en los regímenes totalitarios. La vanguardia musical comete, por analogía, una banalidad del vacío: al eliminar la melodía, el ritmo y la emoción, reduce al oyente a un espectador pasivo de experimentos sonoros. ¿Dónde queda el hombre que sufre, ama o se rebela? Stockhausen dijo en su día que el 11-S era "la mayor obra de arte posible". Yo, que además estuve allí, en primera persona, veo cómo en esa frase se condensa el horror: cuando el arte renuncia a lo humano, celebra la destrucción como estética. 


    El arte de vanguardia no es, por tanto, ni revolucionario ni reaccionario: es tan solo síntoma de una época que confunde novedad con profundidad. Su gran contradicción es creer que puede trascender la historia negándola, cuando la verdadera poética siempre es un diálogo con los muertos. La música no necesita ser "de izquierdas" o "de derechas": necesita ser viva. El arte es la nostalgia de la unidad. Mientras Lachenmann y Cage veneran fragmentos, el canto de un niño en un patio, el lamento de un blues o una nana de pueblo nos recuerdan que, en el corazón del arte, late lo que ellos han olvidado: el pulso de lo humano.  


    En qué falacias se sustenta todo  esto? En una falacia de la circularidad institucional: las becas, concursos y festivales que financian estas prácticas son administrados por las mismas instituciones que dicen desafiar (universidades, gobiernos, fundaciones). Si fueran genuinamente revolucionarias, ¿por qué dependen del sistema que critican?; en una falacia del hombre de paja: se caricaturiza a los defensores del diatonismo, lo modal, o de la melodía, como "nostálgicos" o "fascistas"; finalmente, la paradoja de la "hegemonía subversiva". 




    Se excluye además a la música pop/rock de lo "contemporáneo" clásico, a pesar de que ambas comparten tiempo histórico. Esto revela una hipocresía epistemológica: asumir que lo "contemporáneo" en música clásica debe definirse por la ruptura. Otra paradoja: ¿por qué la música clásica "contemporánea" se jacta de ser avanzada si rechaza herramientas (tono, repetición) que el 99% de la humanidad considera vitales? Afirmar, además, que "el diatonismo, o lo modal, ha muerto" es una falacia de evidencia incompleta: los datos son irrefutables - el 95% de la música consumida globalmente (pop, rock, bandas sonoras) es diatónica, modal, o una mezcla de las dos. La vanguardia clásica no ha matado el diatonismo; lo declara muerto para erigirse como nueva aristocracia. Es un acto de resentimiento: negar lo que no se puede dominar. 


    Luego está el tema de que la vanguardia clásica desprecia lo religioso - es rabiosamente anticlerical - pero a su vez replica estructuras teológicas; sacralización del proceso: Stockhausen o Lachenmann no son compositores, sino sumos sacerdotes de rituales herméticos (partituras ilegibles, técnicas extendidas). Su música exige una fe en el concepto, no una experiencia estética. Falacia de autoridad: se invoca a la ciencia (fractales, física cuántica) para validar obras, pero sin rigor metodológico. Es cientifismo, no ciencia.  Es la paradoja del "arte sagrado laico". Se critica al pop por ser "comercial", pero la vanguardia clásica es igualmente mercantil:  las obras de arte sonoro se venden como experiencias exclusivas en galerías. Su "aura" no es auténtica, sino un producto de lujo para élites. Y luego la típica falacia ad populum: acusar de "fascista" a quien rechaza la vanguardia es un chantaje emocional para silenciar críticas.  Es la trampa de la "pureza anti-comercial"  



    La verdadera revolución no está en negar la tradición o el pop, sino en trascender las dicotomías. Mientras la vanguardia clásica celebra su aislamiento, un coro gospel, una sinfonía de Mahler o un riff de rock nos recuerdan que, en el corazón del arte, late lo que ellos han olvidado: la conexión con el otro.  



    Hasta en los mismos conservatorios se defiende una ontología donde el sonido, despojado de melodía, ritmo, armonía, o dicción, se erige como "materia pura" a organizar en el espacio (topologías sonoras). Pero esta postura es una falacia de reificación: convertir el sonido en un objeto-en-sí, ignorando que su esencia reside en su relación con el oyente. La verdad no está en la tesis (sonido) ni en la antítesis (silencio), sino en la síntesis: la música como diálogo entre materia y espíritu. Un golpe en un tambor no es "puro" por su fisicidad: es significante porque evoca ritos, guerras, fiestas. La pretensión de aislar el sonido de su carga simbólica es un idealismo disfrazado de materialismo. El sonido como símbolo encarnada (el tono) y no como materia bruta, ni magma musical. 



    Stockhausen, Lachenmann, Scelsi, Sciarrino, Cage, Galán, celebran juntos las "topologías sonoras" como ruptura con la tradición, incurriendo en la paradoja del poder invertido. Pero, en realidad, podemos concluir aquí que las vanguardias no subvierten el campo cultural; lo colonizan. Los festivales de música electroacústica, las becas para "arte sonoro" y los simposios sobre acusmática son rituales de consagración donde lo "nuevo" se canoniza. ¿Dónde está la subversión si el sistema financia su propia crítica? Esto no es contracultura: es la cultura del contrapoder, un teatro donde la élite académica juega a rebelarse mientras cosecha prestigio.  


 

    Al priorizar lo espacial, el topos (distribución de sonidos en una sala) sobre lo temporal (desarrollo melódico, ritmo), se cae en un idealismo sonoro. La música es el arte herácliteo por excelencia: su esencia es el flujo, la transformación, el conflicto. Reducirla a "topologías" es convertirla en escultura: estática, autocomplaciente. Un acorde de Beethoven  conmueve por su capacidad de tensar y resolver, de narrar una lucha. Sin tiempo, la música es cadáver.  




    Pasemos ahora al caso específico de España. España se convirtió en estado-nación en 1812 con la Constitución de Cádiz, un parto tardío comparado con sus vecinos europeos. Pero aquí yace la paradoja: mientras otros imperios (como el británico o el francés) surgieron de estados-nación consolidados, España hizo el camino inverso. De ser un imperio donde "no se ponía el sol", pasó a ser un país obsesionado por demostrar que seguía en el mapa. Este trauma histórico explica mucho de su neurosis cultural: una nostalgia atávica por la preponderancia perdida, disfrazada de afán por homologarse a toda costa a lo "moderno”, a lo “nuevo”, a lo “internacional” (la “proyección internacional” - o “intergálactica”, como diría mi amigo Vicente Chuliá, con su sutil sorna valenciana). De Imperio a Estado-Nación: La Paradoja Española   


    Si Estados Unidos expandió su influencia tras ser nación, España intentó ser nación tras perder su imperio. El resultado es un complejo de inferioridad que se traduce en políticas culturales estridentes: desde arquitectura de vanguardia (el "efecto Guggenheim") hasta subsidios a “obras sonoras” que suenan a "lavadora rota". Todo para gritar: "¡Mírennos, todavía importamos!"  


    El gremio musical español, ávido de reconocimiento, abraza rótulos que suenan a certificado/carnet de modernidad. Ya hemos nombrado algunos de ellos:


1. Música Matérica


2. Sonología


3. Arte Sonoro


4. Música Electroacústica


5. Música Contemporánea


    Estas etiquetas son performances de prestigio para círculos que quizás confunden exclusividad con valor.  


    ¿Y por qué España y Holanda son epicentros de vanguardia e historicismo? Porque ambos comparten un pasado imperial marchito.  


    El historicismo (obsesión por lo antiguo) y la vanguardia (obsesión por lo nuevo) son dos caras de la misma moneda: la incapacidad de habitar el presente. Recuperar glorias pasadas o fingir futuros ficticios evita confrontar el hoy.  


    Y así, el siglo XIX es el patito feo de la música "seria". Para la vanguardia, el "Romanticismo" —con su pathos, sus "melodías" y su creencia en universales— es pecado mortal. ¿La razón? El XIX fue el último siglo que creyó en la emoción como lenguaje común. Albéniz, Granados o Falla —músicos que fundieron lo español con lo universal— son tratados como "casticistas" en conservatorios obsesionados con Stockhausen.  


    Pero el rechazo al "Romanticismo" es en realidad político, sociológico. Porque esta equívoca palabra representa todo lo que la posmodernidad odia: esperanza, fe en el hombre, etc. 


    España no necesita más homologación. Necesita dejar de actuar como el niño nuevo del colegio que compra la mochila más cara para caer bien. El arte no es un trampolín para recuperar imperios: es un espejo de lo que somos.  


    En vez de financiar obras que solo entienden cinco iniciados hermético-gnósticos, ¿por qué no cantar, enseñar a cantar?  Ay, el canto...


    Mientras en un Auditorio estrenan una sinfonía hecha con grabaciones de ballenas, en un bar de Málaga, un guitarrista toca un fandango que lleva siglos repitiéndose. Adivinen cuál de los dos conmueve.  


    España, deja de buscar el futuro. El presente, con sus contradicciones y su ruido, ya es bastante hermoso.  







Var. 8: Apéndice filosófico: 

Crítica al materialismo mundanista/fisicalista/corporeista grosero



    Recapitulación final y coda: el Manifiesto Matérico de Carlos Galán sostiene que la materia física es el fundamento ontológico último y que la conciencia es un epifenómeno de procesos materiales. Sin embargo, esto ignora el llamado en filosofía el “problema duro de la conciencia”: ¿Cómo es que procesos físicos generan experiencias subjetivas (las llamadas qualia)? La reducción materialista-grosera (materialismo mundanista, fisicalista, corporeista) no explica por qué la electroquímica cerebral deviene en la vivencia del color rojo o del dolor.  


    Si bien el dualismo cartesiano es problemático, su rechazo absoluto incurre en una falacia de composición: asumir que lo no material es inexistente porque no es mensurable. La conciencia es intencionalidad, un acto irreductible a lo físico. Incluso la neurociencia presupone un "yo" que observa. La materia, sin un sujeto que la interprete, carece de significado. La dialéctica exige superar la oposición materia/espíritu en una síntesis.  


    El Manifiesto Matérico eleva el método científico a criterio único de verdad, pero esto es circular: la ciencia asume axiomas no empíricos (ej., la uniformidad de la naturaleza, la racionalidad del cosmos). La ciencia es una práctica interpretativa cargada de presupuestos metafísicos. Además, hay verdades inaccesibles a lo empírico: las matemáticas, los juicios éticos. Por qué no apelar a un realismo donde lo contingente y lo posible exceden lo medible? 


    Además, como ya hemos dicho, la afirmación de que "todo es materia física" choca con la física cuántica, donde partículas son potencialidades y el observador afecta lo observado. Lo real incluye "hipercosas" no actualizadas, trascendiendo lo físico. Además, la materia es dinámica, agente, y no pasiva.  


    Y luego ya, descartar la religión como "ilusión" ignora su profundísima función simbólica, hermenéutica: mitos y símbolos articulan verdades existenciales (el sufrimiento, la finitud).  


    El "Manifiesto Materico" yerra, pues, al absolutizar la materia física, cayendo en un monismo dogmático. La verdadera dialéctica exige un materialismo trascendental, donde lo material incluye sus propias negaciones (el vacío cuántico, el sujeto escindido). La materia no es un bloque estático, sino un proceso de autosuperación, donde lo espiritual emerge como su verdad más alta. Negar esto es traicionar el principio materialista mismo: solo en la apertura a lo imposible —lo no material— la materia se comprende a sí misma.  









Var. 9: Epílogo - Sátira y resistencia. Rondo



    Más recapitulaciones y repeticiones estróficas finales: se nos dice que la "música de vanguardia" es subversiva, un grito contra el "sistema". Pero observen: los mismos conservatorios que enseñan a Bach financian becas para que un cello suene como una lavadora rota. Los festivales de música "experimental" son patrocinados por bancos y gobiernos. ¿Dónde está la rebeldía cuando el establishment paga la fiesta?  


    Insistimos: la vanguardia no es una revolución: es una performance para élites. Mientras un niño tararea una melodía en el metro, un compositor en Berlín recibe fondos para grabar el sonido de un picaporte oxidado. Esto no es arte; es turismo ontológico.  


    En los círculos académicos, se habla de "texturas sonoras", "planos armónicos" y "problemas compositivos". Traducción: usamos jerga científica para apelar al estatuto de prestigio de las ciencias, y así dignificar la música. A veces pienso que es como si un chef explicara una tortilla citando la teoría de cuerdas.  


    ¿Dónde quedaron la pasión, el duelo, la alegría? Hoy, una sinfonía se reduce a un informe de laboratorio: "El objeto sonoro A interactúa con el silencio B en un contexto espacial C"  


    La vanguardia se jacta de estar en la "punta de la flecha del tiempo". Pero como Zenón demostró, la flecha nunca alcanza su destino. Así, la música "nueva" vive en un presente perpetuo: siempre a punto de ser, pero nunca siendo. Es el arte del spoiler: promete revelaciones cósmicas y termina con un susurro.  


    Mientras tanto, Beethoven, muerto hace siglos, sigue conmoviendo más que un algoritmo generativo. ¿Por qué? Porque su música no viaja en la flecha del tiempo: habita el tiempo.  


    Helmut Lachenmann desarma un piano para hacerlo sonar como un accidente industrial. John Cage compone 4 minutos y 33 segundos de silencio y lo llama obra maestra. Ambos predican la "liberación del sonido", pero su música es una prisión de conceptos.  


    Lachenmann es el taxidermista de lo residual: diseca los jadeos de los instrumentos y los exhibe como reliquias. Cage, por su parte, es el místico del azar: tira los dados musicales y nos pide fe en que caigan en silencio trascendental. Si esto es libertad, entonces un pájaro enjaulado es también un filósofo.  


    Se declara muerto el diatonismo, pero el 95% de la música que escucha el mundo —desde el pop hasta el hip-hop— es diatónica. 


    El diatonismo no murió: lo enterraron vivo en un congreso de musicología. Pero como Drácula, resurge cada vez que un adolescente agarra una guitarra.  


    La vanguardia es, en definitiva, como un Don Juan: seduce con la promesa de lo nuevo y huye antes del amanecer. Cada obra es un affair de una noche - un "one night stand": hoy dodecafonismo, mañana microtonalidad, pasado ruidismo. Pero sin raíces, sin memoria, sin melodía, el arte se vuelve un Tinder estético: muchos matches, ningún amor.  


    Y llega el Comendador: el público. Porque al final, hasta Don Juan quiere ser amado.  


    La música contemporánea se viste de bata blanca: habla de "fractales", "caos" y "cuántica". Pero un violín no es un osciloscopio, y una partitura no es una ecuación.  


    Cuando Schönberg dijo que había "emancipado la disonancia", olvidó que las disonancias más bellas —las de Bach, las de Wagner— suspiran por resolverse. La música no es un laboratorio: es un cuerpo que late.  


    4'33 de Cage se vende como una revolución: "¡Escuchen el sonido ambiente!". Pero si el arte es solo lo que ya existe, ¿para qué sirve el artista? Un frambueso hace frambuesas sin cobrar becas.  


    El verdadero silencio —el que estremece— está en el Lacrimosa de Mozart, no en una sala vacía. Cage no nos enseñó a escuchar; nos enseñó a fingir que escuchamos.  


    Porque la música no es sonido: es vida organizada, poetizada. Necesita hígado (ritmo), riñones (melodía) y corazón (armonía). La vanguardia, obsesionada con diseccionar, olvida que un cadáver no canta.  


    Pero hay siempre esperanza. En un bar de Lisboa, una fadista rasga el alma con un lamento. En Nueva Orleans, un saxofón llora blues. En una aldea africana, un tambor habla con los ancestros. Ahí está la verdadera revolución: en lo que nos une, no en lo que nos fragmenta.  


    La próxima vez que un académico hable de "topologías sonoras", recuérdenle que hasta una simple nana o villancico tiene más música que mil sintetizadores. El arte no está en huir del hombre: está en abrazar su caos, su risa, su miedo.  


    Y si esto me convierte en un hereje, pues que así sea. Al menos mi herejía tiene melodía.  


    Pasemos ahora a otra inquietante cuestión: la afirmación de que lo que llaman la expresividad - el despliegue melopoiético del melos - es un invento de o es "propio" del "Romanticismo". Esta afirmación constituye uno de los mitos más corrosivos de la estética contemporánea. Quienes así proclaman —ya sea por ignorancia o por estrategia— olvidan que el melos, en su sentido originario, no era mera sucesión de notas, sino ethos encarnado; el ethos de la melodía, de la línea (la tensión entre punto y línea es una querella ancestral de Occidente, desde Euclides, así como en la música la tensión entre lo mensural y no mensural, lo silábico y lo melismático, etc): una fuerza ética y afectiva que, desde los modos griegos hasta los ragas indios, ha articulado lo humano en su relación con lo cósmico. 


    La "expresividad" no es una moda histórica, un "estilo de recursos interpretativos" sino la respiración misma de la música. Como enseñara Eugène Cardine en sus estudios de semiología gregoriana, el gesto melódico es voz del cuerpo, no código abstracto. Reducirla a "sentimentalismo romántico" es tan absurdo como afirmar que el llanto o la risa son invenciones del siglo XIX.  


    El problema radical surge cuando la técnica —herramienta al servicio del melos, su cauce— se hipostatiza, es decir, se erige en fin último, de la idea de poesía (poesía en sentido ontológico, no literario). Esta técnica hipostasiada es el cáncer del arte: convierte el medio en ídolo, el gesto en algoritmo, el intérprete en sacerdote de un ritual vacío. La música instrumental, la música que hoy se autoproclama "absoluta" o "pura", ejemplifica esta deriva como casi nada. Al desgajarse de la palabra, del logos, del verbo, de la poesía, de lo divino —y, en última instancia, del cuerpo que la genera—, deviene solamente  fonos hipostasiado: sonido sustantivado, encapsulado en su propia autorreferencialidad. Es aquí donde germina la semilla de las vanguardias y su ensimismamiento con la tímbrica, con el sonido como "materia esencial", no como una liberación, sino como huida hacia un laberinto de significantes sin mundo.  


    La idea de "solera", término castellano precioso que ya no se usa y que evoca lo envejecido en contacto con el tiempo, se torna aquí paradójica. Mientras la tradición viva es solera en movimiento —un pasado que fermenta en el presente—, la música "pura" no tiene solera: es un peso muerto que se impone como fetiche. Lo que debería ser cauce se vuelve dique; lo que debía fluir, se estanca. El resultado es una sustantividad recargada: egos inflamados que, en lugar de servir al flujo del melos, se erigen en César-Papas de una liturgia sin dios. Como ironizara un día en conversación mi amigo Vicente Chuliá, "parecen haberse comido un cocodrilo" cuando salen al escenario: hinchados de solemnidad, los instrumentistas, directores y compositores contemporáneos no buscan la conexión con lo sencillo, secreto y sagrado, sino el trono del poder. Han heredado el cesareo-papismo de la Iglesia —la fusión de autoridad política y espiritual—, pero sin el mysterium que alguna vez lo justificó.  


    Este fenómeno no es marginal, sino sintomático de una época que ha confundido la complejidad con la profundidad. Las partituras se han vuelto mapas de control, los conciertos, tribunales solemnes de virtuosismo, y los compositores, ingenieros de emociones prefabricadas. La paradoja es atroz: al hipostasiar la técnica, se traiciona el ethos que pretendían exaltar. El pianista que ejecuta una sonata de Beethoven como si fuera un ejercicio de mecánica digital y además manteniendo la misma métrica de principio al final, no está "purificando" la música: está estrangulando su melos en nombre de un falso rigor.  


    La salida a este laberinto no está en negar la técnica, sino en subordinarla al ethos. Recordemos que, en la tradición oral, el error no era un fracaso, sino un latido de lo vivo. El canto llano, el blues, el flamenco: todos encarnan una expresividad que no teme a la imperfección porque reconoce que el arte es aliento, no monumento. La verdadera vanguardia no sería aquella que inventa nuevos dogmas, sino la que deshipostatiza los existentes: la que devuelve la música al risco donde el sonido aún es herida, risa o lamento.  


    En última instancia, la crítica aquí esbozada no apela a un retorno romántico, sino a una descolonización del oído. Se trata de desmantelar la sustantividad recargada para que la música deje de ser un territorio de reyes, césares y papas, y vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: un lugar donde el hueso vibra, la piel se eriza y el tiempo —ese gran olvidado hoy— recupera su derecho a respirar.







Var. 10: Vero Finale - presto con fuoco. Los tiempos del Anti-Ion

    La verdadera libertad de nuestro tiempo —esa idea tan invocada y tan traicionada— no la albergan las vanguardias, no; es la libertad de poder pensar en universales. No ya la libertad de elegir entre etiquetas, entre binarismos ideológicos, sino la de elevarse por encima de las taxonomías ramplonas que nos clasifican como si fuéramos productos en un catálogo moral.

    Hoy, una de las opresiones más silenciosas y eficaces no es la censura directa, sino la reducción del pensamiento a un campo de batalla político donde todo gesto, toda palabra, todo timbre, todo acorde, debe ser inmediatamente codificado por la política. Si algo se escapa de esa cuadrícula, si pretende desbordar el marco de la política, se le acusa de reaccionario, de conservador, de “fascista”. La idea de que lo apolítico es "de derechas" se ha convertido en dogma. Pero ese dogma no revela otra cosa que la incapacidad —o la negativa— a imaginar un orden simbólico, espiritual o ontológico más allá del juego de trincheras.

    Ya lo señaló Gustavo Bueno: la distinción entre izquierda y derecha no es ya esencialmente política, sino puramente antropológica. Lo que se nos presenta como conflicto ideológico no es más que un desfile de signos exteriores: cerveza de izquierdas, vino de derechas; pelo largo de izquierdas, pelo corto de derechas; vaqueros de izquierdas, corbata de derechas. Y también, por supuesto, diatonismo de derechas, vanguardia de izquierdas; repetición como gesto reaccionario, contingencia como gesto liberador. La música popular, si es etnografía académica, es de izquierdas; si es materia compositiva viva, integrada en la obra como tejido expresivo, entonces es sospechosa. Y así hasta el infinito. 


    Todo esto configura una suerte de prisión simbólica. Un sistema de equivalencias frágiles pero férreamente vigiladas. Una ideología sin teoría. Una estética sin pensamiento.

    Frente a ello, la verdadera libertad no consiste en gritar más fuerte ni en radicalizar los códigos heredados, sino en desolemnizarse, en escapar de la sustancia del “yo” contemporáneo. Es la libertad del anonimato medieval, la libertad del que no necesita firmar su obra, del que escribe para una comunidad simbólica que trasciende al mercado y a la etiqueta. Una libertad antigua y, sin embargo, más revolucionaria que todas las revoluciones estéticas del siglo XX juntas.

    Por eso, quizás este texto no sea leído. Quizás alguien busque las palabras más repetidas mediante un buscador, o lo fragmente en una herramienta de inteligencia artificial para que le diga, en tres segundos, si soy "de derechas o de izquierdas". O si cito a un autor considerado "sospechoso". O si uso una palabra en latín, lo que será traducido como “lenguaje clerical”, y por lo tanto —¡oh sentencia absurda!— “de derechas”.

    Me da igual. Porque cuando alguien necesita encasillar lo que no entiende, lo que hace no es describirme a mí, sino revelarse a sí mismo. Habla más de sus coordenadas que de las mías. Este texto no pretende convencer, ni agradar, ni pertenecer. Es, simplemente, un intento de pensar fuera del espectáculo, fuera de los signos vacíos. Un ejercicio de libertad, que es ya, hoy, una forma de resistencia.







Epígrafe para mi lápida 

(si me dejan tener una)

 

"Aquí yace quien prefirió un vals desafinado a un algoritmo perfecto"  









Apéndice


Instituciones de Poder en el Gremio Especializado de la "Música Contemporánea"


Uno de los mitos más eficaces del gremio de la música contemporánea es el de la ausencia. Se proclaman minoría silenciada, invisibilizada, marginada por las instituciones. Reivindican el estatus de lo “underrepresented”, "neglected", como condición ética, casi mística, desde la cual construyen un discurso de legitimidad: hay que darles más voz porque no tienen voz. Sin embargo, la realidad es otra: son hegemónicos. 


    No solo dominan la retórica académica y las políticas culturales —becas, festivales, jurados, premios, redes institucionales—, sino que su ontología del arte es la que estructura en gran parte el aparato educativo y crítico occidental, incluso cuando éste adopta formas aparentemente conservadoras o historicistas. Y aquí se da una alianza curiosa: la entrelazada convivencia entre vanguardia e historicismo. Lejos de ser antagónicas, comparten una misma raíz ontológica - y su rechazo al siglo XIX: ambas huyen del arte como sustancia actual, como presencia real y viva en el presente. 


    La vanguardia se proyecta hacia el futuro como una utopía de ruptura; el historicismo se refugia en el pasado como museo de veneración. Pero ambos coinciden en negar la posibilidad de que el arte acontezca ahora, sin necesidad de justificarse por su novedad o su antigüedad. En este sentido, ni la vanguardia es presentista ni el historicismo es reaccionario: ambos simplemente configuran una misma fuga del presente, una misma negatividad frente a la sustancialidad viviente del arte. 


    La paradoja se profundiza cuando los guardianes/custodios de la vanguardia —compositores, programadores, algunos intérpretes, críticos— utilizan el discurso de la víctima para afianzar su poder. La idea de que es “tu deber tocar la música de tu tiempo” no es una invitación estética, sino un imperativo moral muy capcioso. Es un pietismo luteranista encubierto, donde el “compromiso con lo contemporáneo” se vuelve una forma de virtud pública. 


    Pero, ¿quién define qué es "tu tiempo"? ¿No es Bach, o José Serrano, o Machaut, o Gardel, cuando lo tocas ahora, también parte de tu presente? ¿Por qué el presente debe estar exclusivamente representado por obras escritas en una cronología reciente, y no por aquellas que resuenan con la experiencia de hoy, sin importar su fecha de composición


     La coacción se disfraza de emancipación. Y la hegemonía se disfraza de ausencia. Esta falacia de victimización no sólo oculta un poder ejercido de forma eficaz, sino que lo refuerza: al proclamarse excluidos, se aseguran subvenciones, cuotas, espacios. La minoría que grita serlo es, en realidad, la mayoría institucional. 


    El "arte contemporáneo", bajo esta máscara, se convierte no en un lugar de pensamiento ni de libertad, sino en un régimen moral y político, vigilante de los disidentes. Para quien lo dude, baste señalar —a modo de esbozo, no de inventario completo— algunas de las muchas instituciones político-culturales donde esta ontología vanguardista no solo está representada, sino impulsada a toda velocidad: fundaciones culturales con líneas exclusivas para “nueva creación”, conservatorios superiores que exigen la programación de obra reciente como criterio de calidad, jurados de concursos públicos cuyo baremo favorece la experimentación abstracta frente a la inteligibilidad, revistas académicas que descartan estudios sobre música "diatónica" o "modal" por “falta de actualidad”, premios nacionales y europeos sistemáticamente otorgados a compositores afines a un canon de ruptura, plataformas de crítica musical donde lo popular es sospechoso y lo formalmente comprehensible, descartado como populista, departamentos universitarios en los que todo análisis que no invoque Derrida o Deleuze queda fuera de juego, redes internacionales de “nuevas músicas” con financiación pública supranacional, etc... La lista puede ampliarse, y debe. Pero el punto clave es este: la verdadera minoría hoy es el pensamiento libre, el que se resiste a pasar por el aro ideológico, sea cual sea el color del aro.


    La alianza entre lo académico, lo fundacional y lo tecnológico forma, pues, una constelación de gran influencia global. Muchos compositores europeos (y americanos) buscan validación en este ecosistema, que funciona con su propia lógica interna de reputación, lenguaje teórico, afiliación universitaria y redes de comisiones.


    Por tanto, en el gremio internacional de la llamada “música contemporánea” (especialmente aquella asociada con lo académico, lo experimental y lo institucionalizado), hay un conjunto de instituciones de poder que actúan como nodos de legitimación estética, distribución de recursos, formación y canonización. Intento aquí nombrar algunas:





LISTA GENERAL


Ensembles e intérpretes institucionalizados


1. Klangforum Wien (Austria) – Uno de los principales referentes en Europa. Su estética y programación marcan tendencias.


2. Ensemble Intercontemporain (Francia) – Fundado por Boulez en IRCAM; sigue siendo una autoridad estética en Europa.


3. Ensemble Modern (Alemania) – Otro centro clave del repertorio contemporáneo centroeuropeo.


4. ICE (International Contemporary Ensemble) (EE. UU.) – Muy influyente en EE.UU. y vinculado a universidades como Columbia y Harvard.


5. Musikfabrik (Alemania) – Centrado en nueva música con fuerte apoyo estatal.


6. Asko|Schönberg (Países Bajos) – Especializado en repertorio contemporáneo y colaboraciones interdisciplinarias.


7. Collegium Novum Zürich (Suiza)


8. Court-Circuit (Francia)


9. Avanti! Chamber Orchestra (Finlandia)


10. Ensemble Recherche (Alemania)




Centros de investigación, creación y legitimación


1. IRCAM (Francia) – Instituto ligado al Centre Pompidou; probablemente la institución más simbólica del paradigma tecnocrático-musical.


2. Darmstadt Ferienkurse (Alemania) – Curso/festival clave en la formación y canonización desde 1946. Allí se consagran estilos, compositores y discursos.


3. Impuls Akademie (Graz) – Otra plataforma que mezcla pedagogía y legitimación.


4. ZKM Karlsruhe – Centro de arte y tecnología interdisciplinario.


5. Huddersfield Contemporary Music Festival (HCMF) – Gran influencia en la escena británica y anglosajona.


6. Gaudeamus Muziekweek (Países Bajos) – Espacio de consagración joven.


7. Donaueschinger Musiktage – El festival de música contemporánea más antiguo, con enorme prestigio.



 

Universidades y conservatorios clave


1. Hochschule für Musik und Darstellende Kunst Frankfurt am Main


2. Universität für Musik und darstellende Kunst Wien (MDW)


3. Royal Conservatory of The Hague – Muy influyente en lo experimental y performativo.


4. Columbia University, Harvard, Stanford, UCSD – En EE.UU., son centros de legitimación para compositores, con acceso a fondos de investigación y difusión.


5. Hochschule für Musik Basel / FHNW (especialmente el Institut für Neue Musik)


6. Sibelius Academy (Finlandia)




Fundaciones y financiadores


1. Ernst von Siemens Musikstiftung – Uno de los principales financiadores de compositores y ensembles de nueva música.


2. Goethe-Institut – Distribuye recursos y legitima propuestas dentro y fuera de Alemania.


3. Pro Helvetia – Apoya intensamente la música contemporánea suiza e internacional.


4. Arts Council England, Dutch Performing Arts, etc. – Organismos nacionales que determinan qué circuitos reciben fondos y reconocimiento.




Revistas, medios, plataformas



1. Positionen. Texte zur aktuellen Musik (Alemania)


2. Neue Zeitschrift für Musik


3. Tempo (Reino Unido)


4. MusikTexte


5. Seismograf (Dinamarca)


6. Contemporary Music Review




    En resumen: el gremio de la "música contemporánea" funciona como un sistema de homologación altamente estructurado donde ciertos discursos (tecnocráticos, materialistas groseros, rupturistas en apariencia, institucionalizados de facto) se reproducen a través de estos nodos. Quienes se alinean con su lenguaje, estética y jerga tienen acceso a programación, becas, grabaciones y prestigio.



    A continuación presento una ampliación país por país, con más detalles, con especial atención a los centros de poder simbólico, económico y estético de la música contemporánea en España, Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, Estados Unidos y Países Bajos, incluyendo festivales, becas, sellos, instituciones académicas, premios y bancos/fundaciones financiadoras.





                                                            LISTA POR PAÍSES



España


Festivales / Ciclos


Festival Ensems (Valencia) – El más longevo, vinculado a institucionalismo autonómico.


COMA Festival (Madrid) – Asociación de compositores madrileños, estética variada.


Festival Mixtur (Barcelona) – Enfocado en pedagogía y creación experimental.


Festival de Música Contemporánea de Tres Cantos, Vertixe Sonora Festival (Galicia), Festival SON (Alicante).




Instituciones / Centros


Fundación Phonos (Barcelona, UPF)


Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) – Desde el Estado promueve mucha “nueva música”, aunque no exclusivamente radical.


Fundació Joan Miró / SGAE / Fundación Autor – Programan esporádicamente.


Centro de Residencias Artísticas Matadero Madrid – Línea más experimental.


Museo Reina Sofía / Auditorio 400 – Programación orientada a nuevas estéticas.




Ensamblajes


Plural Ensemble, Zahir Ensemble, Vertixe Sonora, Sigma Project, Neopercusión, Grupo Enigma (Zaragoza).



Becas y Premios


Premio Nacional de Música – Otorgado por el Ministerio de Cultura (habitualmente favorece la vanguardia).


INJUVE, Fundación BBVA, Fundación SGAE, Fundación March (becas puntuales).


Residencias Fundación Antonio Gala, Fundación la Caixa (ocasionalmente).




Sellos


Verso, Columna Música (cubre espectro amplio), Neu Records.




Francia


Instituciones clave


IRCAM – Centro mundial de investigación y legitimación (ligado a la ciencia y a Boulez).


Ensemble Intercontemporain – Referente absoluto.


Radio France / France Musique – Gran canal de difusión estatal.



Festivales


Festival Présences (Radio France)


ManiFeste (IRCAM), Musica Strasbourg, Festival d’Automne à Paris



Becas y premios


Villa Medici (Académie de France à Rome) – Muy prestigiosa.


Becas del Ministerio de Cultura francés, Fondation Royaumont, Sacem



Sellos


Aeon, Harmonia Mundi, Naïve, INA-GRM (para música acusmática/electroacústica)





Alemania


Instituciones clave


Darmstädter Ferienkurse – Cánones internacionales se forjan allí.


ZKM Karlsruhe, Hochschule für Musik Freiburg, HfM Frankfurt


Ensemble Modern, Musikfabrik, Ensemble Recherche




Festivales


Donaueschinger Musiktage


Wittener Tage für neue Kammermusik


Ultraschall Berlin, MaerzMusik (Berliner Festspiele)




Becas / Fundaciones


DAAD, Goethe-Institut


Ernst von Siemens Musikstiftung – Muy influyente en premios y financiación.


Stiftung Niedersachsen, Kulturstiftung des Bundes




Sellos



Kairos, Wergo, NEOS, Edition RZ








 Italia


Festivales


Festival Milano Musica


Biennale Musica di Venezia


Tempo Reale Festival (Florencia), ligado a Luciano Berio.




Instituciones


Accademia di Santa Cecilia, RAI


Centro Tempo Reale


Conservatorios de Milán, Bolonia, Roma y Florencia con tradición vanguardista.





Fundaciones y becas


Fondazione Cini (Venecia), Fondazione CRT, Società Italiana di Musicologia


Premio Franco Abbiati, Premio Venezia





Sellos


Stradivarius, Rai Trade, Tactus






 Reino Unido


Instituciones


Huddersfield Contemporary Music Festival (HCMF) – Principal centro de nuevas estéticas en Reino Unido.


BBC Radio 3 – Hear and Now


Royal Academy of Music, Royal College of Music, Guildhall





Festivales


Tectonics Festival (Glasgow, dirigido por Ilan Volkov)


Spitalfields, London Contemporary Music Festival





Fundaciones


PRS Foundation, Arts Council England


Paul Hamlyn Foundation


Sound and Music – Plataforma de apoyo y residencias.




Sellos


NMC Recordings, Another Timbre, Nonclassical







 Países Bajos


Ensamblajes e instituciones


Asko|Schönberg Ensemble


Royal Conservatory of The Hague, Conservatorium van Amsterdam


Gaudeamus Foundation – Convocatoria de referencia para jóvenes compositores.


Muziekgebouw aan ’t IJ – Sala clave para nueva música.





Festivales


Gaudeamus Muziekweek


November Music


Dag in de Branding





Becas / fondos


Dutch Performing Arts, Fonds Podiumkunsten, Stimuleringsfonds Creatieve Industrie





Sellos


Attacca, Et’cetera, Donemus (también editorial)








EE. UU.




Universidades / Conservatorios (centros de legitimación y producción estética)


Estas instituciones no solo forman compositores, sino que definen estéticas dominantes, financian proyectos y otorgan doctorados en composición y música experimental:


Columbia University (Nueva York) – Epicentro de la música espectral, computacional y post-boulleziana.


Harvard University – Muy influyente; compositores como Ferneyhough, Czernowin o Lachenmann han pasado por aquí como invitados.


Princeton University – Centro de pensamiento musical experimental, teoría computacional y análisis.


University of California, San Diego (UCSD) – Vanguardismo y performatividad radical; influencia alemana y japonesa.


Stanford University (CCRMA) – Investigación en tecnología musical y arte sonoro.


California Institute of the Arts (CalArts) – Enfoque posmoderno, interdisciplinario, con fuerte presencia en performance art y música experimental.


Eastman School of Music, New England Conservatory, Yale School of Music – Más tradicionales, pero aún con programas avanzados.







Ensembles de referencia


ICE (International Contemporary Ensemble) – Nueva York/Chicago, uno de los más poderosos. Apoya creación joven y se vincula a universidades.


Bang on a Can All-Stars – Estética postminimalista, influencia de Steve Reich y música popular.


Eighth Blackbird, Alarm Will Sound, Talea Ensemble


Wet Ink Ensemble, Mivos Quartet, Jack Quartet – Especialistas en música de alta complejidad y notación avanzada.







Festivales y ciclos


Bang on a Can Marathon (NYC)


TIME:SPANS Festival (NYC) – Música nueva de alto nivel técnico, a menudo financiada por fundaciones privadas.


New York Philharmonic’s “Contact!” Series


Mostly Mozart Festival (Lincoln Center) – Ha incorporado cada vez más obras contemporáneas.


MATA Festival – Para jóvenes compositores (cofundado por Philip Glass).


Tanglewood Music Center – Ligado a la Boston Symphony, incluye composición contemporánea.


June in Buffalo – Festival-escuela de referencia para compositores emergentes.







Fundaciones y financiadores


The Andrew W. Mellon Foundation – Financia instituciones, proyectos curatoriales, residencias, y universidades.


The Aaron Copland Fund for Music – Apoya grabaciones y presentaciones de música contemporánea estadounidense.


New Music USA – Subvenciona proyectos individuales y festivales.


The Fromm Music Foundation (Harvard) – Comisiones a compositores activos en el medio académico.


The MAP Fund, The Alice M. Ditson Fund – Financiadores clave.






Premios y distinciones


Pulitzer Prize for Music – Aunque incluye jazz y ópera, ha premiado a compositores como Caroline Shaw, George Walker, Julia Wolfe, etc.


Guggenheim Fellowships – Becas personales muy prestigiosas para compositores.


Rome Prize (American Academy in Rome) – Residencia de un año en Italia.


MacArthur “Genius” Grant – Alto impacto simbólico y económico.






Sellos discográficos


New World Records – Catálogo histórico y contemporáneo.


Mode Records – Especializados en Cage, Feldman, Xenakis, Lachenmann, etc.


Tzadik Records – Fundado por John Zorn, más alternativo y experimental.


Cantaloupe Music – Bang on a Can.


Innova Recordings, New Focus Recordings – Sellos emergentes con buen catálogo.






Revistas / Think Tanks


Perspectives of New Music


Computer Music Journal (MIT Press)


NewMusicBox (New Music USA)


The Wire (aunque británica, cubre también EE.UU.)




 












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