Vivimos en una época paradójica: nunca ha habido más intérpretes, más críticos, más gestores, más curadores, más expertos, más correctores, más teorías, más discursos, más meta-discursos, más marcos para interpretar lo que ya fue dicho. Pero, ¿dónde están los poetas? ¿Dónde los creadores verdaderos (digo creador en sentido funcional, no porque crea en la creación ex nihilo)? O mejor, ¿dónde están los trovadores, los que trovan, es decir, los que encuentran lo olvidado, lo perdido? ¿Dónde el que canta, el que recuerda, el que funda, el que compone, o mejor, escribe, sin necesidad de auto-legitimarse mediante la ciencia, la historia o la última moda académica?
Nos hemos habituado a una cultura que ya no produce mundo, mundo vibrante, palpitante, sino que glosa lo ya dicho. Un presente que vive en la repetición (pero en la repetición mecánica, no en la repetición como crecimiento o atenuación, no en la repetición mística o poética), un presente que sustituye el acto poiético por el comentario, la invención por la revisión, la tragedia por la tesis doctoral. Un presente que premia la “interpretación”, pero ya no la inspiración. El símbolo ha sido suplantado por el documento. El canto, por la edición. El mito, por la metodología. La filosofía por la doxografía.
Este ensayo parte de una tesis ontológica radical: toda cultura que renuncia a la poiesis, es decir, a la capacidad de generar formas con sentido desde un centro íntimo, espiritual, trans-histórico, está en proceso de decadencia. No por conservadurismo ni por nostalgia, sino porque sin poiesis no hay mundo. Solo archivo.
La distinción que los griegos sabían trazar con claridad, poiesis como hacer fundacional y hermenéutica (hermeneia) como arte de interpretar lo hecho, se ha invertido. Hoy, la hermenéutica reina: se interpreta incluso antes de que algo exista. Se interpreta incluso lo que aún no ha sido creado. El artista debe justificar cada gesto; el compositor, explicar cada disonancia; el escritor, situarse dentro de una genealogía y/o filiación de inmediato; el músico, legitimar su versión por medio de la filología o de la biomecánica. Se interpreta no para comprender, sino para autorizar. La interpretación se ha convertido en policía del sentido.
La hipertrofia de la hermenéutica es uno de los signos más visibles de nuestra cultura tardía. Ya no hay casi poetas; hay sobre todo curadores. Ya no hay filósofos; hay historiadores de la filosofía. Ya no hay compositores; hay “creadores contemporáneos”, figuras que solo existen al interior de una red institucional que los legitima siempre por defecto, como si componer música fuera una función social, una obediencia cultural. En este contexto, la creación poiética (entendida como diamórfosis) ha dejado de ser fundación de mundo para convertirse en ilustración de una tesis o de una tendencia estética, casi siempre ligada a alguna forma de ideología, ya sea llamada “progresista”, o científica o identitaria o de cualquier otro tipo.
Hay quienes celebran esta hipertrofia como un signo de "democratización": ahora cualquiera puede comentar, cualquiera puede acceder a una “interpretación”. Pero se confunde aquí democracia con horizontalidad banal. El verdadero arte no puede ser democrático en su modo de producción, al menos no en ese sentido. No porque desprecie al “pueblo”, al “demos”, sino porque obedece a una lógica distinta: la lógica de lo simbólico, de lo vertical, de lo revelado, de lo que se impone por necesidad interna. El arte verdadero es el que no se hace para alguien. Es el que se hace porque tiene que ser. Y precisamente por eso puede ser compartido.
Hoy, al contrario, todo arte parece tener que justificar su existencia en términos funcionales o discursivos: para visibilizar, para problematizar, para reivindicar, para enseñar, para explorar, para experimentar, para innovar. Pero eso no es poiesis, es diseño, es gestión de significantes. Es arte reducido a técnica conceptual.
Sin embargo, sería simplista culpar solamente a la cultura hermenéutica. El creador mismo ha contribuido a su desaparición al renunciar al Ego Trascendental, ese centro común y universal que permite la comunicación de las almas (psyches) a través de formas poéticas. En lugar de ello, el "creador" moderno ha optado por la originalidad a toda costa, por la ruptura, por la complejidad en lugar de la complexidad (la symploké), por la afiliación a discursos científicos, políticos o históricos.
Hoy se ha renunciado al Ego Trascendental, es decir, a los patrones compartidos, perennes, intra-históricos. Se ha preferido la mezcla a la fecundación, lo exotérico a lo esotérico, lo gnóstico a lo alegórico. Vicente Chuliá y Ekaitz Ruiz de Vergara hablan de lo intercategorial holemático: aquello que tiene cierre ontológico sin ser reducible a categorías abstractas, lo que vibra en el límite entre lo racional y lo simbólico. A eso se ha renunciado. Y al hacerlo, se ha producido una subida exponencial de la entropía en el arte contemporáneo. Mucho ruido, poca canción.
El resultado es que el creador se ha convertido en una especie de sacerdote de un culto secreto, cuya liturgia solo comprenden unos pocos iniciados. Y si el poeta se encierra en su templo, ¿cómo extrañarse de que el espacio público sea ocupado por los intérpretes, los managers, los curadores, los gestores y los influencers?
Todo esto empieza, dentro del gremio de la música clásica, en dos espacios institucionalizados: la clase, y el ensayo. Empecemos por la clase. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la clase de música era una forja. Un espacio donde el aprendiz no era cliente ni consumidor de discursos, sino alguien que se exponía a la fuerza transformadora del saber vivo. El maestro no era un facilitador, sino una presencia, un modelo, un mediador entre el mundo y el logos musical. Y el saber no era un contenido, sino un fuego que ardía en la interioridad del que lo recibía, para ser transmitido no como información, sino como ritmo, como tono, como estilo, como forma de vida.
Hoy, sin embargo, la clase se ha vuelto explicativa, no generativa. El saber se ha reducido a análisis. La interpretación ha colonizado la enseñanza. El joven músico aprende a comentar una obra de otro antes que a escribir una él mismo. Aprende a defender una postura antes que a encarnar una forma. Se le exige contextualizar, problematizar, intervenir, reivindicar. Pero no se le enseña a escuchar el canto interior de las cosas musicales. La "pedagogía" musical se ha vuelto historiográfica, sociológica, ideológica, biomecánica, psicológica, corporal incluso, pero rara vez ontológica. Rara vez simbólica.
El resultado es que el estudiante de música no se forma. Se informa. Aprende a construir discursos sobre la música, pero no a ser música. Y esto es grave, porque el verdadero músico no es el que toca bien ni el que sabe mucho, sino el que ha hecho de su cuerpo un templo del tono y su poética, un templo del silencio, del ritmo y de la forma. El que canta desde el centro del alma (digo ya alma sin miedo - años me ha costado).
Algo similar ocurre en el ensayo, orquestal o camerístico. Ya no es un espacio iniciático ni una liturgia de encarnación, sino una especie de laboratorio técnico-administrativo. El ensayo se ha vuelto un lugar de ajuste, de calibración, de control de calidad, de eficiencia, de afinación, de puntualidad, de “soluciones”. Pero raramente es un lugar de silencio, de espera, de epifanía. Se ensaya como si se administrara un bien. No se crea atmósfera. No se invoca. No se escucha la energía que subyace al gesto.
La música ha sido sustituida por la partitura entendida en sentido científico, ecdótico, filológico (y no poético-místico), y la partitura sustituida entonces por la cuadrícula temporal de un planning. Se llega al ensayo para “hacer sonar lo que está escrito”, para “dar cuenta de ello”, como un telégrafo, como un entomólogo abriendo un insecto, con la distancia retórica del experto, y no para descubrir lo que está latiendo más allá de lo escrito. Se presupone que el sentido está ya dado, y solo hace falta realizarlo con mayor o menor precisión técnica, claridad en la dicción, resonancia en la fonación. Pero eso es confundir materia y forma. Porque una obra no empieza cuando se toca, sino cuando se invoca. Y esa invocación solo ocurre cuando el ensayo se convierte en rito, en ceremonia.
Pero nadie habla ya de rito. La palabra suena religiosa, anticuada, "derechona". Se prefiere hablar de “eficiencia”, “resolución de problemas”, “alineación de criterios”. El ensayo ha dejado de ser espacio de revelación para convertirse en espacio de control. Un ejemplo perfecto de lo que yo llamo, ad usum privatum, la colonización hermenéutica del tiempo poético.
El director de orquesta, en este contexto, por ejemplo, corre el riesgo de convertirse en un gestor más. Cuanto más habla, menos ocurre. Cuanto más explica, menos vibra. Pero si no habla, lo acusan de falta de “liderazgo”. Y así, estamos atrapados. Porque el lenguaje técnico, o histórico-estilístico que se suele usar en el ensayo no crea, sino que traduce. Y toda traducción, como sabían los antiguos, es una forma de traición.
Lo que la música requiere no es una explicación más elocuente del pasaje difícil, sino una palabra que funcione como símbolo. Una palabra-mecha, desencadenante. Una palabra que no designe, sino que encienda. Una indicación que no aclare, sino que transforme el gesto del intérprete en acto lleno. No decir “más piano aquí”, sino decir: “esto es niebla”, o “esto es agua que cae por dentro”, o “aquí, Dios se ha ido”. Esas palabras no explican, pero hacen sonar. Y por eso son más fieles a la música que cualquier análisis motivacional o estilístico.
Sin embargo, estas palabras ya no son posibles en muchas instituciones musicales. No están autorizadas. Están prohibidas. Son burladas. Se juega uno el "puesto" diciéndolas. No son “científicas”, ni “neutras”, ni “objetivas”, ni “pedagógicamente validables”, ni "democráticas". Y eso revela la profundidad del problema: hemos perdido la fe en el símbolo. Solo creemos en el concepto técnico, ya no en la idea. Pero la música no nace del concepto. Nace del símbolo encarnado.
Sí. Estoy convencido de que toda gran obra nace, en cierto sentido, de un símbolo. No de un concepto, ni de un tema, ni de una estructura. Un símbolo no se inventa: se recibe. Es don, no proyecto. El símbolo no significa algo: es algo. Como el pan. Como el agua. Como el fuego. Como la cruz. Como la noche. Como el llanto. El símbolo no se explica. Se soporta. Es decir, se lleva dentro. Y se canta.
El compositor verdadero, como el poeta verdadero, no trabaja con formas vacías ni con estilos ni con sistemas. Trabaja con símbolos. Con alegorías. Pero no con símbolos culturales ni etnográficos, sino con lo que Vicente Chuliá y Ekaitz Ruiz de Vergara llaman lo intercategorial holemático: aquellos núcleos de forma viva que no pertenecen a un género ni a un concepto, pero tienen cierre, peso, resonancia interior.
Por eso la verdadera poiesis no es ni invención ni repetición. Es anámnesis. Es recordar lo que no ha sido dicho aún, pero ya estaba en el fondo del alma. Componer es escuchar lo que ya está vibrando más allá del tiempo. Es acoger una forma que se quiere nacer. Y esa forma no se impone. No se proyecta. No se planea. No se planifica. No se adorna. No se complica. No se hace nueva porque sí. Es nueva como lo es el día, como lo es el nacimiento, como lo es la lluvia. Porque, al fin y al cabo, es lo eterno manifestándose otra vez. Como la resurrección o la primavera cuando estalla, como el fénix que renace de las cenizas.
Y el símbolo no entra al mundo sino a través del tono. El tono es el modo en que algo suena, pero también es el modo en que algo es. No se puede separar el ser del tono. Un gesto sin tono no es gesto: es ruido. Un pensamiento sin tono no es pensamiento: es esquema. Una música sin tono no es música: es código. El tono es el alma vibrando en el cuerpo.Por eso toda decadencia del arte musical es primero una decadencia del tono. Una ruptura entre el alma y el gesto. Una pérdida de la voz interior. Una pérdida de alma. Y cuando se pierde el alma, lo que queda es técnica, sistema, cultura material, institución racional, aparato, al servicio de una política o ideología.
Lo que llamamos “música contemporánea” (en sentido lato) ha olvidado el tono. Lo ha sustituido por procedimientos. Por rupturas. Por conceptos. Por originalidades. Por complejidades sin complexidad, sin complexión. Por estructuras “deconstructivas”. Pero el verdadero arte no se funda en la ruptura. Se funda en la resonancia. En el temblor del ser cuando se dice. En la luz que se revela cuando algo suena con verdad.
Resistir hoy, por tanto, no es oponerse con ruido. Ni siquiera con crítica. Resistir hoy es componer un canto. Refundir el melos. La primacía (que no anegación) de lo sucesivo frente a lo simultáneo, del chronos frente al topos. Un canto sin nostalgia, pero con memoria. Sin vanguardia, pero con porvenir. Un canto no ideológico, no provocador, no auto-celebrado, no legitimado por ninguna institución. Un canto sin nombre si hace falta, anónimo. Un canto que no pide ser entendido, pero que exige ser acogido.
El compositor que cante así no será premiado. Ni "programado". Ni promocionado. Ni invitado. Será ignorado, burlado, censurado, acusado de anacrónico, de sentimental, de espiritualista, de reaccionario, de fascista, de “derechas”. Pero su canto, si es verdadero, resonará donde debe resonar: en el alma humana. No en la élite iniciada de la Kultura, sino en los que aún no han perdido del todo la capacidad de escuchar.
Por eso, el nuevo compositor, y uso “nuevo” con toda la ironía del caso, no es un innovador. Es un oyente de lo eterno. Y en su canto se cruzan las aguas profundas del tiempo: Gardel, Serrano, Jackson, Shankar, Rameau, Beethoven, Brahms, Joni Mitchell, Scriabin, Monteverdi, Miles Davis, Mahler, Messiaen, Jaramillo, Szymanowski, Mompou, Paco de Lucía, Rush… no como citas, no como referencias, sino como presencia interior. Como notas que aún vibran en el cuerpo del alma humana.
Y es que la "modernidad" ha producido una figura monstruosa: el especialista sin mundo. El virtuoso sin canto. El intérprete sin poética. El compositor sin oído. El pedagogo sin arte. El investigador sin cuerpo. Cada uno encerrado en su celda epistemológica, en su parcela recelosa, sin puentes ni resonancias con las otras formas del saber musical.
En cambio, los antiguos, no por viejos, sino por sabios, conocieron otra figura: el músico generalista. No un sabiondo ni un improvisador superficial, sino un ser verdaderamente formado (no informado) en la totalidad: canto, danza, escucha, composición, improvisación, recitación, poesía, filosofía natural, ética del arte, teología del sonido.
Hoy esa figura está ausente. O mejor dicho: está prohibida. Porque el sistema actual, de estudios, de mercados, de premios, de becas, de publicaciones, favorece al hiper-especialista. El “experto en Haydn tardío de cámara”, el “virtuoso historicista de la transcripción apócrifa de 1811”, el “técnico de biomecánica del trino ascendente con rotación alternada”, el experto en "proporciones celibidacheanas"... Una selva de micro-campos donde reina el saber técnico y se ha perdido la sabiduría del oír.
Por eso urge una vuelta del músico generalista. No como figura nostálgica, sino como gesto revolucionario y silencioso. El que sabe cantar, bailar, dirigir, enseñar, escribir, componer una fuga, cantar un coral, leer un manuscrito, escribir un lied, improvisar un ricercare, o un tango, o un blues, afinar un laúd, acompañar un salmo, modular con naturalidad, enseñar a un niño a entonar, declamar, recitar, cantar un canto popular, o una nana, o una canción de patio de colegio, o un himno. El músico como ser completo. No el que lo hace todo, sino el que lo comprende todo.
Y de nuevo, el corazón de esta reforma está en la clase de conservatorio y en el ensayo orquestal y camerístico. Hoy, la clase se ha convertido en una especie de quirófano de la técnica. Un lugar donde lo más importante es la llamada “biomecánica” (palabra fetiche-oracular), la eficiencia cinética y ergonómica, la correcta digitación, el respaldo filológico, la autenticidad informada, la interpretación idealmente corregida. Es una clase de instrumento, no de música. Lo que importa es ejecutar con corrección un repertorio canónico (ese monstruo conceptual, el repertorio) mientras un profesor, convertido en árbitro del estilo, ofrece correcciones según un modelo ideal de ejecución, como capataz de fábrica. No hay espacio para el símbolo, para la poesía, para la escucha del alma, para la improvisación ni para el error fecundo.
Pero una clase verdaderamente musical debería ser, ante todo, una clase de en-tonación. Cantar antes de tocar. Escuchar antes de leer. Recitar poesía antes de analizar armonía. Bailar antes de mecanizar. Improvisar antes de memorizar. Escribir antes de copiar. Componer antes de comparar.
Los conservatorios (que por cierto, antaño se llamaban de “música, declamación y danza”) deberían recuperar esa formación integral, donde el cuerpo no está separado del pensamiento, ni la voz del oído, ni la emoción del juicio. No se trata de eliminar la técnica, sino de integrarla en una formación poética: una educación que apunte al centro, no a la superficie.
Y allí, en el centro, está el Ego Trascendental musical, no como abstracción, sino como recordación de lo que somos. Como anámnesis. El aula debe convertirse en un lugar de reencuentro con los universales del arte: la gravedad, la proporción, el silencio, el lamento, el éxtasis, el juego, el ritual, el canto, la danza, la muerte, el amor.
La noción de repertorio es peligrosa porque convierte a la música en una vitrina de objetos culturales: piezas catalogadas, clasificadas, etiquetadas por época, estilo y dificultad. No hay nada más antipoético. Se estudian piezas porque “tocan” en los exámenes, porque “corresponden” al nivel, porque “son del repertorio”.
Frente a esta noción, propongo la idea de un cancionero personal. Un conjunto de obras que el músico ha elegido y acogido porque le interpelan, le forman, le cantan. Se las ha apropiado existencialmente. Son ya suyas. El cancionero no se impone: se cultiva. No responde a un currículo: responde al alma. Cada músico debería construirlo lentamente, con libertad, con memoria, con orientación, como un hortelano cuida su jardín.
En vez de tocar las mismas sonatas trilladas por millones de dedos, el cancionero permitiría descubrir pequeñas obras olvidadas, canciones populares, piezas nuevas, fragmentos inconclusos, danzas perdidas, melodías nacientes. Porque el cancionero no es un currículo: es un itinerario del alma musical.
Luego está el problema del ensayo, como ya empezamos a decir antes. En el régimen moderno, el ensayo ha sido colonizado por una lógica de eficiencia escénica. Ya no es un lugar de búsqueda, sino de corrección. No es un espacio de comunión con la música, sino una plataforma de montaje técnico para la ejecución pública. El ensayo moderno está sometido a dos tiranías: la del tiempo cronometrado y la de la rendición productiva.
Bajo esta lógica, se ensaya para evitar errores. Para ajustar tempos, ensemble (entrar y cortar juntos, ir juntos) entradas, afinaciones, dinámicas, sincronías. El director o el profesor se convierte en ingeniero de precisión, y los músicos en piezas ajustables de una maquinaria performativa. El ensayo es así una especie de anti-rito, un momento donde se intenta vencer la inseguridad mediante el control y no mediante el conocimiento profundo o mejor, la poesía.
Pero esta forma de ensayo es una traición a lo que la música exige. Porque la música no es una máquina a engrasar, sino un logos sonoro que exige contemplación, resonancia, encarnación, escucha común, silencio interior.
De hecho, el verbo ensayar tiene raíces hermosas. En el castellano antiguo significaba “ponerse a prueba uno mismo”, pero también “ejercitarse”, “probar”, “experimentar”. Hay algo de ascesis en ello: el ensayo como camino hacia la verdad, como preparación del alma para la presencia de lo invisible.
En este sentido, el ensayo debe parecerse más a una vigilia que a una prueba técnica. Debe ser un tiempo de des-ocultamiento del sentido de la obra. Un lugar donde cada pasaje se convierte en una meditación, cada compás en un lugar de revelación, cada error en un signo que nos habla del cuerpo, de la memoria, del oído, del alma.
Ensayar, entonces, no es corregir errores, sino afinar la interioridad. No es mecanizar repeticiones, sino aprender a oír lo que no habíamos oído. A descubrir lo que no está escrito. A encarnar el símbolo que está detrás de la nota.
¿Cómo se transformaría un ensayo si en vez de buscar la perfección técnica buscásemos la verdad del canto? Si en vez de repetir sin cesar una frase buscáramos su imagen interna, su gesto invisible, su aliento. Si cada repetición fuera un intento de cantar más profundamente, no más correctamente. En vez de empezar por las notas, empezamos por el silencio que las engendra. En vez de marcar los errores, nos preguntamos por lo que falta en el alma del gesto. En vez de fijar el tempo, lo descubrimos como respiración. En vez de repetir sin cesar, entonamos la frase hasta que resuene en nosotros. En vez de buscar una versión, buscamos un acuerdo interior con la música.
El ensayo se convierte así en una acción sagrada, una preparación del alma para el decir musical. Como los ritos antiguos que precedían la palabra sagrada, como los ejercicios espirituales que preparaban la mirada para el misterio, el ensayo es un acto de disposición ontológica: se ensaya no para sonar mejor, sino para ser capaces de decir lo que debe ser dicho.
En este contexto, el papel del director, del pedagogo o del guía no es el de un técnico ni un productor, sino el de un hierofante: aquel que indica lo sagrado, que ayuda a los músicos a entrar en el misterio del canto. Su gesto no debe ser de mando, sino de convocación. No debe imponer su visión, sino hacer aparecer la forma interior de la obra.
El ensayo dirigido por un hierofante es lento, orgánico, respirado, silencioso. Se permite el error. Se explora lo inefable. Se hace preguntas. Se escucha. Se canta. Se calla. Se deja que la música emerja como algo dado, no como algo fabricado.
El error, bajo la lógica hermenéutica moderna, es un fallo que debe ser eliminado. Un accidente, una desviación del modelo ideal, un glitch del sistema. Sin embargo, esta concepción parte de un paradigma ingenieril, técnico, funcional. Un paradigma que olvida que en el arte no se busca la exactitud, sino una idea de verdad.
Pero en las artes, la verdad no es lo correcto. Es lo que resuena en lo profundo, lo que se muestra como lo que es. En este sentido, el error puede ser (y muchas veces es) un lugar de revelación. Cuando erramos, se manifiesta nuestra finitud, nuestra vulnerabilidad, nuestra corporeidad. El error restituye el alma al sonido. Lo saca de la lógica digital de la perfección, para devolverlo a la tierra de lo encarnado, de lo imperfecto, de lo humano.
El error no siempre es fallo: a veces es fractura que revela. Como en las kintsugi japonesas, donde las grietas se rellenan de oro, el error puede ser el lugar donde más brilla la verdad del gesto. Una verdad ontológica, no correctiva.
El silencio ha sido reducido, en la práctica musical moderna, a una pausa entre sonidos. A un lugar vacío, inerte, funcional. Pero esto es un empobrecimiento radical de su naturaleza.
El silencio no es un hueco: es una matriz. No es lo que está entre los sonidos, sino lo que los precede, los sostiene y los orienta. Todo verdadero gesto musical nace de un silencio interior. De una expectación. De un detenerse el alma. El silencio es la forma invisible del canto, su negativo ontológico.
En las grandes tradiciones musicales, desde la India hasta los antiguos cantores cristianos, el silencio no es una ausencia, sino una presencia absoluta. Lo que se oye en el silencio es lo que da sentido al sonido. Sin silencio no hay forma, no hay fraseo, no hay latido. Lo que se llama “el tempo interior” no es más que la gestión del silencio.
Por eso, el músico que no ha habitado el silencio no puede tocar verdaderamente. Solo reproduce. Solo emite. Pero no canta. El canto nace del silencio, y retorna al silencio. Como el alma misma.
Y en la clase, y en el ensayo, deberíamos renunciar de una vez, y para siempre, a ese fetiche que se ha convertido en el verdadero contenido positivo por excelencia de ambas, más allá del estilo, la técnica o la historia (que también lo son): el sonido. Esa expresión tan celebrada como vacía: “trabajar el sonido”. ¿Qué te ha enseñado ese profesor? —“Trabaja mucho el sonido.” “El sonido es lo más importante”, se repite como mantra. No lo es. No el sonido en bruto, en abstracto. Lo importante no es el sonido, sino el tono como significación. Es el significado, la dirección, el sentido, lo que se dice a través del sonido como tono. Confundir sonido con música es como fijarse en el timbre de voz de alguien sin escuchar lo que dice.
Esta idolatría del sonido tiene raíces profundas y peligrosas. Recuerdo una clase magistral de Karajan, que vi recientemente en YouTube, en la que interrumpía a un alumno de dirección, que, por cierto, dirigía con más hondura que él, para decirle: “El problema es que no piensas en el sonido. El sonido es a nosotros como el mármol al escultor.” Y lo decía con el aplomo de quien cree en esa analogía como un hecho evidente. Pero esa frase es reveladora de una cultura decadente. Porque ese escultor que va a escoger mármol precioso no es el artista que lucha, sino el sibarita que ya ha comido. El músico no debería ser un gourmet de la materia prima: esculpe con lo que tiene. El sonido no se elige como fruta en el mercado. El sonido no es un fin a seleccionar, sino algo emergente, una consecuencia inevitable cuando hay verdad en lo que se dice.
Hoy en día, sin embargo, fonación y resonancia se han convertido en dos fetiches oraculares del gremio clásico. El crítico empieza siempre por ahí: “su sonido”, “la claridad de su emisión”, “la riqueza tímbrica”, “su fonación”. Todo sonido, sonido, sonido. Como si eso fuese música. Y no lo es. Decir que alguien “trabaja el sonido” sin hablar de qué significa ese sonido, es como valorar la caligrafía sin importar el texto. Es una falacia, una negación del arte como forma y como pensamiento. Hay que desterrar esa obsesión. No se “trabaja” el sonido: se trabaja el decir, y el sonido en forma de tono es su consecuencia.
Por tanto, y así, en nuestro presente en marcha, la palabra ensayo ha quedado reducida a una idea de repetición mecánica, de perfeccionamiento técnico, de preparación para un objetivo externo (concierto, grabación, concurso, examen). El ensayo se ha convertido en un espacio funcional. Pero su nombre, en realidad, remite al verbo ensayar, que en su raíz significa tanto probar, como preparar un sacrificio, como buscar una verdad.
Reivindicar el ensayo como espacio de búsqueda ontológica (y no como lugar de corrección externa) es uno de los primeros pasos hacia una reforma silenciosa. En cada ensayo debería resonar la pregunta: ¿qué estoy diciendo?, ¿por qué esta música me ha sido dada para pronunciarla hoy, ahora, en este lugar?
Ensayar no es “arreglar fallos”, sino probar significados. Escuchar. Decidir. Encarnar. Ensayar como quien prepara un rito. Como quien se dispone a ofrecer algo sagrado. No como quien lima errores, sino como quien se pone a prueba ante el misterio del sonido.
Del mismo modo, la clase no es un lugar para “enseñar conocimientos” o “transmitir repertorio”, sino un espacio de revelación del alma. El maestro no es un proveedor de información, ni un repetidor de métodos. Es un testigo de una forma de vida. Y el alumno no es un recipiente vacío, ni un ejecutor de instrucciones. Es un ser en búsqueda, que necesita ser despertado, no adiestrado.
La clase debe parecerse más a un encuentro iniciático que a una tutoría técnica. Debería haber en ella momentos de silencio, de espera, de error fecundo, de escucha compartida, de desvío, de sorpresa. No hay verdadera clase sin alteración del ser. Una clase debe transformar algo. Mover algo. No solo añadir información, sino generar alma.
Por eso, el verdadero maestro no enseña una partitura: escucha con el alumno lo que esa partitura le pide al mundo. Y no evalúa el resultado, sino el proceso. No impone un modelo, sino que ayuda a descubrir el tono propio del alumno, su voz, su necesidad de decir.
En un entorno dominado por la productividad, la velocidad, la visibilidad y la técnica, gestos como el silencio prolongado, la pausa sin justificación, la lectura lenta, la escucha contemplativa o el ensayo de una sola frase durante una hora se convierten en actos de resistencia espiritual.
El arte no se regenera por decretos ni por reformas curriculares, sino por una lentitud voluntaria que abre espacio a la verdad. Solo si el ensayo se desacelera, si la clase se convierte en morada, si el silencio no se teme sino que se acoge, puede surgir algo realmente nuevo. No “novedoso” en el sentido moderno, sino nuevo en sentido arcaico: es decir, lo siempre antiguo que vuelve a renacer como si fuera la primera vez.
La etimología griega de phármakon (remedio y veneno) permite entender que enseñar música no es curar ni salvar, sino exponer al alumno al poder ambiguo del sonido, que puede desestabilizar, herir, vaciar, confrontar, igual que puede curar, elevar o consolar.
Un verdadero maestro es aquel que sabe acompañar la fragilidad de esa exposición. Que no impone una solución, sino que guía a través del desierto. El que hace de la clase un espacio para desarmarse, para pasar por el no-saber, para atravesar la noche y no saltarla. Porque sólo el que ha atravesado la noche puede cantar con verdad.
Y solo ese canto, nacido del abismo y no de la corrección, tiene poder transformador. La reforma no pasa por aplicar nuevas metodologías, sino por recuperar la figura del maestro como phármakaos, como aquel que, habiendo sido herido por el arte, acompaña a otros en ese mismo pasaje.
Y así, la lógica hermenéutica moderna en el campo de la música exige rectitud, exactitud, fidelidad. Pero la lógica poética reconoce el valor del desvío. Del rodeo. De lo lateral. De lo inesperado. Lo verdaderamente simbólico nunca es directo, sino que aparece envuelto, entre velos, en lo oblicuo. Lo que se dice con el alma no se dice casi nunca de frente.
El desvío en música, la modulación (en sentido ontológico, no técnico-musical) puede ser un cambio de timbre, una inflexión imprevista del rubato, un trino que estalla donde no se esperaba, un acorde que se demora en resolver. En la composición, puede ser un recuerdo imprevisto, una modulación que evoca lo remoto, un gesto arcaico insertado en lo moderno. Así mismo me lo enseñó mi gran y genial maestro de composición. D. Salvador Chuliá. En todos los casos, el desvío es una resistencia a la literalidad en favor de la alegoresis, una forma de hospitalidad a lo inesperado.
El desvío es también el lugar del encuentro: porque lo que se encuentra sin haberlo buscado tiene un fulgor que lo calculado nunca posee.
Así, durante siglos, el músico era un ser total. Un cantor, un improvisador, un compositor, un ejecutante, un transmisor de símbolos, un pedagogo y, a menudo, también un danzante o un poeta. El músico sabía cantar y sabía escribir. Sabía improvisar una fuga o acompañar una danza. Sabía componer para la voz, para el instrumento, para el rito. Era una figura sapiencial y generalista, integrada en la vida común y orientada hacia lo eterno.
Hoy en cambio, el músico se ve obligado a toda esta triste especialización. El pianista no compone, el compositor no canta, el director no improvisa, el improvisador no escribe, el teórico no interpreta. Cada cual tiene su parcela, su nicho, como esas casas con jardín, todas iguales, de los suburbios adinerados de las ciudades estadounidenses. Se convierten así en técnicos del detalle, profesionales del fragmento. La música se convierte en un sistema de compartimentos estancos. De ahí la pérdida del hilo que une la práctica con el sentido.
Pero un arte sin sentido, sin orientación, sin verdad, es solo ciencia, técnica, historia, política, entretenimiento o ideología. Y por eso el músico contemporáneo (incluso el más dotado) está muchas veces desorientado. No sabe qué sentido tiene su arte. Porque el sentido no nace del dominio parcial de una técnica, sino de la visión de conjunto, panorámica, de la articulación entre gesto, símbolo, historia y alma.
El músico generalista (el que compone, improvisa, canta, escribe, escucha, interpreta y reflexiona) es cada vez más raro. Y sin embargo, es él quien guarda viva la antigua llama del arte como sabiduría. El arte no como expresión personal, ni como producción profesional, ni como lenguaje codificado, sino como medio de transmisión de lo invisible, como vía de acceso a lo eterno.
El aoidos homérico (el aedo), el cantor medieval, el trovador, el maestro de capilla, el griot africano, el cantor sefardí, el pandit de la India… Todos ellos eran figuras donde confluían música, palabra, gesto, saber, rito y memoria. No eran artistas en el sentido moderno, sino oficiantes del símbolo. Cantaban no solo lo bello, sino lo verdadero y lo necesario. Eran guardianes del alma colectiva, no servidores del mercado ni de la moda.
Hoy, esa figura ha desaparecido casi por completo. Y no por falta de talento, sino por desconexión estructural. Porque los espacios donde podría crecer un cantor sapiencial ya no existen: ni las escuelas lo permiten, ni los conservatorios lo fomentan, ni los circuitos lo valoran. El cantor sapiencial es visto como un anacronismo, como un excéntrico, como alguien que “no se ha especializado”.
Pero lo que ha desaparecido con él no es solo una figura histórica, sino una forma de estar en el mundo. Una forma de hacer música desde el alma, para el alma, con el alma. Una forma en que el canto no era un medio de promoción, sino una respuesta metafísica al misterio del ser. El canto como oración, como memoria, como ofrenda, como testimonio. Como palabra plena.
El conservatorio, hoy, por tanto, no forma cantores ni músicos generalistas. Forma intérpretes de repertorio. Y el repertorio se entiende como un canon externo, una lista cerrada de obras legitimadas por la historia, por los concursos, por la filología. La expresión “repertorio obligatorio” (tan común en exámenes y concursos) lo dice todo: se trata de reproducir un corpus heredado con corrección, con estilo, con información.
Pero el verdadero músico no tiene “repertorio”: tiene, como dije antes, un cancionero personal. Un cancionero que ha elegido, que ha interiorizado, que ha convertido en parte de su ser. Como hacía Cortot: “una pieza que toco hace años deja de ser una obra: se convierte en un trozo de mi alma”. O como el cantor tradicional, que no recitaba lo que estaba de moda, sino lo que su tribu, su pueblo o su alma necesitaban escuchar.
Por eso el gesto de formar un cancionero personal no es un capricho, sino un acto ontológico. Es elegir lo que uno canta, lo que uno recita, lo que uno reza. Lo que uno ofrece al mundo como sonido verdadero. Y este cancionero puede ser inmenso o mínimo, clásico o popular, propio o heredado, pero siempre debe ser interior, no impuesto. De otro modo, uno se convierte en un técnico del sonido. No en un músico en sentido pleno.
Y así, en la cultura actual, se ha impuesto la figura del músico como productor de contenidos, como “autor” en sentido jurídico, como “creador” en sentido mercantil. El músico, así, debe tener una carrera, un catálogo, una marca personal, un perfil atractivo, un proyecto financiable.
Pero el verdadero músico no produce, ni siquiera “crea” en el sentido moderno. Es un médium, un médium que recibe, que escucha, que da a luz algo que no ha nacido en su ego sino en un estrato más profundo del ser. Su tarea no es inventar, sino abrirse a lo que ya está ahí, esperando ser encarnado.
El músico como médium no dice “he compuesto esto”, sino “esto me ha sido dado”. No dice “yo interpreto esto”, sino “yo soy dicho por esta música”. No firma, no reclama propiedad, no busca originalidad. Como el chamán, el sacerdote o el mensajero de lo invisible, pone su cuerpo al servicio de una vibración que le trasciende.
En esa línea, el músico no es un “ejecutante”, ni un “técnico”, ni siquiera un “artista” en el sentido moderno. Es un testigo. Testigo de una epifanía del tono, de una manifestación sensible de lo que no puede ser dicho en palabras. Cuando suena una nota verdadera, cuando un acorde se deja oír en su verdad, cuando una melodía nace como si nadie la hubiera escrito nunca, entonces ocurre una revelación.
Y el músico es aquel que da testimonio de esa revelación. Como el profeta que ha oído la voz en el desierto. Como el amante extasiado que ha reconocido al otro en una mirada tras hacer el amor. Como el poeta que no escribe lo que piensa, sino lo que le es dictado por el ritmo del mundo. El músico es un testigo del misterio.
Frente al fetichismo sonoro, al análisis espectral, al formalismo, a la objetivación acústica, sueño por un retorno al tono. No al sonido como fenómeno físico, sino al tono como emanación del ser, como signatura anímica, como nube afectiva que envuelve y orienta la escucha. El tono es lo que hace que una nota no sea solo una frecuencia, sino un gesto, un susurro, un llamado, un aura.
El tono es lo que permite que el arte no sea técnica, ni estilo, ni identidad, sino acto de presencia del alma. Lo que hace que la música no se escuche, sino que se sienta, que duela, que ilumine. El tono es lo que canta. Es la voz invisible del mundo.
Y esa voz solo puede oírla quien ha afinado su oído interior. Por eso, no hay formación musical verdadera sin educación del alma, sin silencio, sin soledad, sin renuncia, sin belleza. Solo quien ha amado el silencio puede hablar en música sin mentir.
Una poética del tono no es una teoría ni una técnica, sino de nuevo, una ascesis, una forma de vida. Exige renunciar a la gloria, al mercado, a la moda, a la originalidad, a la historicidad. Exige perder, descender, callar, mirar lo que nadie mira. Escuchar lo que está más allá del ruido.
El tono no se impone: se encuentra. No se produce: se revela. Y quien ha oído de verdad un solo tono verdadero, en una cantilena medieval, en un coral de Bach, en un lied de Schubert, en un blues, en un fado, en una nana, en una nota sostenida por un niño que canta en la cocina, ya no puede olvidarlo. Porque en ese tono ha oído el centro del mundo.
Insisto: no se trata, en todo esto, de volver al pasado. No se trata de ser reaccionarios, ni de repudiar todo lo nuevo, ni de rechazar el presente. Se trata de habitar el presente con profundidad, sin entregarlo a la superficialidad técnica ni a la adoración de la historia como ídolo.
Se trata de fundar, en medio del ruido, espacios de resonancia, templos del oído, talleres de silencio. De restaurar el acto poético sin destruir el acto interpretativo. De volver a unir lo simbólico con lo sonoro, lo corporal con lo espiritual, lo técnico con lo ritual. De salvar el arte sin salvarse a uno mismo, es decir, ofreciéndose como canal para que algo mayor pueda volver a nacer.
No hay receta. No hay programa. Pero hay ejemplos. Hay vidas que lo encarnan. Hay músicas que lo muestran. Hay palabras que lo anuncian. En ese sentido, sueño con que este humilde ensayo sea una elegía por lo perdido, pero también una invocación de lo que aún puede nacer.
Lo que aquí se apela, de forma a la vez implícita y vehemente, es, al fin y al cabo, a una forma de educación musical anterior a la industrialización del arte, pero no desde la nostalgia de lo arcaico, sino desde la intuición de que hay algo esencial en el modo en que se transmitía el saber musical cuando aún no se confundía enseñanza con instrucción, ni explicación con conocimiento, ni formación con calibración. No es una llamada al pasado, sino una invocación de una presencia que ha sido desplazada por la lógica del rendimiento y la protocolización de la experiencia estética.
La clase de música, en este horizonte, es un lugar de presencia y no de discurso. El aprendiz no aprende porque se le explique algo, sino porque participa de un gesto encarnado, de una sonoridad transida de sentido, de una actitud musical que se transmite no por análisis, sino por irradiación. La emulación sustituye a la imitación, no por azar retórico, sino porque lo que se transmite no es la copia de un comportamiento, sino una forma de estar en la música, un modo de ser musical.
Se aprende por emulación, como por impregnación de un perfume invisible. La clase se convierte así en un espacio más cerca de la escena que del laboratorio: hay miradas, gestos, cadencias respiratorias, una economía del silencio, una dramaturgia del tiempo compartido. Lo que hay que aprender no se explica, se muestra. No se formula, se canta. No se verbaliza, se señala con el cuerpo entero. Casi como en los antiguos sistemas de quironomía, en los que la música se sugería con el movimiento de la mano antes de ser escrita.
Hoy, sin embargo, la palabra se ha adueñado del espacio de la enseñanza. Pero no la palabra poética, sino la palabra científica, pedagógica, evaluadora. Una palabra que cuantifica, etiqueta, instrumentaliza. No sería problema si esa palabra fuera imagen, signo, símbolo, evocación, pero es palabra-factum, palabra-fósil, palabra que ya no canta ni danza. Y así, lo que era una transmisión viva se convierte en una transferencia de datos. En vez de cantar un compás, se lo analiza. En vez de invocar un tempo, se mide. En vez de encarnar un fraseo, se segmenta.
Y si se utiliza el lenguaje (que debe usarse, sin duda, pues somos animales simbólicos) que sea un lenguaje alegórico, alusivo, abierto. Un poema de repente. Una alusión a la forma en que baja la luz al atardecer. No una explicación causal, no una cartografía literalista. Porque la música no se explica: se entra en ella. Y no como en una piscina de entrenamiento, sino como quien atraviesa un umbral.
Por eso es importante también desmontar ese otro mito pedagógico que ha colonizado la imaginación musical de los países periféricos: el de irse a estudiar afuera. El estudiante español, cuando se marcha a Berlín o París o Nueva York, no lo hace solo en busca de conocimiento, sino de una especie de consagración. Se va como quien va a una Jerusalén musical, esperando allí ser ungido, legitimado, santificado por alguna supuesta tradición verdadera. “Este ha estudiado con tal”, “este viene de tal escuela”, “ha estado con los grandes”. Como si se tratara de jamón de Jabugo, champán de Champagne, cristal de Bohemia. Es un ritual de validación, el único ritual que parecen admitir y no censurar.
Y el retorno desde el extranjero se presenta como una especie de descenso del Sinaí: ha sido bendecido, ha recibido la Ley. Ahora ya puede hablar ex cathedra sobre música. Es un experto en Chopin porque lo ha aprendido en Varsovia. Estudió en Viena, por lo tanto "domina los clásicos vieneses". Ya tiene “proyección internacional”, ese rótulo tan detestable como vacío, que parece implicar que el arte solo vale si ha sido homologado por los mercados de legitimación cultural transnacional. Pero ¿qué quiere decir “proyección”? ¿A qué apunta lo “internacional”? Antiguamente lo internacional era el gótico, el latín, el románico. Hoy, lo internacional es el mercado pletórico de bienes culturales, es el cosmopolitismo del algoritmo, la reputación medible, la visibilidad. Es decir: capitalismo cultural.
Y sin embargo, en cada país, incluyendo en el nuestro, por cierto, hay una tradición musical, riquísima, rebosante de universales, anegada de poesía musical. Pero como no está siempre homologada por los centros de poder simbólico, se la considera provinciana, local, subjetiva. Lo que debería ser el fundamento de toda creación (la memoria musical popular, los ritos de infancia, la lengua materna del canto) se convierte, en el mejor de los casos, en objeto de etno-musicología, en curiosidad antropológica. Lo que debería estar en la base, queda relegado a una decoración exótica.
Y en este contexto, ¿qué ocurre con la clase de música? Se convierte en un espacio de instrucción técnica. El contenido positivo ya no es el arte, sino la técnica: para el pianista, el enfoque Taubman; para el director, las proporciones de Celibidache; para el intérprete histórico, la última microtendencia en articulación barroca, o los últimos hallazgos del portamento en las sinfonías de Mahler. Todo se convierte en competencia, protocolo, método. La fecundación del arte por la palabra, la danza o el teatro, aquello que da sentido profundo al hacer musical, se pierde, y queda solo el hacer vacío, el fitness del sonido.
Y en este marco, aparece la figura del crítico. La crítica, que un día fue espacio intermedio entre la ciencia y la poética, entre la retórica y el arte, entre la hypotiposis y la ékfrasis, se ha convertido en un triste catálogo de observaciones externas. Ya no hay juicio poético, sino reseña burocrática. El crítico se ha hecho gourmet de intérpretes, no de obras. Como quien colecciona agudos o compara goles. Ya no necesita haber compuesto, ni cantado, ni siquiera abierto una partitura: le basta con haber escuchado grabaciones. Le gusta hablar de “versiones”. Tiene sus equipos favoritos: los de Callas o los de Tebaldi, como quien apoya al Barça o al Madrid.
Y por eso los críticos aman la cultura de la interpretación: porque ahí pueden medir, comparar, taxonomizar. Lo que se interpreta, se puede evaluar. Pero lo que se crea, lo que se compone, lo que se improvisa, lo que se canta desde dentro, les desborda por completo, en la mayoría de casos (no en todos). Porque eso exige otra forma de estar. Exige haberlo vivido. Exige haberlo ejercitado. Por eso la crítica actual casi nunca es poética, sino forense: ya no revive, sino que desolla. Ya no ilumina, sino que cataloga. Da partes. Y el artista, lejos de liberarse de su juicio, se somete a él, como un bobo esperando el sello que le otorgue existencia.
Y así, en lugar de un espacio de resonancia simbólica, la música se convierte en mercancía evaluada. Y la crítica, en instrumento gremial de consagración o castigo. El intérprete, como no compone, busca la legitimidad del disco. El crítico, como no crea, se convierte en administrador de reputaciones, traficante de influencias ("tienes mi medio a tu disposición", "págame y hazme la pelota y te haré publicidad positiva", etc). Y el público, convertido en consumidor de etiquetas, reproduce sin saberlo la lógica del mercado cultural. Una lógica que es incompatible con la libertad profunda que la música encarna: no una libertad abstracta, sino esa que permite no quedar atrapado en la propia contingencia.
Porque la música, cuando es verdadera, no se somete ni al mercado ni al gremio ni al curriculum. Brota de otro lugar. De un lugar donde aún hay sombra y misterio, donde el tono no ha sido colonizado por la retórica del algoritmo, donde aún se canta por necesidad, no por optimización. Y ese lugar, ese hueco fértil, ese claroscuro, es el que aún podemos cultivar, en la clase, en el ensayo, en el canto, en el silencio. Ese lugar donde la palabra aún puede ser símbolo, donde el gesto aún puede sugerir, donde el arte aún puede ser, sencillamente, vida.
Resumiendo y concluyendo, a lo que, en el fondo, estoy apelando, no es una nostalgia sino un reencuentro. No se trata de regresar, sino de reabrir. Una educación musical preindustrial, sí, pero no museística. Una educación que no se funda en el archivo, sino en la transmisión. Donde lo importante no es la explicación, sino la emulación. No la copia sino la cercanía. Sabiendo que por convivir, por estar, por compartir, ya se absorbe mucho. No por explicación lógica, sino por contagio cordial. No diré “ósmosis”, porque suena a biología y yo no quiero invocar las ciencias, sino otra cosa: ese tipo de saber que se filtra como la brisa por la rendija de una puerta entreabierta. Algo que se pega sin querer. Un aprendizaje que es respiración, compañía, sombra.
Porque hoy todo es explicación. La palabra lo invade todo. Pero no una palabra como símbolo, sino palabra como factum. Una palabra empírica, categórica, administrativa. Palabra más de laboratorio que de confesionario. Palabra que describe, que clasifica, que justifica, que compite. No palabra que canta, que evoca, que seduce, que canta. El aula se ha convertido en un lugar donde se habla demasiado, y se canta muy poco. Lo mismo el ensayo. Un lugar fonde el gesto ha desaparecido. El gesto, no el contacto. Porque no se puede tocar, ya lo sabemos. Pero aún se puede mirar. Y se puede gesticular. Y se puede cantar. Y se puede dirigir con la mano como los antiguos quirónomos. Toda clase debería ser un canto. Toda enseñanza, un arte del ritmo, del silencio, de la espera.
Usar el lenguaje, sí, pero con metáforas. Con poesía. Con tropos. Con misterios. Citando un verso al pasar, como se enciende una vela. No como hacen quienes creen ser "interdisciplinares" porque ponen un Monet mientras suena Debussy. Eso no es símbolo, es turismo cultural. Eso es una postal. El arte no se explica por proximidades cronológicas ni por coincidencias geográficas. Eso es para los gestores de exposiciones. Lo que yo propongo es una clase como microcosmos, como santuario, donde se canta, se escucha, se improvisa, se componen las cosas otra vez.
E insisto, todo esto, desmontando ese otro mito moderno: el de irse “fuera”. Ese rótulo tan español: "se ha ido a estudiar fuera". Como si fuera a ser bautizado en una nueva fe. Como si al volver pudiera decirse: "tiene proyección internacional" (o intergaláctica, como diría con sorna un gran amigo mío y genio musical). ¿Proyección hacia qué? ¿Hacia dónde? ¿Qué es lo internacional hoy sino una manera de estar homologado dentro del mercado de bienes y servicios culturales? ¿Qué es el cosmopolitismo cuando ya no hay cosmos sino algoritmo?
Como dije antes, en otros tiempos, lo internacional era lo universal. Era Roma. Era Bizancio. Era el canto gregoriano, el gótico, el latín, el hexámetro, el trazo de una miniatura, le geometría de Euclides, la música modal. Ahora es una estética de aeropuerto, un estilo sin sitio, una diplomacia del consenso. Y eso nos lo venden como progreso. Como éxito. Como calidad. Este pianista ha estudiado con tal maestro, en tal ciudad, en tal escuela. Como si dijeran: este jamón viene de Jabugo. Una lógica de denominación de origen, pero aplicada a las almas.
Claro, yo también me fui. También caí. También pensé que fuera estaba la dignidad. Pero si uno no lleva dentro ya la dignidad, ningún diploma la otorga. Tardé demasiado en darme cuenta. Y entonces, mientras en nuestro país, en nuestra tierra, los ríos de melodía se secan, mientras la poesía popular es considerada antropología de reserva, mientras el folclore se estudia como zoología exótica, la música académica se organiza en términos de últimas técnicas, últimos enfoques, últimas grabaciones. Y al intérprete se le exige ser una máquina impecable: con su biomecánica, su técnica Alexander, su último curso de gestión escénica, su filología sonora al día.
El contenido positivo del arte ha sido, así, evacuado. Ahora el músico es un técnico de sonido con sensibilidad. Un gestor de programas. Un artista interesante. Un manipulador de repertorios canónicos que reordena con picardía. Pero el canto, la forma, el ritmo interior, la poiesis… eso queda para otro siglo. Para los poetas muertos. Eso es "romántico", dicen...
Y luego está la crítica, como dije también antes. De nuevo, esa crítica que ya no es ni poética ni filosófica. Que ya no es ni descripción viva (hypotiposis) ni evocación (ékfrasis), sino contaduría ramplona. La hypotiposis era aquella forma de crítica que animaba con palabras lo inefable, que encendía la imagen con fuerza de presencia. La ékfrasis era aquella escritura que cantaba lo que describía, que sabía hacer visible lo invisible. Pero ahora la crítica es casi siempre comparativa. La crítica es culinaria. Tiene sus gourmets de la interpretación. Sus clubes privados de degustadores de agudos. Se mandan vídeos como quien comparte goles. Se celebran hazañas técnicas como quien colecciona trofeos. Hay una aristocracia del fetichismo interpretativo, de la grabación antigua, del legato de Furtwängler, del agudo de Callas.
Insisto: una crítica que no habla de las obras, porque hablar de las obras requiere sensibilidad filosófica, capacidad simbólica, oído interior. Hablan sobre todo de intérpretes. De "versiones". De "lecturas". De "hacer justicia al texto". De fidelidades al texto. Como si el texto fuera un molde y la música una moneda que debe salir idéntica. Como si el intérprete fuera culpable si no ha seguido al pie de la letra el grafismo del manuscrito. Esa es la crítica moderna: taxonómica, literalista, doxográfica. Habla desde fuera, desde el palco. Pero no entra en el juego. Son, no todos, pero muchos, como comentaristas de fútbol que jamás han tocado un balón.
Y luego están los intérpretes temerosos, temblando ante las críticas, pendientes de las redes a toda hora, escrutinizando sus likes, escribiendo a los críticos para que les traten bien. Llenos de pánico frívolo a un mal titular. Como si de eso dependiera su vida. Como si su arte se redujera a un press clipping. Y así se forma un ecosistema parasitario. Un sistema donde el crítico necesita al intérprete para brillar y el intérprete necesita al crítico para "ascender". Y mientras tanto, el poeta, el compositor, el que verdaderamente crea, queda desplazado, muerto.
Así, el intérprete ha usurpado el centro. El crítico lo ha convertido en tótem. El gestor lo ha convertido en producto. Y el público lo ha convertido en héroe mediático. Pero la poiesis ha quedado marginada. Y lo peor: el músico joven cree que ser artista es "lanzar una carrera". Con sus salidas. Esa palabra nefasta: salidas. Como si la música fuera una estación de metro. Como si el arte fuera un ascensor laboral. ¿Tiene salidas la música?, me preguntan los padres de alumnos. Pues no, les digo: la música no tiene salidas: tiene entradas. Tiene adentros. Me miran entre enfadados, indignados y atónitos.
Y entonces, ?qué les enseña usted en clase?, me preguntan. Y les digo con voz baja que la clase de piano no puede ser sólo una clase de dedos. Debe ser un espacio para el contrapunto, para la armonía, para la improvisación, para el canto, para la dirección. No dirección como dictado, sino como gesto. Como el antiguo arte de guiar el canto con la mano. La clase de música tiene que volver a ser un lugar donde las artes se fecundan unas a otras. Donde no se estudia historia para aprender fechas, sino para descubrir formas de eternidad. Donde el ensayo no sea glosa de glosa, sino acto poético. Donde el concierto no sea performance, sino acto litúrgico o dramático. Donde la palabra no sea explicación, sino símbolo.
Hay que devolver el poder a quienes hacen poiesis. A los que escriben, componen, improvisan, cantan, dirigen, piensan. No a los que administran, comparan, distribuyen, evalúan, organizan. Hay que volver a una cultura de lo original en el sentido griego: lo originario. Hay que devolver el canto a la música, y el misterio a la crítica. Hay que dejar de pensar la tradición como una cadena de homologaciones, y empezar a verla como una red viva, palpitante, donde la verdad no es factual, sino simbólica.
Porque si no, seguiremos viviendo en una cultura glosadora. Una cultura que ya no canta, que ya no compone, que ya no se arriesga. Una cultura que sólo comenta. Y los comentaristas, como los tertulianos, siempre están seguros de lo que dicen, pero no lo han vivido. Son seguros, pero están medio muertos...
Codetta Poética (no un poema)
He vivido años bajo la forma de un nombre: pianista.
Un nombre brillante como una concha vacía.
Un rótulo. Una palabra que gira en los carteles,
en las notas de prensa, en los contratos.
Pianista. Virtuoso. Internacional.
Como si la música fuera un pasaporte.
Pero yo no empecé así.
Empecé como empiezan los niños:
desbordado de asombro,
con la música como herencia espiritual,
como algo que se canta antes de que se piense,
como algo que se toca antes de que se ejecute.
En mí, convivían la poesía y el teclado,
la necesidad de nombrar lo que aún no tenía nombre,
el deseo de que cada nota
fuera una grieta por la que respirara el alma.
Entonces llegaron los otros nombres.
Las especialidades.
El piano clásico.
No música, no vida, no poiesis,
sino técnica y repertorio, currículum y medallas.
Como si a un pájaro se le enseñara a volar
dándole clases de aerodinámica.
Me formé así: segmentado,
disecado por la lógica de la eficiencia.
Y empecé a obsesionarme con lo que faltaba:
los conciertos que no llegaban,
las agencias que no me acogían,
los sellos que no me grababan,
los concursos que otros ganaban.
Un alma convertida en escaparate.
Una música medida por la cantidad de aplausos.
Un alma pendiente del algoritmo.
Y entonces enfermé.
No en el cuerpo, sino en la raíz.
Me volví un técnico de la interpretación.
Estudiaba biomecánica,
como quien busca en el esqueleto la prueba del alma.
Creía en la historia como único Dios,
como un marxismo sin fe,
como un archivo sin presente.
Había perdido el acto poético singular.
Pero el espíritu no se deja enterrar tan fácilmente.
Empezó a brotar de nuevo,
en forma de preguntas filosóficas,
de amor por la lógica y la metáfora,
de una sed de totalidad.
Y así regresé,
pero ya no como quien vuelve a su casa,
sino como quien descubre
que la casa era el camino mismo.
No quiero ser ya solo un ejecutante,
ni un intérprete glosante,
ni un viajero con jet lag del alma.
Quiero cantar, improvisar, enseñar, componer,
dirigir un coro de niños,
escribir una ópera que sea también un poema,
tocar un raga o una chacona o un lamento sefardí,
y volver a la sonata como quien entra en un templo
sin olvidarse del polvo del camino.
Quiero enseñar a quienes aún no han sido domesticados
por la falsa seriedad del mercado,
ni por el horror de las salidas profesionales.
Quiero una clase de música
donde se cante antes de analizar,
donde se improvise antes de corregir,
donde se fecunde antes de medir.
Una clase donde vuelva el logos encarnado.
Una pedagogía de lo invisible.
Y no sé hacia dónde me lleva esta mutación.
Tal vez desapareceré sin hacer ruido,
como el río Guadiana,
como un fade out que se retira a la entraña.
Seguiré dando conciertos —sí—,
pero como un rapsoda o un cuenta-cuentos,
no como una figura del mercado.
No más estrella, sino testigo.
No más programado, sino presente.
Quizá un día funda una orquesta,
o dirija un colegio donde la música sea alma,
o me aleje de todo esto para poder amarlo de nuevo.
Lo ignoro. Pero sé que lo anterior ya no funciona.
Ha muerto. Lo digo aquí en voz baja,
para que quien escuche no tenga miedo.
A veces, alguien me escribe:
“Lo que dijiste me hizo sentir menos solo”.
Eso basta. Una pequeña llama.
Un símbolo.
Un símbolo es suficiente para volver a empezar.
Porque ser músico no es ser un ejecutante especializado,
ni un estandarte de la técnica,
ni un objeto decorativo de festivales.
Ser músico es ser un artífice de realidades invisibles,
un fecundador de lo que aún no ha sido dicho,
un testigo de los universales en el barro de lo concreto.
Ser músico es, todavía,
y más que nunca,
una forma del amor.
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