... defensa razonada de la música española ...
Defensa Razonada
de la
Música Española
La Europa oficial ha construido su relato historiográfico-musical del mismo modo que levantó sus catedrales, como no podía ser de otra manera: erigiendo jerarquías, marcando ejes de prestigio y condenando al margen cuanto no encaja en su canon de racionalidad sonora. En esa cartografía, España ha sido durante siglos, para muchos europeos y para muchos españoles también, un territorio de sombra, una nota al pie, un eco "folklórico" apenas tolerado, cuando no directamente denostado.
La presente reflexión nace de un impulso: revisar ese relato, descomponer sus ficciones y rescatar, no desde la nostalgia sino desde una ontología crítica, las verdades profundas que la música española y su tradición encierra y que la historiografía dominante, la que todavía se enseña, por desgracia, en nuestros conservatorios, ha oscurecido.
En los manuales de historia de la música, suele repetirse, casi como un reflejo inconsciente, la idea de que España llegó tarde a ciertos "consensos estéticos" europeos. Que su música, especialmente la instrumental, quedó "desfasada" respecto al supuesto "progreso" técnico, de "sofisticación" armónica y tonal que, desde el Renacimiento tardío y el Barroco, fue urdiendo la trama sonora de Europa Central. En todo esto, el caso particular del modo eclesiástico llamado tritus plagal (Modo/Tono IV), transfigurado en lo que hoy entendemos como modo mayor diatónico (modo jónico), es paradigmático: en el resto del continente, dicho modo se convierte no solo en un armazón normativo sonoro, sino en la gramática cultural misma, asociada a las ideas de claridad, a la simetría y al “orden natural” del "sonido". En España, sin embargo y curiosamente, y en otros territorios afines, ese modo nunca llegó a implantarse verdaderamente con la misma fuerza ni con la misma pretensión de universalidad que en el resto de Europa.
Esta "narrativa", repetida frecuentemente con cierto aire tácito de superioridad por los cronistas anglosajones, austríacos, alemanes y por sus epígonos locales, en realidad no resiste un análisis profundo. Porque no es que España llegara tarde; no. Es que España, durante siglos, simplemente caminó por un sendero distinto, ni mejor ni peor, sino enraizado en una concepción del mundo, del saber y del arte radicalmente alegórica, simbólica, fronteriza, contraria a la literalidad, literalidad que progresivamente se apoderó del pensamiento europeo tras la Reforma y la Ilustración.
La música española, desde su mismo nacimiento, se sitúa en una especie de espacio de frontera, tanto geográfica como musical. Es el resultado de la superposición de sustratos modales "arcaicos" (dórico, frigio, lidio, mixolidio) con una impronta profunda de lo griego, lo fenicio, lo cartaginés, lo romano, lo visigótico, lo hispano-árabe, lo sefardí, lo bizantino; en suma, lo mediterráneo. De ahí la persistencia de giros modales, de escalas semitonales y microtonales, de ornamentaciones melismáticas que diluyen el equívoco concepto centroeuropeo de “centro tonal claro” (aquí usan ellos "tonal" en el sentido de "tonalidad", no de "tono"). España no es un territorio estéticamente homogéneo: es un archipiélago sonoro, donde lo andaluz se funde con lo medieval, lo oriental con lo litúrgico, lo popular con lo cortesano, y así ad infinitum.
Ahora bien, asumir esa desviación como un signo de atraso es, además de históricamente inexacto, conceptualmente miope. La resistencia española al diatonismo mayor/menor no es síntoma de ninguna incapacidad, sino de fidelidad estética, filosófica y cultural a una concepción del arte que se niega a reducirse a lo categorial, que desconfía de la literalidad y que, por tanto, se enraíza en lo alegórico, lo oral y lo simbólico: es decir, en lo popular y en lo eclesiástico.
Pero sin embargo, el relato dominante sobre la historia cultural de España insiste, una y otra vez, en una misma letanía: que llegamos tarde (por cierto, digo yo, frente a la "puntualidad germana"?). Tarde a la ciencia moderna, tarde al humanismo, tarde al Renacimiento, tarde a la Reforma, tarde a la Ilustración, tarde a la Modernidad, tarde a la música instrumental autónoma, tarde a la "democracia". Tarde, tarde, tarde. Y, por supuesto, llegamos igualmente tarde, insistimos, al "triunfo" europeo del tritus plagal, claro está; supuestamente tarde a esa transfiguración sonora que, desde el Renacimiento tardío, acabó cristalizando en el modo mayor, verdadero esqueleto tonal (de "tono") sobre el que se levantó la gramática musical de Europa Central.
En este sentido, la figura del campanudo vienés Eduard Hanslick, una suerte de sommelier del gusto burgués y ontólogo de sobremesa, se yergue aquí como símbolo de esa estrecha mirada hegemónica que, desde Viena y Berlín, dictaminó qué culturas musicales merecían figurar en la historia de la música “seria” y cuáles quedarían relegadas al folklore o la anécdota. Su sentencia sobre España en 1891 es tan brutal como reveladora: “Ninguna sociedad civilizada ha dado menos hitos a la Historia de la Música que la sociedad hispánica”. Esto no es ni mucho menos un juicio aislado, sino un verdadero síntoma de un paradigma que asocia "excelencia" musical al sinfonismo, al cuarteto, a la abstracción instrumental ("pura", "absoluta") heredada de la Ilustración y de la Reforma germánica. François-Joseph Fétis, con su invención del concepto moderno de “tonalidad” como categoría absoluta y cerrada, remata ese esquema: lo que no se alinea con el sistema mayor-menor, lo que persiste en los modos antiguos, en la música sacra o popular, queda fuera del canon: es solo, según ellos, proto-música. Es decir, lo que el alquimista Paracelso es hoy a la "química moderna".
La consiguiente y famosa carta abierta de Felipe Pedrell a Hanslick (más conocido hoy por sus diatribas contra lo simbólico que por su oído para lo inefable), tras leer sus imprudentes declaraciones del vienés sobre España, una carta abierta de obligadísima lectura para cualquier músico español, emerge aquí como un documento de resistencia intelectual y artística de primer orden. En ella, Pedrell no solo rebate con audacia y con precisión histórica y estética las afirmaciones de Hanslick sobre la música y sobre España, sino que además desvela el profundo e ingenuo desconocimiento, voluntario o negligente, de casi la totalidad de los musicólogos centroeuropeos sobre la tradición musical española. El texto de Pedrell no es solo una defensa de la música española; es también una sutil pero muy ajustada acusación contra la superficialidad historiográfica, la ignorancia de las fuentes primarias y sobre todo del desprecio por lo sacro, lo teatral y lo popular como categorías musicales legítimas. Pedrell, con erudición y un tono que oscila entre la ironía, la indignación y la lucidez pedagógica, enumera los nombres de Victoria, Cabanilles, Guerrero, Cabezón, Morales, Lobo, Narváez, Soler, Escobedo, Peñalosa, Anchorena, Sepúlveda, Eximeno y tantos otros, demostrando que la música española, lejos de ser “antimusical” o “inferior”, ha sido cuna de un pensamiento musical original y profundo, especialmente en lo religioso y en lo popular.
Así, figuras como la de Pedrell, que tanto debiéramos reivindicar hoy, encarnan el ejemplo de una resistencia lúcida a toda esa ideología, en el fondo, negrolegendaria. Pedrell, lejos de ser un mero compositor o teórico, representa al músico-filósofo, al generalista, al fundidor de tradición e innovación. Para él, reivindicar a Victoria, Escobedo o Peñalosa no es arqueología: es un acto ontológico, un gesto de rescate de una musicalidad profunda que la modernidad ha intentado silenciar.
Pero la clave de la carta de Pedrell a Hanslick reside en su dimensión filosófica: Pedrell denuncia que esa marginación de lo hispano no es simplemente fruto de la ignorancia, sino de un activo sesgo ideológico que reduce la música al sinfonismo y a la noción absolutista, Fétisiana, de la "tonalidad". Y por tanto, lo que no encaja en ese molde, lo que nace de la voz, de lo modal, de lo sacro, de lo teatral o de lo popular, es deliberadamente excluido.
En su carta, Pedrell desenmascara el espejismo de los “teóricos modernos” y los historiadores de “segunda mano” que, sin conocer las fuentes ni sumergirse en la materia viva de la música española, dictan sentencias desde la comodidad de sus despachos centroeuropeos. Cita, además, con ironía a Eximeno, Lampillas y otros teóricos españoles pre-wagnerianos, mostrando cómo, mucho antes que Gluck, Wagner o los tratadistas alemanes, ya los músicos y pensadores españoles elaboraban intuiciones estéticas llamadas entonces de "vanguardia". Este espíritu generalista, que rehúye la especialización reduccionista y abraza la música en su complexidad (teórica, histórica, poética, filosófica, espiritual) explica por qué España ha cultivado, más que la sinfonía o el cuarteto, una tradición de músicos que son, simultáneamente, compositores, intérpretes, profesores, escritores, poetas, teóricos, improvisadores y, sobre todo, hombres de cultura y reflexión (Ramos de Pareja, Eximeno, Pedrell y otros miles más; la lista sería interminable...).
El debate, por tanto, sobre los modos eclesiásticos y su transformación en el sistema tonal moderno no es un mero "asunto técnico", sino político y filosófico. Ontológico. El modo jónico, el tritus plagal en su genealogía antigua, se convierte, por su simetría (es casi más que un modo, ya una serie) y por su facilidad de asimilación, en el embrión del modo mayor. Pero no es una simple evolución neutral: es un acto de hegemonía cultural. El diatonismo mayor-menor, que se impone como paradigma universal desde el clasicismo vienés, no surge de un proceso natural, sino de un entramado de poder: la corte, la Ilustración, la racionalidad moderna lo favorecen como música de la estabilidad, de la claridad, de la “civilización”.
Los otros modos (protus, deuterus, tetrardus…) se relegan a exotismos, a modulaciones pasajeras, a reminiscencias arcaicas o arcaizantes. No es baladí, pues, que el tritus plagal, en su versión "mayorizada" diatónica, se asociara históricamente a la música cortesana, al ideal sonoro de las cancillerías, de los palacios, de las academias: un modo que representa, in nuce, el orden, la simetría, la racionalización sonora, el reflejo musical de la estructura política centralizada y de la claridad ilustrada. Frente a él, los otros modos (el protus, el deuterus, el frigio andaluz, los híbridos populares) persistieron en los márgenes, en las solitarias catedrales, en los villancicos, en los fandangos, en las saetas, en la música popular y en la liturgia. España prefirió, al menos en lo profundo, seguir cantando desde exactamente esos "márgenes", desde la frontera sonora.
Y es desde aquí cómo, creo yo, se entiende, por qué, instrumentos como el piano, la cuerda o la orquesta sinfónica, auténticos emblemas sonoros de ese diatonismo ilustrado, encontraron un terreno muchísimo menos fértil en España. La voz, en cambio, ligada a lo popular, a lo sacro y a lo teatral, nunca perdió su centralidad en nuestro país. Las bandas de viento metal, herederas directísimas de los ministriles catedralicios y de tradición mediterránea, fueron, y son, junto con el canto, el verdadero cuerpo sonoro de la España musical. Incluso el órgano, en su alianza con lo sacro y lo modal, sobrevivió en España donde el piano, con su armazón temperado y diatónico, luchó por arraigar.
Cuando, por imperativo histórico, España se vio obligada a homologarse musicalmente con Europa, produjo, sí, por supuesto, grandes pianistas, violinistas y orquestas. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero incluso en esos logros resuena una extrañeza, una cierta tensión cultural, como si el lenguaje instrumental puro fuera siempre, en el fondo, un lenguaje ajeno, adaptado en España medio a regañadientes. El fracaso relativo del piano o de la cuerda en España responde, pues, precisamente a esa resistencia. El piano, instrumento temperado, silábico y diatónico por excelencia, verdadero símbolo sonoro de la Ilustración, el tablero, la interfaz desde la cual se despliega la "archiprestigiosa" forma sonata, choca frontalmente con lo modal, con lo melismático, con la polimodalidad, con la declamación poética, con el canto, con el microtonalismo intuitivo y la textura coral de la tradición hispánica. La cuerda, con su herencia aristocrática y centroeuropea, no enraíza con la herencia mediterránea de vientos, percusión y canto popular. Solo la voz, ese vehículo ancestral de la palabra, del símbolo y del rito, se mantiene en el centro.
Lo que subyace, entonces, en todo este debate, es un conflicto mucho más profundo: ¿qué es la música? Para Hanslick y su estela, una auténtica cofradía de "oídos escudriñadores" (oh, audición estructural!) que va desde Riemann hasta Schenker, pasando por Celebidache, Ansermet, Hindemith y otros "fenomenólogos" de la música absoluta, la música es un "fenómeno" autosuficiente, formal, cerrado; una estructura lógica cuyos hitos se miden en función de su abstracción y complejidad armónica. Lo visceral, lo mítico, lo simbólico, todo aquello que suda, sangra, canta o duela, era, para ellos, una especie de "asunto menor", propio, supongo, de "pueblos sin metrónomo". Lo serio empezaba donde la música dejaba de mirar al cuerpo. Y así, con el ceño fruncido, juzgaban desde sus divanes vieneses o berlineses lo que el resto del mundo osaba llamar emoción.
Para la tradición hispánica, en cambio, la música está imbricada en lo litúrgico, lo teatral, lo cotidiano. No se limita a la "sala de conciertos" ni se encierra en la partitura. La música es evocación, canto, rito, presencia. Su "excelencia" no se mide por su adecuación a un canon sinfónico germánico, sino por su capacidad de resonar en la vida común, en la memoria colectiva, en la experiencia espiritual. Por eso, cuando se intenta medir la producción musical española con las métricas del sinfonismo centroeuropeo, la cuerda o la música absoluta, el resultado es, claro, un déficit artificial. El verdadero tesoro está en los espacios donde la voz, la melodía modal, lo sacro y lo popular se entrelazan, generando una musicalidad que no aspira a ser universal en el sentido cartesiano, sino que es profundamente humana y encarnada, y solo desde ahí, también universal, incluso a veces, mucho más. Claro que para algunos, lo verdaderamente universal empieza justo, justo, justo, cuando desaparece lo humano. Y así les va: buscando la esencia de la música donde ya no hay canto, ni cuerpo, ni mundo, pero eso sí, con la conciencia muy tranquila...
Aceptar esta ontología implica repensar los criterios de rescate y valorización del repertorio musical español. La obsesión por encontrar “equivalentes” españoles a Haydn, Mozart o Beethoven, en los Brunetti o Boccherini, por ejemplo, revela una subordinación conceptual. La verdadera excelencia hispánica no está ahí, sino en los motetes de Victoria, en las polifonías de Escobedo, en el folclore modal, en la zarzuela, en el teatro musical, en los ecos populares que incluso en el siglo XX conectaron a España con Rusia (piénsese en la afinidad espontánea entre las bandas valencianas y la música de Tchaikovsky, Mussorgsky o Borodin).
Como Pedrell tan bien comprendió, rescatar no es solo programar conciertos o editar partituras: es recuperar una filosofía sonora, una manera de estar en el mundo a través de la música. Y eso implica desmontar la jerarquía que, desde el siglo XIX, ha situado el sinfonismo, la cuerda y la música instrumental pura, absoluta, en la cima, relegando lo vocal, lo popular y lo litúrgico a la periferia.
La idea, entonces, de “música absoluta”, esa utopía sonora que pretende aislar la música de todo contenido "extramusical", reduciéndola a pura forma, es, en última instancia, una ficción ideológica. Su hegemonía austro-germana se construyó sobre la marginación de otras formas de musicalidad, como precisamente la hispánica, incapaz, y quizá felizmente incapaz, de encajar en esos moldes. Rescatar la música española histórica no es un acto de nostalgia ni de revancha; es un gesto de justicia ontológica. Es reconocer que la historia de la música europea no se agota en Viena, Leipzig o París. Que en las penumbras de lo sacro, en los matices de lo popular, en los modos que la modernidad quiso olvidar, subsiste otra manera de pensar, sentir y habitar el sonido. Y acaso, en tiempos de crisis de los grandes relatos y de agotamiento del canon, esa otra manera no sea un vestigio, sino un porvenir. Claro que, para quienes confunden lo universal con lo que cabe entre Bach y Brahms, todo lo que respira tierra, cuerpo o rito seguirá pareciéndoles una "anomalía folclórica". A fin de cuentas, es fácil confundir el mapa con el mundo cuando el mapa lo dibujaste tú. Para ciertos sacerdotes del templo instrumental absoluto, todo lo que no suene a su liturgia de formas puras será arrojado fuera, al crujir de dientes del “folklore”. Pero en los márgenes, donde el canto todavía lleva barro en los pies y luz en la frente, acaso se esté siempre, y más hoy que nunca, gestando un éxodo sonoro: no hacia el canon, sino más allá de él...
Ahora, todo este debate sobre la ontología musical española, sobre su resistencia al diatonismo normativo y su afinidad profunda con lo sacro, lo popular y lo teatral, adquiere una dimensión aún más compleja si incorporamos un fenómeno histórico y simbólico que en España tuvo una recepción tan intensa como incomprendida: el wagnerismo.
A simple vista, podría parecer paradójico que España, tan ajena al sinfonismo absoluto, tan reacia al canon centroeuropeo del cuarteto o la música instrumental pura, abrazase con tal fervor a Wagner. Pero precisamente en esa aparente contradicción reside una verdad ontológica profunda. Wagner, muy lejos en realidad de ser el prototipo del músico alemán racionalista (es, de hecho, todo lo contrario), fue, en realidad, un heredero radical de la tradición alegórica y teatral que España había y ha cultivado durante siglos. Su concepto de Gesamtkunstwerk, tan mal traducido y peor entendido como “obra de arte total”, no alude, como algunos reduccionismos académicos han sostenido, a una simple “mezcla” o “fusión” de artes. Esa idea de "mezcla" (lo interdisciplinar, lo multimedia, el eclecticismo) la odiaba Wagner con fervor, igual que la detestaba Platón. Lo que Wagner propugnaba es algo mucho más sutil y radical: la intercategoricidad (la intercategoricidad holemática, que dirían Vicente Chulià y Ekaitz Ruiz de Vergara), es decir, la fecundación recíproca entre las artes, no su fusión, confusión ni su dilución.
Una catedral, como bien comprendieron tan intuitivamente Nietzsche y los simbolistas franceses, entre otros, es un perfecto antecedente wagneriano de esto. No es un “collage” de arquitectura, escultura, pintura, música, teatro, palabra, poesía y luz. No. Es un espacio poietico donde cada uno de esos artes fecunda a los otros, generando un todo alegórico, simbólico, inescindible.
En ese sentido, España, con su tradición catedralicia, con su teatro popular, con su liturgia cargada de dramatismo y poesía, era, en el fondo, wagneriana mucho antes que Wagner. Por eso Pedrell, católico, teórico, filósofo y músico generalista, fue un wagneriano absoluto. No por admiración exógena hacia Alemania, sino porque en Wagner reconoció, escondido bajo las capas de germanismo, un eco profundo de la tradición española: la importancia del canto popular como sustancia musical originaria; la centralidad del teatro como forma estética que encarna y no simplemente representa en abstracción; la resistencia al concepto mutilante de “música absoluta”; la defensa de la alegóresis frente al racionalismo reductivo de la literalidad autogórica, etc...
Aquí emerge, con toda su fuerza, la diferencia estructural entre el mundo protestante centroeuropeo y la tradición católica y popular mediterránea, con España como epicentro. Mientras que el luteranismo, con sus famosas “solas”, sola fide, sola scriptura, sola gratia, genera un horizonte de separación entre Dios y lo humano, entre lo divino y lo sensible, la tradición católica hispánica insiste, como en el teatro barroco o en las procesiones populares de Semana Santa, en la encarnación sangrante y sudorosa de lo divino en lo humano.
No se trata de una abstracción cosmista que eleva el espíritu fuera del mundo, sino de una liturgia dramática que funde cielo y tierra. La Reforma protestante, presentada como revolución, fue en realidad, en lo simbólico al menos, un retorno: un giro reaccionario hacia lo literal, hacia lo unívoco, hacia la reducción de los signos a su lectura autogórica. Del mismo modo, en ciertos sentidos, la Ilustración europea, más que progreso, fue en muchos casos una prolongación de esa literalización: la exaltación de lo categorial, lo autónomo (lo que se da a sí mismo su propia causa), lo cuantificable, lo instrumental, en detrimento de la hypónoia, de la alegoresis, del símbolo, de lo polisémico, de lo polivalente, de lo ambiguo y poroso, tan íntimamente hispanos.
En música, esto se traduce de forma evidente. La música instrumental pura, el sinfonismo autónomo, la idea del cuarteto de cuerda como sublime cima de la racionalidad sonora, son, al menos en parte, frutos de esa escisión protestante. Y son, en el fondo, ejercicios espirituales muy a menudo desprovistos de cuerpo, de teatro, de carne. Por el contrario, la música española, sea en su versión litúrgica, teatral o popular, se niega rotundamente a esa amputación. Insiste tercamente en el símbolo, en la metáfora, en el drama, en el sudor, en la sangre, en el pueblo. Es música encarnada, NO música abstracta. Por eso, cuando se afirma que España “llegó tarde” al sinfonismo, a la cuerda, al piano o a la vanguardia centroeuropea, se perpetúa un falso diagnóstico. No es retraso: es resistencia ontológica. La tradición litúrgica, teatral y popular española no es un estadio "inferior" que hay que "superar", sino un parapeto cultural que protegió, durante siglos, a la música hispánica de la cosificación racionalista que colonizó gran parte de Europa. Porque cuando el relato hegemónico decreta que hay una sola vía al progreso, y que esa vía pasa, inevitablemente, por Viena, todo lo que no marcha en dirección al Musikverein parece extraviado. Pero a veces, lo verdaderamente emancipador es no subir al tren… sobre todo cuando el destino es la deshumanización con pasaporte ilustrado...
Lo que en Alemania se llamó "progreso", por tanto, en España se percibió, consciente o inconscientemente, como amputación. De ahí que el intento de homologación forzada, buscar en el siglo XVIII y XIX equivalentes españoles a Haydn o Beethoven, o intentar injertar en el siglo XX vanguardias cosmistas tipo Stockhausen, Boulez o Lachenmann, haya generado siempre tensiones, dislocaciones o, directamente, fracasos. En el fondo, este complejo de homologación con Europa es la herencia psíquica no resuelta del pasado imperial español. España, que en su Siglo de Oro marcó la pauta espiritual, artística y musical del continente, al perder su hegemonía política se sumió en un ciclo de autonegación. La leyenda negra, construida precisamente desde el corazón del protestantismo europeo, fue interiorizada por los propios españoles, que empezaron a desconfiar de su tradición y a venerar acríticamente los modelos extranjeros. Y así hasta el día de hoy. Como si la "redención estética" solo pudiera venir de Leipzig, Viena, Berlín, o Darmstadt, y no de Guadalupe, Montserrat o una plaza andaluza al caer la tarde. Como si el perdón por nuestros supuestos "pecados históricos" solo pudiera adquirirse en forma de partitura dodecatónica o tratado de forma sonata. Al final, hemos cambiado la cruz por el diapasón y el metrónomo, el canto llano por el serialismo… y a Calderón por un volumen de análisis musical en alemán, eso sí, en edición crítica. Sacrificamos no ya el cuerpo, sino el alma entera, convencidos de que la modernidad exige penitencia formal. Cambiamos los autos sacramentales por la Neue Musik, la plegaria por la segmentación estructural, la zarza ardiente por un oscilador. Y sin embargo, bajo el polvo de los archivos y el olvido de los teatros, sigue palpitando una música de sombra y carne, hecha de incienso, sangre, fiesta, amor, dolor y misterio. No pide homologación: pide escucha. Y tal vez sea esa voz subterránea la que anuncie algún día el retorno de lo real...
De todo esto viene, supongo, entonces, ese anhelo obsesivo por homologarse a Europa, a lo "internacional", de la España moderna: en sinfonismo, en orquestas, en cuartetos, en pianistas, en violinistas, en vanguardias, en festivales… Pero toda esa importación masiva ignora que, en el plano profundo, España ya había trazado un camino alternativo, anterior incluso al clasicismo germánico. Desde los ministriles catedralicios y las bandas populares hasta el teatro áureo y la zarzuela, España cultivó una música dramatúrgica, simbólica, encarnada, ajena a la pura abstracción. No es casual que Wagner fascinara a los españoles, ni que Nietzsche, otro crítico radical del racionalismo alemán, identificara en la tragedia griega y en la música dramática un antídoto contra la música abstracta y absolutista. España, con su tradición trágica, con su teatro religioso, con su carnaval barroco y su folklore modal, encarna precisamente ese linaje. Pero aquí seguimos: empeñados en alcanzar lo que ya habíamos fundado, en importar lo que aquí nació con otro nombre y con más alma. A estas alturas, resulta casi enternecedor ver cómo el país de Calderón, de Victoria, de la Sibil·la, se esfuerza por parecerse a lo que Europa fue… mientras olvida lo que España todavía podría ser...
Y es por todo esto que el wagnerismo español no fue un epifenómeno importado, sino una reactivación de un sustrato profundo: la alegóresis, la música encarnada, la fusión del rito y la poesía. Pedrell, al formar a toda una generación de compositores como Albéniz, Falla, Granados, Turina o Mompou, no hizo otra cosa que catalizar esa tradición. Y Wagner, al insistir en el canto popular como cimiento, en el teatro y la tragedia como forma total, en el drama como alegoría, simplemente dio a España un espejo en el que reconocerse.
Hoy, en un mundo donde la homologación cultural se presenta como sinónimo de modernidad, defender esta tradición española no es un acto de nostalgia, sino de verdadera lucidez ontológica. Reivindicar la música encarnada frente a la música absoluta, la inmediatez frente a lo mediato, la intercategoricidad frente a la especialización mutilante, la alegóresis frente al formalismo literalista, no es ir contra Europa, sino recordarle a Europa que, en el fondo, su propio mito fundador está inscrito en la tragedia griega, en la catedral gótica, en la poesía popular, en la voz que canta y cuenta. España, con sus contradicciones y complejos, sigue siendo heredera de ese linaje. El desafío no es homologarse a Europa, sino reconciliarse con su propia diferencia. Porque, en el plano profundo, esa diferencia es también el futuro de Europa.
Esta singularidad hispana se manifiesta de manera palmaria en la música sacra, donde el modo deuterus, también en su versión híbrida y andaluzada, sobrevive como signo identitario. Pero también en la música popular, saetas, fandangos, soleares, y, de forma consciente y reivindicativa, también en la "música culta" de Albéniz, Granados, Mompou, Falla o Turina. No es casualidad que, frente al "progreso técnico y formal" del centro de Europa, España conserve, incluso en su modernidad musical, la ambigüedad, la porosidad, la polisemia, la aspereza, el aire modal. No se trata de un retraso, sino de una otra modernidad, de una fidelidad a una concepción de la música que se niega a ceder ante la hegemonía de la literalidad sonora.
Y en definitiva, toda esta resistencia hispana no se puede comprender al margen de un fenómeno más amplio que ya hemos mencionado antes: la reacción literalista que supuso la Reforma protestante y, con ella, la Ilustración, en su vertiente más reductiva. Ambas, lejos de ser rupturas hacia el porvenir, representan muchas veces en lo profundo un retorno a lo literal, un rechazo de la alegóresis, de la interpretación simbólica que viene de la hypónoia platónica, es decir, del sentido profundo, velado y polisémico de las cosas y de las palabras. La Ilustración, en su versión estrechamente racionalista, no solo racionaliza el arte, sino que muchas veces lo empobrece: eleva a norma lo categorial, lo cuantificable, lo instrumental, en detrimento del melos, del canto, de la palabra entonada, del símbolo sonoro.
España, a su modo, se resiste a esa operación. Y lo hace como también lo hicieron, en otro plano, ciertas regiones del Este de Europa: Rumanía, Rusia, Bulgaria, la antigua Yugoslavia, los Balcanes. No es casual que la música rusa, balcánica (o también la de Enescu, Bartók, Janáček, Szymanowski, etc) resuene con una familiaridad verdaderamente sorprendente en el oído mediterráneo. Precisamente porque allí también pervive la música como herencia popular, como canto ritual, como portadora de significado simbólico, y no como mera estructura formal abstracta.
En este contexto, figuras como Liszt, Wagner o Pedrell encarnan, cada uno a su modo, una reacción consciente frente al empobrecimiento literalista. No es baladí que Pedrell, al igual que Liszt y Wagner, considere a Palestrina mucho más que un vestigio arcaico: lo ve como una piedra fundacional, un símbolo de resistencia de una música que, antes que técnica, es canto, es palabra, es símbolo. El neocecilianismo que en España protagonizan músicos como Hilarión Eslava o en Italia Lorenzo Perosi, fue también un intento de evitar que la música se convirtiera en un arte puramente mecánico, desarraigado de su dimensión comunitaria y simbólica tras los cambios epocales de la Revolución Francesa.
Hoy, sin embargo, la hegemonía del instrumentalismo abstracto, heredera directa de la Ilustración literalista, domina por completo y totalmente los currículos educativos de los conservatorios y el mercado público del gremio de la hoy llamada "música clásica". Se forma a músicos "técnicamente eficaces", "histórica y estilísticamente informados", pero absolutamente incapaces de cantar, de entonar, de memorizar un poema o una canción. Se ha expulsado así, progresivamente, el melos de la enseñanza, y con él, la posibilidad de que la música vuelva a ser, como advirtiera Platón, un acto fundacional del alma cívica y espiritual de un pueblo. Porque un pueblo que no entona, que no canta, es un pueblo totalmente desarticulado, fragmentado, condenado a la inanidad.
Así, hoy vivimos en un mundo que, aunque no lo declare, ejerce a diario el marxismo tácito como habitus, en un sentido profundo: la vida se articula en torno a la tríada sagrada de Ciencia, Historia y Política, y todo lo que no encaje ahí (el símbolo, la poesía, la alegoría) se relega al terreno de lo superfluo, lo decorativo o, con un poco de suerte, lo antropológico o etnológico. Así, el canto desaparece de los currículos, la entonación popular se extingue, la poesía memorística se diluye. Tocar un instrumento se convierte en la vía rápida, la interfaz suprema, mientras el acto más radicalmente humano e inmediato (entonar, cantar, declamar) se olvida. Y de nuevo: un pueblo que no canta es, insistimos con vigor, un pueblo que se desestructura, que se fragmenta, que pierde el hilo de su propio relato...
Frente a toda esa deriva literalista y categorial, surgieron siempre, aquí y allá, como venimos diciendo, figuras legendarias que entendieron el peligro. De nuevo: Liszt, Wagner, en Centroeuropa; Pedrell, en España. E insistimos de nuevo en esto: no es para nada casual que Pedrell, lejos de sumarse al aplauso acrítico a Bach, situara a Palestrina, y con él, al melos, al canto, a la voz entonada, en el corazón de su proyecto estético. Quintiliano, Aristóxeno, los Bardi, Palestrina, Gluck, Pedrell, Eslava, Perosi, Liszt, Wagner, pertenecían a un espacio artístico y ontológico que intentaba al menos preservar la dimensión alegórica y simbólica de la música, cantable, declamable; en el caso del siglo XIX, frente al avance implacable del literalismo instrumental ilustrado. En esta línea se inscriben también otros como Eximeno, Gluck, y todos los reformadores que, desde perspectivas diversas, reivindicaron que la esencia de la música no es la técnica instrumental, sino el melos, la melodía, el canto popular, la palabra entonada. Por eso la música española, y con ella, la rusa, la rumana, la balcánica, suena, incluso hoy, siempre "distinta". Porque no se construyó desde la literalidad, sino desde la oralidad simbólica, la frontera, la herencia bizantina, la resistencia mediterránea.
Es hora, por tanto, de por fin reconciliarse con esa riquísima identidad musical española, sin caer en el desprecio a Europa, pero tampoco en la sumisión acrítica. España no debe estar condenada a imitar ni al cosmismo vanguardista ni al literalismo técnico. Puede, si lo desea, volver a escribir una música enraizada en sus universales alegóricos, en el melos, en el canto, en la frontera, en el símbolo. Y quizá sea ese el verdadero “tren” que nunca perdimos, porque, sencillamente, elegimos navegar por otro mar. Por eso, más que lamentar que España no haya abrazado el triunfo del dichoso tritus plagal del diatonismo, deberíamos reivindicar con serenidad y sin complejos su otra vía, su resistencia profunda. Reconciliarse con esa identidad musical, sin caer en el desprecio a Europa ni en la caricatura vanguardista de una música desarraigada, pasa por recuperar los universales alegóricos que laten en el folclore, en el canto, en la declamación, en la música que, sin renunciar a la técnica, no se somete a ella.
La España musical que merece ser recuperada no es, por tanto, la que imita a Europa, ni tampoco la que se encierra en un localismo estéril, sino la que se reconoce parte de ese grandísimo espacio simbólico que une el Mediterráneo, Bizancio, Oriente, el folclore y la alegoría. Solo desde ahí podrá contribuir, con voz propia, a una música futura que no sea ni reacción literalista ni cosmismo abstracto, sino una nueva síntesis de canto, palabra y símbolo.
Y así, esta síntesis sería la verdadera encarnación de la intercategoricidad wagneriana que tanto fascinó a Pedrell: no una fusión borrosa de disciplinas, de pluses curriculares, sino una auténtica fertilización mutua donde el canto popular nutra la complejidad armónica sin perder su raíz simbólica; donde el teatro musical recupere su dimensión ritual sin caer en el espectáculo vacío; donde la voz humana, ese espacio primordial, inmediato, vehículo de palabra y emoción, vuelva a ser la raíz generadora de significados.
En este sentido, insistimos: la obstinaz, persistente resistencia modal española no es arqueología; es un proyecto de futuro. Los microtonos del flamenco, las escalas ambiguas del folclore gallego, las armonías "no funcionales" de un Mompou y de otros afines, son semillas de un lenguaje que supera el diatonismo ilustrado sin caer en la abstracción serial. Representan una suerte de tercera vía: una música que es cuerpo y espíritu, técnica y símbolo, tradición e innovación.
Y así, el dichoso complejo de homologación con Europa y con "lo internacional", lo "cosmopolita", un complejo heredero directo de la leyenda negra, solo podrá superarse cuando España comprenda que su "retraso" fue en realidad una diferencia ontológica preservada. La prueba está en cómo el mundo busca hoy precisamente lo que España guardó: música con raíz comunitaria (discotecas, corales populares, bandas), conexión con lo sagrado (músicas rituales), integración de artes (performances multidisciplinares), etc...
Lo que Europa marginó condescendientemente como "atraso folklórico" se revela así hoy, quizás, como anticipación. Por eso, reconciliarse con la diferencia no es aislacionismo: es ofrecer a Europa lo que Europa perdió. La voz de Victoria no compite con Beethoven: la completa. El cante jondo no refuta a Schönberg: lo humaniza. Esta es la verdadera "defensa razonada" que aquí pretendo ejercer: mostrar que la música española (y rusa, la balcánica, etc) no es un mero apéndice del canon, sino su contrapunto necesario.
En este sentido, la irrupción fervorosa, y a veces entusiastamente ingenua, en USA, de la llamada New Musicology (Joseph Kerman, Rose Subotnik, Susan McClary, Lawrence Kramer, Gary Tomlinson) y su obsesión por desentrañar significados semióticos, gestos retóricos, topoi y tropos (el Ego Trascendental de Gustavo Bueno) en la música instrumental "pura" europea, lejos de ser una revolución epistemológica, como ellos parecen pretender salvíficamente, en realidad revela una paradoja histórica: es el síntoma de una cultura musical que olvidó su propia savia nutricia. Es el síntoma de una cultura musical que, tras siglos de autosuficiencia formalista, se encuentra de pronto desconectada de su propio humus simbólico, y se lanza a buscarlo como quien busca una reliquia en los sótanos del museo que él mismo vació.
Es decir, que cuando Kerman, Taruskin o McClary insisten en que la música "absoluta" está en realidad impregnada de significados extramusicales, parecen descubrir el Mediterráneo. Pero ese Mediterráneo, literal y simbólico, por cierto, jamás dejó de ser navegado por España, Italia, Rusia, Rumanía etc. En las tradiciones católicas, bizantinas, judías, árabes y mediterráneas, donde la música nació indisoluble de la palabra, el rito y la escena, jamás hizo falta semejante "descubrimiento". La letra ya lo decía todo: el melos era vehículo del logos, el gesto musical era prolongación natural del texto. Lo que la New Musicology presenta como hallazgo anti-hanslickiano, los teóricos españoles del Barroco ya lo daban entonces por axiomático. Cuando insisten en que la música “absoluta” está empapada de significados extramusicales, sociológicos, eróticos, retóricos, históricos, parecen, con admirable convicción, haber inventado la rueda. Pero insistimos: es que en España, Italia, Rusia, Rumanía, Grecia, o Turquía; en las liturgias católicas, bizantinas, judías o sufíes; en las músicas populares y cultas del mundo árabe o sefardí, la música nunca fue amputada de su verbo, de su cuerpo, de su función ritual o comunitaria. Allí donde el canto es rezo, memoria, invocación, danza, duelo, teatro o profecía, la idea de una música "absoluta" parecería, sencillamente, una categoría inútil, si no directamente absurda, ridícula...
En nuestra tradición, por tanto, la letra siempre dijo lo que la partitura nunca quiso callar. El melos era carne del logos, el gesto musical una prolongación natural del texto, del drama, del acontecimiento. La música era un cuerpo vibrante que encarnaba lo invisible, no un artefacto autónomo encerrado en su propia geometría. Por eso, de nuevo: lo que la New Musicology presenta con solemnidad académica como un hallazgo anti-hanslickiano, la idea de que la música significa algo más allá de sí misma, nuestra tradición lo daba siempre por evidente, sin dramatismos teóricos ni pretensiones revolucionarias. Y sin necesidad, por cierto, de citar a Foucault cada tres páginas, ni de pedir permiso a Harvard para pensar con alma, ni de inventar terminologías recicladas de la crítica literaria para decir que un Adagio de Lully lloraba, o que una zarabanda de Cabezón, oh!, aludía al éxtasis místico.
En realidad, lo que para algunos es el colmo de la sofisticación postmoderna, para otros ha sido simple y llanamente la base misma de lo musical. E insistimos: mientras en algunas universidades se celebra el descubrimiento de que la música puede ser vehículo de género, de poder, de narración, de afecto, en nuestras plazas, conventos, salones y fiestas populares, desde hace siglos, la música lo fue todo eso mucho más; fue una forma de estar-en-el-mundo. Tal vez por eso, mientras en los centros hegemónicos norteños, Europeos, se estudia con furor académico el “giro performativo”, aquí, en el supuestamente "ingenuo" sur seguimos cantando para nacer, bailar para llorar, y afinando no con temperamento igual, sino con intuición, sudor y deseo. Y eso, a veces, no entra en el "itinerario", por cierto...
La paradoja, por tanto, se agudiza, al comprender que los mismos significantes que la New Musicology rastrea con frenesí académico y que quiere desentrañar en Beethoven o en Mozart, esas "retóricas del dolor", "topoi heroicos" o "gestos narrativos", son en realidad y simplemente ecos tardíos de un universo sonoro que jamás separó música y drama, sonido y símbolo, gesto y rito. Cuando escuchamos el Sturm und Drang haydnesco o el pathos beethoveniano reconocemos su fuerza y nos conmueven no porque inventasen un lenguaje autónomo, sino porque lo sepan o no, reciclan, en forma abstracta, gestos nacidos en la ópera seria, la cantata devocional, el oratorio, la misa coral o el teatro popular. Beethoven no creó esos gestos: los heredó de un mundo donde la música aún respiraba al ritmo de la palabra, de la escena, del aliento colectivo. La genialidad centroeuropea, su grandeza, consistió, de hecho, precisamente, en sublimar esa herencia en formas instrumentales, en sublimar el símbolo en forma, y NO en inventar una esencia nueva, no en fundar una música "pura". Es decir, en traducir en arquitectura instrumental aquello que durante siglos se había tejido entre el cuerpo y el verbo. Por eso sorprende el tono de revelación con que la academia anglosajona anuncia, con gesto de hallazgo arqueológico, que "la música no es pura forma": España jamás necesitó esa afirmación porque jamás amputó el brazo derecho de su tradición, que es la voz. Aquí, la música nunca renegó del rostro humano. Del yo (digo "yo", por cierto, y no "sujeto"). Nunca renunció a la voz que canta y cuenta, al gesto que invoca, al cuerpo que tiembla. Mientras otros construían catedrales sin altar, aquí la música seguía naciendo de la garganta, del suelo, del rito. Y por eso, cuando la modernidad se desangra en su propia abstracción, quizá valga la pena escuchar esa música que aún conserva su carne. Porque amputar la voz del tono es como pretender que un cuerpo camine sin sombra: puede avanzar, sí, pero ya no está vivo...
Esta auténtica ceguera historiográfica tiene un origen claro: la absolutización del canon germánico del siglo XIX como telos de la historia musical universal. Al tomar como paradigma universal la música instrumental vienesa, ese paréntesis histórico glorioso pero al fin y al cabo excepcional, se invirtió la "carga de la prueba". Es decir, lo normal (la música unida a palabra, rito o danza) se volvió "folklore"; y lo excepcional (la sonata o la sinfonía abstracta) se erigió en "esencia". Hoy, la New Musicology, al "deconstruir" la autorreferencialidad de ese canon, por tanto, no hace sino devolverlo al redil del que nunca debió salir: al mundo de significados que España nunca abandonó. Cuando Pedrell defendía la zarzuela o los villancicos polifónicos no estaba siendo "provincial", o "rancio", como algunos creen: estaba recordando que la música de Beethoven es absolutamente incomprensible sin los affetti del madrigal monteverdiano, sin la gestualidad de la tragedia clásica, sin el humus litúrgico que nutría hasta a un Bach. Y quizás por eso, mientras algunos aún sueñan con elevar nuestras músicas “menores” al nivel del canon, otros, entre los que me encuentro, empezamos a sospechar que quizás fue "el canon" el que descendió, temporalmente, a una región sin mito, sin cuerpo y sin canto. Un bello error, sí; pero error al fin y al cabo...
La lección es clara: dejar de medir todas las músicas con la vara del sinfonismo austro-germano. Lo que la New Musicology llama "significados encarnados" (embodied meanings) no es, entonces, ninguna novedad: es, de hecho, la ontología natural de la tradición hispánica. Mientras ellos celebran haber derribado el mito de la música absoluta y a Schenker, España puede mirar con serena ironía su entusiasmo: llevaba siglos componiendo, precisamente, en esas aguas donde el sonido nunca dejó de ser cuerpo, símbolo y palabra. La verdadera revolución no es deconstruir a Hanslick: es reconocer que el canon que él sacralizó fue un brillante episodio, pero de ninguna manera el destino final de la música. Y que el futuro sonoro de Europa quizá esté hoy mucho más cerca del cante jondo que del dodecafonismo, del timbrismo o del ruidismo cosmista: en recuperar la voz que canta, no solo la mano que ejecuta.Porque, al fin y al cabo, no era la forma sonata la que nos hacía humanos, sino ese temblor primero de la garganta que buscaba decir el mundo antes de entenderlo. Y puede que la música europea, si quiere salvarse de sí misma, deba volver a escuchar, no analizar, el eco de ese temblor...
En este sentido, la filosofía materialista del siempre genial Gustavo Bueno ofrece un andamiaje filosófico muy potente para comprender la singularidad de la música hispánica. Su distinción entre los tres planos de la obra de arte (autogórico, literal y alegórico) desvela por qué el canon centroeuropeo instrumentalista constituye una excepción histórica antes que una culminación. El plano autogórico (del griego autós, "sí mismo", y agoreúo, "hablar en público") corresponde a la obra como cuerpo físico: la vibración del aire en una sinfonía, la tela y pigmentos en una pintura. Es la materialidad que Hanslick absolutizó al definir la música como "formas sonoras en movimiento". El plano literal (o noetológico, de noûs, "intelecto") se refiere a las estructuras formales internas: la gramática tonal, el desarrollo temático, la arquitectura sinfónica. Es el dominio de la técnica abstracta que François-Joseph Fétis pretendió elevar a sistema universal. Por último, el plano alegórico (de allēgoréō, "hablar figuradamente") es donde la obra desborda y trasciende su inmanencia para convertirse en vehículo de significados históricos, políticos y metafísicos. La sustancia poética de la obra reside, pues, en su capacidad alegórica, es decir, en su poder de encarnar universales concretos.
La tradición católica mediterránea, y muy especialmente la española, edificó, por tanto, su música en el plano alegórico como fundamento ontológico. La polifonía de Tomás Luis de Victoria no es solo contrapunto (plano literal) ni vibraciones (autogórico): es encarnación sonora del misterio eucarístico. El canto jondo no es escala frigia (literal) ni frecuencias microtonales (autogórico): es alegoría del dolor histórico del pueblo andaluz. Esta alegóresis fue posible porque la música permaneció anclada a sus contextos generadores, prolépticos, alotéticos, aunque los desbordara después: la liturgia como drama teológico, el teatro como ceremonia cívica, el folklore como memoria colectiva.
Cuando la Reforma protestante inició la tácita desalegorización del "mundo antiguo", sustituyendo la mediación simbólica por la literalidad de la sola scriptura (una falsa y tramposa inmediatez), la música centroeuropea inició su éxodo hacia la abstracción. Pero incluso sus cumbres, Bach, Beethoven, Brahms, deben su potencia precisamente a la herencia alegórica que nunca abandonaron del todo. Bach no es nadie sin Palestrina, porque sus pasiones son alegorías sonoras del relato evangélico, porque el coral luterano que impregna su obra es resto vivo de la tradición comunitaria católica, por que su idea de fuga es geometría animada que traduce el ordo divino en simetrías audibles.
La música instrumental 'pura' del Barroco tardío y el Clasicismo vive también de la energía alegórica residual de los mundos teológicos que la precedieron. La sonata beethoveniana funciona porque sus topos, el gesto heroico, la lucha, la apoteosis, son fantasmas alegóricos de la tragedia griega y la liturgia, no por su estructura autogórica.
España, entonces, al resistirse a la hegemonía del plano literal (y a la la "tonalidad diatónica" como sistema cerrado), preservó la savia alegórica que Europa comenzaba a perder. Por eso Pedrell reivindicaba a los polifonistas renacentistas: no por arcaísmo, sino porque en ellos la música seguía siendo alegoría de la armonía entre lo humano y lo divino. La zarzuela, las procesiones de Semana Santa, las cantas de boda sefardíes son ejemplos vivos de esa ontología alegórica donde el sonido nunca se divorcia del mundo.
Esta defensa de la música española culmina así como una reivindicación filosófica de la alegóresis frente a la literalidad. Mientras el racionalismo ilustrado reducía la música a combinatoria autogórica (Hanslick) o sistema literal (Fétis), España mantuvo viva la llama del plano alegórico: aquel donde el sonido es carne de historia, voz del pueblo y metáfora de lo sagrado.
El futuro de la música europea no está, por tanto, creo yo, en la idolatría del canon instrumentalista, ya totalmente agotado en su autorreferencialidad, sino en reconciliarse con su matriz alegórica mediterránea. Allí donde la música calla, habla la alegoría.
Y así, no España no llegó tarde: guardó en sus catedrales, plazas y tabernas el secreto que Europa olvidó. Y hoy, cuando el sinsentido de la música absolutizada se revela en salas de conciertos vacías, acaso sea tiempo de escuchar de nuevo a Victoria o Palestrina o el cante jondo. No como reliquia museizada, sino como profecía...
Porque, seamos ya sinceros: para decir que la música significa algo, no hacía falta redactar un artículo en inglés con aparato foucaultiano ni inaugurar una subdisciplina con neologismos "transversales". Bastaba con haber pasado una tarde en Córdoba, una noche de procesión en Sevilla, o una boda en Soria. Bastaba con haber escuchado un niño desafinado cantando una copla con los ojos cerrados. España, sin saberlo, sin teorizarlo, sin nombrarlo, ya lo había entendido: que el arte no es un crucigrama, sino una herida que canta. Y si Europa quiere volver a encontrar su alma, tal vez no necesite más seminarios, sino un poco más de "compás"…
Codetta en forma de Addendum:
Recapitulación Ontológica
y
Pequeñas Ampliaciones
(algunos apuntes sueltos más
y pinceladas
surgidas tras la re-lectura de este ensayo)
La imposición del modo tritus plagal (germen del modo mayor) no fue un accidente histórico. Su asociación con la claridad, simetría y "orden natural" responde al proyecto ilustrado de racionalizar el caos modal. Como señala Rameau en su Tratado de Armonía (1722), este modo encarna la fundación acórdica de la música: la triada como célula básica, reduciendo la polifonía a funciones verticales (tónica-dominante-subdominante). Es decir, apriorismo armónico en vena. El diatonismo mayor-menor, así, no es evolución "natural", de ninguna manera, sino la matematización Neo-pitagórica del sonido para servir a la corte y la burguesía emergente. España, con su herencia mozárabe y bizantina, donde los ocho modos eclesiásticos persistían como casi infinitas alegorías teológicas, resistió esta reducción de Rameau. El rito hispano-visigodo (influido claramente por el Bizantino y por lo "oriental"), con su melos flexible, su abogacía ejercida por lo melismático frente a lo silábico y su rechazo a la estandarización carolingia, fue el primer muro contra esta especie de colonialismo tonal.
La historiografía musical centroeuropea borró deliberadamente lo bizantino y mozárabe (visigótico) para erigir lo carolingio como "origen" de su tradición. ¿Por qué? Porque el canto franco-romano (base del gregoriano) era más susceptible de ser racionalizado. Y así, el tritus plagal, al imponerse como "lengua universal", marginó los modos protus, deuterus y tetrardus, vinculados a la liturgia hispana y al Oriente cristiano, como exotismos arcaicos. Hanslick y Schoenberg, al tildar lo modal de "protomúsica", consumaron esta especie de epistemicidio: lo que no encajaba en el diatonismo ilustrado era "pre-musical".
La resistencia española al piano, a la cuerda y a la orquesta sinfónica no fue tecnológica, sino ontológica. La voz humana y los ministriles catedralicios (vientos metales) dominaron porque encarnaban la inmediatez: el canto como acto público, el metal, desnudo y punzante como el sol mediterráneo, como sonido que llena plazas sin necesidad de "salas de conciertos". La cuerda frotada y la cuerda percutida, emblemas del virtuosismo individualista y la etiqueta cortesana, exigía un espacio privatizado (el museo-concierto), ajeno al carácter alegórico-popular hispánico. El piano, con su temperamento igual y su mecánica abstracta, silábica, antimelismática, era la herramienta perfecta para la música autorreferencial: un artefacto ilustrado que anulaba los microtonos y la polimodalidad.
Como analiza Gustavo Bueno, lo que él llama el "pensamiento público español" es siempre generalista: integra religión, arte y vida en una totalidad alegórico-filosófica. Frente a esto, el proyecto luterano-anglosajón impulsó la especialización técnica, fracturando el saber en compartimentos estancos (música "pura", ciencia "objetiva"). El capitalismo protestante necesitaba esta división: el especialista es un engranaje eficaz en la máquina productiva. Por eso el sinfonismo germánico del XIX, con su culto al virtuosismo instrumental y su complejidad formal, se vinculó al prestigio de las ciencias categoriales: la música abstracta podía ser "fagocitada" por la acústica o por la fenomenología, reducida a datos cuantificables. La música vocal-teatral hispánica, en cambio, al ser polisémica y encarnada, resistía esta colonización.
El cromatismo posterior a Wagner no fue una liberación, sino una nueva reducción: comprimió el espacio tonal hasta asfixiarlo. Tras él, Europa bifurcó su camino:
a) La vía cosmista-abstracta: profundizó en la autorreferencialidad, primero con el dodecatonismo (matemática serial), luego con el ruidismo (música como física de materiales).
b) La vía humanodivina, encarnada, es decir, la vía modal-mediterránea-balcánico-oriental-rusa-bizantina-hispanoamericana-norteamericana (incluyo aquí también a la Debussy, a D'Indy y su Schola Cantorum, Stravinsky, Boulanger, etc): rescató los modos antiguos, el folklore y la alegóresis, entendiendo que el diatonismo no era "lo musical", sino simplemente una opción histórica.
España, al elegir la segunda, no retrocedía: recuperaba su ontología sonora. Como el niño que juega desnudo en las playas y en las calles mediterráneas, sin vergüenza, esta tradición no teme la "desnudez" de la melodía modal sin los oropeles cromáticos constantes. ¿Vergüenza? Al contrario: la simplicidad aparente de una saeta o un fandango revela su profundidad alegórica sin máscaras.
La obsesión por colocar a Bach sobre Palestrina, Monteverdi o Josquin es un fraude historiográfico. Hay que decirlo esto sin tapujos. Bach, era un genio, por supuesto, pero bebe de la polifonía católica (Palestrina) y el madrigal dramático (Monteverdi), entre muchas otras fuentes; su grandeza nace, precisamente, creo yo, de no romper del todo con la alegóresis. Pero el protestantismo alemán necesitaba presentarlo como "fundador" de una modernidad instrumental, borrando sus raíces católicas. Esta operación fue un revisionismo reaccionario: al convertir el coro luterano en estructura abstracta, vació la música de su dimensión comunitaria. El "clasicismo vienés" (Haydn, Mozart) completó el giro: la corte sustituyó a la iglesia, el concierto público al rito.
Hoy, por tanto, componer con modos antiguos o raíces populares no es arcaísmo: es un acto de honestidad ontológica muy valiente. Mientras el cosmismo abstracto y el literalismo técnico naufragan en su glacial frialdad, España ofrece una lección milenaria: la verdadera complexidad está en la capacidad alegórica, no en la pirueta formal. El Mediterráneo no teme la desnudez porque sabe que, bajo ella, late el cuerpo vivo de la tradición. El cante jondo es el grito desnudo de un pueblo. En ese grito, sin pianos, sin cuerdas, sin salas de conciertos, resuena el futuro de una Europa que, agotada de tanta abstracción, anhela volver a cantar. No hay que tenerle miedo a la melodía, a que uno lo llamen rancio. Porque la música española no se viste jamás de etiqueta: baila con la camisa manchada de vino y la voz rota por el sol. Esa es su gloria.
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