... pop, copla, bolero, tango ...

 


Canción y presencia: 

la música real del siglo XX








    Antes de entrar en ese territorio conviene suspender, siquiera por un momento, el marco heredado desde el que solemos pensar la historia musical del siglo XX. La historiografía oficial de la "música clásica" ha tendido a identificar ese siglo casi exclusivamente con sus desarrollos académicos, con sus vanguardias formales, con sus rupturas técnicas y con la progresiva autonomización del material sonoro. En ese relato, todo aquello que no participa de esa genealogía aparece como exterior, secundario o simplemente inexistente desde el punto de vista histórico. Sin embargo, esa omisión no es un descuido, como llevo apuntando aquí, sino el resultado de una definición previa de lo que merece ser llamado música y de quién tiene derecho a escribir su historia.

    Este ensayo parte de una inversión deliberada de esa perspectiva. No para negar la música académica del siglo XX, sino para situarla allí donde corresponde y, sobre todo, para atender a un vasto territorio sonoro que quedó fuera del relato oficial pese a haber sido el verdadero espacio donde la música siguió cumpliendo su función originaria. Se trata de músicas que no se dejaron absorber por el laboratorio ni por la abstracción formal, que no necesitaron legitimarse a través del discurso teórico ni de la institución, y que, precisamente por ello, mantuvieron un contacto vivo con el cuerpo, con la palabra, con el rito y con la comunidad.

    Es desde ese desplazamiento desde donde puede afirmarse, sin nostalgia ni provocación gratuita, que gran parte de la música más significativa del siglo XX no pertenece a la historia que se enseña como historia de la música, sino a otra historia paralela, no oficial, pero ontológicamente más decisiva. Una historia hecha de canciones, de voces, de gestos y de presencias, donde la música no se convirtió en objeto de estudio, sino que siguió siendo experiencia compartida. Es en ese contexto donde cobra pleno sentido hablar, por ejemplo, de copla, pop, bolero y tango no como géneros periféricos, sino como lugares centrales del acontecer musical del siglo XX.

    Hablar de copla, pop, bolero y tango no es, pues, hablar de géneros musicales, en el sentido clasificatorio, taxonomizante y empobrecedor que heredamos de la musicología académica, sino hablar de la música misma tal como ha acontecido en el siglo XX. No como especialidad, ni como estilo periférico, sino como el lugar donde la canción, la voz y el cuerpo han seguido sosteniendo una relación viva con el público, con el lenguaje afectivo y con los universales de la experiencia humana. Frente a una música académica que, a lo largo del siglo pasado, fue perdiendo progresivamente contacto con la comunidad, con la memoria compartida y con la inteligibilidad simbólica, estas músicas han permanecido como continuidad real de lo que históricamente siempre fue la música, a saber, una forma de presencia encarnada.

    Desde los años treinta hasta hoy, es aquí y NO en el laboratorio compositivo, ni en la abstracción formalista, ni en el fetichismo del material, donde la música ha seguido hablando un lenguaje comprensible, exigente sin ser excluyente, profundo sin necesidad de mediación teórica. Copla, bolero, tango y pop no sustituyen a la música clásica, la continúan allí donde esta se desvió hacia una hipermediación intelectual que la alejó del cuerpo, de la voz y del ritual compartido. Son, en ese sentido, la verdadera música clásica contemporánea, no por oposición a la tradición, sino por fidelidad a su núcleo ontológico.

    El peligro que también amenaza a estas músicas no es, por tanto, su popularidad ni su difusión masiva, sino la misma enfermedad que ha afectado a la música académica, la hipermediación. En su caso, no a través del discurso teórico, de la arequeología, de la filología, de la técnica, o de la partitura hipertrofiada, sino mediante la tecnología, la producción de estudio, la amplificación constante, la edición quirúrgica, el track rítmico, la máquina. Allí donde la técnica sustituye al gesto, donde el dispositivo reemplaza al cuerpo y la corrección suplanta al riesgo, la música pierde su condición de acontecimiento y se convierte en producto industrial.

    Este ensayo parte de una convicción clara, eso es, que mientras estas músicas permanecen ancladas en la voz, en la palabra cantada, en la danza, en el tiempo humano de la respiración y del silencio, conservan intacta su potencia ontológica. No son restos de un pasado sentimental ni derivaciones menores de la historia musical, sino el lugar donde el siglo XX y lo que llevamos del XXI ha seguido pensando, sintiendo y recordando a través del sonido. Allí donde la máquina no ha borrado a la persona, estas músicas siguen siendo lo que siempre fueron, vida hecha audible.

    La copla y el pop parecen, a primera vista, dos mundos estéticos lejanos, uno arraigado en la tradición hispánica del siglo XX, con sus perfumes de cuplé, zarzuela tardía y folklore urbano-andaluz. El otro, un lenguaje global nacido del mestizaje afroamericano-anglosajón que, a partir de los años cincuenta, conquistó el planeta con la promesa de una juventud autónoma. Sin embargo, cuando uno escarba con cuidado, la distancia entre ambos géneros se vuelve menos rígida y empieza a revelar zonas de continuidad, superposiciones emocionales e incluso afinidades estructurales que suelen pasar desapercibidas.

    La copla es, ante todo, un arte de la enunciación dramática, una canción que narra, casi teatralmente, un destino, una caída, una herida, un amor imposible o sacrificial. Es música que exige una encarnación y que se despliega en primera persona. En ese sentido, la copla se comporta como un microdrama cantado, cada melodía está al servicio del gesto narrativo, cada giro melismático subraya un pliegue emocional y cada acorde funciona como bisagra entre escenas. 

    El pop, por su parte, se ofrece como la música de la inmediatez, del aquí y ahora, de una subjetividad ligera que se filtra en estribillos memorables, ritmos recursivos y armonías no abstractas (nunca en límites cromáticos). Pero esa aparente ligereza es engañosa, el pop también construye identidades, ficciones de deseo y pequeños rituales emocionales. Simplemente lo hace mediante la economía del hook, del vamp, del riff, de la producción sonora y del efecto de masa.

    Una diferencia crucial reside en la relación entre voz y texto. En la copla, la palabra manda. La dicción es parte esencial de la estética, casi una técnica de claroscuro emocional. Una frase mal articulada o una vocal mal coloreada pueden destruir la historia que se intenta contar. En el pop, en cambio, la voz suele funcionar como un instrumento más dentro del entramado tímbrico de la producción, puede ser inteligible o no, puede distorsionarse, puede filtrarse digitalmente. Lo importante es el gesto sonoro global, no tanto la literalidad del texto. Mientras que la copla aspira a que el oyente entienda cada palabra, el pop a menudo busca que el oyente sienta antes de comprender.

    También difieren en su tiempo histórico. La copla nace como un espacio simbólico de la España urbana, en diálogo con la inmigración interior, los teatros de variedades, el cine y la estética sentimental de un país marcado por la posguerra, la desigualdad y la necesidad de sublimación emocional. El pop es, en esencia, un hijo de la modernidad industrial tardía, música para radio, discográfica, televisión, videoclip, algoritmo. Lo que para la copla era escenario y micrófono, para el pop es estudio, sintetizador, red social, playlist. Pero ambos géneros comparten una verdad silenciosa, los dos son hijos de la vida emocional de su época, los dos funcionan como válvulas de escape y espejos de un tipo de subjetividad que necesita contarse a sí misma sus propias contradicciones.

    No obstante, hay un punto donde copla y pop se tocan con una claridad sorprendente, esto es, en la centralidad del estribillo emocionalmente condensado. El pop vive de su estribillo, la copla, de su copla madre, ese verso o giro melódico que concentra el veneno y la miel del relato. En ambos géneros, el oyente espera el momento del desgarro o del clímax: el “Ay pena, penita, pena” o el “All you need is love” son, en el fondo, dispositivos similares de comunión sentimental. La diferencia está en el grosor del pathos. La copla se regodea en el exceso sudoroso, sangrante, en ese barroco afectivo, tan hispano, que pide una entrega absoluta. El pop, por lo general, prefiere el minimalismo contagioso, la emoción destilada que puede repetirse sin saturación.

    Otra similitud inesperada reside en la construcción de personajes. La copla crea heroínas trágicas, amantes desgarrados, figuras marginales que reivindican su dignidad en el canto. El pop, por su parte, produce iconos, esto es, estrellas fugaces, identidades performativas, cuerpos amplificados por la industria. Pero en ambos casos se trata de un teatro simbólico donde la voz encarna algo más grande que la persona real que canta. Los intérpretes de copla, de Concha Piquer a Juanita Reina, sabían que estaban interpretando un arquetipo. Los artistas pop también lo saben, aunque su arquetipo provenga ya no del drama sino del mercado, de la moda, de la marca.

    Finalmente, ambos géneros participan de una poética del deseo. La copla, con su moral ambigua y su erotismo en clave de culpa, celos, destino y transgresión. El pop, con su celebración hedonista del amor, la juventud, la libertad o la ruptura. En ambos casos, la música funciona como un dispositivo para intensificar la experiencia afectiva y darle una forma socialmente compartida.

    Si la copla es el espejo íntimo de un país que necesitaba contar sus heridas en clave teatral, el pop es la banda sonora de una contemporaneidad global que busca emociones rápidas, replicables y universales. Pero ambos, desde sus geografías distintas, producen mitologías de lo cotidiano, pequeños relatos del yo que, al ser cantados, se vuelven habitables para quienes los escuchan.

    Y sin embargo, y esto debo afirmarlo con claridad, la copla ocupa en mi ontología un lugar que el pop, por mucho que me interese y me acompañe, no puede ocupar del todo igual, de la misma manera. Porque la copla no es solamente un género, es una forma de revelación, una poética del cuerpo y de la voz en la que el canto no transmite información emocional sino que encarna un destino. La copla no describe,  acontece y no comunica, sino que desgarra. Tampoco seduce, sino que desvela.

    El pop, aun en su mejor versión, trabaja con afectos de superficie, captura estados de ánimo, gestos de energía, pequeñas fulguraciones de subjetividad que se consumen en la inmediatez del presente. Pero la copla opera en otro plano, en el de la verticalidad simbólica, donde la voz no es un instrumento entre otros sino un cuerpo atravesado por la historia, por la culpa, por la tradición, por el eros oscuro que acompaña a las culturas mediterráneas desde la tragedia antigua. La copla no necesita disfraz productivo ni artificio técnico porque su artificio es teatral, es decir, ritual, un umbral entre la vida y la fábula.

    Mientras el pop universaliza experiencias rápidas, la copla espesa la existencia. Su tiempo no es el de la playlist sino el de la cicatriz. El pop quiere que bailemos, mientras que la copla quiere que nos acordemos. Y no de cualquier cosa, sino de aquello que nos cuesta mirar, la humillación, el orgullo herido, la traición, la desdicha, la transgresión. Por eso la copla es, para mí, un arte mayor, porque exige al oyente y al intérprete una forma de valentía que el pop raramente solicita. Exige ponerse en el borde de uno mismo.

    Desde nuestra ontología, donde la música es presencia encarnada, símbolo vivo y gesto que piensa, la copla tiene una densidad que el pop no alcanza, porque la copla no se limita a expresar un sentimiento, sino que reconstituye un mundo. No corre detrás de la actualidad, sino que vuelve una y otra vez al lugar donde el mito y la biografía se cruzan. La copla no es moderna ni posmoderna, es trágica, y en esa tragedia mediterránea encuentra su fuerza. Una fuerza que no es nostalgia sino figura, esto es, una forma de comprender la vida a través del canto.

    Por eso no hablo desde la nostalgia ni desde la jerarquía, sino desde la ontología. El pop moviliza afectos, mientras que la copla moviliza símbolos. El pop se escucha, mientras que la copla se habita. El pop es un signo en movimiento, mientras que la copla es un gesto que arde.

    Y aun así, sería injusto y ontológicamente empobrecedor dejar al pop reducido a su versión industrial, amplificada hasta el aturdimiento y sometida al imperio del estudio, donde cada sonido solo existe tras ser procesado, comprimido o corregido hasta la asfixia. Porque existe un pop que se salva, un pop que se sitúa del lado de la música viva, del lado del símbolo y de la palabra encarnada, y que comparte con la copla un linaje común, a saber, la voluntad de decir verdad sin esconderse tras la parafernalia del aparato.

    Ese pop redimido aparece cuando la canción se libera de la tiranía de los decibelios, esa obsesión contemporánea por tocar siempre “a todo volumen”, donde la intensidad se confunde con la saturación, y cuando renuncia a la hiperproducción que mata la inmediatez. Nada vuelve más opaco (en el peor sentido de opaco, no en el sentido que yo mismo a veces reivindico) un gesto musical que cubrirlo de capas, filtros, correcciones y artificios técnicos que impiden oír lo que realmente está en juego, es decir, un cuerpo que canta, un pensamiento que suena.

    Por eso Joni Mitchell es una de las grandes figuras redentoras del pop. Su música no depende del “sonido perfecto”, sino de la imperfección luminosa del gesto. Joni canta siempre desde un lugar liminar, entre la confesión íntima, la lucidez poética y la invención armónica más audaz que haya dado la canción moderna. Ahí no hay artificio que sustituya a la verdad. Sus acordes abiertos, casi modales, sus melodías imprevisibles y su capacidad narrativa hacen que cada canción sea un pequeño tratado de ontología vivida. Joni no “interpreta”, habita, y no canta sobre algo, sino que lo encarna.

    Y como ella, otros y otras, Nick Drake, Leonard Cohen, Joan Armatrading, Suzanne Vega, Amadou & Mariam, Laura Nyro, incluso cierta Nina Simone tardía, practican un pop desnudo, casi ritual, donde la producción no tapa la voz sino que la sostiene, donde el volumen nunca sustituye la emoción, y donde el estudio no maquilla la música sino que la acompaña. En ese pop, la tecnología no eclipsa al gesto, ni la repetición maquinal sustituye al aliento humano.

    Ese es el pop que todavía piensa, que todavía arriesga, que todavía dice. Ese pop, cuando se despoja de la saturación y del brillo ficticio, vuelve a situarse muy cerca de la copla en su esencia profunda, la canción como espacio de revelación emocional y simbólica, la voz como lugar donde el mundo se ordena y se desordena a la vez.

    Pop y copla, cuando renuncian a sus caricaturas, pueden encontrarse en un mismo horizonte, el de la música que se atreve a ser gesto, no mercancía, se atreve a ser presencia, no ruido y verdad, no artificio. Porque lo que salva a un género, cualquier género, no es su estilo, sino su capacidad de sostener una vida en común a través de la voz.

    El pop, en su raíz ontológica, no es un estilo musical, es una arquitectura de inmediatez. No nace para fundar un mundo, como la copla, ni para sostener un linaje ritual, como la música tradicional, ni para inscribirse en la memoria escrita, como la música académica. El pop nace para capturar la intensidad del presente y hacerla circular de manera rápida, accesible y universal. Su ontología es la del gesto mínimo que se vuelve signo global.

    En este sentido, el pop es la música más coherente con el régimen temporal contemporáneo, un tiempo sin espesor, acelerado, fragmentario, que exige gratificación inmediata. El pop se adapta perfectamente a esta economía afectiva, frases cortas, ritmos repetitivos, armonía funcional diatónica muy luminosa y transparente, estribillos de adhesión instantánea, identidades sonoras fáciles de reconocer. Se trata de una música que no pide una escucha profunda para operar, su eficacia es instantánea, como un reflejo.

    Por eso el pop es hoy la música más escuchada del mundo, porque es la única que concuerda exactamente con las coordenadas antropológicas de nuestra época. No requiere iniciación, ni contexto, ni genealogía. Puede escucharse en soledad o en masa, en altavoces baratos o en estadios, en auriculares low-fi o en plataformas digitales. Es una música que triunfa porque no exige nada para existir y, al mismo tiempo, lo ofrece todo de inmediato, un ritmo, una emoción, un estado de ánimo.

    Esto tiene un lado luminoso, el pop es, quizás como ningún otro género, un lenguaje "democrático", con todo lo maravilloso pero también diabólico que eso conlleva. No excluye, no juzga, no pide credenciales culturales, no exige saber previo. En su mejor versión, el pop puede condensar fulguraciones poéticas, intuiciones melódicas extraordinarias, narrativas breves que se vuelven universales. Puede ser un arte real de la síntesis, un pequeño milagro de comunicación masiva con carga afectiva inmediata.

    Pero esta misma ontología trae consigo un lado oscuro. La velocidad del pop implica también desgaste, obsolescencia rápida, dificultad para sostener profundidad simbólica. Su estructura exige constante repetición, y la repetición constante exige simplificación (sin perjuicio de que la repetición sea algo imprescindible en toda música viva). La lógica industrial y tecnológica del género tiende a empujarlo hacia la homogeneización, hacia el volumen como falso signo de intensidad, hacia la producción como sustituto de la expresión. El pop puede así convertirse fácilmente en música sin cuerpo, pura superficie, puro efecto.

    Además, su correlación con el mercado lo vuelve desafortunadamente muy vulnerable a una reducción de la música a mercancía, donde lo que importa no es el gesto expresivo sino su capacidad de circular, de viralizarse, de producir dopamina social. El riesgo ontológico del pop es, pues, convertirse en música sin interioridad, una banda sonora del consumo emocional acelerado.

    Y sin embargo, y aquí está su paradoja más fascinante, el pop, incluso en su fragilidad ontológica, incluso en su dependencia de la industria, conserva un espacio para lo verdadero. De vez en cuando, un artista, una voz, un verso, un timbre, una progresión armónica, rompen esa superficie y producen un instante de densidad real, algo que se parece a la revelación, algo que toca el fondo del oyente sin necesidad de aparato conceptual. Ese milagro pop ocurre cuando el género deja de imitar la maquinaria del mundo y vuelve a su núcleo original, el gesto desnudo, la palabra que se vuelve música sin perder su urgencia.

    Por eso el pop domina, y por eso, pese a sus riesgos, no debe ser desechado, porque es el lenguaje del presente y, cuando renuncia a su caricatura industrial, puede convertirse en un arte de inmediatez luminosa. Un arte que, como un buen aforismo, dice mucho con casi nada, y que nos recuerda que incluso en una época saturada, todavía es posible que una melodía de tres minutos abra un resquicio de verdad.

    Si el pop y la copla dibujan dos modos de estar en el mundo, uno regido por la inmediatez, otro por la densidad simbólica, el bolero y el tango representan aún otra forma de verdad, otros modos de cantar el destino, inscritos en tradiciones distintas pero cargadas de un espesor ontológico que no puede ignorarse. Ni el bolero ni el tango se limitan a ser géneros, sino que son lugares donde un alma colectiva aprende a hablar de sí misma, donde el cuerpo y la voz se vuelven pensamiento. Por eso su genealogía no es una cuestión histórica, sino una cuestión del ser; y su ontología, antes que una teoría del estilo, es una teoría de la presencia.

    El bolero nace del mestizaje afrocubano, del pulso íntimo del Caribe donde la palabra cantada es ya un acto de consagración del deseo. Pero pronto trasciende esa localización geográfica para instalarse en una región emocional que pertenece a toda Hispanoamérica. Su genealogía es la del anhelo que busca forma, la de una vulnerabilidad convertida en arquitectura musical. Desde sus primeras encarnaciones en el romanticismo cubano hasta su expansión continental, el bolero ha sido siempre un arte de la confesión sin ironía. No es una música que juegue a ocultar su intención, ni se refugia en la máscara teatral de la copla ni en la volatilidad expresiva del pop. Su verdad es frontal, la del corazón expuesto sin defensas.

    En el bolero, la palabra amor no es figura ni alegoría, sino el centro de gravedad donde todo se ordena. Su ontología es la del sentimiento radical que no necesita disfrazarse. La melodía se pliega, se curva, se suspende en una respiración lenta; la armonía modula con suavidad, como quien avanza por un territorio delicado donde cada acorde sostiene la tensión entre la entrega y la pérdida. La voz es un espacio de tacto, nunca un instrumento más, sino un cuerpo que roza el silencio y lo hace vibrar. No hay urgencia de estribillo, no hay pirotecnia rítmica, no hay necesidad de volumen. Lo que hay es la gravedad de la palabra hecha caricia. Cuando Lucho Gatica pronuncia “Contigo en la distancia”, cuando Olga Guillot rasga la vocal de un adiós imposible, el bolero acontece como un pacto entre la vulnerabilidad y la dignidad. No habla del amor, sino que es el amor haciéndose audible.

    El tango, por su parte, nace de un barro más oscuro, de un arrabal donde se mezclan inmigrantes, prostíbulos, conventillos, nostalgias europeas y ritmos afro-rioplatenses. Su genealogía es la del desarraigo convertido en música. Si el bolero canta el deseo que se expone, el tango canta la herida que se recuerda. Es hijo de la pérdida antes que del anhelo, del orgullo antes que de la confesión, de una masculinidad quebrada que aprendió a transformar su fractura en estilo. Pero reducirlo a una estética de la pena sería un error, pues el tango es una metafísica del tiempo, una forma de pensar el pasado que vuelve como sombra viva. Sus letras no describen situaciones sino que construyen un mundo donde la memoria es un destino inevitable.

    En su ontología, el tango es vertical como la copla pero horizontal como la calle, un género que combina la densidad simbólica de lo trágico con el filo cortante de lo cotidiano. El bandoneón funciona como una respiración invertida, casi un corazón que se exprime. El fraseo vocal no es nunca neutro, siempre está teñido de un realismo afectivo que no admite artificio. Carlos Gardel convierte la modulación en una forma de caminar por el borde de uno mismo. Tita Merello transforma cada palabra en un arma y una súplica a la vez. El tango no quiere universalidad, quiere verdad. No quiere belleza pulida, quiere una belleza herida que no esconde sus cicatrices. Su ritmo arrastra el cuerpo hacia un territorio ambivalente entre lo sensual y lo fatalista, y su melodía avanza siempre como quien se atreve a pronunciar lo que duele.

    Bolero y tango forman así un espejo doble de las pasiones hispanoamericanas. Ambos trabajan con el pathos, pero de maneras distintas. El bolero desde la entrega, el tango desde la fractura. Ambos son rituales del sentimiento, pero en uno el deseo se abre como una flor nocturna y en el otro la memoria se enrosca como una espina. Ambos exigen al intérprete una forma de valentía, pero en el bolero es la valentía de la ternura y en el tango la valentía del desgarro. Ninguno se conforma con ser un género musical. Los dos son modos de habitar el alma.

    Frente al pop, cuyo tiempo es el presente, y frente a la copla, cuyo tiempo es el mito de una España interior, el bolero vive en el tiempo del éxtasis y el tango en el tiempo de la cicatriz. El pop captura la superficie, la copla ordena la fábula, el bolero suspende el instante y el tango lo hiere. En ese cuadrilátero ontológico se dibuja una cartografía completa de nuestras pasiones cantadas, la inmediatez luminosa del pop, la verticalidad trágica de la copla, la intimidad radiante del bolero y la memoria afilada del tango.

    Bolero y tango, cada uno a su manera, recuerdan que la música sigue siendo un espacio donde la vida se vuelve audible. No porque represente emociones, sino porque encarna modos de estar. Y cuando un género consigue eso, volver audible el estar, deja de ser un estilo y se convierte en una ontología.

    Desde mi propia ontología, insisto, la música no es un objeto sonoro ni una construcción estilística, sino una forma de presencia. Música es aquello que acontece cuando un cuerpo se expone en la voz y, al hacerlo, ordena simbólicamente un mundo compartido. Todo lo que no pasa por ese umbral puede ser sonido, puede ser técnica, puede ser incluso brillante, pero no llega a constituirse como música en sentido pleno. Por eso, al mirar el siglo XX sin prejuicios académicos, resulta evidente que la música que realmente ha sostenido una vida en común no ha sido la que se refugió en la hipermediación formal o tecnológica, sino aquella que permaneció fiel al gesto humano.

    Copla, bolero, tango y pop (en sus formas no caricaturizadas) no son periferias del canon, sino su continuidad real. Allí donde la música académica se volvió autorreferencial, abstracta o dependiente de mediaciones cada vez más rarificadas, estas músicas conservaron el contacto con los universales, esto es, el amor, la pérdida, el deseo, la memoria, la dignidad herida. No porque fueran simples, sino porque nunca renunciaron a la voz como lugar de verdad. En ellas, la música no se explica, se encarna.

    El verdadero riesgo no ha sido nunca la popularidad, ni la repetición, ni la difusión masiva. El peligro ha sido la sustitución del cuerpo por la máquina, del tiempo humano por el tiempo técnico, del acontecimiento por el producto. Cuando la música se edita hasta borrar el riesgo, cuando se amplifica hasta eliminar el matiz, cuando se produce hasta hacer desaparecer la respiración, deja de ser un acto y se convierte en un artefacto. Y ese riesgo atraviesa hoy por igual a la música académica y a la popular.

    Pero mientras exista una voz que cante sin esconderse, una palabra que se diga sin ironía, un gesto que se arriesgue sin red tecnológica, la música seguirá siendo posible. No como estilo ni como industria, sino como forma de verdad. El siglo XX no ha sido el siglo del fin de la música, sino el siglo en el que la música cambió de lugar para sobrevivir. Y ese lugar no ha sido el laboratorio ni la máquina, sino la canción, que en el fondo es el núcleo y raíz radical de todo lo musical. 

    Por eso estas músicas no pertenecen al pasado ni a la nostalgia. Son presentes activos, reservas ontológicas de humanidad. Allí donde alguien canta con el cuerpo entero, sin mediaciones que lo sustituyan, la música vuelve a suceder. Y cuando eso ocurre, no importa el nombre del estilo. Importa que el mundo, por un instante, vuelve a ser habitable.

    Ahora, a este territorio de músicas encarnadas que sostuvieron el siglo XX hay que añadir, sin concesiones ni romanticismos, el arco afroamericano en el que blues, jazz, soul y, más tarde, funk, rock and roll, hip hop y rap constituyen no estilos añadidos al mapa, sino uno de sus ejes ontológicos decisivos. No como color local ni como exotismo, sino como lugar donde la música volvió a ser, con una claridad casi insoportable, cuerpo, herida, rito y comunidad.

    El blues ocupa aquí una posición axial. No es un género, es una condición. Es la música nacida de la imposibilidad, del desarraigo absoluto, de la vida sometida a una violencia estructural que no puede sublimarse en abstracción. El blues no explica, constata, y no desarrolla, insiste. Su repetición no es pobreza formal, es memoria corporal. Cada blue note es una grieta en el sistema temperado, un recordatorio de que la música no nace de la perfección sino de la fisura. El blues es quizá la forma más desnuda de música encarnada del siglo XX, porque no promete redención, solo presencia.

    En el blues, la voz no canta para agradar ni para convencer, canta para seguir viva. El texto del blues es simple porque no puede permitirse la retórica. La armonía es mínima porque no hay espacio para la ornamentación. Y, sin embargo, en esa pobreza aparente hay una densidad ontológica que ninguna complejidad artificial puede suplir. El blues no representa el sufrimiento, lo sostiene. No lo dramatiza, lo habita. Por eso su influencia no es estilística, es genética.

    El jazz nace cuando esa condición se abre al juego, a la inteligencia colectiva, a la invención en tiempo real. El jazz es la gran respuesta moderna a la pregunta por cómo pensar con el cuerpo sin perder complejidad. No es una música de obras, sino de situaciones. No se funda en la partitura, sino en el oído compartido. La improvisación no es adorno, es ontología. Cada solo improvisatorio es un acto de responsabilidad, porque no hay red que sostenga el gesto si falla.

E    n su núcleo, el jazz no es ni popular ni culto, porque esa distinción le resulta ajena. Es música de músicos, sí, pero también música de comunidad. El swing no es un ritmo, es una ética del tiempo. Una manera de estar juntos sin anular la diferencia. La forma jazzística no elimina la repetición, la reactiva. No destruye la estructura, la tensiona. En ese equilibrio entre previsibilidad y sorpresa, el jazz encarna con una precisión ejemplar el balance poético entre orden y caos, entre lo mismo y lo otro.

    El peligro del jazz aparece cuando se academiza, cuando la improvisación se convierte en fórmula, cuando el riesgo se sustituye por el virtuosismo autoprotegido. El jazz puede caer en la misma trampa que la música clásica cuando se fetichiza la complejidad y se pierde el pulso humano. El jazz museo, el jazz de conservatorio, el jazz que imita su propia historia, traiciona su impulso original. Pero incluso ahí, su ontología resiste mejor que otras músicas, porque la improvisación siempre deja una grieta por la que puede volver a entrar la vida.

    El soul representa otro desplazamiento esencial. Si el blues es herida y el jazz inteligencia colectiva, el soul es afirmación corporal de la dignidad. Es música donde la voz vuelve a ocupar el centro absoluto, no como vehículo de texto, sino como energía espiritual. El soul no canta ideas, canta estados del ser. Hereda del góspel la dimensión ritual y la transforma en gesto político sin perder su espesor simbólico. El cuerpo que canta soul no se esconde, se expone.

    En el soul, la repetición es trance, no mecánica. El groove no es acompañamiento, es suelo. El oyente no escucha desde fuera, entra. Por eso el soul es una de las músicas más peligrosas para la lógica del auditorio, porque no admite pasividad. Convoca respuesta, movimiento, comunión. Cuando el soul se convierte en producto pulido, cuando la producción ahoga la respiración, pierde fuerza, pero incluso en sus versiones más industrializadas sigue arrastrando un resto de verdad difícil de neutralizar.

    El funk radicaliza esa dimensión corporal hasta el límite. Es música donde el ritmo deja de servir a la melodía y se convierte en espacio habitable. El funk no narra, insiste y no desarrolla, martillea. Y en ese martilleo genera una forma de inteligencia colectiva no discursiva. Su peligro aparece cuando el groove se vacía de intención y se convierte en plantilla, cuando el cuerpo se reduce a máquina repetitiva. Pero en su núcleo, el funk es una pedagogía del cuerpo pensante.

    El rock and roll, en su origen, participa de esta genealogía de encarnación. No nace como estilo complejo, sino como energía inmediata, como choque entre ritmo, gesto y deseo. El rock fue moderno porque devolvió la música a la adolescencia del cuerpo, a la necesidad de ruido, de volumen, de exceso. Su problema aparece cuando ese exceso se vuelve espectáculo vacío, cuando la distorsión sustituye al gesto y la rebeldía se convierte en marca.

    El metal lleva ese riesgo al extremo. Puede ser una música de enorme densidad simbólica cuando trabaja con lo trágico, con lo ritual, con la catarsis colectiva. Pero puede caer fácilmente en el músculo técnico, en la saturación sin sentido, en la violencia sonora sin pensamiento. El metal que se convierte en gimnasia instrumental pierde su ontología y se vuelve caricatura de sí mismo.

    El hip hop y el rap merecen una atención especial. Nacen como restitución radical de la palabra, como poesía rítmica encarnada, como crónica del presente desde la voz que no tiene acceso a otras mediaciones. En su origen, el rap es profundamente ontológico, porque devuelve a la música la función de decir el mundo sin filtros. El flow no es técnica, es respiración social.

    El peligro del rap aparece cuando la palabra se vacía de verdad y se llena de pose, cuando la agresividad se convierte en simulacro, cuando la repetición ya no es memoria sino branding. El rap puede caer en una hipermediación tan asfixiante como la de la música académica, solo que por otros medios. Cuando el estudio sustituye a la calle y la imagen al gesto, el rap pierde su fuerza constituyente.

    Y sin embargo, incluso en sus derivas, estas músicas siguen siendo parte del territorio que reivindico. No porque todo valga, sino porque todas contienen la posibilidad de volver a ser encarnadas. No dependen de una institución para existir, sino de un cuerpo que se arriesga. Pueden degradarse, sí, pero también pueden renacer sin pedir permiso.

    Blues, jazz, soul, funk, rock, rap no son capítulos secundarios de la historia musical del siglo XX. Son el lugar donde la música siguió siendo humana cuando otros espacios se cerraban sobre sí mismos. Son músicas que no renunciaron a los universales, sino que los vivieron desde el cuerpo. Amor, dolor, orgullo, pérdida, celebración, resistencia. Todo eso siguió siendo decible ahí cuando dejó de serlo en otros ámbitos.

    Por eso estas músicas no son alternativas, son centrales. No sustituyen a nada, continúan. Allí donde la música académica se volvió autorreferencial, estas músicas siguieron produciendo mundo. Con riesgos, con errores, con derivas, pero con una fidelidad radical al gesto humano.

    El siglo XX no se entiende sin ellas. No como banda sonora, sino como pensamiento encarnado. Y el siglo XXI, si quiere evitar la asfixia, tendrá que volver a aprender de ellas algo que nunca fue un secreto. Que la música no se justifica por su complejidad ni por su novedad, sino por su capacidad de hacer que un cuerpo se reconozca en otro a través del sonido. Allí donde eso ocurre, la música sigue viva. Allí donde no, todo lo demás es archivo.

    A este mapa de músicas encarnadas hay que añadir, con la misma seriedad ontológica, la historia de la música de cine y, más tarde, la de radio, televisión y videojuegos. No como apéndices funcionales ni como artes menores subordinadas a la imagen o al medio, sino como uno de los lugares decisivos donde la música del siglo XX y XXI siguió produciendo mundo cuando otros espacios se replegaban. Porque también ahí la música fue, durante mucho tiempo, gesto humano, memoria compartida y articulación simbólica de la experiencia colectiva.

    La música de cine nace ligada al cuerpo y al relato. En sus orígenes no pretende autonomía ni pureza, sino acompañar, subrayar, sostener una dramaturgia. Esa condición, que la musicología académica ha despreciado como dependencia, es en realidad su fuerza ontológica. La música de cine piensa con imágenes, pero no se disuelve en ellas. Traduce tiempo en emoción, escena en respiración, gesto visual en duración sonora. No explica la imagen, la encarna. Por eso, durante décadas, fue uno de los grandes reservorios de melodía, de inteligibilidad y de memoria musical compartida.

    El cine permitió que millones de personas siguieran reconociendo motivos, temas, giros armónicos, afectos musicales sin necesidad de mediación teórica. La música volvía a ser reconocible, recordable, tarareable, incluso cuando estaba orquestada con una sofisticación enorme. No había contradicción entre complejidad y claridad. La melodía no era un adorno, era una necesidad narrativa. En ese sentido, la música de cine prolongó una tradición que la música académica había empezado a abandonar.

    Pero también aquí aparece la deriva. A medida que la industria se tecnifica, la música de cine comienza a sustituir el gesto por el efecto. La hiperproducción sonora, la saturación orquestal permanente, el uso obsesivo del volumen y de la densidad tímbrica transforman la música en una masa indistinta. Ya no articula el tiempo, lo aplasta. Ya no acompaña la escena, la invade. La emoción deja de construirse y se impone. El oído deja de escuchar y se defiende.

    Cuando la música de cine se convierte en pura textura atmosférica, pierde su capacidad simbólica. Se vuelve funcional en el peor sentido. No funda memoria, no crea mundo, solo rellena. El problema no es la tecnología en sí, sino su absolutización. El sample sustituye al instrumento, el loop al fraseo, la programación a la respiración. La música deja de responder a un cuerpo y empieza a obedecer a un flujo técnico continuo que no admite silencio ni fragilidad.

    La radio, por su parte, fue durante buena parte del siglo XX un espacio extraordinario de mediación viva. No solo difundía música, la contextualizaba. La voz que presentaba, el tiempo compartido, la escucha doméstica, creaban una intimidad ritual que no era privada ni pública del todo. La música en la radio no era objeto de contemplación, era compañía, presencia, ritmo de la vida cotidiana. Ahí la canción, el jazz, el bolero, el pop, el rock encontraron un ecosistema donde podían seguir siendo humanos.

    Con el tiempo, la radio también se tecnificó hasta volverse fórmula. El formato sustituyó al criterio, la repetición programada a la escucha real. La música dejó de ser acontecimiento y se convirtió en fondo sonoro. No se escucha, se consume. El oído se acostumbra, pero ya no se implica. El riesgo ontológico de la radio contemporánea es el mismo que el de muchas músicas actuales. Convertir la presencia en ruido de fondo emocional.

    La televisión intensificó este proceso. La música televisiva nace casi siempre subordinada a la imagen, pero no necesariamente empobrecida. Durante décadas, las cabeceras, las sintonías, los temas recurrentes fueron verdaderas condensaciones simbólicas. Bastaban unos segundos para convocar un mundo. Ahí la música seguía operando por reconocimiento, por memoria afectiva, por repetición significativa. No era autónoma, pero sí eficaz ontológicamente.

    El problema aparece cuando la música televisiva se vuelve intercambiable. Cuando cualquier sonido puede servir para cualquier imagen. Cuando la identidad sonora se diluye en bancos de audio genéricos, en librerías de efectos, en producciones anónimas pensadas para no decir nada demasiado preciso. La música deja de ser gesto y se convierte en decoración. No falla, pero tampoco arriesga y no hiere, no revela.

    La música de videojuegos merece un lugar propio en este análisis, porque ahí se abre una ambigüedad profunda. Por un lado, el videojuego ha permitido una forma de música ligada a la acción, a la interacción, al tiempo vivido. La música no acompaña pasivamente, responde. Se adapta, se transforma, reacciona al gesto del jugador. En ese sentido, recupera algo muy antiguo, la música como parte del ritual, del juego, del movimiento corporal. Pero al mismo tiempo, la música de videojuegos corre el riesgo extremo de la mecanización absoluta. Loop infinito, repetición sin desarrollo, dependencia total de la electrónica, desaparición del intérprete humano. Cuando la música se reduce a un algoritmo reactivo, pierde su dimensión simbólica. Puede ser eficaz, incluso brillante técnicamente, pero ya no funda experiencia, solo regula estímulos. El oído responde, pero el ser no se compromete.

    En todos estos ámbitos, cine, radio, televisión, videojuegos, se repite el mismo dilema ontológico. O la música permanece ancilar al gesto humano, al relato, al cuerpo, a la respiración, o se disuelve en una infraestructura técnica que la vuelve invisible y sustituible. No es una cuestión de medios, sino de jerarquía. Cuando la tecnología sirve a la música, la música vive. Cuando la música sirve a la tecnología, se vacía.

    Estas músicas mediáticas han sido, durante décadas, uno de los últimos lugares donde la música siguió siendo comprensible sin empobrecerse, compleja sin volverse abstracta, popular sin renunciar a la dignidad simbólica. Pero también son hoy uno de los campos donde el riesgo de deshumanización es mayor. Precisamente porque su poder de difusión es enorme y su dependencia técnica casi total.

    Por eso no se trata de rechazarlas, sino de exigirles lo mismo que exigimos a cualquier música viva. Que no renuncien al gesto. Que no confundan intensidad con saturación. Que no sustituyan presencia por efecto. Que recuerden que incluso en el cine, en la radio, en la televisión o en un videojuego, la música solo existe de verdad cuando alguien, en algún lugar, puede reconocerse en ella con el cuerpo entero.

    Si estas músicas recuperan esa fidelidad al gesto humano, seguirán siendo parte central de la historia viva de la música de nuestro tiempo. Si no, se convertirán en otro paisaje sonoro más sin mundo. Y entonces, como siempre, la música volverá a desplazarse a otro lugar, allí donde aún sea posible que el sonido no solo acompañe la vida, sino que la haga, por un instante, verdaderamente audible...


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