... pasquinos, birras y otros desaguisados romeriles ...
Del Palau a la taberna: crónicas de un crítico en procesión
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In Criticum absurdum (o Pasquinos, birras y otros desaguisados romeriles)
Un fantasma recorre Valencia: el fantasma de Augusto Romero. Todas las fuerzas de la vieja crítica se han unido en santa cruzada contra este espectro: el público y los músicos, los teatros y las orquestas, los gestores y los programadores, los melómanos de butaca y los estudiantes de atril.
¿Dónde está el crítico al que sus rivales no hayan tachado de “romeril”? ¿Qué institución musical no ha sido acusada, a su vez, de esconder bajo el atril algún guiño complaciente hacia este fantasma?
De este hecho resulta una doble enseñanza: que Augusto Romero ya es reconocido por todas las fuerzas culturales como un poder, y que ha llegado el momento de que los músicos expongan a la faz del mundo entero sus ideas, sus fines, sus tendencias, y opongan al cuento del fantasma un manifiesto propio.
¿Quién es, pues, este fantasma? No un Beethoven maldito, no un Schumann febril, no un Debussy visionario. No. Es ni más ni menos (qué desilusión) un simple pianista mediocre, de salón de segunda, que nunca logró arrancar aplausos más allá de los de compromiso, y que, frustrado por la propia mediocridad de sus dedos, se refugió en lo que creyó ser su segunda vocación: medrar, intrigar, politiqueo de pasillo, y escritura de pasquines disfrazados de crítica.
Ni lo uno ni lo otro aprendió del todo: en el piano fue un malucho sin nervio, y en la escritura es apenas un escribano de feria que confunde la sátira con el insulto y la crítica con el chisme.
Y sin embargo, se cree mucho, todo el rato. Como buen fantasma, se infla al doblar las esquinas, se multiplica en los espejos de los foyers, se pavonea en las columnas como si fueran altares. Se cree juez, cuando es apenas ujier; se cree cirujano, cuando empuña un cuchillo de untar; se cree tribuno, cuando apenas llega a tertuliano de café rancio. En su cabeza resuenan ecos de Hanslick, de Shaw, de Adorno; pero en la realidad, apenas logra imitar el tono de un cronista de falla con resaca.
Este es el peligro: que un personaje tan menor aspire a erigirse en árbitro de lo mayor. Que un pianista frustrado se disfrace de crítico mayoritario. Que un plumífero de frases largas y de ideas cortas arrastre con su bilis la vida cultural de una ciudad que merece música, escucha y palabra justa.
Por eso, aquí comienza mi sátira: no para exorcizar al fantasma (que se exorciza solo, con su propia inanidad), sino para desenmascararlo. Y así, aquí, yo acuso, yo clamo contra este fantasma doméstico que recorre Valencia con el mismo estrépito de una puerta mal engrasada: mucho ruido, ningún misterio.
Comencemos pues. En un lugar de Extremadura, de cuyo nombre no quiero ni acordarme, pues basta con invocarlo para que aparezca con su pasquín en ristre, nació este hidalgo venido a menos del teclado, que jamás pudo ennoblecer su linaje pianístico ni con un concierto entero ni con un aplauso verdadero. De tan pocas teclas como dedos, de tan poca música como ruido, se refugió en la pluma como quien cambia la espada por el abanico, creyendo que el politiqueo, el medro y la escritura suplirían lo que nunca supo hacer con el piano.
Y así, como dijimos, todas las orquestas de la ciudad, todos los conservatorios, todos los teatros y hasta algún que otro bar de cañas, se han unido en santa alianza para conjurar este espectro: directores y músicos, gestores y programadores, melómanos y estudiantes, hasta los acomodadores de sala han aprendido a temblar al oír su nombre.
Es esta ya mi segunda entrada en mi blog sobre el gran Augusto Romero (permítaseme el lapsus de llamarle Augusto, porque lo suyo es auténtico cesarismo crítico: dictar edictos desde la tarima, creyéndose emperador de la estética, cuando en realidad apenas llega a ser regidor de plazuela). La primera entrada de mi blog dedicado a su majestad, como recordarán, se la dediqué en clave de sonetillos barrocos, estilo Siglo de Oro, satirizando esos pasquinos suyos, esas "críticas" vulgares, ramplonas y de un amaneramiento tan empalagoso que haría sonrojar al mismísimo Huneker, o a Shaw, o a nuestro Quevedo, quien a buen seguro lo hubiera despachado con un epigrama fulminante.
Y digo todo esto con cierto pudor, pues jamás en mi vida me había detenido a responder a un crítico. Ni siquiera cuando me tocaba a mí directamente con sus dardos. Eso, francamente, siempre me pareció muy cursi, de mal gusto, y sobre todo una pérdida de tiempo. Es como esos actores que montan un drama shakesperiano porque alguien osó insinuar que su Hamlet era de corcho: la solemnidad del desagravio resulta más ridícula que la ofensa original. La verdad es que las críticas no son tan importantes, especialmente tal y como suelen escribirse hoy, a vuelapluma, con prisas de cierre, más atentas al titular llamativo que a la escucha atenta. La mayoría de las veces no pasan de ser columnas olvidables, pasquines de periódico que el viento arrastra al día siguiente, textos que envejecen antes de llegar al quiosco. Responderles es como pelear con sombras en la pared: se gasta energía, pero no se gana nada. El arte, al final, no necesita abogados de oficio: la música habla por sí misma, resiste a los siglos, atraviesa imperios y pestes; las críticas, en cambio, apenas sobreviven como papeles amarillentos en hemerotecas polvorientas que nadie consulta.
Conviene aclararlo también: no toda la crítica es así. Sería injusto y mezquino meter a todos en el mismo saco. Nuestro país cuenta con una gloriosa tradición crítica que viene desde Feijoo, con su afán ilustrado por explicar y abrir caminos; pasa por Larra, que supo combinar ingenio, sátira y compromiso cívico; y se prolonga en tantas plumas que han ejercido con dignidad, lucidez y amor verdadero al arte. Esa línea, menos mal, aún no se ha roto del todo: todavía quedan muchos críticos de ese linaje, atentos, rigurosos, capaces de escuchar antes de dictar sentencia, que iluminan en vez de oscurecer.
Entonces, siempre consideré impropio que un artista se rebajara a responder en público: el intérprete debe volcar su respuesta en la obra, en el concierto, en el silencio cargado de música. Es ahí, y no en un artículo, donde se gana o se pierde, por hablar en términos "romeriles". Y por eso mismo me da cierto pudor estar escribiendo esto: no quiero que se confunda con un ajuste de cuentas personal ni con un duelo de egos. No se trata de defender mi honra frente a una reseña (de hecho, la reseña que inspira este ensayo no es contra mí, son contra la ORTVE): se trata de denunciar un estilo de crítica que deja de lado la música para instalar la bilis como categoría estética.
Con Romero, entonces, no me enfrento a lo que me haya escrito a mí (de hecho, casi siempre me dedica críticas positivas, salvo alguna biliosa, ramplona y pueril tras un desencuentro personal de esos que dejan poso de rencor en las almas pequeñas), insisto, sino a lo que hace con los demás. Porque lo grave no está en su trato conmigo, que me importa un bledo, como se dice en román paladino, sino en el modo en que despliega sus pasquinos contra quienes no tienen voz para defenderse, contra los jóvenes que apenas empiezan y a los que puede arruinar una ilusión con un adjetivo envenenado, contra las instituciones que atraviesan momentos frágiles y a las que empuja un poco más al precipicio con sus letanías.
Lo mío con él no es un duelo personal, sino una cuestión de principios. No se trata de si "aplaude" o no mis conciertos (total, para eso ya tengo a mis hijos, que aplaudes siempre aunque "me equivoque", y además con más gracia y sin bilis), sino de cómo utiliza la crítica para convertirla en púlpito de resentimiento. Porque Romero no es crítico en el sentido noble del término, aquel que escucha, sopesa y esclarece, sino juez sumario que dicta sentencias teatrales para hacerse notar. Y en esa teatralidad burda, lo que queda destruido no es su reputación (pues esa ya está muy en entredicho), sino la de los músicos que caen bajo su pluma.
Ahí radica la diferencia: yo no necesito defenderme de él; pero sí me siento en la obligación de señalar lo que representa, porque con cada reseña de bilis convierte en víctimas a otros, y con cada columna escrita desde la mala fe erosiona un poco más la confianza entre la crítica y la música. Si le contestara por mí, sería un gesto de vanidad; pero contestarle por los demás es, al menos, un acto de higiene pública, higiene cívica, de resistencia contra esa cultura de la queja corrosiva que confunde la opinión con el látigo y el oficio crítico con la exhibición del ego.
Mi problema con Romero, por tanto, e insisto, no es para nada personal. Es moral, ético, político, cívico y, sobre todo, filosófico; ontológico. Es contra lo que representa. Contra la cultura del odio erigida en catecismo; contra el resentimiento convertido en oficio; contra la crítica convertida en espectáculo de sí misma; contra la triste pulsión de empañar con su tinta agria la noble profesión de la crítica musical. Pues lo que debería ser escucha, amor, transmisión de sentido y apertura de caminos, Romero lo degrada en pasquín de frustraciones, en inventario de chismes, en confesionario de envidias. Es un notario del rencor. Un ujier de la bilis. Un cronista de la acritud.
Moralmente, porque degrada la palabra, que debería servir para esclarecer y acompañar, en arma de destrucción gratuita. La crítica, cuando nace de la verdad moral, busca iluminar zonas oscuras, sostener al lector en el esfuerzo de comprender una obra, darle un cauce para escuchar con más hondura. Romero, en cambio, convierte la moral en amoralidad, el juicio en capricho, el amor a la música en un desquite personal. Allí donde debería haber cuidado y atención, se instala el resentimiento y la crueldad disfrazada de ingenio.
Éticamente, porque hace de la crítica un oficio sin principios, gobernado no por la justicia ni por el rigor, sino por simpatías, antipatías, venganzas personales y alianzas de pasillo. La ética del crítico debería fundarse en la independencia: la obligación de escuchar más allá de los intereses propios. Romero invierte esta lógica: en su pluma, la crítica se convierte en una extensión de sus querencias privadas, de sus pequeños rencores, de sus enemistades y favoritismos. Éticamente, su ejercicio no se mide por la búsqueda de la verdad, sino por la comodidad de la conveniencia.
Políticamente, porque con su manera de escribir contribuye a un clima cultural de desconfianza, de hostilidad, de cancelación anticipada. La crítica, bien entendida, puede ser un contrapeso saludable, una voz que cuestiona poderes y abre debates. Pero Romero no critica a los poderosos ni a las estructuras injustas: desata su furia contra los más vulnerables, contra orquestas que atraviesan crisis, contra cantantes que empiezan, contra instituciones que no lo adulan. Y así, en lugar de vigilar al poder, se convierte en brazo armado de la intriga, en instrumento político de camarillas, en árbitro de nada que se autoproclama árbitro de todo.
Cívicamente, porque atenta contra la convivencia cultural. La crítica, en un espacio público sano, debería unir, enriquecer, invitar al diálogo entre artistas y oyentes. Debería elevar la conversación, contribuir a que la sociedad tenga una vida musical más plena. Romero, en cambio, fractura, divide, intoxica. Lo suyo no es crear comunidad, sino sembrar discordia: enfrenta al público contra los músicos, a los músicos entre sí, a las instituciones contra sus propios artistas. En lugar de ágora, construye plazuela; en lugar de plaza pública, mercadillo de chismes.
Filosóficamente y en el fondo, ontológicamente, la figura de Romero es aún más dañina, porque convierte el ser de la música, que no es entretenimiento ni adorno, sino acontecimiento de sentido, epifanía de lo invisible, encarnación del tiempo en gesto sonoro, en un mero pretexto para su teatro personal. La música, en su hondura ontológica, es aquello que acontece cuando la sonoridad, el cuerpo y el logos se encuentran en un acto irrepetible que abre mundos; es símbolo, aparición, revelación. La crítica, cuando se eleva a la altura de esta ontología, se convierte en hermenéutica: búsqueda del logos que la música porta, mediación entre arte y existencia, iluminación de los caminos que la obra abre en nuestro ser.
Romero, sin embargo, practica la inversión grotesca de esta vocación. Donde debería haber atención al misterio del tono, coloca inventario de anécdotas; donde debería haber desvelamiento de sentido, instala quejas triviales; donde debería haber palabra creadora, intercala chisme, refrán barato y posdata de taberna. Para él, la música no es ser, sino excusa; no es epifanía, sino telón de fondo; no es acontecimiento, sino decorado sobre el que proyectar su ego dolido. Ontológicamente, su “crítica” niega la música misma: no la escucha como forma de ser, no la reconoce como acontecimiento que nos transforma, sino que la reduce a ocasión de figurar, a pretexto para afirmar su personaje.
Y eso es lo más grave: la traición de la esencia misma de lo que dice servir. Porque no es sólo un mal estilo o una falta de rigor: es la negación de la música como música. La crítica, cuando pierde su referencia al ser musical, se convierte en ruido, en opinión sin logos, en sombra de sí misma. Y de este modo, Romero encarna el modelo perfecto del crítico que no sólo deja de acompañar al arte, sino que lo suplanta con su mascarada: es la usurpación del acontecimiento por el comentario, la sustitución del símbolo por la queja, el eclipse del logos por la bilis.
Y a esta negación ontológica se suma el vicio más prosaico y terreno: el arte menor de las palmaditas, ese continuo “do ut des” de corrillos y pasillos donde la "crítica" se convierte en ficha de trueque. Romero no escribe para escuchar ni para pensar: escribe para colocarse en la partida. Sus columnas funcionan como cromos intercambiables: hoy un elogio por aquí, mañana una colleja por allá, siempre en función de quién reparta los naipes de la tertulia. No hay ahí hermenéutica, sino clientelismo de sobremesa; no logos, sino contabilidad de guiños. Así se teje una red donde la música deja de ser fin para convertirse en moneda de cambalache: medio de presión, de acceso, de recompensa o castigo. En lugar de la polis de la música, ese espacio común donde todos dialogamos en torno al arte, lo que instala es el mercadillo de las intrigas, la tómbola de la vanidad, la pequeña corte donde se rifan favores a cambio de silencios o palmadas.
Y este sistema de “tú me rascas y yo te rasco” no sólo degrada a quien lo practica, sino que envenena el ecosistema cultural entero. Porque lo que debería ser diálogo libre entre música, crítica y público se convierte en partida de póker de baratillo, donde las cartas se marcan de antemano y las apuestas no son ideas, sino favores. Hoy se concede una reseña tibia para ganar una invitación; mañana se reparte un adjetivo hiriente para ajustar cuentas. La música desaparece del tablero: lo que queda es el humo de los puros metafóricos, las sonrisas de sobremesa, la tramoya de un teatro en el que todos saben que la función no va de escuchar, sino de negociar. Y así, el arte, que debería ser ágora luminosa, se transforma en corralito de vanidades, en cambalache de egos que intercambian palmaditas como quien cambia estampitas en un recreo.
Por eso, lo que Romero encarna no es un crítico, sino un verdadero síntoma: el de la cultura del odio erigida en catecismo, el resentimiento convertido en oficio, la crítica convertida en espectáculo de sí misma, la pulsión triste de empañar lo que debería ser luminosa mediación.
Lo más grave de todo, sin embargo, no es que escriba muy, muy mal, torpe y ramplonamente (que lo hace, y con fruición), ni que confunda análisis con pataleta (que también). Lo grave es que ha terminado por encarnar, casi como caricatura, un modelo de crítico que no critica, sino sentencia; que no escucha, sino pontifica; que no ilumina, sino oscurece; que no eleva, sino rebaja. Es el perfecto menipeo de la prensa cultural: mitad cura de sacristía, mitad bufón de taberna, mitad censor decimonónico, mitad cronista de mercado. Cuatro mitades, todas ellas contradictorias, todas igualmente ridículas. Como en la sátira antigua, mezcla refranes de baratillo con exclamaciones pseudoclásicas, tópicos populacheros con frases interminables que aspiran a sonar doctas. Ni Juvenal ni Luciano hubieran osado tanto: al menos ellos sabían reír con gracia, fustigar con estilo, zaherir con arte.
Por eso, de nuevo, lo afronto con lo único que tengo: palabras. Palabras que no son látigo, sino espejo; no son cuchillo, sino antídoto. Y si en esto hay algo de justicia poética, será en responder con sátira a la bilis, con humor a la acidez, con valentía a la cobardía. No para hundirle a él, pues ya bastante hundido está en su propia charca de tópicos, sino para intentar contribuir a salvar, aunque sea mínimamente, la dignidad de la crítica musical, ese noble oficio que no nació para ser púlpito de frustraciones ni altavoz de odios, sino para ser puente entre la música y el mundo, intérprete de lo inefable, transmisor de lo invisible.
Y es que su reciente crítica a la ORTVE, ese supuesto “desaguisado de cuidado” que firmó tras el concierto en València, es un ejemplo de manual. A veces da la impresión de que últimamente la orquesta y el coro de RTVE son su diana favorita, blanco recurrente para sus invectivas cada vez que le apetece sacar el hacha. Elige a quién atacar y a quién ensalzar como quien moja el dedo y comprueba de dónde sopla el viento: si la corriente va en contra de una institución, él se apunta al palo; si va a favor, él se sube a la ola. Lo triste es que esta veleta crítica no responde a criterios musicales, sino a camarillas, a confidencias privadas y a susurros de pasillo. No es ningún secreto que mantiene grupos de WhatsApp con artistas de su cuerda, donde circulan bromas, venenos y filias que luego reaparecen, disfrazadas de “crítica”, en sus artículos. Lo de su In Paradisum cervecero, además, no fue un lapsus literario: hablaba del Réquiem de Fauré, pero lo redujo a un brindis tabernario, aclarando así lo que de verdad le interesa recordar de un concierto.
Habría que hacer una crítica de sus críticas. En este caso, yo propongo la siguiente, imitando su estilo, en especial el estilo de esta última crítica pero también el de tantas otras, que parece escribir con la misma plica que lleva utilizando en los últimos 30 años:
"Obras son palabrerías y no buenas razones. Porque lo de Justo Romero no es crítica sino sermón de sacristía con ínfulas de cabaret, redactado en esa "prosa" suya que, al mismo tiempo que presume de bisturí, apuñala con cuchillo de untar, tan largo, tan moroso, tan enredado en cláusulas subordinadas que cuando uno llega al punto final ya no recuerda si estaba hablando de Fauré, de la iluminación del Palau, o de la caña de cerveza que le consoló al término de semejante "viacrucis" estético.
Justo arranca siempre con un refrán de baratillo, convencido de que la sabiduría popular es suficiente para sentenciar a orquestas y directores. Luego vienen, en cascada, los romeriles adjetivos de siempre (cutre, chabacano, desaguisado), que Romero repite como letanías de un rosario sin fe, pues en su boca ya no significan nada salvo la eterna satisfacción de escucharse. Y tras los adjetivos, también el "inventario" de siempre: los "regalitos" que no le gustaron, los discursos que le aburrieron, el cámara que le molestó, el atril torcido. Todo menos la música, que aparece muy muy al fondo, como un figurante tímido en la función del gran protagonista de sus críticas: él mismo.
Cuando se atreve con los directores, los describe en clave de esperpento: gigantones contorsionados, bailarines torpes con batuta invisible, sombras grotescas del arte de dirigir. Y es que Romero no escucha nunca: siempre imagina. Cada gesto del maestro se convierte en caricatura, cada compás en oportunidad para una exclamación teatral (“¡asómbrense!”) que hace las veces de traca final en un artículo más cerca de la barra de bar que de la crítica.
Los solistas, pobres, son sometidos a su legendario "juicio sumarísimo". Nunca bastan, nunca saben, nunca alcanzan el pedestal donde Romero conserva, polvorienta, la foto de Fischer-Dieskau. Y al llegar al Pie Jesu, uno no sabe si habla de Fauré o de la carta de vinos. Porque lo suyo no es reseñar, es despachar, con ese tono de juez cansado que dicta sentencia con más tedio que rigor.
Y el colofón, inevitable, es la cerveza. No un análisis de la obra, ni un intento de pensar la música más allá del adjetivo fácil, sino la confesión de que lo único memorable fue la espuma del vaso. Ese es su In Paradisum: espuma, burbuja, gas. Porque al final, lo suyo es la meteorología crítica: moja el dedo, lo levanta, mira de dónde sopla el aire y allá que va su sentencia. No arriesga, no inventa, no propone: se limita a seguir la corriente, como veleta de campanario que gira siempre hacia el aplauso fácil o la condena de manual. Si sospecha que tal orquesta o intérprete "anda en la picota", sea eso cierto o no, zas, palo asegurado. Si intuye que su círculo político o sus amistades consideran a alguien indeseable, pam, condena súbita. Y si resulta que los amigos de sus amigos odian a tal músico, entonces doble ración de leña. Y, por el contrario, si un pianista nuevo o un intérprete del momento despierta admiración general, tampoco duda en subirse a esa ola y rubricar una crítica laudatoria, como si hubiera descubierto por sí mismo lo que en realidad repite de oídas. Filosofía de viento: no sopla él, lo soplan. Y así confunde la crítica con el cotilleo, la independencia con la obediencia, el juicio con el prejuicio. Como decía un viejo sabio: “quien no se moja, se seca”. Y Romero, más que crítico, parece siempre al sol, secándose.
Así, consigue lo impensable: convertir el Réquiem de Fauré en una tertulia de café, transformar a la Orquesta de RTVE en figurantes de su sainete crítico y reducir la música, ese misterio que exige escucha radical, a decorado de su desplante. Si Valle-Inclán levantara la cabeza, lo invitaría a una de sus farsas; si Fauré le oyera, volvería al silencio. In Criticum absurdum.
Y como todo sainete pide su colofón, aquí va el mío, con la misma trompetería con que Justo inaugura sus letanías: Justo Romero escribe mal, muy mal, horriblemente mal. Tan mal que ni escribir mal consigue con estilo. Porque lo suyo no es prosa sino empanada: frases largas como procesiones de Semana Santa, con cruces, cirios y penitentes, todas marchando sin dirección hasta que el lector, exhausto, suplica redención en el punto final. Con la diferencia de que en la verdadera Semana Santa cada paso puede tener a veces hondura, silencio y sentido trascendente, mientras que en sus escritos el único incienso que se respira es el del humo de su propia confusión.
No hay ingenio, no hay ironía, no hay filo, no hay gracia. Ni bisturí ni cuchillo de untar: palo de escoba, seco y deslucido. Carece de ritmo, de cadencia, de oído; ni siquiera sabe colocar un adjetivo sin que suene a calderilla repetida en el platillo. Técnica, ninguna; estilo, menos; humor, ni por asomo. Ni escribir bien puede, y aún presume de látigo cuando lo que empuña es un paraguas agujereado.
Lo triste, y por ello cómico, es que pretende ser crítico de música quien desafina hasta en la sintaxis. Un Réquiem lo convierte en manual de quejas, una sinfonía en inventario de chismes, un aria en queja de cafetería. Y como no puede bordar la filigrana de un buen cronista, se queda en su caricatura: repite adjetivos como si fueran compases de marcha militar, ensarta tópicos como salchichas en feria, y al final brinda, no con música, no con palabra justa, sino con la espuma rancia de su caña.
Escribe a destiempo, sin partitura, y creyéndose solista. Un In Paradisum no para Fauré, sino para la paciencia del lector, que se despide entre bostezos, aplausos falsos y la certeza de que la crítica, si ha de sonar así, mejor se quede muda. Y sin olvidar su recurso más lastimero: el intento de disfrazarse de cronista del pueblo, de voceador de mercado, de tribuno con zapatillas. Se descuelga con expresiones de habla de calle, con giros “populares” que querrían sonar cercanos, mordaces, castizos… y no pasan de vulgares, repetidos y sin chispa. Ese populismo de baratillo, esa cutrez de “refranero y birra”, no añade ironía ni ingenio, sino un aire de tertulia desganada en sobremesa larga. Quiere sonar callejero y suena provinciano; quiere parecer mordaz y parece cascarrabias; quiere fingir ingenio y solo consigue cansar. En el fondo, lo que late tras tanta bilis es el lamento de un pianista que nunca llegó a ser, el eco apagado de unas teclas que no sonaron como soñaba. Su crítica no nace del amor al arte, sino de la nostalgia de no haberlo habitado plenamente. Por eso se arrima a la música como quien ronda un banquete al que no fue invitado: cerca del fulgor, pero sin la llama; cerca del arte, pero sin tocarlo nunca con las manos. Y así escribe, no desde la plenitud, sino desde la carencia: buscando en la reseña la gloria que no conquistó en el escenario. El brillo de otros recordándole siempre su propia opacidad..."
Las razones por las que ahora la ORTVE parece estar en la diana de Romero son, en apariencia, insondables; pero si se rasca un poco (aunque tampoco merece la pena gastar mucho tiempo en ello, pues hay ocupaciones más nobles que destripar pequeñeces), probablemente se descubriría lo de siempre: que alguien desde dentro de la orquesta le susurra confidencias, o bien que la supuesta dirección política o artística de la casa no cuenta con su beneplácito, o que antaño le encargaban notas de programa y ahora ya no, o que algún solista de renombre no aceptó sus consejos de tribuna, o que se han olvidado de darle entradas, o que no fue invitado a una gira, o que no han contado con su "consejo" para elegir al siguiente director titular, o que ciertas simpatías y afinidades personales se han enfriado, o que espera un reconocimiento que no llega, o simplemente que el aplauso ajeno le resulta insoportable y necesita empañarlo con su tinta. Historias miles, en cualquier caso ajenas por completo a la música, eso está claro.
Y, entretanto, se repite el viejo drama: la crítica, noble gremio que debiera ser espejo del arte, y luz que ilumina caminos, se ve manchada por quienes la convierten en altavoz de resentimientos o rencillas. El que debía ser un heraldo, o custodio (o poeta) del logos se transforma en buhonero de improperios, y el ágora del juicio estético se vuelve mercadillo de ocurrencias.
Ya lo decía nuestro querido Quevedo con su sorna: nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir, y en eso de las críticas como las de Augusto Romero sobran promesas de rigor que luego se truecan en diatribas de plazuela.
Y como dije antes, la crítica así se convierte en rondar los fulgores sin nunca tocar la llama, en hablar del arte como quien describe un festín al que sólo asoma la nariz desde la ventana.
Al final del día, lo de la justicia romeril no pasará a la historia como crítica (su presencia y actividad empaña un muy noble gremio y con gran solera en nuestro país y en nuestra tradición), sino como síntoma: el grito airado de quien quiere que le lean, aunque sea para insultarlo después (cosa que por cierto aquí no hacemos ni haremos, claro está). Pasará, como pasaron todos los que, en su día, despotricaron contra el mar de Debussy, contra la primavera de Stravinsky o contra los torsos de Renoir, y quedará, al final, sólo lo que siempre queda: la música y el arte, imperecederos, inmunes al veneno de las lenguas triviales.
En realidad, lo verdaderamente grave no es que Romero escriba mal, ni siquiera que confunda la crítica con la queja. Lo grave es el ejemplo que transmite: el de un oficio reducido a caricatura. Jóvenes músicos que buscan en la prensa una mirada lúcida sobre su trabajo acaban encontrando un sainete, un inventario de molestias personales, un rosario de adjetivos repetidos. El daño no es sólo para los intérpretes vapuleados, sino para la música misma, que queda rebajada a excusa de desahogo. Y lo peor: esa manera de ejercer la crítica normaliza la idea de que opinar es equivalente a resentirse, que criticar es siempre destruir, que la lucidez es inseparable del desprecio.
No es la primera vez que la historia conoce a personajes semejantes. En todas las épocas hubo críticos cuya voz, más que iluminar, ensombrecía. Los hubo contra Wagner, contra Berlioz, contra Debussy, contra Stravinsky… y siempre su herencia ha sido la misma: la música sobrevivió, ellos no. Es el viejo papel del cascarrabias profesional, del Scrooge de la prensa cultural, del “grumpy old man” que necesita que todo falle para poder existir. Pero mientras aquellos antiguos críticos al menos todavía escribían con un poco más de ingenio o con veneno de calidad, Romero ni eso: a falta de estilo, se refugia en el tópico, en la caricatura de sí mismo, en la pose de un látigo que en realidad es, como ya apuntamos, un paraguas agujereado.
Y con esto cierro, esperando que sea la última vez que pierdo mi tiempo en dedicar tantas letras a semejante sujeto. Si alguna vez tengo que volver a hacerlo, insisto, que sea con el dardo de la palabra, pero jamás en su mismo lodazal de odio: con un poco más de ironía, de sofisticación y de humor, ese humor burlesco y socarrón que en Valencia nunca nos falta.
Porque personajes como Romero los ha habido siempre en la historia de la música y de las artes: esos pobres gruñones de la crítica, esos cascarrabias profesionales que viven más cómodos en la queja que en la creación, esos viejos gruñones que confunden su bilis con sabiduría. Ya los conocimos en los tiempos, como dijimos, de Berlioz, que fue vapuleado; de Stravinsky, a quien llamaban bárbaro; de Debussy, al que acusaban de no saber orquestar; y de tantos otros que hoy son faros mientras sus detractores son apenas notitas a pie de página.
Es el mismo arquetipo que aparece disfrazado en todas las culturas: el Tartufo de Molière, predicando virtud mientras trafica con la hipocresía; el Thersites de la Ilíada, el soldado feo y resentido que no combate pero insulta a los héroes; el Frollo de Notre-Dame de Paris, devorado por la envidia ante lo que no puede poseer; o el Segismundo en su reverso grotesco, no como príncipe que despierta a la libertad, sino como crítico encadenado a sus propias sombras.
En la comedia encontramos a sus primos: el Don Latino de Valle-Inclán, siempre dispuesto a la pulla de taberna pero nunca al riesgo del genio; el Pepe Isbert del cine español, murmurador de plazuela, convencido de que el mundo se hunde porque él ya no lo entiende; el Salieri de la leyenda amadeusiana, incapaz de soportar la gracia ajena y refugiado en la intriga para maquillar su propia impotencia.
En la literatura rusa, por ejemplo, es el Hombre del subsuelo de Dostoievski, minado por la amargura y convencido de que su lucidez está en despreciar lo bello. En la inglesa, es el Mr. Casaubon de Middlemarch, teórico estéril que lo juzga todo sin producir nada. En la española, es el Criticón de Gracián, en su versión más sosa, sin ingenio ni profundidad.
Hasta en la mitología popular lo reconocemos: es el ogro que devora los festines pero nunca cocina; el duende cascarrabias que estropea los bailes en la plaza; como ya dijimos, el Scrooge dickensiano, que confunde la austeridad con la miseria de espíritu. Incluso en el circo romano, hubiera sido el espectador que, incapaz de luchar como gladiador, se conformaba con gritar “¡pollice verso!” desde la grada.
Todos ellos forman la genealogía del mismo fantasma: el que no crea pero destruye, el que no canta pero interrumpe, el que no danza pero tropieza, el que no escribe pero garabatea. Romero no es sino un eslabón más de esa estirpe universal del resentimiento: un Tartufo con cuaderno, un Thersites con columna, un Salieri sin música, un Scrooge de la cultura.
Así que a Romero lo despido en su estilo, con unas rimas valencianas de sobremesa, para que suene a burleta y a chascarrillo, eso que tanto a él le gusta utilizar en sus "críticas", como quien canta una albà a la fresca:
Justetes,
romeretes,
crítiques de charraor,
pasquinetes,
bilisetes,
darrere del redoblador.
Didetes,
sornetes,
llargues frases sense sol,
quan la música t’invita,
tu contestes amb farol.
Si l’art és paella,
Justo porta el arròs cremat;
si la música és aigua,
ell només enregistra el got buidat.
Critica amb cara llarga,
com qui conta el preu del peix,
i al final de tanta bilis,
lo únic que queda és un eructet lleig.
Y basta ya, que la música siga sonando, que la crítica vuelva a ser noble, y que los que prefieren el grito agrio a la palabra justa se queden donde mejor encajan: en la penumbra del olvido. Que allí monten su tertulia, con mesa camilla, brasero eléctrico y un platillo de torraetes rancios, mientras se consuelan unos a otros con adjetivos reciclados y refranes de baratillo.
Que se queden rumiando sus letanías de “cutre, chabacano, desaguisado” como si fueran salmos de un breviario triste, repitiendo el mismo responsorio hasta dormirse sobre la caña mal tirada. Que inventen sínodos de cascarrabias, concilios de criticastros, y que nombren Papa de su república a Justo I el Bilioso, pontífice máximo de la queja universal, coronado no con laurel ni con oro, sino con una guirnalda de entradas de conciertos caducadas.
Y mientras tanto, que nosotros sigamos a lo nuestro: a escuchar, a tocar, a componer, a improvisar, a dirigir, a bailar, a escribir, a enseñar, a cantar, a inventar mundos nuevos. Porque la música, aunque la quieran rebajar a inventario de fallos y programas mal grapados, es más fuerte que su bilis. La música atraviesa siglos, imperios y pestes; ellos, en cambio, apenas sobreviven como notas al pie, como rumores de pasillo, como posdatas que nadie lee.
Así que sí, que sigan ladrando, señal de que la música cabalga. Y que al final, cuando el telón caiga y los aplausos resuenen, sus voces se apaguen como esas bombillas cutres que chisporrotean y se funden justo cuando empieza la fiesta.
No le deseo ningún mal a Romero, ni siquiera a su prosa interminable; lo único que quisiera es que dejara ya, de una vez por todas, de hacer daño, que se detuviera un instante a pensar en las consecuencias de sus palabras. Porque no se trata de mí ni de mis desencuentros: se trata de los músicos en general, esos seres frágiles que entregan su vida entera a un arte que apenas les da para vivir, que ensayan horas infinitas por un salario corto y, sobre todo, por un amor desmesurado a lo que hacen.
Los músicos son, en cierto modo, sacerdotes de lo inútil necesario, guardianes de lo invisible, artesanos del aire. A ellos habría que cuidarlos como se cuida el pan o el agua, no apedrearlos con palabras avinagradas. Y es ahí donde la crítica, la verdadera, la noble, tiene su lugar dialéctico: no en aplaudir o fustigar por capricho, sino en acompañar el acontecimiento de la música, en hacerse mediación entre su fragilidad y la comunidad que la recibe. De Romero, en realidad, lo que yo quisiera no es su caída, pues no soy como él, sino su silencio; no su derrota, sino el cese de su rencor; no la desaparición del crítico, sino el renacimiento de la crítica.
Insisto: lo que quiero, en el fondo, es simple: que pare ya. Que calle un momento, que suelte la pluma como quien deja de aporrear un piano desajustado, y que escuche. No se trata de censura ni de cancelación, dos plagas de nuestro tiempo que aborrezco, sino de persuasión satírica, de la vieja picaresca española que supo corregir riendo, desnudar al poderoso con chanzas y devolver a cada cual la medida de sus actos.
Ojalá Romero entendiera que la sátira no es sólo burla, sino también espejo, y que en él se refleja la caricatura que ha fabricado de sí mismo. Que mire ese retrato grotesco y decida, de una vez, abandonar la bilis y emplear sus talentos (los pocos o muchos que tenga) en bien y no en mal, en cuidado y no en daño, en acompañar y no en destruir. Que entienda que la música necesita cómplices, no verdugos; aliados, no inquisidores.
Si la sátira sirve de algo, que sirva aquí para silenciarle, no con mordaza, sino con conciencia; no con látigo, sino con espejo. Que la risa picaresca le muestre lo ridículo de su cruzada y lo invite, por fin, a detenerse. Que entienda que la crítica, como la música, puede ser acto de amor o de rencor; y que la suya, si no cambia, quedará para siempre en la segunda categoría.
Y para quienes me acusen de hacer lo mismo que él, conviene aclarar la diferencia. Lo suyo son críticas contra músicos y artistas, es decir, contra quienes crean desde la fragilidad y el amor a la música. Lo mío es una crítica a un crítico: no golpeo al que hace arte, sino al que lo degrada; no ataco a quien se expone en el escenario, sino a quien utiliza la pluma para zaherir a los que se exponen. Su arma es la bilis, la mía la sátira. Él escribe para herir; yo escribo para que deje de herir. E insisto: esto no es censura ni cancelación, es un intento, desde el humor y la picaresca, de señalar un abuso y de invitar a que cese. La diferencia es esencial: él destruye a músicos; yo defiendo a la música.
Josu De Solaun, dixit, Madrid, 28 de septiembre de 2025
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