... mi Valencia: luces y sombras ...
MI VALENCIA:
LUCES Y SOMBRAS
Pensar el lugar es pensar el límite de la voluntad. Uno cree elegir una ciudad como elige un abrigo, por talla, por gusto, por clima, y descubre al poco que el abrigo también elige la postura del cuerpo, la manera de moverse, hasta la forma de mirar. El lugar no es un escenario neutro, es un interlocutor antiguo, callado, insistente. Se puede discutir con él, se puede amarlo, se puede huir, pero no se le puede negar eficacia. El lugar no nos cuenta quiénes somos, nos lo arranca con paciencia.
En este sentido, morada es una palabra que suena a descanso y, sin embargo, contiene una advertencia. Morar es demorarse, y demorarse es quedar expuesto. La casa protege del frío, pero no protege del modo en que el barrio juzga el silencio, ni del modo en que una calle permite o impide la tristeza. Entre el umbral de la puerta y el umbral de la conciencia circulan fuerzas que no aparecen en los contratos de alquiler. Hay lugares que nos vuelven más reales, y lugares que nos vuelven más aceptables.
En la época que llama libertad a la movilidad, la verdadera libertad suele consistir en otra cosa, en poder permanecer sin quedar fijado, en poder irse sin convertirse en fugitivo. Lo paradójico es que el sitio más familiar puede ser el más peligroso, porque nos reconoce antes de que nosotros nos reconozcamos. El lugar que sabe nuestro nombre tiende a usurpar también nuestro destino. Mi querida Valencia, donde nací, con su luz y su memoria, es una prueba de esa misma dialéctica.
Porque hay lugares que no son meramente espacios donde se habita, sino fuerzas que anteceden al habitante, moldes invisibles que reciben al cuerpo antes que a la conciencia. De nuevo, no se entra en un lugar como se entra en una casa, se entra como se entra en una lengua o en una herencia. La ciudad no es un decorado, es una gramática del vivir. No organiza solo el tránsito de los cuerpos, organiza la respiración del tiempo, la economía de los afectos, la legitimidad de la tristeza y la sospecha hacia la intensidad. Por eso hay ciudades que empujan y otras que retienen, ciudades que obligan a devenir y otras que invitan a permanecer, ciudades que tensan el sujeto hacia adelante y ciudades que lo devuelven hacia atrás como un espejo con memoria. Habitar no es ocupar un sitio, es someterse a una ontología concreta del mundo, a una manera de distribuir lo visible y lo decible, lo tolerable y lo excesivo, lo que puede doler en público y lo que debe ocultarse o disolverse en broma.
De esa gramática nace una economía moral. Hay ciudades que abaratan la alegría y encarecen la gravedad, y otras que hacen lo contrario, como si el mercado de los afectos tuviera impuestos y subvenciones. En unas, llorar en público es una forma de verdad, en otras es una forma de mala educación. En unas, callar es una virtud, en otras es una afrenta. El lugar decide qué emociones pueden circular sin ser interrogadas, y esa decisión termina formando el carácter de los hijos como forma la sal los muros junto al mar.
Hay ciudades que se conciben a sí mismas como proyecto, como flecha, como promesa. Otras se conciben como tejido, como continuidad, como repetición, imán, memoria.
En las primeras, la vida se mide por lo que se logra. En las segundas, por lo que se conserva. Ambas pueden ser humanas, ambas pueden ser inhumanas. El peligro no está en la dirección, sino en la absolutización. Cuando el proyecto se vuelve tiranía, el sujeto se agota. Cuando la pertenencia se vuelve dogma, el sujeto se diluye. Entre esos dos excesos se juega la posibilidad de una vida con espesor, una vida que no se reduzca ni a rendimiento ni a nostalgia.
También el proyecto y el tejido son dos maneras de engañarse. El proyecto promete futuro y a veces solo promete fuga, el tejido promete continuidad y a veces solo promete repetición. El sujeto que se cree moderno suele despreciar la repetición y no ve que la repetición es el órgano secreto de la fidelidad, y el sujeto que se cree arraigado suele despreciar el salto y no ve que el salto es el órgano secreto de la dignidad. La vida con espesor no renuncia a ninguno, aprende a convertir el regreso en una forma de avance y el avance en una forma de recuerdo.
Valencia pertenece sin duda a la segunda estirpe. No es una ciudad de flecha, es una ciudad de sedimento. En ella el tiempo no avanza, se deposita. No se vive hacia adelante, se vive dentro. La vida no se explica, se hereda. Los gestos, los afectos, las formas de hablar y de callar no se aprenden, se absorben. Valencia es un lugar-memoria, pero no en el sentido museístico, sino en el sentido orgánico. La memoria no está en los archivos, está en el cuerpo. En la manera de caminar, de comer, de reír, de saludar, de tocarse. Es una ciudad donde el cuerpo tiene instituciones naturales, la calle, la comida compartida, la fiesta, el humor, la cercanía física, el gesto amplio, la conversación que no se cierra nunca del todo. En ese sentido, su alineación con una ontología encarnada es altísima. Aquí el símbolo no es abstracto, es vivido. El mar no es una idea, es una presencia diaria. El barrio no es una categoría urbana, es una red afectiva. La vida se representa poco y se actúa mucho.
En Valencia el sol no es solo meteorología, es una pedagogía. La luz enseña a no dramatizar, y al mismo tiempo enseña a dramatizarlo todo con una sonrisa, que es una forma más compleja de dramatización. El cuerpo se educa en la intemperie amable, en la calle que invita a salir, en la conversación que se alarga como si el tiempo fuera una cosa que se repartiera en platos. La ciudad imprime una confianza sensorial, el mundo parece cercano, tocable, menos abstracto que en lugares donde la vida se decide en despachos y en pantallas.
Pero esa confianza tiene también un reverso. Cuando el símbolo es tan encarnado, cuando la pertenencia se vuelve carne, separarse duele como duele una piel arrancada. La memoria orgánica no permite distancia crítica, obliga a sentir antes de pensar. Para una sensibilidad que busca la interioridad como acto, esa cercanía constante puede convertirse en ruido, no un ruido de decibelios, un ruido de interpretaciones ajenas, de expectativas heredadas, de escenas repetidas. La ciudad, tan buena para vivir, se vuelve menos buena para desvivirse, que es lo que hace mucho del gran arte cuando es verdadero.
Pero precisamente ahí reside su ambigüedad. Valencia no empuja. No exige convertirse en otra cosa. No demanda transformación constante ni rendimiento sostenido. Ofrece descanso, calor, continuidad. Eso puede ser una bendición para un cuerpo cansado, pero es un riesgo para una interioridad que se define como acto sin garantía. Porque lo que no empuja, retiene. Y lo que retiene no lo hace por la fuerza, lo hace por el afecto. Valencia no captura por coerción, captura por cariño. Devuelve al sujeto a lo que fue, lo reintegra en el relato común, lo convierte en alguien reconocible. El peligro no es la hostilidad, es la familiaridad. El sujeto deja de arriesgar porque deja de ser necesario. El riesgo se transforma en melancolía, y la melancolía, si no se dialectiza, se convierte en estanque.
La absorción afectiva tiene un mecanismo muy concreto. Te ofrece la identidad como comodidad. Te devuelve al lugar que ocupabas en la mesa, al papel que te adjudicaron sin malicia, al apodo, al recuerdo compartido, a la versión de ti que los demás manejan como se maneja una llave antigua. Y una llave antigua abre muchas puertas y cierra una sola, la puerta hacia lo imprevisible. El artista necesita esa puerta abierta, no por capricho, sino porque su tarea consiste en no ser del todo domesticable.
Por eso la melancolía sin dialéctica es tan seductora aquí. La nostalgia se presenta como lealtad, como gratitud, como delicadeza, y nadie quiere parecer desagradecido. Pero la nostalgia, cuando se estanca, se convierte en una moral, y entonces el pasado no solo se recuerda, se obedece. La dialéctica que falta no es un método académico, es un gesto vital, tomar lo heredado y obligarlo a pasar por el fuego de la forma. Si la escritura y la música se vuelven homenaje, la ciudad gana, si se vuelven transmutación, el sujeto vuelve a ser acto.
Hay en Valencia una horizontalidad de pertenencia muy particular. No se trata del ideal moderno de igualdad abstracta, sino de una igualación tácita. Nadie se sale del plano común sin pagar un precio social. No se penaliza la excelencia o el éxito discreto, se penaliza la intensidad que altera el clima. La herida visible incomoda, no porque se niegue el dolor, sino porque rompe la cohesión solar del conjunto. La tragedia se tolera cuando se vuelve cuento, humor, anécdota, cuando se deja narrar y, por tanto, domesticar. Cuando el dolor se vuelve presencia sostenida, cuando no pide permiso ni explicación, se vuelve sospechoso. Entonces aparece la patologización blanda, la pregunta correctiva, la interpretación ajena. No es crueldad, es una ética de la luz. La ciudad prefiere lo celebratorio, lo práctico, lo que puede compartirse sin riesgo.
La horizontalidad, entendida como igualación tácita, no nace siempre de la envidia. Nace también de una intuición democrática, de la desconfianza hacia el que se alza demasiado rápido, de una experiencia histórica que ha visto cómo los que suben tienden a olvidarse de los que se quedan abajo. Esa intuición puede ser sensata y humana. Pero el problema también aparece cuando la prudencia se convierte en jurisprudencia invisible, y el talento, en vez de asumirse como don que obliga, se considera un insulto que conviene rebajar con chistes.
El aire de Jante (las famosas y tácitas Leyes de Jante escandinavas), en su versión mediterránea, tiene un perfume distinto al del norte. No es un "no creas que eres especial", es un "no nos obligues a mirar lo especial". Obligar a mirar es exigir una transformación del resto, y eso irrita. El precio social de la intensidad no es el destierro, es el comentario, la mirada de soslayo, la interpretación paternalista, la acusación de exageración. Se tolera mejor la excelencia si se disfraza de facilidad, y se tolera mejor la herida si se disfraza de gracia.
Esta ética produce una sociabilidad de cercanía y control suave. Las redes son densas, antiguas, superpuestas. Familia, amistades de infancia, círculos profesionales, gremios, barrios. Todo se sabe, o se cree saber. Eso da una enorme sensación de cuerpo, de pertenencia, de calor humano. Pero también introduce una vigilancia afectiva. La vida interior se comenta, se reencuadra, se traduce. El silencio no es neutro, se interpreta. La intensidad no es privada, se vuelve tema. Para una psique sensible y reflexiva, esto puede ser una fuente constante de desgaste. No porque haya conflicto abierto, sino porque hay una expectativa tácita de ajuste.
Lo que uno, así, puede llamar vigilancia blanda, es una hermenéutica comunitaria. Todos leen, todos interpretan, todos traducen. El afecto se confunde con el derecho a comprender al otro, y comprender, en ese contexto, suele significar reducir. La reducción no siempre es mala intención, a veces es una forma de tranquilizarse, es decir, si te nombro, te controlo. Vivir bajo esa lectura constante enseña a ser perspicaz, también enseña a cansarse, porque la psique necesita zonas sin audiencia para poder respirar.
En una infancia vivida en un lugar así, los regalos son evidentes. Una relación natural con el cuerpo, con la calle, con el tiempo compartido. Una percepción temprana de la vida como escena, como algo que se hace con otros y delante de otros. Una capacidad de humor, de afecto, de pertenencia. Pero también se siembran ciertas taras. Una dificultad para sostener la soledad sin culpa. Una tendencia a editar la intensidad para no incomodar. Una relación ambigua con el duelo, que oscila entre la celebración ritual y el silencio improductivo. El pasado se vuelve muy presente, a veces demasiado. La memoria no se ordena, se superpone. Y cuando la pérdida llega, no siempre encuentra una forma activa de transformación. A veces se queda como clima.
Mi infancia, por ejemplo, en un lugar así, aprendió pronto la cartografía del gesto. Aprender cuándo una frase es bienvenida y cuándo una frase crea un enemigo, aprender qué tristeza se admite y qué tristeza incomoda, aprender que la risa puede ser salvación y castigo. Ese aprendizaje produce una inteligencia social muy fina, una sensibilidad para las corrientes invisibles, una capacidad de leer el clima sin necesidad de palabras. Pero desafortunadamente produce también una alerta continua, una especie de radar moral que no se apaga, y cuando no se apaga, la soledad deja de ser descanso y se vuelve culpa.
En un niño que además tenía siempre vocación de intensidad, la escena se convertía en seguida en problema. Si el mundo está siempre cerca, si todo es familiar, el misterio se busca hacia dentro, o hacia arriba, hacia el cosmos. El arte aparece entonces como una habitación secreta, no para esconderse del mundo, sino para conservar una parte del mundo que no quepa en la conversación, en el ágora. La música instrumental, en ese pequeño sentido, ofrece una ventaja sobre la palabra, porque permite sostener lo trágico sin pedir permiso, permite que el exceso suene sin que nadie lo diagnostique. Y la escritura, cuando nace en ese contexto, no es solo expresión, es defensa y ataque, es una forma de no ser reducido.
Por eso la felicidad afectiva en Valencia es alta. Hay calor, hay cuerpo, hay risa, hay familia. Pero la felicidad ontológica es frágil si la ciudad se vuelve totalidad. El magnetismo memorial puede convertir al sujeto en curador de su propio pasado. El yo deja de arriesgar porque se reconoce siempre demasiado bien. La identidad se solidifica. El peligro no es la tristeza abierta, es el desencanto suave, la sensación de estar viviendo bien pero no viviendo del todo.
En ese sentido, hay una felicidad que es calor y otra que es verdad. A veces coinciden, y entonces uno cree que ha encontrado el paraíso, hasta que descubre que el paraíso suele exigir obediencia. La felicidad afectiva de Valencia puede volverse una disciplina, la disciplina de estar bien, de no complicar, de no arrastrar sombras al mediodía. El desencanto suave llega cuando uno se da cuenta de que ha sido feliz a condición de no poner en juego lo que más le importa. Esa condición es invisible mientras se cumple, se vuelve visible cuando el alma pide otra cosa.
Vivir bien en Valencia exige, por tanto, una estrategia que no es de huida, sino de delimitación. No se trata de rechazar la ciudad, sino de no entregarse por completo a su lógica. Exige una vida ritualizada y acotada, vivida por temporadas, no como residencia absoluta del alma. Exige una doble vida consciente. Una vida valenciana, de cuerpo, de calle, de gente, de familia. Y otra vida no valenciana, de obra, de riesgo, de silencio, de verticalidad propia. Entre ambas debe haber fronteras claras. La intensidad no debe explicarse, debe custodiarse. Convertirla en debate social la debilita. Debe transformarse en obra. La escritura y la música no como homenaje a lo heredado, sino como exorcismo poético. No vivir para recordar, sino para transmutar.
La delimitación no es táctica, es ética. Delimitar es reconocer que el amor sin frontera se parece demasiado a la invasión. Delimitar es aceptar que decir no puede ser un acto de ternura hacia el propio trabajo y hacia la propia familia, porque un padre agotado por la tribu es un padre ausente aunque esté en la mesa. Delimitar es también un modo de no culpar al lugar de lo que en realidad es una renuncia personal.
La doble vida consciente, lejos de ser hipocresía, es respiración alterna. Una vida de calle, de risa, de carne, que alimenta. Una vida de silencio, de obra, de riesgo, que afila. Si una devora a la otra, aparece el resentimiento, o hacia la ciudad, o hacia uno mismo. Mantener ambas exige una disciplina suave y constante, un calendario interior que no se negocia en cada comida. La ciudad no tiene por qué entenderlo, basta con que tú lo cumplas.
Así, en Valencia, para sobrevivir, es necesario crear una verticalidad propia que no dependa del consenso local. Planes que obliguen a crecer fuera del plano común, investigaciones, obras, comisiones, escrituras que no busquen la aprobación inmediata. Elegir con cuidado una tribu mínima, una o tres personas con las que sí sea posible hablar en serio, sin traducción ni corrección. Lo demás, cordialidad sin entrega. Despolitizar la vida cotidiana en el sentido profundo, no entrar en tribalidades afectivas que drenan energía moral. Mantener una economía ordenada, porque la improvisación constante se confunde con libertad y termina en dispersión. Reservar tiempos no negociables para la familia y para la obra, y aceptar que decir no, insisto, también es una forma de fidelidad a lo vivo.
Esa verticalidad propia no es vanidad, es altura interior. No consiste en elevarse sobre los demás, consiste en no permitir que el consenso sustituya a la conciencia. En Valencia la conciencia tiende a confundirse con la pertenencia, y por eso el plan vital exterior no es un lujo, es un instrumento de higiene. Un horizonte externo impide que la ciudad se vuelva universo, porque cuando una ciudad se vuelve universo, la imaginación se empobrece. La obra personal de uno necesita una intemperie que la ciudad, por cariño, a veces intenta cerrar.
Valencia da vida, pero puede quitar filo. Regala cuerpo, pero puede adormecer el riesgo. Es una ciudad magnífica para recordar de dónde viene uno, pero peligrosa para decidir hacia dónde va. Habitarla con verdad exige una paradoja. Estar dentro sin disolverse, pertenecer sin diluirse, amar sin quedar atrapado en el espejo del pasado. Solo así la ciudad deja de ser imán y se convierte en suelo, y el suelo, cuando no se confunde con destino, puede sostener incluso el salto.
Cuando el tejido es tan denso, la pertenencia busca un lenguaje para administrarse, y ese lenguaje suele ser político. La política aparece en Valencia a toda hora, siempre y en todas partes, como forma de organizar afectos, de legitimar simpatías, de convertir la preferencia en virtud y la distancia en culpa. Por eso el artista que busca singularidad siente aquí una presión peculiar, no una presión de censura, una presión de ubicarse. Ubicarse es cómodo, pero para una interioridad que se define como acto, ubicarse demasiado pronto equivale a morir en vida. La política, en cambio, te pide ubicación constante, con quién estas, contra quién estás.
Hay además una dimensión valenciana que no siempre se deja nombrar sin incomodar, porque no es un defecto privado sino un clima público, un modo de estar juntos que convierte lo político en una sustancia respirable. La política no entra como tema, entra como tono. Se cuela en la sobremesa, en la cortesía, en la broma, en la invitación, en la sencilla reunión familiar, en el gesto mínimo de asentir o de no asentir. No se discute tanto lo que piensas como desde dónde perteneces. El mapa no es ideológico en sentido doctrinal, es afectivo, casi genealógico. El bando aparece siempre antes que la idea. La idea llega después como una prenda que se viste para que el bando parezca razonable. Por eso puede dar la impresión de que la política lo es todo, porque lo que realmente lo es, es la necesidad de situar al otro, de localizarlo en un territorio moral donde se le puede querer o vigilar.
En ese clima la neutralidad se interpreta como astucia o como traición, casi nunca como pudor. El sujeto que no se deja situar despierta inquietud, porque la ciudad teme lo que no puede nombrar, y no poder nombrar es no poder controlar. Se confunde pertenecer con tener razón, y entonces la conversación ya no busca verdad, busca afiliación. El pensamiento que no sirve al bando se vuelve sospechoso, y el afecto, en lugar de ser don, se convierte en prueba. Para conservar el acto interior hay que aceptar un pequeño malentendido permanente, hay que soportar que algunos te lean siempre mal.
De ahí nace un rasgo cainita que no requiere odio abierto para operar. Funciona como una enemistad de proximidad, un fratricidio cordial, una guerra a baja temperatura entre quienes comparten demasiado espacio y demasiada memoria. El adversario preferido no es el lejano sino el cercano, el que vive a dos calles, el que tuvo la misma escuela, el que podría haber sido uno mismo. Esto tiene un efecto curioso, la ciudad conserva un calor comunitario notable y al mismo tiempo cultiva una sospecha persistente, como si el afecto fuese siempre una invitación y una amenaza. La intensidad, en ese entorno, no solo es rara, es peligrosa, porque altera el equilibrio de lealtades, obliga a definirse, interrumpe la paz del plano común.
Lo cainita, visto de cerca, es una moral de vecinos. No se odia al extraño, se odia al parecido. El parecido recuerda lo que uno pudo ser, y esa memoria irrita. En ciudades de proyecto la rivalidad es vertical, mientras que en Valencia es lateral. Se compite por la misma esquina del mundo, por el mismo reconocimiento en el mismo espacio pequeño, y por eso la herida se hace íntima. El que se va y vuelve cambiado provoca una incomodidad especial, porque demuestra que el relato común no era destino, y esa demostración es una acusación.
En ese mecanismo la ideoclastia (rechazo a lo ontológico, filosófico) cumple una función defensiva. No es falta de inteligencia, es una desconfianza activa hacia la idea que pretende elevarse sin pagar peaje comunitario. Cualquier abstracción que suene demasiado alta puede ser recibida como impostura o como ataque, como arrgancia, no porque la ciudad sea enemiga del pensamiento, sino porque teme el pensamiento cuando se convierte en jerarquía. La idea que no se deja traducir al lenguaje del grupo se toma por gesto de superioridad. Entonces aparece la burla, el chiste, la minimización, el comentario que aplana. No se censura, se ridiculiza. Es un modo fino de mantener la igualdad, y también un modo cruel de castigar la diferencia.
El chiste que aplana puede ser una forma de crueldad, también puede ser una forma de sabiduría popular que desconfía del humo. Valencia tiene un instinto para constantemente pinchar la pompa, y esa capacidad protege de muchos impostores, sin duda. Pero el problema es que a veces pincha también la verdad cuando la verdad viene sin abrigo, cuando la verdad no trae credenciales. Hablar alto en un lugar así exige una muy específica técnica moral, saber decir lo abstracto con el tacto de lo concreto, saber que una idea, para no parecer jerarquía, debe oler a pan y a calle. Para Valencia, la filosofía que no aprende ese olor termina sonando como un sermón, y el sermón aquí siempre recibe un comentario.
La chulería y cierta arrogancia no siempre son soberbia verdadera, a menudo son máscara de vulnerabilidad. La bravuconería y socarronería valencianas funciona como un chaleco, protege de la exposición, permite imponerse sin confesar necesidad. En un mundo donde la verticalidad moral se paga cara, el aplomo se convierte en estrategia, y el desdén en un recurso. Así se entiende una paradoja, la ciudad puede ser intensamente afectiva y al mismo tiempo poco hospitalaria con lo trágico cuando lo trágico no se disfraza. Lo que duele se tolera mejor si se vuelve gracia, si se vuelve cuento, si se vuelve gesto compartible. Lo que duele sin forma perturba, porque no se sabe dónde colocarlo, y lo que no se sabe colocar amenaza el orden de pertenencias.
También esa bravuconería, ese chaleco de aplomo, tiene su genealogía. En tierras de luz la vergüenza busca sombra, y la sombra se encuentra a menudo en la pose. Se actúa duro para no confesar que se necesita ternura. Se desprecia para no rogar. Se ironiza para no temblar. El que mira con paciencia descubre que muchas arrogancias son solicitudes deformadas, peticiones de reconocimiento que han perdido el camino y se presentan con los modales de un portero de discoteca. Entenderlo no obliga a tolerarlo, pero ayuda a no responder con la misma moneda, porque la misma moneda es la trampa.
Insisto de nuevo en que para una psique formada en ese aire, el regalo es evidente, un instinto social fino, un oído para los matices de la proximidad, una inteligencia del gesto, una capacidad de vida compartida que muchas ciudades han perdido. Pero insisto de nuevo en que la tara también se reconoce, una tendencia a calibrarse según la temperatura del grupo, una alerta moral constante, una fatiga de estar siempre siendo legible, una tentación de convertir la interioridad en prudencia. Y la prudencia, cuando se vuelve hábito, puede parecer madurez y ser en realidad una renuncia. Valencia, en su mejor luz, enseña a vivir con otros sin abstracciones. En su sombra, enseña a sobrevivir con otros a costa de una parte del alma. La salida no es el desprecio ni la queja, es la lucidez. Entender que esa energía tribal y política no es un accidente, es una ontología de la pertenencia, y que quien quiera conservar su acto interior tendrá que aprender a amar la ciudad sin dejar que la ciudad le escriba el guion.
Si uno lleva todo esto a sus últimas consecuencias, Valencia aparece como una ciudad que exige una ética de la distancia amorosa. No se trata de salvarse de ella, se trata de salvar en ella lo que en uno no admite administración. Amar la ciudad significa aceptar su cuerpo y su fiesta, su memoria y su luz, y al mismo tiempo aceptar que hay una parte del sujeto que no se debe entregar del todo a la plaza. Esa parte no es soberbia, es la condición de que exista obra personal, pensamiento, música, una verdad que no se disuelva en pertenencia. Así, ka ciudad puede seguir siendo hogar si deja de ser tribunal, y eso depende tanto de la ciudad como del habitante que aprende a no ponerse a juicio.
Al final, la pregunta por la morada no es geográfica, es ontológica. Dónde vives es una manera de decir quién permites que te escriba. Valencia, con su ternura y su sospecha, con su sol que consuela y vigila, ofrece una lección paradójica. La casa verdadera no es la que no duele, es la que te permite convertir el dolor en acto. La ciudad que más te recuerda también puede ser la ciudad que más te obliga a inventarte, porque solo quien se resiste a ser un recuerdo puede devolverle a la memoria su dignidad.

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