... historias de las músicas ...

 



    PARTE I

Historias de las músicas


    La música del siglo veinte no puede pensarse como un bloque unitario, tal y como pretende el gremio de la "música clásica" hoy, ni como la culminación de una línea ascendente que parta de la polifonía medieval carolingia y desemboque, con gesto fatigado, en los laboratorios académicos y de "vanguardia" del siglo pasado. Pensarla así no es solo un error histórico sino una mutilación ontológica. Porque la música no es una cosa sino un haz de prácticas vivas, un conjunto de gestos corporales, rituales sociales, tecnologías encarnadas y formas de escucha que nunca han obedecido a una sola lógica ni a una sola historia. La pretensión de una Música con mayúscula es el síntoma de una ansiedad de control, no el resultado de una comprensión profunda del fenómeno musical en toda su riqueza y pluralidad.

    Esa ansiedad se institucionalizó en el gremio de la hoy llamada "música clásica" mediante una historia oficial que se presenta en nuestros conservatorios y libros de texto como natural, inevitable y universal, cuando en realidad es una tradición inventada (en el sentido de Eric Hobsbawm), cuidadosamente curada y celosamente custodiada. Un relato hiperrarificado y endogámico que confunde continuidad con legitimidad y que confunde archivo con verdad. En nombre de una supuesta herencia, este gremio ha construido un verdadero museo sonoro donde todo lo que entra debe pasar por el filtro de la partitura, del canon, de la genealogía autorizada. Lo vivo se momifica, lo oral se transcribe, lo ritual se estetiza, lo comunitario se individualiza. La historia que se enseña no describe cómo la música ha sido vivida, sino cómo una institución particular ha decidido administrarla. 

    Bajo la apariencia de rigor se esconde una operación curatorial que pretende apropiarse de toda música para neutralizarla, alisarla, clasificarla y hacerla gobernable. No es una historia de la música, es una política del recuerdo, una pedagogía de la obediencia estética, un dispositivo normativo que convierte el devenir plural del tono musical en patrimonio cerrado. Y al hacerlo, no solo empobrece el pasado, sino que incapacita al presente para producir nueva y fresca música que no pida permiso. De ahí que el gremio de la "música clásica" sea mayoritariamente hoy un ecosistema profesional que se dedica al comentario, la glosa, la doxografía, la hermenéutica, la interpretración, es decir, a la administración del sentido y no a la poiesis

    En realidad, lo que hoy llamamos música ha sido siempre un fenómeno muy plural, inestable y conflictivo. Improvisación, danza, canto funcional, rito, celebración, lamento, trabajo, trance, acompañamiento de la vida cotidiana, todo eso fue música mucho antes de que se fijara en signos, se institucionalizara en escuelas o se petrificara en repertorios. La reducción de este magma a una genealogía única basada en la escritura, en la música instrumental, en el autor y en la obra no fue un descubrimiento, sino una operación de poder cultural. No describió lo que la música era, sino que decidió qué parte de ella merecía ser recordada y cuál debía quedar fuera del relato historiográfico.

    Cierto es que toda historia, claro, resulta en una construcción interesada, pero pocas lo son tanto como la historia de la hoy llamada "música clásica", enseñada como canon. Esta construcción no narra el devenir real de las prácticas sonoras sino la autoimagen de una tradición particular que se presenta sin embargo como universal. Esa historia es por tanto selectiva, excluyente y teleológica. Avanza como si cada etapa existiera para preparar la siguiente, como si el sentido del pasado fuera justificar el presente de la institución que narra. En ese relato, la partitura se convierte en fetiche, el compositor en héroe y la escucha en un acto disciplinado. Todo lo que no entra en ese marco aparece como atraso, desviación o simplemente folclore, es decir, como material sin derecho pleno a la Historia.

    Ese gesto de exclusión no es accidental ni meramente historiográfico, responde a una operación más profunda y más silenciosa. La "música clásica" institucional ha definido el todo por la parte y ha hecho pasar esa parte por esencia. Ha tomado un tipo muy concreto de práctica sonora y la ha elevado a criterio universal, como si en ella se agotara todo lo que la música puede ser. No se trata de un error ingenuo, sino de una reducción sistemática que ha funcionado con notable eficacia durante los últimos 80 años, más o menos. 

    La parte convertida en todo es aquí la música instrumental llamada absoluta, pura, escrita, autónoma, desligada de la palabra, del cuerpo visible, de la función ritual, de la semiosis simbólica y alegórica, y de la comunidad inmediata. Un género dialéctico-instrumental muy preciso que se construye en torno a la obra cerrada, al desarrollo interno y sofisticado del material y a la escucha silenciosa y concentrada. Esa música existe, es valiosa y ha producido momentos de extraordinaria densidad. El problema comienza cuando se la toma no como una posibilidad entre otras, sino como el baremo que decide qué cuenta como música y qué queda relegado a los márgenes.

    Ese desplazamiento culmina en una definición cada vez más estrecha de lo que se acepta como música legítima. Al final del proceso, lo que se llama música clásica no es ya toda la música escrita ni siquiera toda la música escénica, sino un repertorio muy concreto concebido para el auditorio moderno (un museo sonoro), para la sala cerrada donde el cuerpo debe desaparecer y la escucha se regula como un acto casi ascético. La música deja de ser acontecimiento público para convertirse en objeto de contemplación, separada de la vida y protegida por un marco arquitectónico que impone silencio, distancia y reverencia.

    El teatro, que durante siglos fue un espacio natural de la música, queda progresivamente marginado. Solo la ópera sobrevive como excepción tolerada, pero lo hace a costa de una transformación profunda. La ópera ya no es un arte vivo donde convergen canto, drama, gesto, palabra y ritual social, sino un objeto patrimonial sometido a criterios curatoriales. Se programa como quien expone una pieza valiosa, se interpreta bajo la obsesión de la fidelidad histórica y se rodea de un aparato crítico que la blinda frente al riesgo. La escena se llena de conceptos, pero el cuerpo pierde centralidad.

    Este proceso de museización no es inocuo. Cuando la música se fija definitivamente en el auditorio, pierde su capacidad de adaptarse, de contaminarse, de responder al presente. Se convierte en una práctica que mira más al archivo que al mundo. La escucha deja de ser una experiencia compartida para transformarse en una prueba de pertenencia cultural. Saber estar, saber callar, saber reconocer. El público ya no participa, asiente.

    Así, lo que comenzó como una tradición plural termina reducido a un espacio altamente especializado donde la música se conserva mejor de lo que se vive. La obra se protege, pero el gesto se enfría. La técnica se perfecciona, pero el riesgo desaparece. La música sigue sonando, pero cada vez dice menos. Y en ese silencio simbólico, otras músicas, menos protegidas pero más vivas, continúan haciendo aquello que la música siempre hizo cuando no estaba bajo custodia, eso es, acompañar la vida, nombrar lo que duele, celebrar lo que insiste en existir.

    Desde ese baremo, todo lo que no se ajusta a la lógica de la música instrumental pura aparece como incompleto, primitivo, funcional o meramente expresivo. La voz es sospechosa porque arrastra lenguaje. El ritmo explícito incomoda porque convoca al cuerpo. La repetición se considera pobreza porque no progresa dialécticamente. La música que sirve para algo se degrada frente a la música que solo se justifica a sí misma. Así, una parte históricamente situada se convierte en tribunal ontológico.

    Esta operación no es neutral culturalmente. Está atravesada por un canon austro germánico que, sin necesidad de proclamarse como ideología, se instala como norma tácita, como habitus.  Una tradición local se presenta como universal, una estética particular se confunde con la música en cuanto tal. No es casual que ese canon acabe, en sus últimas derivas, favoreciendo la abstracción, la interioridad sin gesto y la autonomía formal. Responde a una determinada concepción del sujeto, del tiempo y de la obra que no es compartida por todas las culturas ni por todas las músicas del mundo.

    Lo más paradójico es que esta reducción se produce en nombre de la totalidad. Al definir la música desde una parte, el gremio cree estar protegiendo la esencia del arte, cuando en realidad está empobreciendo su campo de posibilidad. La música no se vuelve más profunda al estrecharse, se vuelve más frágil. Porque cuando el todo se confunde con una de sus formas históricas (lo que Vicente Chuliá llama el "género dialéctico-instrumental"), la historia deja de ser apertura y se convierte en frontera. Y entonces la música, en lugar de multiplicarse en el tiempo, empieza a repetirse a sí misma como un eco que confunde permanencia con verdad.

    Sin embargo la música nunca ha compartido un único tiempo. Las culturas no escuchan ni recuerdan del mismo modo. Hay músicas que viven en la repetición cíclica, otras en la suspensión extática, otras en la memoria herida, otras en la inmediatez del presente. Pretender una cronología común es imponer una geometría del tiempo que no pertenece a la música sino a la administración del saber. El antes y el después no significan lo mismo en todas partes. Hay tradiciones donde el pasado no pasa y otras donde el presente no se detiene. La música se mueve en esos pliegues temporales con una libertad que la historiografía ha intentado domesticar sin éxito.

    Conviene añadir todavía una precisión, porque esta operación de reducción no se sostiene solo en prácticas pedagógicas o hábitos gremiales, sino en un aparato historiográfico concreto que ha gozado de una autoridad casi incuestionable. Manuales canónicos, historias generales y diccionarios de referencia han fijado durante décadas un marco de inteligibilidad que se presenta como descriptivo cuando en realidad es normativo. No se limitan a contar una historia, fabrican el horizonte de lo pensable. Al decidir qué entra y qué queda fuera, establecen silenciosamente qué merece ser llamado música y bajo qué condiciones.

    Estas historiografías parten de una premisa rara vez explicitada. Identifican la historia de la música con la historia de la música instrumental, pura, absoluta, escrita, occidental. Todo lo demás aparece como contexto, antecedente, periferia o capítulo especial. Las músicas vocales no académicas, las tradiciones orales, las prácticas híbridas, las músicas funcionales o comunitarias, incluso cuando se mencionan, lo hacen como apéndices exóticos o como materiales sin espesor histórico propio. No se las piensa desde dentro, se las coloca alrededor de un centro que nunca se cuestiona.

    El problema no es solo lo que excluyen, sino cómo organizan el tiempo. Estas historias construyen una narración continua, progresiva, donde cada técnica parece preparar la siguiente y cada compositor legitima al posterior. El resultado es una ilusión de necesidad histórica. Como si la música hubiera querido siempre desembocar en ese punto preciso del canon austro germánico y como si todo lo demás fueran desvíos laterales. La contingencia se borra, la pluralidad se aplana y el conflicto se transforma en evolución natural. La historia deja de ser campo de fuerzas para convertirse en biografía de una idea.

    Además, estas obras funcionan como dispositivos de autoridad. Se citan, se reproducen, se enseñan y se actualizan sin que su marco ontológico sea puesto en cuestión. Cambian nombres, amplían capítulos, incorporan nuevas obras, pero el eje permanece intacto. La partitura sigue siendo el documento central, la obra el objeto privilegiado, el compositor el sujeto de la historia. La escucha, el cuerpo, el ritual y la función social quedan relegados a un segundo plano, como si fueran datos secundarios y no condiciones constitutivas de la música.

    Lo más problemático es que este modelo historiográfico ha terminado por colonizar incluso la manera en que se piensa la música fuera del canon. Muchas músicas vivas solo son aceptadas cuando pueden traducirse a ese lenguaje, cuando pueden analizarse como si fueran obras cerradas, cuando se las puede archivar, transcribir y comparar. Así, la historia que nació para explicar una tradición concreta intenta apropiarse del todo y someterlo a su filtro. No amplía el campo, lo normaliza.

    Criticar estas historiografías no implica negar su valor documental ni su utilidad pedagógica en determinados contextos. Implica recordar que no son la historia de la música, sino una historia posible entre otras, profundamente situada, culturalmente cargada y ontológicamente parcial. Mientras sigan presentándose como el relato total, seguirán produciendo músicos formados para custodiar un museo en lugar de habitar un mundo sonoro plural. Y quizá el gesto más urgente hoy no sea escribir una nueva historia definitiva, sino aprender a leer estas historias como lo que son, construcciones poderosas, sí, incluso a veces valiosas, sí, pero absolutamente incapaces de contener la totalidad viva de la música.

    Las historias de la música, así, no solo se multiplican, se contradicen. Una historia centrada en la escritura no coincide con una centrada en el cuerpo. Una historia del virtuosismo no coincide con una del ritual. Una historia del timbre no coincide con una de la danza. Una historia de la tecnología no coincide con una de la escucha. No hay razón ontológica para privilegiar una sobre las demás. Hacerlo no es rigor, es dogma. La música se resiste a la clausura precisamente porque es intercategorial. Se cruza con la religión, con la política, con el deseo, con la pedagogía, con la arquitectura, con el trance, con el poder... No pertenece a una sola esfera y por eso ninguna narrativa puede agotarla.

    Y así, por supuesto, cuando se insiste en una sola historia se produce también un solo tipo de músico. Un músico archivista, especialista, cuidador de vitrinas sonoras. Un "intérprete" sin agencia individual, que reproduce lo ya legitimado, que no improvisa, que no compone, que no toca su propia música. Un músico desconectado de la vida real, entrenado para repetir con perfección lo que ya en realidad no necesita ser dicho. Esa figura no es un accidente, es la consecuencia lógica de una concepción museística de la música. La creatividad no muere por falta de talento sino por exceso de clausura histórica.

    Aceptar la multiplicidad de historias NO es relativismo sino una forma de libertad ontológica. Significa reconocer que hay muchas músicas posibles y muchos modos legítimos de ser músico. Significa devolverle a la música su condición de acto, no solo de documento. De gesto, no solo de técnica. De pensamiento encarnado, no de sistema cerrado. Allí donde las historias se multiplican, la música vuelve a respirar.

    Pero conviene aclarar lo siguiente con firmeza, porque la acusación es previsible y fácil. Reconocer la multiplicidad de historias NO es un gesto posmoderno ni una celebración blanda de la diferencia. No es una disolución de criterios ni una renuncia a la verdad. Al contrario, parte de una exigencia ontológica más fuerte si cabe que la del relativismo, porque no afirma que todo valga, sino que no todo ocurre en el mismo plano del ser, del estar. La diferencia aquí no es estética ni identitaria, es estructural. No se trata de multiplicar relatos por gusto, sino de reconocer la pluralidad real de prácticas que constituyen la música como fenómeno humano.

    El relativismo posmoderno tiende a aplanar las diferencias bajo la lógica de la equivalencia. Todo se vuelve discurso, todo interpretación, todo construcción intercambiable. Lo que aquí defiendo es, en muchos sentidos, todo lo contrario. Las músicas NO son intercambiables, porque encarnan modos de estar en el mundo distintos, con reglas internas, exigencias propias y niveles de riesgo desiguales. No todas producen la misma densidad ontológica, no todas sostienen del mismo modo una vida en común. Reconocer la pluralidad no implica negar la jerarquía, implica desplazarla del estilo al grado de presencia.

    Tampoco hay aquí desconfianza hacia los universales, que es otro rasgo típico del pensamiento posmoderno. Todo lo contrario. Lo que se cuestiona no son los universales, sino su reducción a una sola genealogía histórica. Amor, anhelo, añoranza, duelo, celebración, trance, memoria, espera, son universales precisamente porque atraviesan culturas, tiempos y formas musicales distintas. La pluralidad de historias no fragmenta esos universales, los confirma. Muestra que no pertenecen a una tradición concreta, sino a la condición humana. La música los articula de múltiples maneras, no los relativiza.

    Este enfoque no disuelve el criterio, lo desplaza. El criterio ya no es la pertenencia a un canon ni la adecuación a una forma histórica privilegiada, sino la capacidad de una práctica musical para encarnar sentido, producir presencia y sostener una experiencia compartida. Eso es un criterio exigente, no complaciente. Excluye mucha música, incluida mucha música académica perfectamente correcta. No por ser antigua o nueva, sino por ser ontológicamente vacía.

    Por eso esta posición no es posmoderna, sino quizás, si se quiere, radicalmente premoderna pero a la vez postinstitucional. Vuelve a un momento anterior a la clausura historicista, cuando la música no necesitaba justificarse como obra ni como estilo para ser verdadera. Y al mismo tiempo rompe con las instituciones modernas que se arrogaron el derecho de definir el todo desde la parte. No celebra la fragmentación, la combate. Y no disuelve la verdad, la encarna. Allí donde la música vuelve a ser gesto, acto y riesgo, la multiplicidad deja de ser un problema teórico y se convierte en una forma concreta de libertad.

    Desde esta perspectiva resulta evidente que gran parte de lo que se ha considerado periférico en el siglo veinte ha sido en realidad su centro vital. Flamenco, blues, jazz, tango, bolero, copla, canción francesa, canción italiana, música tradicional, pasodoble, música de banda, música de cine, soul, rock, pop, rap. No como estilos yuxtapuestos sino como manifestaciones de una misma pulsión. La música que siguió hablando al cuerpo, a la comunidad y a los universales afectivos mientras la música académica se replegaba sobre su propio discurso. Esta ha sido la verdadera música del siglo veinte, no porque fuera más simple sino porque no renunció a la presencia.

    Y el peligro que también la ha amenazado no es estético sino tecnológico. Cuando la institución rítmica se vuelve totalizante, cuando el volumen sustituye a la intensidad, cuando el medio técnico reemplaza al canto, cuando ya no se ven los ojos y la máquina ocupa el lugar del cuerpo, la música empieza a vaciarse. La tecnología debería ser ancilar a la melodía, no su sustituto. El problema no es el estudio ni la amplificación sino la ilusión de que la corrección puede reemplazar al riesgo. Allí donde la edición borra la fragilidad, la música pierde su verdad.

    La paradoja es que estas músicas han sobrevivido precisamente porque han sabido resistir, no siempre con éxito, a esa deriva. Cuando la voz vuelve a ser cuerpo y no mero canal, cuando la letra no se disuelve en ruido, cuando la electrónica no anula la respiración sino que la acompaña sutilmente, la música recupera su potencia ontológica. No se trata de nostalgia sino de presencia. No de volver atrás sino de no olvidar lo que nunca debió perderse.

    Así, el siglo veinte no fue el siglo del fin de la música, como algunos proclaman, sino el siglo de su desplazamiento. La música no murió, cambió de lugar. Se refugió en la canción, en el ritual urbano, en la voz que todavía decía verdad. Allí donde la música académica perdió el contacto con el público y con los universales, estas prácticas lo conservaron sin pedir permiso. No fundaron museos, sostuvieron vidas.

    Por eso no hay una sola historia de la música. Hay tantas como modos de escuchar, de cantar y de habitar el tiempo. Reconocerlo no empobrece el pensamiento, lo libera. Y quizá solo desde esa libertad sea posible que la música vuelva a ser lo que siempre fue cuando no intentó justificarse. Una forma de estar en el mundo que no necesita explicación para ser verdadera.

    Desde mi ontología la música no es, pues, un objeto sonoro ni un sistema de relaciones formales sino una presencia que acontece. No existe primero la música y luego el hoy llamado "intérprete", sino que existe un cuerpo que canta y en ese acto el mundo se ordena provisionalmente. La música es el lugar donde la emoción se constituye como forma, donde el tiempo se densifica y donde el sentido aparece. Por eso toda música que renuncia al cuerpo renuncia también a su capacidad de verdad.

    La voz ocupa aquí un lugar decisivo porque no es un instrumento entre otros sino el punto donde lenguaje y carne se cruzan. La voz no es neutra, arrastra historia, biografía, culpa, deseo, acento y respiración. En ella no se puede mentir sin que el cuerpo lo delate. Cuando una cultura protege la voz y su inmediatez protege también su relación con la verdad. Cuando la sustituye por la máquina, por el filtro, por la mediación constante, por la corrección infinita, lo que pierde no es autenticidad en un sentido moral sino espesor ontológico. Se pierde la posibilidad de que algo acontezca de verdad.

    Mi ontología no distingue, por tanto, entre música popular y música culta porque esa distinción pertenece a la administración moderna del gusto y no a la experiencia musical. Distingo en cambio entre música encarnada y música mediada hasta la desaparición del gesto (música abstracta, cosmista, an-antrópica). Entre música que piensa porque arriesga un cuerpo y música que se protege detrás de dispositivos. La primera crea mundo. La segunda lo decora. No es una cuestión de estilo sino de valentía. No de tradición sino de presencia.

    Esta distinción es más pregnante que cualquier periodización histórica precisamente porque no depende del tiempo sino del ser. Las categorías históricas ordenan cronologías, estilos, escuelas y filiaciones, pero no alcanzan a tocar el núcleo de lo que hace que algo sea música en sentido pleno. Pueden describir cuándo ocurrió algo, dónde, bajo qué influencias y con qué técnicas, pero no responden a la pregunta decisiva, que es qué tipo de acontecimiento ontológico se produce cuando suena. La distinción que propongo aquí no pregunta a qué tradición pertenece una música, sino qué hace con el cuerpo que la produce y con el cuerpo que la escucha.

    La oposición entre música popular y música culta es, por tanto, una mera clasificación administrativa nacida de la modernidad, útil para gestionar instituciones, mercados, currículos y jerarquías simbólicas, pero radicalmente insuficiente para comprender la experiencia musical. Esa distinción habla de contextos sociales, de circuitos de legitimación y de economías culturales, no del estatuto ontológico del tono musical. Puede haber música popular profundamente mediada hasta la desaparición del gesto y música culta intensamente encarnada. Puede haber música académica viva y música popular muerta. El error consiste en creer que la pertenencia a un campo histórico garantiza la presencia.

    La distinción entre música encarnada y música mediada (abstracta, anantrópico), en cambio, atraviesa todas las épocas y todos los estilos. No depende de la fecha ni del lugar, sino de la relación entre gesto, riesgo y sentido. 

    Música encarnada es aquella en la que un cuerpo se expone, donde el tono musical no puede separarse del acto que lo produce, donde la voz, el ataque, la respiración o el silencio implican una toma de posición existencial. No importa si está escrita o no, si se interpreta en un teatro, en una iglesia, en una calle o en un auditorio. Importa que en ella haya algo en juego, que el sonido no esté blindado por dispositivos que lo protejan del error, del temblor o de la pérdida.

    La música mediada hasta la desaparición del gesto, en cambio, es aquella en la que el cuerpo ha sido sustituido por un sistema. Puede ser extremadamente compleja, sofisticada, tecnológicamente avanzada o conceptualmente ambiciosa, pero ha roto el vínculo entre tono musical y riesgo humano. Es música abstracta en el sentido más literal, porque ha sido arrancada de la carne. Cosmista porque parece hablar desde ningún lugar humano concreto. An-antrópica porque ya no necesita de un cuerpo que responda por ella. Su perfección es su coartada y su seguridad, su vacío.

    Insisto de nuevo en que esta distinción no es moral ni estética, es ontológica. No dice qué música es mejor según un gusto, sino qué música tiene capacidad de crear mundo. Crear mundo significa instituir un espacio compartido de sentido, alterar la percepción del tiempo, reorganizar la relación entre los cuerpos presentes. La música encarnada no adorna una realidad previa, la reconfigura. No solo acompaña la vida, sino que también la intensifica. La música hipermediada, por el contrario, se superpone al mundo sin afectarlo en profundidad. Produce ambiente, atmósfera, diseño emocional, pero no funda, tan solo decora.

    Por eso esta distinción es, en mi opinión, más radical que cualquier historia. La historia puede explicar por qué una música llegó a ser así, pero no puede sustituir la pregunta por lo que esa música hace ahora, aquí, en el cuerpo que la escucha. La ontología no se conforma con describir trayectorias, exige dar cuenta de presencias. Y la presencia no se hereda, se arriesga cada vez. No hay tradición que garantice la encarnación, ni modernidad que la impida. Solo hay gestos que se atreven y gestos que se esconden.

    Hablar de valentía no es retórico. La música encarnada exige una exposición real, una aceptación de la fragilidad, una renuncia a la inmunidad técnica. Supone asumir que el sentido no está asegurado de antemano, que puede fallar, que depende de un cuerpo situado. La música mediada busca lo contrario, asegurar el resultado, neutralizar el accidente, convertir el sonido en algo que ya no compromete a nadie. Por eso una crea mundo y la otra solo lo embellece.

    Esta ontología no elimina las diferencias históricas, las atraviesa. No niega la pluralidad de tradiciones, las reordena desde un criterio más profundo. Allí donde hay cuerpo, riesgo y presencia, hay música viva. Allí donde el dispositivo sustituye al gesto, la música se convierte en simulacro, por muy noble que sea su genealogía. Esa es la diferencia decisiva, porque no depende de lo que la música fue, sino de lo que está siendo.

    Y la noción de universales no remite aquí a abstracciones sino a invariantes de la experiencia humana, constantes antropológicas. Amor, pérdida, espera, duelo, celebración, trance, memoria. La música que logra tocar esos núcleos no necesita legitimación institucional. Se reconoce porque produce una modificación real en quien escucha. No persuade, transforma y no informa, sino que hiere o consuela. Por eso estas músicas del siglo veinte (flamenco, blues, jazz, tango, bolero, copla, canción francesa, canción italiana, música tradicional, pasodoble, música de banda, música de cine, soul, rock, pop, rap) han seguido siendo comprensibles sin manual. No porque sean simples sino porque hablan donde todos todavía habitan.

    El tiempo musical que defiendo no es el tiempo cronológico ni el tiempo del progreso sino un tiempo kairológico. Un tiempo de aparición. La música verdadera no avanza hacia algo, se abre en un instante que suspende la sucesión ordinaria. En ese sentido la canción de tres minutos puede ser ontológicamente más densa que una obra de seis horas si en esos tres minutos el mundo se vuelve audible. La duración no garantiza profundidad. La exposición sí.

    En este punto conviene señalar una deriva característica del mundo de la música clásica definido por el género dialéctico-instrumental (música instrumental pura), y muy especialmente por su matriz sinfónico austro-germana. Ese mundo ha tendido a convertir la dilatación temporal en un valor en sí mismo, casi en un criterio de grandeza, un fetiche estético. La expansión de la duración se ha fetichizado como si el pensamiento musical necesitara probar su legitimidad ocupando cada vez más tiempo, como si la extensión garantizara hondura y la resistencia física del oyente se confundiera con experiencia estética. La gran sinfonía y la ópera interminable se erigen así en monumentos temporales, no pocas veces admirables, pero también cargados de una ambigüedad ontológica que rara vez se examina.

    No se trata de negar que esa dilatación pueda ser, en ocasiones, poéticamente necesaria y verdaderamente prodigiosa. Hay músicas que requieren tiempo porque el tiempo mismo es su materia simbólica, porque la espera, la recurrencia y la acumulación forman parte de su sentido. Pero cuando la duración deja de ser exigencia interna y se convierte en ideología, en músculo técnico, la música corre el riesgo de deslizarse hacia la abstracción, hacia un despliegue gimnástico del material que impresiona sin transformar. El tiempo se llena, pero no se densifica y ka escucha se prolonga, pero no siempre se intensifica.

    Desde una ontología de la presencia, la duración no es una virtud moral ni un mérito técnico. Es simplemente una condición que debe responder a la necesidad del gesto. Hay músicas breves que contienen más mundo que arquitecturas sonoras colosales, y hay extensiones que no hacen sino repetir procedimientos sin abrir nuevos planos de sentido. El error del fetichismo temporal consiste en confundir cantidad con profundidad y continuidad con verdad. El tiempo kairológico no se mide, acontece. Puede durar un instante o una noche entera, pero solo es verdadero cuando en él algo se revela y compromete al cuerpo que escucha.

    Desde esta ontología la crítica al historicismo no es una negación del pasado sino una defensa del presente vivo. La historia solo tiene sentido cuando sirve a la aparición del ahora. Cuando se convierte en mediación obligatoria deja de iluminar y empieza a oscurecer. La música no necesita ser explicada para existir. Necesita ser cantada. Y el canto no ocurre en el archivo sino en el cuerpo.

    El hoy llamado "intérprete" no es aquí un ejecutante ni un reproductor fiel sino un lugar de paso. Un umbral. No transmite una obra cerrada sino que reactiva una posibilidad de mundo. Por eso la figura del músico generalista no es una nostalgia renacentista sino una necesidad ontológica. Componer, improvisar, cantar, tocar, enseñar, escuchar. Todo eso pertenece al mismo gesto, el de ejercitar la presencia del yo, de ese yo trágico y poético del que he intentado hablar en otros ensayos. Separarlo produce especialistas eficientes y músicas sin vida.

    La tecnología no es necesariamente enemiga de esta ontología pero sí su tentación permanente. Cuando la técnica se convierte en criterio de valor la música se desplaza del plano simbólico al plano del rendimiento. Cuando el volumen sustituye a la intensidad y la edición al riesgo la música se vuelve segura pero muda. No falla, pero tampoco dice. La hoy llamada "técnica" debe servir al acontecimiento y desaparecer en él. Cuando se vuelve protagonista ocupa el lugar que no le corresponde.

    La música que defiendo, pues, no busca consenso ni comodidad. No pretende agradar a todos ni ser aceptada por las instituciones. Su legitimidad no viene del mercado ni del archivo sino de su capacidad de sostener una vida en común. Allí donde una canción permite a alguien reconocerse sin quedar reducido a sí mismo, allí hay música. Allí hay mundo.

    Por eso este no es un alegato contra la modernidad ni una defensa ingenua de "lo antiguo". Es una afirmación más simple y radical. Mientras haya un cuerpo que se atreva a cantar sin esconderse, mientras la voz siga siendo un lugar donde el ser se arriesga, la música seguirá existiendo más allá de cualquier historia única. No como estilo, sino como presencia. No como objeto, sino como acontecimiento. Y en ese acontecer, todavía hoy, estas músicas siguen diciendo la verdad.

    Conviene añadir todavía un matiz decisivo para evitar un malentendido frecuente. La defensa de la música encarnada no implica en absoluto una renuncia a los universales, ni una huida hacia lo puramente contingente, lo fragmentario o lo irrepetible. Al contrario, insisto, una música que vuelve al cuerpo y al gesto solo puede sostenerse si se apoya en universales reconocibles, compartibles y humanamente inteligibles. Sin ellos, la encarnación se disolvería en pura idiosincrasia, en acontecimiento privado sin mundo (algo grotesco e histriónico). La música encarnada no es un grito aislado, es una forma de inteligibilidad sensible.

    Los universales, sin embargo, no deben confundirse con esquemas rígidos ni con abstracciones muertas. Pueden conceptualizarse de muchas maneras, pero resulta especialmente fértil pensarlos, por ejemplo, a partir de las grandes ideas platónicas (las Μεγίστα γένη, Megísta génē), no como ideas flotantes sino como tensiones vivas. Identidad y diferencia, movimiento y reposo, límite y apertura, lo mismo y lo otro, etc. En la música, estos universales no se presentan como conceptos sino como relaciones dinámicas, como equilibrios siempre inestables entre fuerzas opuestas que nunca se anulan del todo.

    Toda música viva se mueve en ese balance poético entre anclaje y ola, entre lo que vuelve y lo que irrumpe, entre lo predecible y lo impredecible. Sin repetición no hay reconocimiento, sin reconocimiento no hay mundo común. Pero sin variación, sin desviación mínima, sin riesgo, la repetición se convierte en inercia. La música encarnada no evita la repetición, la modela. No rehúye la representación, la atraviesa. No niega la forma, la vuelve porosa. En ese juego entre estabilidad y sorpresa se sostiene la experiencia musical como experiencia humana.

    Este equilibrio poético no es una concesión al gusto medio ni un compromiso tibio entre orden y caos. Es una exigencia ontológica. Demasiado orden produce rigidez y clausura. Demasiada indeterminación produce ruido y pérdida de sentido. La música que piensa sabe moverse en ese filo, donde el orden no ahoga la vida y el caos no destruye la inteligibilidad. Ese filo no es técnico, es poético en el sentido más fuerte del término, un hacer que engendra mundo.

    Por eso la música encarnada no es enemiga ni de la representación ni de la forma, sino de su absolutización. No combate el patrón, combate el patrón que no admite respiración. No rechaza la estructura, rechaza la estructura que se cree autosuficiente. La inteligibilidad humana no se construye eliminando lo conocido, sino exponiéndolo a la transformación. La música viva no confunde novedad con ruptura ni tradición con repetición mecánica.

    En este sentido, los universales no son el problema, sino la condición de posibilidad de que la música siga siendo compartida. Cuando se los abandona en nombre de una radicalidad mal entendida, la música deja de hablar y empieza a balbucear. Cuando se los absolutiza, deja de moverse. La música encarnada habita ese espacio intermedio, no como compromiso sino como tensión creadora. Allí donde lo mismo y lo otro se reconocen sin disolverse, la música vuelve a ser un lugar donde el ser humano puede entenderse a sí mismo sin dejar de sorprenderse.

    Vicente Chuliá ha escrito recientemente y con gran agudeza que además, si uno mira la historia de la hoy llamada "música clásica" en específico, sin el filtro del canon ya solidificado, emerge un patrón de una claridad casi incómoda. Este patrón, según Chuliá, consiste en que en cada época, lo que fue vivido como moderno no fue nunca la institución ni la complejidad del sistema, sino la reaparición de la melodía, de la inteligibilidad, de la voz que vuelve a decir algo reconocible para un cuerpo vivo. Lo antiguo, en cambio, fue siempre aquello que había cristalizado, lo que se había institucionalizado hasta perder contacto con el gesto originario y convertirse en forma autorreferente. En cierto sentido, la modernidad musical no avanzó por acumulación de técnica, sino por reapertura de sentido.

    En este sentido, la oposición entre Aristóxeno y Aristóteles no es un episodio erudito, sino una bifurcación ontológica decisiva. Pensar la música desde el oído y el tiempo vivido no es lo mismo que pensarla desde categorías abstractas. El canto gregoriano, antes de su fijación litúrgica y de su posterior polifonización, es melodía respirable, palabra sostenida en una línea compartida. La polifonía litúrgica, admirable en muchos aspectos, introduce ya una mediación donde la inteligibilidad empieza a ceder ante la arquitectura sonora. El Ars Nova es moderno precisamente porque devuelve a las voces la posibilidad de decir, de declamar, de individualizar el afecto. No es más complejo para ser oscuro, sino más complejo para ser más humano.

    Lo mismo sucede con los corales luteranos. Su modernidad no reside en la invención técnica, sino en la restitución de la palabra cantable y comprensible, en la posibilidad de que el pueblo cante y entienda. Eso no es un retroceso, es una radicalización del sentido. La seconda prattica monteverdiana y la doctrina de los afectos no rompen con la tradición por capricho, sino porque perciben que la música había comenzado a hablar de sí misma más que de aquello que debía encarnar. Monteverdi no persigue sofisticación abstracta, busca verdad expresiva. Wagner y Liszt, en su momento, no son modernos por complicar la armonía, sino por romper el cerco de la música absoluta y devolverle a la música una vocación simbólica, dramática, casi metafísica.

    El problema aparece cuando este gesto moderno se congela y se invierte. A partir de cierto punto, se toma de estos autores no su impulso poético, sino su complejidad como tal. Se abstrae la técnica de su necesidad expresiva y se convierte en principio normativo. Lo moderno deja de ser aquello que vuelve a hacer audible el mundo y pasa a ser aquello que se aleja de él. La inteligibilidad empieza a verse como concesión, la melodía como sospecha, la repetición como pobreza. La dificultad se confunde con profundidad y la elaboración con pensamiento. Ahí se produce el giro esquizofrénico.

    En ese contexto, la canonización de Bach y Beethoven como paradigmas perfectos juega un papel decisivo. No porque Bach o Beethoven sean el problema, sino porque su absolutización lo es. Se los extrae de su situación histórica, de su función viva, de su relación con la voz, la danza, la retórica y el gesto, y se los convierte en modelos abstractos de perfección formal. Bach deja de ser cantor y retórico para convertirse en sistema. Beethoven deja de ser dramatista del tiempo humano para convertirse en arquitecto del desarrollo. Se les arranca la carne y se conserva el esqueleto, que luego se toma como ley universal.

    A partir de ahí, la modernidad musical se redefine de manera perversa. Ya no consiste en devolver la música a la vida, sino en alejarla cada vez más de ella. Lo nuevo pasa a ser lo menos inteligible, lo más saturado armónicamente, lo más resistente a la memoria y al cuerpo. La melodía, que había sido siempre vector de modernidad, se convierte en signo de atraso. Y la música, en lugar de ser lugar de encuentro, se transforma en prueba de acceso, examen de pertenencia, ejercicio para iniciados.

    Ese es el núcleo del diagnóstico esquizofrénico. La música empieza a hablar un lenguaje que ya no coincide con la manera en que los seres humanos sienten, recuerdan, cantan o se reconocen. El gremio se encierra, la institución se refuerza, el canon se autoprotege. Se construye una burbuja de legitimidad donde la música se valida por su coherencia interna y no por su capacidad de crear mundo. En ese contexto, la música clásica no desaparece, pero se vuelve progresivamente autorreferencial. Vive de su propia historia, de su archivo, de su aparato crítico. Se convierte, sin saberlo, en un género entre otros, aunque siga creyéndose el Todo.

    Por eso resulta verosímil pensar que estamos entrando en un tiempo en el que lo moderno volverá a ser la melodía y la intercategoricidad. No como regresión ni como nostalgia, sino como necesidad histórica. La melodía no es un estilo, es una forma de inteligibilidad temporal. Es el modo en que el sonido se vuelve habitable para la memoria y para el cuerpo. Y la intercategoricidad no es mezcla superficial, es la condición originaria de la música antes de su compartimentación moderna. Música con palabra, con gesto, con escena, con rito, con imagen, con comunidad. Música que no pide permiso a una disciplina para existir.

    En ese horizonte, la música clásica entendida como género dialéctico instrumental autónomo puede convertirse en una anécdota histórica. Y ojalá así sea. No en el sentido de ser olvidada o despreciada, sino en el sentido preciso de ocupar su lugar. Un capítulo específico, valioso e influyente, pero no normativo. Una tradición entre otras, no el tribunal que decide qué es música. Cuando eso ocurra, Bach y Beethoven podrán volver a ser lo que siempre fueron. No estandartes ideológicos, sino gestos extremos. No sistemas perfectos, sino músicas profundamente encarnadas.

    Lo verdaderamente moderno, entonces, no será romper con el pasado ni prolongarlo artificialmente, sino liberar sus fuerzas aún activas. Recuperar la melodía no como ornamento, sino como eje ontológico. Recuperar la intercategoricidad no como fusión estética, sino como restitución de la música a la vida. Si eso sucede, la música clásica no habrá sido derrotada, habrá sido situada. Y quizá solo entonces deje de ser un museo para volver a ser, de cuando en cuando, un lugar donde algo verdadero todavía puede ocurrir. 




PARTE II

Canción y presencia: 

la música real del siglo XX


    Antes de entrar en ese territorio conviene suspender, siquiera por un momento, el marco heredado desde el que solemos pensar la historia musical del siglo XX. La historiografía oficial de la "música clásica" ha tendido a identificar ese siglo casi exclusivamente con sus desarrollos académicos, con sus vanguardias formales, con sus rupturas técnicas y con la progresiva autonomización del material sonoro. En ese relato, todo aquello que no participa de esa genealogía aparece como exterior, secundario o simplemente inexistente desde el punto de vista histórico. Sin embargo, esa omisión no es un descuido, como llevo apuntando aquí, sino el resultado de una definición previa de lo que merece ser llamado música y de quién tiene derecho a escribir su historia.

    Este ensayo parte de una inversión deliberada de esa perspectiva. No para negar la música académica del siglo XX, sino para situarla allí donde corresponde y, sobre todo, para atender a un vasto territorio sonoro que quedó fuera del relato oficial pese a haber sido el verdadero espacio donde la música siguió cumpliendo su función originaria. Se trata de músicas que no se dejaron absorber por el laboratorio ni por la abstracción formal, que no necesitaron legitimarse a través del discurso teórico ni de la institución, y que, precisamente por ello, mantuvieron un contacto vivo con el cuerpo, con la palabra, con el rito y con la comunidad.

    Es desde ese desplazamiento desde donde puede afirmarse, sin nostalgia ni provocación gratuita, que gran parte de la música más significativa del siglo XX no pertenece a la historia que se enseña como historia de la música, sino a otra historia paralela, no oficial, pero ontológicamente más decisiva. Una historia hecha de canciones, de voces, de gestos y de presencias, donde la música no se convirtió en objeto de estudio, sino que siguió siendo experiencia compartida. Es en ese contexto donde cobra pleno sentido hablar, por ejemplo, de copla, pop, bolero y tango no como géneros periféricos, sino como lugares centrales del acontecer musical del siglo XX.

    Hablar de copla, pop, bolero y tango no es, pues, hablar de géneros musicales, en el sentido clasificatorio, taxonomizante y empobrecedor que heredamos de la musicología académica, sino hablar de la música misma tal como ha acontecido en el siglo XX. No como especialidad, ni como estilo periférico, sino como el lugar donde la canción, la voz y el cuerpo han seguido sosteniendo una relación viva con el público, con el lenguaje afectivo y con los universales de la experiencia humana. Frente a una música académica que, a lo largo del siglo pasado, fue perdiendo progresivamente contacto con la comunidad, con la memoria compartida y con la inteligibilidad simbólica, estas músicas han permanecido como continuidad real de lo que históricamente siempre fue la música, a saber, una forma de presencia encarnada.

    Desde los años treinta hasta hoy, es aquí y NO en el laboratorio compositivo, ni en la abstracción formalista, ni en el fetichismo del material, donde la música ha seguido hablando un lenguaje comprensible, exigente sin ser excluyente, profundo sin necesidad de mediación teórica. Copla, bolero, tango y pop no sustituyen a la música clásica, la continúan allí donde esta se desvió hacia una hipermediación intelectual que la alejó del cuerpo, de la voz y del ritual compartido. Son, en ese sentido, la verdadera música clásica contemporánea, no por oposición a la tradición, sino por fidelidad a su núcleo ontológico.

    El peligro que también amenaza a estas músicas no es, por tanto, su popularidad ni su difusión masiva, sino la misma enfermedad que ha afectado a la música académica, la hipermediación. En su caso, no a través del discurso teórico, de la arequeología, de la filología, de la técnica, o de la partitura hipertrofiada, sino mediante la tecnología, la producción de estudio, la amplificación constante, la edición quirúrgica, el track rítmico, la máquina. Allí donde la técnica sustituye al gesto, donde el dispositivo reemplaza al cuerpo y la corrección suplanta al riesgo, la música pierde su condición de acontecimiento y se convierte en producto industrial.

    Este ensayo parte de una convicción clara, eso es, que mientras estas músicas permanecen ancladas en la voz, en la palabra cantada, en la danza, en el tiempo humano de la respiración y del silencio, conservan intacta su potencia ontológica. No son restos de un pasado sentimental ni derivaciones menores de la historia musical, sino el lugar donde el siglo XX y lo que llevamos del XXI ha seguido pensando, sintiendo y recordando a través del sonido. Allí donde la máquina no ha borrado a la persona, estas músicas siguen siendo lo que siempre fueron, vida hecha audible.

    La copla y el pop parecen, a primera vista, dos mundos estéticos lejanos, uno arraigado en la tradición hispánica del siglo XX, con sus perfumes de cuplé, zarzuela tardía y folklore urbano-andaluz. El otro, un lenguaje global nacido del mestizaje afroamericano-anglosajón que, a partir de los años cincuenta, conquistó el planeta con la promesa de una juventud autónoma. Sin embargo, cuando uno escarba con cuidado, la distancia entre ambos géneros se vuelve menos rígida y empieza a revelar zonas de continuidad, superposiciones emocionales e incluso afinidades estructurales que suelen pasar desapercibidas.

    La copla es, ante todo, un arte de la enunciación dramática, una canción que narra, casi teatralmente, un destino, una caída, una herida, un amor imposible o sacrificial. Es música que exige una encarnación y que se despliega en primera persona. En ese sentido, la copla se comporta como un microdrama cantado, cada melodía está al servicio del gesto narrativo, cada giro melismático subraya un pliegue emocional y cada acorde funciona como bisagra entre escenas. 

    El pop, por su parte, se ofrece como la música de la inmediatez, del aquí y ahora, de una subjetividad ligera que se filtra en estribillos memorables, ritmos recursivos y armonías no abstractas (nunca en límites cromáticos). Pero esa aparente ligereza es engañosa, el pop también construye identidades, ficciones de deseo y pequeños rituales emocionales. Simplemente lo hace mediante la economía del hook, del vamp, del riff, de la producción sonora y del efecto de masa.

    Una diferencia crucial reside en la relación entre voz y texto. En la copla, la palabra manda. La dicción es parte esencial de la estética, casi una técnica de claroscuro emocional. Una frase mal articulada o una vocal mal coloreada pueden destruir la historia que se intenta contar. En el pop, en cambio, la voz suele funcionar como un instrumento más dentro del entramado tímbrico de la producción, puede ser inteligible o no, puede distorsionarse, puede filtrarse digitalmente. Lo importante es el gesto sonoro global, no tanto la literalidad del texto. Mientras que la copla aspira a que el oyente entienda cada palabra, el pop a menudo busca que el oyente sienta antes de comprender.

    También difieren en su tiempo histórico. La copla nace como un espacio simbólico de la España urbana, en diálogo con la inmigración interior, los teatros de variedades, el cine y la estética sentimental de un país marcado por la posguerra, la desigualdad y la necesidad de sublimación emocional. El pop es, en esencia, un hijo de la modernidad industrial tardía, música para radio, discográfica, televisión, videoclip, algoritmo. Lo que para la copla era escenario y micrófono, para el pop es estudio, sintetizador, red social, playlist. Pero ambos géneros comparten una verdad silenciosa, los dos son hijos de la vida emocional de su época, los dos funcionan como válvulas de escape y espejos de un tipo de subjetividad que necesita contarse a sí misma sus propias contradicciones.

    No obstante, hay un punto donde copla y pop se tocan con una claridad sorprendente, esto es, en la centralidad del estribillo emocionalmente condensado. El pop vive de su estribillo, la copla, de su copla madre, ese verso o giro melódico que concentra el veneno y la miel del relato. En ambos géneros, el oyente espera el momento del desgarro o del clímax: el “Ay pena, penita, pena” o el “All you need is love” son, en el fondo, dispositivos similares de comunión sentimental. La diferencia está en el grosor del pathos. La copla se regodea en el exceso sudoroso, sangrante, en ese barroco afectivo, tan hispano, que pide una entrega absoluta. El pop, por lo general, prefiere el minimalismo contagioso, la emoción destilada que puede repetirse sin saturación.

    Otra similitud inesperada reside en la construcción de personajes. La copla crea heroínas trágicas, amantes desgarrados, figuras marginales que reivindican su dignidad en el canto. El pop, por su parte, produce iconos, esto es, estrellas fugaces, identidades performativas, cuerpos amplificados por la industria. Pero en ambos casos se trata de un teatro simbólico donde la voz encarna algo más grande que la persona real que canta. Los intérpretes de copla, de Concha Piquer a Juanita Reina, sabían que estaban interpretando un arquetipo. Los artistas pop también lo saben, aunque su arquetipo provenga ya no del drama sino del mercado, de la moda, de la marca.

    Finalmente, ambos géneros participan de una poética del deseo. La copla, con su moral ambigua y su erotismo en clave de culpa, celos, destino y transgresión. El pop, con su celebración hedonista del amor, la juventud, la libertad o la ruptura. En ambos casos, la música funciona como un dispositivo para intensificar la experiencia afectiva y darle una forma socialmente compartida.

    Si la copla es el espejo íntimo de un país que necesitaba contar sus heridas en clave teatral, el pop es la banda sonora de una contemporaneidad global que busca emociones rápidas, replicables y universales. Pero ambos, desde sus geografías distintas, producen mitologías de lo cotidiano, pequeños relatos del yo que, al ser cantados, se vuelven habitables para quienes los escuchan.

    Y sin embargo, y esto debo afirmarlo con claridad, la copla ocupa en mi ontología un lugar que el pop, por mucho que me interese y me acompañe, no puede ocupar del todo igual, de la misma manera. Porque la copla no es solamente un género, es una forma de revelación, una poética del cuerpo y de la voz en la que el canto no transmite información emocional sino que encarna un destino. La copla no describe,  acontece y no comunica, sino que desgarra. Tampoco seduce, sino que desvela.

    El pop, aun en su mejor versión, trabaja con afectos de superficie, captura estados de ánimo, gestos de energía, pequeñas fulguraciones de subjetividad que se consumen en la inmediatez del presente. Pero la copla opera en otro plano, en el de la verticalidad simbólica, donde la voz no es un instrumento entre otros sino un cuerpo atravesado por la historia, por la culpa, por la tradición, por el eros oscuro que acompaña a las culturas mediterráneas desde la tragedia antigua. La copla no necesita disfraz productivo ni artificio técnico porque su artificio es teatral, es decir, ritual, un umbral entre la vida y la fábula.

    Mientras el pop universaliza experiencias rápidas, la copla espesa la existencia. Su tiempo no es el de la playlist sino el de la cicatriz. El pop quiere que bailemos, mientras que la copla quiere que nos acordemos. Y no de cualquier cosa, sino de aquello que nos cuesta mirar, la humillación, el orgullo herido, la traición, la desdicha, la transgresión. Por eso la copla es, para mí, un arte mayor, porque exige al oyente y al intérprete una forma de valentía que el pop raramente solicita. Exige ponerse en el borde de uno mismo.

    Desde nuestra ontología, donde la música es presencia encarnada, símbolo vivo y gesto que piensa, la copla tiene una densidad que el pop no alcanza, porque la copla no se limita a expresar un sentimiento, sino que reconstituye un mundo. No corre detrás de la actualidad, sino que vuelve una y otra vez al lugar donde el mito y la biografía se cruzan. La copla no es moderna ni posmoderna, es trágica, y en esa tragedia mediterránea encuentra su fuerza. Una fuerza que no es nostalgia sino figura, esto es, una forma de comprender la vida a través del canto.

    Por eso no hablo desde la nostalgia ni desde la jerarquía, sino desde la ontología. El pop moviliza afectos, mientras que la copla moviliza símbolos. El pop se escucha, mientras que la copla se habita. El pop es un signo en movimiento, mientras que la copla es un gesto que arde.

    Y aun así, sería injusto y ontológicamente empobrecedor dejar al pop reducido a su versión industrial, amplificada hasta el aturdimiento y sometida al imperio del estudio, donde cada sonido solo existe tras ser procesado, comprimido o corregido hasta la asfixia. Porque existe un pop que se salva, un pop que se sitúa del lado de la música viva, del lado del símbolo y de la palabra encarnada, y que comparte con la copla un linaje común, a saber, la voluntad de decir verdad sin esconderse tras la parafernalia del aparato.

    Ese pop redimido aparece cuando la canción se libera de la tiranía de los decibelios, esa obsesión contemporánea por tocar siempre “a todo volumen”, donde la intensidad se confunde con la saturación, y cuando renuncia a la hiperproducción que mata la inmediatez. Nada vuelve más opaco (en el peor sentido de opaco, no en el sentido que yo mismo a veces reivindico) un gesto musical que cubrirlo de capas, filtros, correcciones y artificios técnicos que impiden oír lo que realmente está en juego, es decir, un cuerpo que canta, un pensamiento que suena.

    Por eso Joni Mitchell es una de las grandes figuras redentoras del pop. Su música no depende del “sonido perfecto”, sino de la imperfección luminosa del gesto. Joni canta siempre desde un lugar liminar, entre la confesión íntima, la lucidez poética y la invención armónica más audaz que haya dado la canción moderna. Ahí no hay artificio que sustituya a la verdad. Sus acordes abiertos, casi modales, sus melodías imprevisibles y su capacidad narrativa hacen que cada canción sea un pequeño tratado de ontología vivida. Joni no “interpreta”, habita, y no canta sobre algo, sino que lo encarna.

    Y como ella, otros y otras, Nick Drake, Leonard Cohen, Joan Armatrading, Suzanne Vega, Amadou & Mariam, Laura Nyro, incluso cierta Nina Simone tardía, practican un pop desnudo, casi ritual, donde la producción no tapa la voz sino que la sostiene, donde el volumen nunca sustituye la emoción, y donde el estudio no maquilla la música sino que la acompaña. En ese pop, la tecnología no eclipsa al gesto, ni la repetición maquinal sustituye al aliento humano.

    Ese es el pop que todavía piensa, que todavía arriesga, que todavía dice. Ese pop, cuando se despoja de la saturación y del brillo ficticio, vuelve a situarse muy cerca de la copla en su esencia profunda, la canción como espacio de revelación emocional y simbólica, la voz como lugar donde el mundo se ordena y se desordena a la vez.

    Pop y copla, cuando renuncian a sus caricaturas, pueden encontrarse en un mismo horizonte, el de la música que se atreve a ser gesto, no mercancía, se atreve a ser presencia, no ruido y verdad, no artificio. Porque lo que salva a un género, cualquier género, no es su estilo, sino su capacidad de sostener una vida en común a través de la voz.

    El pop, en su raíz ontológica, no es un estilo musical, es una arquitectura de inmediatez. No nace para fundar un mundo, como la copla, ni para sostener un linaje ritual, como la música tradicional, ni para inscribirse en la memoria escrita, como la música académica. El pop nace para capturar la intensidad del presente y hacerla circular de manera rápida, accesible y universal. Su ontología es la del gesto mínimo que se vuelve signo global.

    En este sentido, el pop es la música más coherente con el régimen temporal contemporáneo, un tiempo sin espesor, acelerado, fragmentario, que exige gratificación inmediata. El pop se adapta perfectamente a esta economía afectiva, frases cortas, ritmos repetitivos, armonía funcional diatónica muy luminosa y transparente, estribillos de adhesión instantánea, identidades sonoras fáciles de reconocer. Se trata de una música que no pide una escucha profunda para operar, su eficacia es instantánea, como un reflejo.

    Por eso el pop es hoy la música más escuchada del mundo, porque es la única que concuerda exactamente con las coordenadas antropológicas de nuestra época. No requiere iniciación, ni contexto, ni genealogía. Puede escucharse en soledad o en masa, en altavoces baratos o en estadios, en auriculares low-fi o en plataformas digitales. Es una música que triunfa porque no exige nada para existir y, al mismo tiempo, lo ofrece todo de inmediato, un ritmo, una emoción, un estado de ánimo.

    Esto tiene un lado luminoso, el pop es, quizás como ningún otro género, un lenguaje "democrático", con todo lo maravilloso pero también diabólico que eso conlleva. No excluye, no juzga, no pide credenciales culturales, no exige saber previo. En su mejor versión, el pop puede condensar fulguraciones poéticas, intuiciones melódicas extraordinarias, narrativas breves que se vuelven universales. Puede ser un arte real de la síntesis, un pequeño milagro de comunicación masiva con carga afectiva inmediata.

    Pero esta misma ontología trae consigo un lado oscuro. La velocidad del pop implica también desgaste, obsolescencia rápida, dificultad para sostener profundidad simbólica. Su estructura exige constante repetición, y la repetición constante exige simplificación (sin perjuicio de que la repetición sea algo imprescindible en toda música viva). La lógica industrial y tecnológica del género tiende a empujarlo hacia la homogeneización, hacia el volumen como falso signo de intensidad, hacia la producción como sustituto de la expresión. El pop puede así convertirse fácilmente en música sin cuerpo, pura superficie, puro efecto.

    Además, su correlación con el mercado lo vuelve desafortunadamente muy vulnerable a una reducción de la música a mercancía, donde lo que importa no es el gesto expresivo sino su capacidad de circular, de viralizarse, de producir dopamina social. El riesgo ontológico del pop es, pues, convertirse en música sin interioridad, una banda sonora del consumo emocional acelerado.

    Y sin embargo, y aquí está su paradoja más fascinante, el pop, incluso en su fragilidad ontológica, incluso en su dependencia de la industria, conserva un espacio para lo verdadero. De vez en cuando, un artista, una voz, un verso, un timbre, una progresión armónica, rompen esa superficie y producen un instante de densidad real, algo que se parece a la revelación, algo que toca el fondo del oyente sin necesidad de aparato conceptual. Ese milagro pop ocurre cuando el género deja de imitar la maquinaria del mundo y vuelve a su núcleo original, el gesto desnudo, la palabra que se vuelve música sin perder su urgencia.

    Por eso el pop domina, y por eso, pese a sus riesgos, no debe ser desechado, porque es el lenguaje del presente y, cuando renuncia a su caricatura industrial, puede convertirse en un arte de inmediatez luminosa. Un arte que, como un buen aforismo, dice mucho con casi nada, y que nos recuerda que incluso en una época saturada, todavía es posible que una melodía de tres minutos abra un resquicio de verdad.

    Si el pop y la copla dibujan dos modos de estar en el mundo, uno regido por la inmediatez, otro por la densidad simbólica, el bolero y el tango representan aún otra forma de verdad, otros modos de cantar el destino, inscritos en tradiciones distintas pero cargadas de un espesor ontológico que no puede ignorarse. Ni el bolero ni el tango se limitan a ser géneros, sino que son lugares donde un alma colectiva aprende a hablar de sí misma, donde el cuerpo y la voz se vuelven pensamiento. Por eso su genealogía no es una cuestión histórica, sino una cuestión del ser; y su ontología, antes que una teoría del estilo, es una teoría de la presencia.

    El bolero nace del mestizaje afrocubano, del pulso íntimo del Caribe donde la palabra cantada es ya un acto de consagración del deseo. Pero pronto trasciende esa localización geográfica para instalarse en una región emocional que pertenece a toda Hispanoamérica. Su genealogía es la del anhelo que busca forma, la de una vulnerabilidad convertida en arquitectura musical. Desde sus primeras encarnaciones en el romanticismo cubano hasta su expansión continental, el bolero ha sido siempre un arte de la confesión sin ironía. No es una música que juegue a ocultar su intención, ni se refugia en la máscara teatral de la copla ni en la volatilidad expresiva del pop. Su verdad es frontal, la del corazón expuesto sin defensas.

    En el bolero, la palabra amor no es figura ni alegoría, sino el centro de gravedad donde todo se ordena. Su ontología es la del sentimiento radical que no necesita disfrazarse. La melodía se pliega, se curva, se suspende en una respiración lenta; la armonía modula con suavidad, como quien avanza por un territorio delicado donde cada acorde sostiene la tensión entre la entrega y la pérdida. La voz es un espacio de tacto, nunca un instrumento más, sino un cuerpo que roza el silencio y lo hace vibrar. No hay urgencia de estribillo, no hay pirotecnia rítmica, no hay necesidad de volumen. Lo que hay es la gravedad de la palabra hecha caricia. Cuando Lucho Gatica pronuncia “Contigo en la distancia”, cuando Olga Guillot rasga la vocal de un adiós imposible, el bolero acontece como un pacto entre la vulnerabilidad y la dignidad. No habla del amor, sino que es el amor haciéndose audible.

    El tango, por su parte, nace de un barro más oscuro, de un arrabal donde se mezclan inmigrantes, prostíbulos, conventillos, nostalgias europeas y ritmos afro-rioplatenses. Su genealogía es la del desarraigo convertido en música. Si el bolero canta el deseo que se expone, el tango canta la herida que se recuerda. Es hijo de la pérdida antes que del anhelo, del orgullo antes que de la confesión, de una masculinidad quebrada que aprendió a transformar su fractura en estilo. Pero reducirlo a una estética de la pena sería un error, pues el tango es una metafísica del tiempo, una forma de pensar el pasado que vuelve como sombra viva. Sus letras no describen situaciones sino que construyen un mundo donde la memoria es un destino inevitable.

    En su ontología, el tango es vertical como la copla pero horizontal como la calle, un género que combina la densidad simbólica de lo trágico con el filo cortante de lo cotidiano. El bandoneón funciona como una respiración invertida, casi un corazón que se exprime. El fraseo vocal no es nunca neutro, siempre está teñido de un realismo afectivo que no admite artificio. Carlos Gardel convierte la modulación en una forma de caminar por el borde de uno mismo. Tita Merello transforma cada palabra en un arma y una súplica a la vez. El tango no quiere universalidad, quiere verdad. No quiere belleza pulida, quiere una belleza herida que no esconde sus cicatrices. Su ritmo arrastra el cuerpo hacia un territorio ambivalente entre lo sensual y lo fatalista, y su melodía avanza siempre como quien se atreve a pronunciar lo que duele.

    Bolero y tango forman así un espejo doble de las pasiones hispanoamericanas. Ambos trabajan con el pathos, pero de maneras distintas. El bolero desde la entrega, el tango desde la fractura. Ambos son rituales del sentimiento, pero en uno el deseo se abre como una flor nocturna y en el otro la memoria se enrosca como una espina. Ambos exigen al intérprete una forma de valentía, pero en el bolero es la valentía de la ternura y en el tango la valentía del desgarro. Ninguno se conforma con ser un género musical. Los dos son modos de habitar el alma.

    Frente al pop, cuyo tiempo es el presente, y frente a la copla, cuyo tiempo es el mito de una España interior, el bolero vive en el tiempo del éxtasis y el tango en el tiempo de la cicatriz. El pop captura la superficie, la copla ordena la fábula, el bolero suspende el instante y el tango lo hiere. En ese cuadrilátero ontológico se dibuja una cartografía completa de nuestras pasiones cantadas, la inmediatez luminosa del pop, la verticalidad trágica de la copla, la intimidad radiante del bolero y la memoria afilada del tango.

    Bolero y tango, cada uno a su manera, recuerdan que la música sigue siendo un espacio donde la vida se vuelve audible. No porque represente emociones, sino porque encarna modos de estar. Y cuando un género consigue eso, volver audible el estar, deja de ser un estilo y se convierte en una ontología.

    Desde mi propia ontología, insisto, la música no es un objeto sonoro ni una construcción estilística, sino una forma de presencia. Música es aquello que acontece cuando un cuerpo se expone en la voz y, al hacerlo, ordena simbólicamente un mundo compartido. Todo lo que no pasa por ese umbral puede ser sonido, puede ser técnica, puede ser incluso brillante, pero no llega a constituirse como música en sentido pleno. Por eso, al mirar el siglo XX sin prejuicios académicos, resulta evidente que la música que realmente ha sostenido una vida en común no ha sido la que se refugió en la hipermediación formal o tecnológica, sino aquella que permaneció fiel al gesto humano.

    Copla, bolero, tango y pop (en sus formas no caricaturizadas) no son periferias del canon, sino su continuidad real. Allí donde la música académica se volvió autorreferencial, abstracta o dependiente de mediaciones cada vez más rarificadas, estas músicas conservaron el contacto con los universales, esto es, el amor, la pérdida, el deseo, la memoria, la dignidad herida. No porque fueran simples, sino porque nunca renunciaron a la voz como lugar de verdad. En ellas, la música no se explica, se encarna.

    El verdadero riesgo no ha sido nunca la popularidad, ni la repetición, ni la difusión masiva. El peligro ha sido la sustitución del cuerpo por la máquina, del tiempo humano por el tiempo técnico, del acontecimiento por el producto. Cuando la música se edita hasta borrar el riesgo, cuando se amplifica hasta eliminar el matiz, cuando se produce hasta hacer desaparecer la respiración, deja de ser un acto y se convierte en un artefacto. Y ese riesgo atraviesa hoy por igual a la música académica y a la popular.

    Pero mientras exista una voz que cante sin esconderse, una palabra que se diga sin ironía, un gesto que se arriesgue sin red tecnológica, la música seguirá siendo posible. No como estilo ni como industria, sino como forma de verdad. El siglo XX no ha sido el siglo del fin de la música, sino el siglo en el que la música cambió de lugar para sobrevivir. Y ese lugar no ha sido el laboratorio ni la máquina, sino la canción, que en el fondo es el núcleo y raíz radical de todo lo musical. 

    Por eso estas músicas no pertenecen al pasado ni a la nostalgia. Son presentes activos, reservas ontológicas de humanidad. Allí donde alguien canta con el cuerpo entero, sin mediaciones que lo sustituyan, la música vuelve a suceder. Y cuando eso ocurre, no importa el nombre del estilo. Importa que el mundo, por un instante, vuelve a ser habitable.

    Ahora, a este territorio de músicas encarnadas que sostuvieron el siglo XX hay que añadir, sin concesiones ni romanticismos, el arco afroamericano en el que blues, jazz, soul y, más tarde, funk, rock and roll, hip hop y rap constituyen no estilos añadidos al mapa, sino uno de sus ejes ontológicos decisivos. No como color local ni como exotismo, sino como lugar donde la música volvió a ser, con una claridad casi insoportable, cuerpo, herida, rito y comunidad.

    El blues ocupa aquí una posición axial. No es un género, es una condición. Es la música nacida de la imposibilidad, del desarraigo absoluto, de la vida sometida a una violencia estructural que no puede sublimarse en abstracción. El blues no explica, constata, y no desarrolla, insiste. Su repetición no es pobreza formal, es memoria corporal. Cada blue note es una grieta en el sistema temperado, un recordatorio de que la música no nace de la perfección sino de la fisura. El blues es quizá la forma más desnuda de música encarnada del siglo XX, porque no promete redención, solo presencia.

    En el blues, la voz no canta para agradar ni para convencer, canta para seguir viva. El texto del blues es simple porque no puede permitirse la retórica. La armonía es mínima porque no hay espacio para la ornamentación. Y, sin embargo, en esa pobreza aparente hay una densidad ontológica que ninguna complejidad artificial puede suplir. El blues no representa el sufrimiento, lo sostiene. No lo dramatiza, lo habita. Por eso su influencia no es estilística, es genética.

    El jazz nace cuando esa condición se abre al juego, a la inteligencia colectiva, a la invención en tiempo real. El jazz es la gran respuesta moderna a la pregunta por cómo pensar con el cuerpo sin perder complejidad. No es una música de obras, sino de situaciones. No se funda en la partitura, sino en el oído compartido. La improvisación no es adorno, es ontología. Cada solo improvisatorio es un acto de responsabilidad, porque no hay red que sostenga el gesto si falla.

E    n su núcleo, el jazz no es ni popular ni culto, porque esa distinción le resulta ajena. Es música de músicos, sí, pero también música de comunidad. El swing no es un ritmo, es una ética del tiempo. Una manera de estar juntos sin anular la diferencia. La forma jazzística no elimina la repetición, la reactiva. No destruye la estructura, la tensiona. En ese equilibrio entre previsibilidad y sorpresa, el jazz encarna con una precisión ejemplar el balance poético entre orden y caos, entre lo mismo y lo otro.

    El peligro del jazz aparece cuando se academiza, cuando la improvisación se convierte en fórmula, cuando el riesgo se sustituye por el virtuosismo autoprotegido. El jazz puede caer en la misma trampa que la música clásica cuando se fetichiza la complejidad y se pierde el pulso humano. El jazz museo, el jazz de conservatorio, el jazz que imita su propia historia, traiciona su impulso original. Pero incluso ahí, su ontología resiste mejor que otras músicas, porque la improvisación siempre deja una grieta por la que puede volver a entrar la vida.

    El soul representa otro desplazamiento esencial. Si el blues es herida y el jazz inteligencia colectiva, el soul es afirmación corporal de la dignidad. Es música donde la voz vuelve a ocupar el centro absoluto, no como vehículo de texto, sino como energía espiritual. El soul no canta ideas, canta estados del ser. Hereda del góspel la dimensión ritual y la transforma en gesto político sin perder su espesor simbólico. El cuerpo que canta soul no se esconde, se expone.

    En el soul, la repetición es trance, no mecánica. El groove no es acompañamiento, es suelo. El oyente no escucha desde fuera, entra. Por eso el soul es una de las músicas más peligrosas para la lógica del auditorio, porque no admite pasividad. Convoca respuesta, movimiento, comunión. Cuando el soul se convierte en producto pulido, cuando la producción ahoga la respiración, pierde fuerza, pero incluso en sus versiones más industrializadas sigue arrastrando un resto de verdad difícil de neutralizar.

    El funk radicaliza esa dimensión corporal hasta el límite. Es música donde el ritmo deja de servir a la melodía y se convierte en espacio habitable. El funk no narra, insiste y no desarrolla, martillea. Y en ese martilleo genera una forma de inteligencia colectiva no discursiva. Su peligro aparece cuando el groove se vacía de intención y se convierte en plantilla, cuando el cuerpo se reduce a máquina repetitiva. Pero en su núcleo, el funk es una pedagogía del cuerpo pensante.

    El rock and roll, en su origen, participa de esta genealogía de encarnación. No nace como estilo complejo, sino como energía inmediata, como choque entre ritmo, gesto y deseo. El rock fue moderno porque devolvió la música a la adolescencia del cuerpo, a la necesidad de ruido, de volumen, de exceso. Su problema aparece cuando ese exceso se vuelve espectáculo vacío, cuando la distorsión sustituye al gesto y la rebeldía se convierte en marca.

    El metal lleva ese riesgo al extremo. Puede ser una música de enorme densidad simbólica cuando trabaja con lo trágico, con lo ritual, con la catarsis colectiva. Pero puede caer fácilmente en el músculo técnico, en la saturación sin sentido, en la violencia sonora sin pensamiento. El metal que se convierte en gimnasia instrumental pierde su ontología y se vuelve caricatura de sí mismo.

    El hip hop y el rap merecen una atención especial. Nacen como restitución radical de la palabra, como poesía rítmica encarnada, como crónica del presente desde la voz que no tiene acceso a otras mediaciones. En su origen, el rap es profundamente ontológico, porque devuelve a la música la función de decir el mundo sin filtros. El flow no es técnica, es respiración social.

    El peligro del rap aparece cuando la palabra se vacía de verdad y se llena de pose, cuando la agresividad se convierte en simulacro, cuando la repetición ya no es memoria sino branding. El rap puede caer en una hipermediación tan asfixiante como la de la música académica, solo que por otros medios. Cuando el estudio sustituye a la calle y la imagen al gesto, el rap pierde su fuerza constituyente.

    Y sin embargo, incluso en sus derivas, estas músicas siguen siendo parte del territorio que reivindico. No porque todo valga, sino porque todas contienen la posibilidad de volver a ser encarnadas. No dependen de una institución para existir, sino de un cuerpo que se arriesga. Pueden degradarse, sí, pero también pueden renacer sin pedir permiso.

    Blues, jazz, soul, funk, rock, rap no son capítulos secundarios de la historia musical del siglo XX. Son el lugar donde la música siguió siendo humana cuando otros espacios se cerraban sobre sí mismos. Son músicas que no renunciaron a los universales, sino que los vivieron desde el cuerpo. Amor, dolor, orgullo, pérdida, celebración, resistencia. Todo eso siguió siendo decible ahí cuando dejó de serlo en otros ámbitos.

    Por eso estas músicas no son alternativas, son centrales. No sustituyen a nada, continúan. Allí donde la música académica se volvió autorreferencial, estas músicas siguieron produciendo mundo. Con riesgos, con errores, con derivas, pero con una fidelidad radical al gesto humano.

    El siglo XX no se entiende sin ellas. No como banda sonora, sino como pensamiento encarnado. Y el siglo XXI, si quiere evitar la asfixia, tendrá que volver a aprender de ellas algo que nunca fue un secreto. Que la música no se justifica por su complejidad ni por su novedad, sino por su capacidad de hacer que un cuerpo se reconozca en otro a través del sonido. Allí donde eso ocurre, la música sigue viva. Allí donde no, todo lo demás es archivo.

    A este mapa de músicas encarnadas hay que añadir, con la misma seriedad ontológica, la historia de la música de cine y, más tarde, la de radio, televisión y videojuegos. No como apéndices funcionales ni como artes menores subordinadas a la imagen o al medio, sino como uno de los lugares decisivos donde la música del siglo XX y XXI siguió produciendo mundo cuando otros espacios se replegaban. Porque también ahí la música fue, durante mucho tiempo, gesto humano, memoria compartida y articulación simbólica de la experiencia colectiva.

    La música de cine nace ligada al cuerpo y al relato. En sus orígenes no pretende autonomía ni pureza, sino acompañar, subrayar, sostener una dramaturgia. Esa condición, que la musicología académica ha despreciado como dependencia, es en realidad su fuerza ontológica. La música de cine piensa con imágenes, pero no se disuelve en ellas. Traduce tiempo en emoción, escena en respiración, gesto visual en duración sonora. No explica la imagen, la encarna. Por eso, durante décadas, fue uno de los grandes reservorios de melodía, de inteligibilidad y de memoria musical compartida.

    El cine permitió que millones de personas siguieran reconociendo motivos, temas, giros armónicos, afectos musicales sin necesidad de mediación teórica. La música volvía a ser reconocible, recordable, tarareable, incluso cuando estaba orquestada con una sofisticación enorme. No había contradicción entre complejidad y claridad. La melodía no era un adorno, era una necesidad narrativa. En ese sentido, la música de cine prolongó una tradición que la música académica había empezado a abandonar.

    Pero también aquí aparece la deriva. A medida que la industria se tecnifica, la música de cine comienza a sustituir el gesto por el efecto. La hiperproducción sonora, la saturación orquestal permanente, el uso obsesivo del volumen y de la densidad tímbrica transforman la música en una masa indistinta. Ya no articula el tiempo, lo aplasta. Ya no acompaña la escena, la invade. La emoción deja de construirse y se impone. El oído deja de escuchar y se defiende.

    Cuando la música de cine se convierte en pura textura atmosférica, pierde su capacidad simbólica. Se vuelve funcional en el peor sentido. No funda memoria, no crea mundo, solo rellena. El problema no es la tecnología en sí, sino su absolutización. El sample sustituye al instrumento, el loop al fraseo, la programación a la respiración. La música deja de responder a un cuerpo y empieza a obedecer a un flujo técnico continuo que no admite silencio ni fragilidad.

    La radio, por su parte, fue durante buena parte del siglo XX un espacio extraordinario de mediación viva. No solo difundía música, la contextualizaba. La voz que presentaba, el tiempo compartido, la escucha doméstica, creaban una intimidad ritual que no era privada ni pública del todo. La música en la radio no era objeto de contemplación, era compañía, presencia, ritmo de la vida cotidiana. Ahí la canción, el jazz, el bolero, el pop, el rock encontraron un ecosistema donde podían seguir siendo humanos.

    Con el tiempo, la radio también se tecnificó hasta volverse fórmula. El formato sustituyó al criterio, la repetición programada a la escucha real. La música dejó de ser acontecimiento y se convirtió en fondo sonoro. No se escucha, se consume. El oído se acostumbra, pero ya no se implica. El riesgo ontológico de la radio contemporánea es el mismo que el de muchas músicas actuales. Convertir la presencia en ruido de fondo emocional.

    La televisión intensificó este proceso. La música televisiva nace casi siempre subordinada a la imagen, pero no necesariamente empobrecida. Durante décadas, las cabeceras, las sintonías, los temas recurrentes fueron verdaderas condensaciones simbólicas. Bastaban unos segundos para convocar un mundo. Ahí la música seguía operando por reconocimiento, por memoria afectiva, por repetición significativa. No era autónoma, pero sí eficaz ontológicamente.

    El problema aparece cuando la música televisiva se vuelve intercambiable. Cuando cualquier sonido puede servir para cualquier imagen. Cuando la identidad sonora se diluye en bancos de audio genéricos, en librerías de efectos, en producciones anónimas pensadas para no decir nada demasiado preciso. La música deja de ser gesto y se convierte en decoración. No falla, pero tampoco arriesga y no hiere, no revela.

    La música de videojuegos merece un lugar propio en este análisis, porque ahí se abre una ambigüedad profunda. Por un lado, el videojuego ha permitido una forma de música ligada a la acción, a la interacción, al tiempo vivido. La música no acompaña pasivamente, responde. Se adapta, se transforma, reacciona al gesto del jugador. En ese sentido, recupera algo muy antiguo, la música como parte del ritual, del juego, del movimiento corporal. Pero al mismo tiempo, la música de videojuegos corre el riesgo extremo de la mecanización absoluta. Loop infinito, repetición sin desarrollo, dependencia total de la electrónica, desaparición del intérprete humano. Cuando la música se reduce a un algoritmo reactivo, pierde su dimensión simbólica. Puede ser eficaz, incluso brillante técnicamente, pero ya no funda experiencia, solo regula estímulos. El oído responde, pero el ser no se compromete.

    En todos estos ámbitos, cine, radio, televisión, videojuegos, se repite el mismo dilema ontológico. O la música permanece ancilar al gesto humano, al relato, al cuerpo, a la respiración, o se disuelve en una infraestructura técnica que la vuelve invisible y sustituible. No es una cuestión de medios, sino de jerarquía. Cuando la tecnología sirve a la música, la música vive. Cuando la música sirve a la tecnología, se vacía.

    Estas músicas mediáticas han sido, durante décadas, uno de los últimos lugares donde la música siguió siendo comprensible sin empobrecerse, compleja sin volverse abstracta, popular sin renunciar a la dignidad simbólica. Pero también son hoy uno de los campos donde el riesgo de deshumanización es mayor. Precisamente porque su poder de difusión es enorme y su dependencia técnica casi total.

    Por eso no se trata de rechazarlas, sino de exigirles lo mismo que exigimos a cualquier música viva. Que no renuncien al gesto. Que no confundan intensidad con saturación. Que no sustituyan presencia por efecto. Que recuerden que incluso en el cine, en la radio, en la televisión o en un videojuego, la música solo existe de verdad cuando alguien, en algún lugar, puede reconocerse en ella con el cuerpo entero.

    Si estas músicas recuperan esa fidelidad al gesto humano, seguirán siendo parte central de la historia viva de la música de nuestro tiempo. Si no, se convertirán en otro paisaje sonoro más sin mundo. Y entonces, como siempre, la música volverá a desplazarse a otro lugar, allí donde aún sea posible que el sonido no solo acompañe la vida, sino que la haga, por un instante, verdaderamente audible...


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