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PARTE I
Historias de las músicas
La música del siglo veinte no puede pensarse como un bloque unitario, tal y como pretende el gremio de la "música clásica" hoy, ni como la culminación de una línea ascendente que parta de la polifonía medieval carolingia y desemboque, con gesto fatigado, en los laboratorios académicos y de "vanguardia" del siglo pasado. Pensarla así no es solo un error histórico sino una mutilación ontológica. Porque la música no es una cosa sino un haz de prácticas vivas, un conjunto de gestos corporales, rituales sociales, tecnologías encarnadas y formas de escucha que nunca han obedecido a una sola lógica ni a una sola historia. La pretensión de una Música con mayúscula es el síntoma de una ansiedad de control, no el resultado de una comprensión profunda del fenómeno musical en toda su riqueza y pluralidad.
Esa ansiedad se institucionalizó en el gremio de la hoy llamada "música clásica" mediante una historia oficial que se presenta en nuestros conservatorios y libros de texto como natural, inevitable y universal, cuando en realidad es una tradición inventada (en el sentido de Eric Hobsbawm), cuidadosamente curada y celosamente custodiada. Un relato hiperrarificado y endogámico que confunde continuidad con legitimidad y que confunde archivo con verdad. En nombre de una supuesta herencia, este gremio ha construido un verdadero museo sonoro donde todo lo que entra debe pasar por el filtro de la partitura, del canon, de la genealogía autorizada. Lo vivo se momifica, lo oral se transcribe, lo ritual se estetiza, lo comunitario se individualiza. La historia que se enseña no describe cómo la música ha sido vivida, sino cómo una institución particular ha decidido administrarla.
Bajo la apariencia de rigor se esconde una operación curatorial que pretende apropiarse de toda música para neutralizarla, alisarla, clasificarla y hacerla gobernable. No es una historia de la música, es una política del recuerdo, una pedagogía de la obediencia estética, un dispositivo normativo que convierte el devenir plural del tono musical en patrimonio cerrado. Y al hacerlo, no solo empobrece el pasado, sino que incapacita al presente para producir nueva y fresca música que no pida permiso. De ahí que el gremio de la "música clásica" sea mayoritariamente hoy un ecosistema profesional que se dedica al comentario, la glosa, la doxografía, la hermenéutica, la interpretración, es decir, a la administración del sentido y no a la poiesis.
En realidad, lo que hoy llamamos música ha sido siempre un fenómeno muy plural, inestable y conflictivo. Improvisación, danza, canto funcional, rito, celebración, lamento, trabajo, trance, acompañamiento de la vida cotidiana, todo eso fue música mucho antes de que se fijara en signos, se institucionalizara en escuelas o se petrificara en repertorios. La reducción de este magma a una genealogía única basada en la escritura, en la música instrumental, en el autor y en la obra no fue un descubrimiento, sino una operación de poder cultural. No describió lo que la música era, sino que decidió qué parte de ella merecía ser recordada y cuál debía quedar fuera del relato historiográfico.
Cierto es que toda historia, claro, resulta en una construcción interesada, pero pocas lo son tanto como la historia de la hoy llamada "música clásica", enseñada como canon. Esta construcción no narra el devenir real de las prácticas sonoras sino la autoimagen de una tradición particular que se presenta sin embargo como universal. Esa historia es por tanto selectiva, excluyente y teleológica. Avanza como si cada etapa existiera para preparar la siguiente, como si el sentido del pasado fuera justificar el presente de la institución que narra. En ese relato, la partitura se convierte en fetiche, el compositor en héroe y la escucha en un acto disciplinado. Todo lo que no entra en ese marco aparece como atraso, desviación o simplemente folclore, es decir, como material sin derecho pleno a la Historia.
Ese gesto de exclusión no es accidental ni meramente historiográfico, responde a una operación más profunda y más silenciosa. La "música clásica" institucional ha definido el todo por la parte y ha hecho pasar esa parte por esencia. Ha tomado un tipo muy concreto de práctica sonora y la ha elevado a criterio universal, como si en ella se agotara todo lo que la música puede ser. No se trata de un error ingenuo, sino de una reducción sistemática que ha funcionado con notable eficacia durante los últimos 80 años, más o menos.
La parte convertida en todo es aquí la música instrumental llamada absoluta, pura, escrita, autónoma, desligada de la palabra, del cuerpo visible, de la función ritual, de la semiosis simbólica y alegórica, y de la comunidad inmediata. Un género dialéctico-instrumental muy preciso que se construye en torno a la obra cerrada, al desarrollo interno y sofisticado del material y a la escucha silenciosa y concentrada. Esa música existe, es valiosa y ha producido momentos de extraordinaria densidad. El problema comienza cuando se la toma no como una posibilidad entre otras, sino como el baremo que decide qué cuenta como música y qué queda relegado a los márgenes.
Ese desplazamiento culmina en una definición cada vez más estrecha de lo que se acepta como música legítima. Al final del proceso, lo que se llama música clásica no es ya toda la música escrita ni siquiera toda la música escénica, sino un repertorio muy concreto concebido para el auditorio moderno (un museo sonoro), para la sala cerrada donde el cuerpo debe desaparecer y la escucha se regula como un acto casi ascético. La música deja de ser acontecimiento público para convertirse en objeto de contemplación, separada de la vida y protegida por un marco arquitectónico que impone silencio, distancia y reverencia.
El teatro, que durante siglos fue un espacio natural de la música, queda progresivamente marginado. Solo la ópera sobrevive como excepción tolerada, pero lo hace a costa de una transformación profunda. La ópera ya no es un arte vivo donde convergen canto, drama, gesto, palabra y ritual social, sino un objeto patrimonial sometido a criterios curatoriales. Se programa como quien expone una pieza valiosa, se interpreta bajo la obsesión de la fidelidad histórica y se rodea de un aparato crítico que la blinda frente al riesgo. La escena se llena de conceptos, pero el cuerpo pierde centralidad.
Este proceso de museización no es inocuo. Cuando la música se fija definitivamente en el auditorio, pierde su capacidad de adaptarse, de contaminarse, de responder al presente. Se convierte en una práctica que mira más al archivo que al mundo. La escucha deja de ser una experiencia compartida para transformarse en una prueba de pertenencia cultural. Saber estar, saber callar, saber reconocer. El público ya no participa, asiente.
Así, lo que comenzó como una tradición plural termina reducido a un espacio altamente especializado donde la música se conserva mejor de lo que se vive. La obra se protege, pero el gesto se enfría. La técnica se perfecciona, pero el riesgo desaparece. La música sigue sonando, pero cada vez dice menos. Y en ese silencio simbólico, otras músicas, menos protegidas pero más vivas, continúan haciendo aquello que la música siempre hizo cuando no estaba bajo custodia, eso es, acompañar la vida, nombrar lo que duele, celebrar lo que insiste en existir.
Desde ese baremo, todo lo que no se ajusta a la lógica de la música instrumental pura aparece como incompleto, primitivo, funcional o meramente expresivo. La voz es sospechosa porque arrastra lenguaje. El ritmo explícito incomoda porque convoca al cuerpo. La repetición se considera pobreza porque no progresa dialécticamente. La música que sirve para algo se degrada frente a la música que solo se justifica a sí misma. Así, una parte históricamente situada se convierte en tribunal ontológico.
Esta operación no es neutral culturalmente. Está atravesada por un canon austro germánico que, sin necesidad de proclamarse como ideología, se instala como norma tácita, como habitus. Una tradición local se presenta como universal, una estética particular se confunde con la música en cuanto tal. No es casual que ese canon acabe, en sus últimas derivas, favoreciendo la abstracción, la interioridad sin gesto y la autonomía formal. Responde a una determinada concepción del sujeto, del tiempo y de la obra que no es compartida por todas las culturas ni por todas las músicas del mundo.
Lo más paradójico es que esta reducción se produce en nombre de la totalidad. Al definir la música desde una parte, el gremio cree estar protegiendo la esencia del arte, cuando en realidad está empobreciendo su campo de posibilidad. La música no se vuelve más profunda al estrecharse, se vuelve más frágil. Porque cuando el todo se confunde con una de sus formas históricas (lo que Vicente Chuliá llama el "género dialéctico-instrumental"), la historia deja de ser apertura y se convierte en frontera. Y entonces la música, en lugar de multiplicarse en el tiempo, empieza a repetirse a sí misma como un eco que confunde permanencia con verdad.
Sin embargo la música nunca ha compartido un único tiempo. Las culturas no escuchan ni recuerdan del mismo modo. Hay músicas que viven en la repetición cíclica, otras en la suspensión extática, otras en la memoria herida, otras en la inmediatez del presente. Pretender una cronología común es imponer una geometría del tiempo que no pertenece a la música sino a la administración del saber. El antes y el después no significan lo mismo en todas partes. Hay tradiciones donde el pasado no pasa y otras donde el presente no se detiene. La música se mueve en esos pliegues temporales con una libertad que la historiografía ha intentado domesticar sin éxito.
Conviene añadir todavía una precisión, porque esta operación de reducción no se sostiene solo en prácticas pedagógicas o hábitos gremiales, sino en un aparato historiográfico concreto que ha gozado de una autoridad casi incuestionable. Manuales canónicos, historias generales y diccionarios de referencia han fijado durante décadas un marco de inteligibilidad que se presenta como descriptivo cuando en realidad es normativo. No se limitan a contar una historia, fabrican el horizonte de lo pensable. Al decidir qué entra y qué queda fuera, establecen silenciosamente qué merece ser llamado música y bajo qué condiciones.
Estas historiografías parten de una premisa rara vez explicitada. Identifican la historia de la música con la historia de la música instrumental, pura, absoluta, escrita, occidental. Todo lo demás aparece como contexto, antecedente, periferia o capítulo especial. Las músicas vocales no académicas, las tradiciones orales, las prácticas híbridas, las músicas funcionales o comunitarias, incluso cuando se mencionan, lo hacen como apéndices exóticos o como materiales sin espesor histórico propio. No se las piensa desde dentro, se las coloca alrededor de un centro que nunca se cuestiona.
El problema no es solo lo que excluyen, sino cómo organizan el tiempo. Estas historias construyen una narración continua, progresiva, donde cada técnica parece preparar la siguiente y cada compositor legitima al posterior. El resultado es una ilusión de necesidad histórica. Como si la música hubiera querido siempre desembocar en ese punto preciso del canon austro germánico y como si todo lo demás fueran desvíos laterales. La contingencia se borra, la pluralidad se aplana y el conflicto se transforma en evolución natural. La historia deja de ser campo de fuerzas para convertirse en biografía de una idea.
Además, estas obras funcionan como dispositivos de autoridad. Se citan, se reproducen, se enseñan y se actualizan sin que su marco ontológico sea puesto en cuestión. Cambian nombres, amplían capítulos, incorporan nuevas obras, pero el eje permanece intacto. La partitura sigue siendo el documento central, la obra el objeto privilegiado, el compositor el sujeto de la historia. La escucha, el cuerpo, el ritual y la función social quedan relegados a un segundo plano, como si fueran datos secundarios y no condiciones constitutivas de la música.
Lo más problemático es que este modelo historiográfico ha terminado por colonizar incluso la manera en que se piensa la música fuera del canon. Muchas músicas vivas solo son aceptadas cuando pueden traducirse a ese lenguaje, cuando pueden analizarse como si fueran obras cerradas, cuando se las puede archivar, transcribir y comparar. Así, la historia que nació para explicar una tradición concreta intenta apropiarse del todo y someterlo a su filtro. No amplía el campo, lo normaliza.
Criticar estas historiografías no implica negar su valor documental ni su utilidad pedagógica en determinados contextos. Implica recordar que no son la historia de la música, sino una historia posible entre otras, profundamente situada, culturalmente cargada y ontológicamente parcial. Mientras sigan presentándose como el relato total, seguirán produciendo músicos formados para custodiar un museo en lugar de habitar un mundo sonoro plural. Y quizá el gesto más urgente hoy no sea escribir una nueva historia definitiva, sino aprender a leer estas historias como lo que son, construcciones poderosas, sí, incluso a veces valiosas, sí, pero absolutamente incapaces de contener la totalidad viva de la música.
Las historias de la música, así, no solo se multiplican, se contradicen. Una historia centrada en la escritura no coincide con una centrada en el cuerpo. Una historia del virtuosismo no coincide con una del ritual. Una historia del timbre no coincide con una de la danza. Una historia de la tecnología no coincide con una de la escucha. No hay razón ontológica para privilegiar una sobre las demás. Hacerlo no es rigor, es dogma. La música se resiste a la clausura precisamente porque es intercategorial. Se cruza con la religión, con la política, con el deseo, con la pedagogía, con la arquitectura, con el trance, con el poder... No pertenece a una sola esfera y por eso ninguna narrativa puede agotarla.
Y así, por supuesto, cuando se insiste en una sola historia se produce también un solo tipo de músico. Un músico archivista, especialista, cuidador de vitrinas sonoras. Un "intérprete" sin agencia individual, que reproduce lo ya legitimado, que no improvisa, que no compone, que no toca su propia música. Un músico desconectado de la vida real, entrenado para repetir con perfección lo que ya en realidad no necesita ser dicho. Esa figura no es un accidente, es la consecuencia lógica de una concepción museística de la música. La creatividad no muere por falta de talento sino por exceso de clausura histórica.
Aceptar la multiplicidad de historias NO es relativismo sino una forma de libertad ontológica. Significa reconocer que hay muchas músicas posibles y muchos modos legítimos de ser músico. Significa devolverle a la música su condición de acto, no solo de documento. De gesto, no solo de técnica. De pensamiento encarnado, no de sistema cerrado. Allí donde las historias se multiplican, la música vuelve a respirar.
Pero conviene aclarar lo siguiente con firmeza, porque la acusación es previsible y fácil. Reconocer la multiplicidad de historias NO es un gesto posmoderno ni una celebración blanda de la diferencia. No es una disolución de criterios ni una renuncia a la verdad. Al contrario, parte de una exigencia ontológica más fuerte si cabe que la del relativismo, porque no afirma que todo valga, sino que no todo ocurre en el mismo plano del ser, del estar. La diferencia aquí no es estética ni identitaria, es estructural. No se trata de multiplicar relatos por gusto, sino de reconocer la pluralidad real de prácticas que constituyen la música como fenómeno humano.
El relativismo posmoderno tiende a aplanar las diferencias bajo la lógica de la equivalencia. Todo se vuelve discurso, todo interpretación, todo construcción intercambiable. Lo que aquí defiendo es, en muchos sentidos, todo lo contrario. Las músicas NO son intercambiables, porque encarnan modos de estar en el mundo distintos, con reglas internas, exigencias propias y niveles de riesgo desiguales. No todas producen la misma densidad ontológica, no todas sostienen del mismo modo una vida en común. Reconocer la pluralidad no implica negar la jerarquía, implica desplazarla del estilo al grado de presencia.
Tampoco hay aquí desconfianza hacia los universales, que es otro rasgo típico del pensamiento posmoderno. Todo lo contrario. Lo que se cuestiona no son los universales, sino su reducción a una sola genealogía histórica. Amor, anhelo, añoranza, duelo, celebración, trance, memoria, espera, son universales precisamente porque atraviesan culturas, tiempos y formas musicales distintas. La pluralidad de historias no fragmenta esos universales, los confirma. Muestra que no pertenecen a una tradición concreta, sino a la condición humana. La música los articula de múltiples maneras, no los relativiza.
Este enfoque no disuelve el criterio, lo desplaza. El criterio ya no es la pertenencia a un canon ni la adecuación a una forma histórica privilegiada, sino la capacidad de una práctica musical para encarnar sentido, producir presencia y sostener una experiencia compartida. Eso es un criterio exigente, no complaciente. Excluye mucha música, incluida mucha música académica perfectamente correcta. No por ser antigua o nueva, sino por ser ontológicamente vacía.
Por eso esta posición no es posmoderna, sino quizás, si se quiere, radicalmente premoderna pero a la vez postinstitucional. Vuelve a un momento anterior a la clausura historicista, cuando la música no necesitaba justificarse como obra ni como estilo para ser verdadera. Y al mismo tiempo rompe con las instituciones modernas que se arrogaron el derecho de definir el todo desde la parte. No celebra la fragmentación, la combate. Y no disuelve la verdad, la encarna. Allí donde la música vuelve a ser gesto, acto y riesgo, la multiplicidad deja de ser un problema teórico y se convierte en una forma concreta de libertad.
Desde esta perspectiva resulta evidente que gran parte de lo que se ha considerado periférico en el siglo veinte ha sido en realidad su centro vital. Flamenco, blues, jazz, tango, bolero, copla, canción francesa, canción italiana, música tradicional, pasodoble, música de banda, música de cine, soul, rock, pop, rap. No como estilos yuxtapuestos sino como manifestaciones de una misma pulsión. La música que siguió hablando al cuerpo, a la comunidad y a los universales afectivos mientras la música académica se replegaba sobre su propio discurso. Esta ha sido la verdadera música del siglo veinte, no porque fuera más simple sino porque no renunció a la presencia.
Y el peligro que también la ha amenazado no es estético sino tecnológico. Cuando la institución rítmica se vuelve totalizante, cuando el volumen sustituye a la intensidad, cuando el medio técnico reemplaza al canto, cuando ya no se ven los ojos y la máquina ocupa el lugar del cuerpo, la música empieza a vaciarse. La tecnología debería ser ancilar a la melodía, no su sustituto. El problema no es el estudio ni la amplificación sino la ilusión de que la corrección puede reemplazar al riesgo. Allí donde la edición borra la fragilidad, la música pierde su verdad.
La paradoja es que estas músicas han sobrevivido precisamente porque han sabido resistir, no siempre con éxito, a esa deriva. Cuando la voz vuelve a ser cuerpo y no mero canal, cuando la letra no se disuelve en ruido, cuando la electrónica no anula la respiración sino que la acompaña sutilmente, la música recupera su potencia ontológica. No se trata de nostalgia sino de presencia. No de volver atrás sino de no olvidar lo que nunca debió perderse.
Así, el siglo veinte no fue el siglo del fin de la música, como algunos proclaman, sino el siglo de su desplazamiento. La música no murió, cambió de lugar. Se refugió en la canción, en el ritual urbano, en la voz que todavía decía verdad. Allí donde la música académica perdió el contacto con el público y con los universales, estas prácticas lo conservaron sin pedir permiso. No fundaron museos, sostuvieron vidas.
Por eso no hay una sola historia de la música. Hay tantas como modos de escuchar, de cantar y de habitar el tiempo. Reconocerlo no empobrece el pensamiento, lo libera. Y quizá solo desde esa libertad sea posible que la música vuelva a ser lo que siempre fue cuando no intentó justificarse. Una forma de estar en el mundo que no necesita explicación para ser verdadera.
Desde mi ontología la música no es, pues, un objeto sonoro ni un sistema de relaciones formales sino una presencia que acontece. No existe primero la música y luego el hoy llamado "intérprete", sino que existe un cuerpo que canta y en ese acto el mundo se ordena provisionalmente. La música es el lugar donde la emoción se constituye como forma, donde el tiempo se densifica y donde el sentido aparece. Por eso toda música que renuncia al cuerpo renuncia también a su capacidad de verdad.
La voz ocupa aquí un lugar decisivo porque no es un instrumento entre otros sino el punto donde lenguaje y carne se cruzan. La voz no es neutra, arrastra historia, biografía, culpa, deseo, acento y respiración. En ella no se puede mentir sin que el cuerpo lo delate. Cuando una cultura protege la voz y su inmediatez protege también su relación con la verdad. Cuando la sustituye por la máquina, por el filtro, por la mediación constante, por la corrección infinita, lo que pierde no es autenticidad en un sentido moral sino espesor ontológico. Se pierde la posibilidad de que algo acontezca de verdad.
Mi ontología no distingue, por tanto, entre música popular y música culta porque esa distinción pertenece a la administración moderna del gusto y no a la experiencia musical. Distingo en cambio entre música encarnada y música mediada hasta la desaparición del gesto (música abstracta, cosmista, an-antrópica). Entre música que piensa porque arriesga un cuerpo y música que se protege detrás de dispositivos. La primera crea mundo. La segunda lo decora. No es una cuestión de estilo sino de valentía. No de tradición sino de presencia.
Esta distinción es más pregnante que cualquier periodización histórica precisamente porque no depende del tiempo sino del ser. Las categorías históricas ordenan cronologías, estilos, escuelas y filiaciones, pero no alcanzan a tocar el núcleo de lo que hace que algo sea música en sentido pleno. Pueden describir cuándo ocurrió algo, dónde, bajo qué influencias y con qué técnicas, pero no responden a la pregunta decisiva, que es qué tipo de acontecimiento ontológico se produce cuando suena. La distinción que propongo aquí no pregunta a qué tradición pertenece una música, sino qué hace con el cuerpo que la produce y con el cuerpo que la escucha.
La oposición entre música popular y música culta es, por tanto, una mera clasificación administrativa nacida de la modernidad, útil para gestionar instituciones, mercados, currículos y jerarquías simbólicas, pero radicalmente insuficiente para comprender la experiencia musical. Esa distinción habla de contextos sociales, de circuitos de legitimación y de economías culturales, no del estatuto ontológico del tono musical. Puede haber música popular profundamente mediada hasta la desaparición del gesto y música culta intensamente encarnada. Puede haber música académica viva y música popular muerta. El error consiste en creer que la pertenencia a un campo histórico garantiza la presencia.
La distinción entre música encarnada y música mediada (abstracta, anantrópico), en cambio, atraviesa todas las épocas y todos los estilos. No depende de la fecha ni del lugar, sino de la relación entre gesto, riesgo y sentido.
Música encarnada es aquella en la que un cuerpo se expone, donde el tono musical no puede separarse del acto que lo produce, donde la voz, el ataque, la respiración o el silencio implican una toma de posición existencial. No importa si está escrita o no, si se interpreta en un teatro, en una iglesia, en una calle o en un auditorio. Importa que en ella haya algo en juego, que el sonido no esté blindado por dispositivos que lo protejan del error, del temblor o de la pérdida.
La música mediada hasta la desaparición del gesto, en cambio, es aquella en la que el cuerpo ha sido sustituido por un sistema. Puede ser extremadamente compleja, sofisticada, tecnológicamente avanzada o conceptualmente ambiciosa, pero ha roto el vínculo entre tono musical y riesgo humano. Es música abstracta en el sentido más literal, porque ha sido arrancada de la carne. Cosmista porque parece hablar desde ningún lugar humano concreto. An-antrópica porque ya no necesita de un cuerpo que responda por ella. Su perfección es su coartada y su seguridad, su vacío.
Insisto de nuevo en que esta distinción no es moral ni estética, es ontológica. No dice qué música es mejor según un gusto, sino qué música tiene capacidad de crear mundo. Crear mundo significa instituir un espacio compartido de sentido, alterar la percepción del tiempo, reorganizar la relación entre los cuerpos presentes. La música encarnada no adorna una realidad previa, la reconfigura. No solo acompaña la vida, sino que también la intensifica. La música hipermediada, por el contrario, se superpone al mundo sin afectarlo en profundidad. Produce ambiente, atmósfera, diseño emocional, pero no funda, tan solo decora.
Por eso esta distinción es, en mi opinión, más radical que cualquier historia. La historia puede explicar por qué una música llegó a ser así, pero no puede sustituir la pregunta por lo que esa música hace ahora, aquí, en el cuerpo que la escucha. La ontología no se conforma con describir trayectorias, exige dar cuenta de presencias. Y la presencia no se hereda, se arriesga cada vez. No hay tradición que garantice la encarnación, ni modernidad que la impida. Solo hay gestos que se atreven y gestos que se esconden.
Hablar de valentía no es retórico. La música encarnada exige una exposición real, una aceptación de la fragilidad, una renuncia a la inmunidad técnica. Supone asumir que el sentido no está asegurado de antemano, que puede fallar, que depende de un cuerpo situado. La música mediada busca lo contrario, asegurar el resultado, neutralizar el accidente, convertir el sonido en algo que ya no compromete a nadie. Por eso una crea mundo y la otra solo lo embellece.
Esta ontología no elimina las diferencias históricas, las atraviesa. No niega la pluralidad de tradiciones, las reordena desde un criterio más profundo. Allí donde hay cuerpo, riesgo y presencia, hay música viva. Allí donde el dispositivo sustituye al gesto, la música se convierte en simulacro, por muy noble que sea su genealogía. Esa es la diferencia decisiva, porque no depende de lo que la música fue, sino de lo que está siendo.
Y la noción de universales no remite aquí a abstracciones sino a invariantes de la experiencia humana, constantes antropológicas. Amor, pérdida, espera, duelo, celebración, trance, memoria. La música que logra tocar esos núcleos no necesita legitimación institucional. Se reconoce porque produce una modificación real en quien escucha. No persuade, transforma y no informa, sino que hiere o consuela. Por eso estas músicas del siglo veinte (flamenco, blues, jazz, tango, bolero, copla, canción francesa, canción italiana, música tradicional, pasodoble, música de banda, música de cine, soul, rock, pop, rap) han seguido siendo comprensibles sin manual. No porque sean simples sino porque hablan donde todos todavía habitan.
El tiempo musical que defiendo no es el tiempo cronológico ni el tiempo del progreso sino un tiempo kairológico. Un tiempo de aparición. La música verdadera no avanza hacia algo, se abre en un instante que suspende la sucesión ordinaria. En ese sentido la canción de tres minutos puede ser ontológicamente más densa que una obra de seis horas si en esos tres minutos el mundo se vuelve audible. La duración no garantiza profundidad. La exposición sí.
En este punto conviene señalar una deriva característica del mundo de la música clásica definido por el género dialéctico-instrumental (música instrumental pura), y muy especialmente por su matriz sinfónico austro-germana. Ese mundo ha tendido a convertir la dilatación temporal en un valor en sí mismo, casi en un criterio de grandeza, un fetiche estético. La expansión de la duración se ha fetichizado como si el pensamiento musical necesitara probar su legitimidad ocupando cada vez más tiempo, como si la extensión garantizara hondura y la resistencia física del oyente se confundiera con experiencia estética. La gran sinfonía y la ópera interminable se erigen así en monumentos temporales, no pocas veces admirables, pero también cargados de una ambigüedad ontológica que rara vez se examina.
No se trata de negar que esa dilatación pueda ser, en ocasiones, poéticamente necesaria y verdaderamente prodigiosa. Hay músicas que requieren tiempo porque el tiempo mismo es su materia simbólica, porque la espera, la recurrencia y la acumulación forman parte de su sentido. Pero cuando la duración deja de ser exigencia interna y se convierte en ideología, en músculo técnico, la música corre el riesgo de deslizarse hacia la abstracción, hacia un despliegue gimnástico del material que impresiona sin transformar. El tiempo se llena, pero no se densifica y ka escucha se prolonga, pero no siempre se intensifica.
Desde una ontología de la presencia, la duración no es una virtud moral ni un mérito técnico. Es simplemente una condición que debe responder a la necesidad del gesto. Hay músicas breves que contienen más mundo que arquitecturas sonoras colosales, y hay extensiones que no hacen sino repetir procedimientos sin abrir nuevos planos de sentido. El error del fetichismo temporal consiste en confundir cantidad con profundidad y continuidad con verdad. El tiempo kairológico no se mide, acontece. Puede durar un instante o una noche entera, pero solo es verdadero cuando en él algo se revela y compromete al cuerpo que escucha.
Desde esta ontología la crítica al historicismo no es una negación del pasado sino una defensa del presente vivo. La historia solo tiene sentido cuando sirve a la aparición del ahora. Cuando se convierte en mediación obligatoria deja de iluminar y empieza a oscurecer. La música no necesita ser explicada para existir. Necesita ser cantada. Y el canto no ocurre en el archivo sino en el cuerpo.
El hoy llamado "intérprete" no es aquí un ejecutante ni un reproductor fiel sino un lugar de paso. Un umbral. No transmite una obra cerrada sino que reactiva una posibilidad de mundo. Por eso la figura del músico generalista no es una nostalgia renacentista sino una necesidad ontológica. Componer, improvisar, cantar, tocar, enseñar, escuchar. Todo eso pertenece al mismo gesto, el de ejercitar la presencia del yo, de ese yo trágico y poético del que he intentado hablar en otros ensayos. Separarlo produce especialistas eficientes y músicas sin vida.
La tecnología no es necesariamente enemiga de esta ontología pero sí su tentación permanente. Cuando la técnica se convierte en criterio de valor la música se desplaza del plano simbólico al plano del rendimiento. Cuando el volumen sustituye a la intensidad y la edición al riesgo la música se vuelve segura pero muda. No falla, pero tampoco dice. La hoy llamada "técnica" debe servir al acontecimiento y desaparecer en él. Cuando se vuelve protagonista ocupa el lugar que no le corresponde.
La música que defiendo, pues, no busca consenso ni comodidad. No pretende agradar a todos ni ser aceptada por las instituciones. Su legitimidad no viene del mercado ni del archivo sino de su capacidad de sostener una vida en común. Allí donde una canción permite a alguien reconocerse sin quedar reducido a sí mismo, allí hay música. Allí hay mundo.
Por eso este no es un alegato contra la modernidad ni una defensa ingenua de "lo antiguo". Es una afirmación más simple y radical. Mientras haya un cuerpo que se atreva a cantar sin esconderse, mientras la voz siga siendo un lugar donde el ser se arriesga, la música seguirá existiendo más allá de cualquier historia única. No como estilo, sino como presencia. No como objeto, sino como acontecimiento. Y en ese acontecer, todavía hoy, estas músicas siguen diciendo la verdad.
Conviene añadir todavía un matiz decisivo para evitar un malentendido frecuente. La defensa de la música encarnada no implica en absoluto una renuncia a los universales, ni una huida hacia lo puramente contingente, lo fragmentario o lo irrepetible. Al contrario, insisto, una música que vuelve al cuerpo y al gesto solo puede sostenerse si se apoya en universales reconocibles, compartibles y humanamente inteligibles. Sin ellos, la encarnación se disolvería en pura idiosincrasia, en acontecimiento privado sin mundo (algo grotesco e histriónico). La música encarnada no es un grito aislado, es una forma de inteligibilidad sensible.
Los universales, sin embargo, no deben confundirse con esquemas rígidos ni con abstracciones muertas. Pueden conceptualizarse de muchas maneras, pero resulta especialmente fértil pensarlos, por ejemplo, a partir de las grandes ideas platónicas (las Μεγίστα γένη, Megísta génē), no como ideas flotantes sino como tensiones vivas. Identidad y diferencia, movimiento y reposo, límite y apertura, lo mismo y lo otro, etc. En la música, estos universales no se presentan como conceptos sino como relaciones dinámicas, como equilibrios siempre inestables entre fuerzas opuestas que nunca se anulan del todo.
Toda música viva se mueve en ese balance poético entre anclaje y ola, entre lo que vuelve y lo que irrumpe, entre lo predecible y lo impredecible. Sin repetición no hay reconocimiento, sin reconocimiento no hay mundo común. Pero sin variación, sin desviación mínima, sin riesgo, la repetición se convierte en inercia. La música encarnada no evita la repetición, la modela. No rehúye la representación, la atraviesa. No niega la forma, la vuelve porosa. En ese juego entre estabilidad y sorpresa se sostiene la experiencia musical como experiencia humana.
Este equilibrio poético no es una concesión al gusto medio ni un compromiso tibio entre orden y caos. Es una exigencia ontológica. Demasiado orden produce rigidez y clausura. Demasiada indeterminación produce ruido y pérdida de sentido. La música que piensa sabe moverse en ese filo, donde el orden no ahoga la vida y el caos no destruye la inteligibilidad. Ese filo no es técnico, es poético en el sentido más fuerte del término, un hacer que engendra mundo.
Por eso la música encarnada no es enemiga ni de la representación ni de la forma, sino de su absolutización. No combate el patrón, combate el patrón que no admite respiración. No rechaza la estructura, rechaza la estructura que se cree autosuficiente. La inteligibilidad humana no se construye eliminando lo conocido, sino exponiéndolo a la transformación. La música viva no confunde novedad con ruptura ni tradición con repetición mecánica.
En este sentido, los universales no son el problema, sino la condición de posibilidad de que la música siga siendo compartida. Cuando se los abandona en nombre de una radicalidad mal entendida, la música deja de hablar y empieza a balbucear. Cuando se los absolutiza, deja de moverse. La música encarnada habita ese espacio intermedio, no como compromiso sino como tensión creadora. Allí donde lo mismo y lo otro se reconocen sin disolverse, la música vuelve a ser un lugar donde el ser humano puede entenderse a sí mismo sin dejar de sorprenderse.
Vicente Chuliá ha escrito recientemente y con gran agudeza que además, si uno mira la historia de la hoy llamada "música clásica" en específico, sin el filtro del canon ya solidificado, emerge un patrón de una claridad casi incómoda. Este patrón, según Chuliá, consiste en que en cada época, lo que fue vivido como moderno no fue nunca la institución ni la complejidad del sistema, sino la reaparición de la melodía, de la inteligibilidad, de la voz que vuelve a decir algo reconocible para un cuerpo vivo. Lo antiguo, en cambio, fue siempre aquello que había cristalizado, lo que se había institucionalizado hasta perder contacto con el gesto originario y convertirse en forma autorreferente. En cierto sentido, la modernidad musical no avanzó por acumulación de técnica, sino por reapertura de sentido.
En este sentido, la oposición entre Aristóxeno y Aristóteles no es un episodio erudito, sino una bifurcación ontológica decisiva. Pensar la música desde el oído y el tiempo vivido no es lo mismo que pensarla desde categorías abstractas. El canto gregoriano, antes de su fijación litúrgica y de su posterior polifonización, es melodía respirable, palabra sostenida en una línea compartida. La polifonía litúrgica, admirable en muchos aspectos, introduce ya una mediación donde la inteligibilidad empieza a ceder ante la arquitectura sonora. El Ars Nova es moderno precisamente porque devuelve a las voces la posibilidad de decir, de declamar, de individualizar el afecto. No es más complejo para ser oscuro, sino más complejo para ser más humano.
Lo mismo sucede con los corales luteranos. Su modernidad no reside en la invención técnica, sino en la restitución de la palabra cantable y comprensible, en la posibilidad de que el pueblo cante y entienda. Eso no es un retroceso, es una radicalización del sentido. La seconda prattica monteverdiana y la doctrina de los afectos no rompen con la tradición por capricho, sino porque perciben que la música había comenzado a hablar de sí misma más que de aquello que debía encarnar. Monteverdi no persigue sofisticación abstracta, busca verdad expresiva. Wagner y Liszt, en su momento, no son modernos por complicar la armonía, sino por romper el cerco de la música absoluta y devolverle a la música una vocación simbólica, dramática, casi metafísica.
El problema aparece cuando este gesto moderno se congela y se invierte. A partir de cierto punto, se toma de estos autores no su impulso poético, sino su complejidad como tal. Se abstrae la técnica de su necesidad expresiva y se convierte en principio normativo. Lo moderno deja de ser aquello que vuelve a hacer audible el mundo y pasa a ser aquello que se aleja de él. La inteligibilidad empieza a verse como concesión, la melodía como sospecha, la repetición como pobreza. La dificultad se confunde con profundidad y la elaboración con pensamiento. Ahí se produce el giro esquizofrénico.
En ese contexto, la canonización de Bach y Beethoven como paradigmas perfectos juega un papel decisivo. No porque Bach o Beethoven sean el problema, sino porque su absolutización lo es. Se los extrae de su situación histórica, de su función viva, de su relación con la voz, la danza, la retórica y el gesto, y se los convierte en modelos abstractos de perfección formal. Bach deja de ser cantor y retórico para convertirse en sistema. Beethoven deja de ser dramatista del tiempo humano para convertirse en arquitecto del desarrollo. Se les arranca la carne y se conserva el esqueleto, que luego se toma como ley universal.
A partir de ahí, la modernidad musical se redefine de manera perversa. Ya no consiste en devolver la música a la vida, sino en alejarla cada vez más de ella. Lo nuevo pasa a ser lo menos inteligible, lo más saturado armónicamente, lo más resistente a la memoria y al cuerpo. La melodía, que había sido siempre vector de modernidad, se convierte en signo de atraso. Y la música, en lugar de ser lugar de encuentro, se transforma en prueba de acceso, examen de pertenencia, ejercicio para iniciados.
Ese es el núcleo del diagnóstico esquizofrénico. La música empieza a hablar un lenguaje que ya no coincide con la manera en que los seres humanos sienten, recuerdan, cantan o se reconocen. El gremio se encierra, la institución se refuerza, el canon se autoprotege. Se construye una burbuja de legitimidad donde la música se valida por su coherencia interna y no por su capacidad de crear mundo. En ese contexto, la música clásica no desaparece, pero se vuelve progresivamente autorreferencial. Vive de su propia historia, de su archivo, de su aparato crítico. Se convierte, sin saberlo, en un género entre otros, aunque siga creyéndose el Todo.
Por eso resulta verosímil pensar que estamos entrando en un tiempo en el que lo moderno volverá a ser la melodía y la intercategoricidad. No como regresión ni como nostalgia, sino como necesidad histórica. La melodía no es un estilo, es una forma de inteligibilidad temporal. Es el modo en que el sonido se vuelve habitable para la memoria y para el cuerpo. Y la intercategoricidad no es mezcla superficial, es la condición originaria de la música antes de su compartimentación moderna. Música con palabra, con gesto, con escena, con rito, con imagen, con comunidad. Música que no pide permiso a una disciplina para existir.
En ese horizonte, la música clásica entendida como género dialéctico instrumental autónomo puede convertirse en una anécdota histórica. Y ojalá así sea. No en el sentido de ser olvidada o despreciada, sino en el sentido preciso de ocupar su lugar. Un capítulo específico, valioso e influyente, pero no normativo. Una tradición entre otras, no el tribunal que decide qué es música. Cuando eso ocurra, Bach y Beethoven podrán volver a ser lo que siempre fueron. No estandartes ideológicos, sino gestos extremos. No sistemas perfectos, sino músicas profundamente encarnadas.
Lo verdaderamente moderno, entonces, no será romper con el pasado ni prolongarlo artificialmente, sino liberar sus fuerzas aún activas. Recuperar la melodía no como ornamento, sino como eje ontológico. Recuperar la intercategoricidad no como fusión estética, sino como restitución de la música a la vida. Si eso sucede, la música clásica no habrá sido derrotada, habrá sido situada. Y quizá solo entonces deje de ser un museo para volver a ser, de cuando en cuando, un lugar donde algo verdadero todavía puede ocurrir.
PARTE II
Canción y presencia:
la música real del siglo XX

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