... elogio de las bandas ...
La banda valenciana:
cantar o competir,
entre la ternura y el espectáculo
La banda de viento, especialmente la levantina, no es una categoría musical sino una forma de existencia colectiva, una manera de volver audible lo que casi siempre se da por supuesto y por eso se olvida, que una comunidad no solo convive, también respira, y que la respiración cuando se organiza se convierte en un tipo de verdad que no cabe en un manual. La ontología de la banda no comienza en el gusto ni en el repertorio, comienza en el aire compartido, en la plaza, en el umbral, en el espacio donde nadie escucha del todo desde fuera porque todos están ya dentro de la misma intemperie.
En el centro de esa ontología está el viento metal, no como un color instrumental sino como una ética del cuerpo expuesto. El metal no interpreta desde la distancia, se compromete, se acerca tanto a la voz que puede caer en lo brutal con la misma facilidad con la que puede rozar una ternura casi obscena, porque su materia primera es el aliento. El que toca metal no maneja un objeto, organiza un riesgo, se toca a sí mismo a través de un tubo y de una resistencia, y ese hecho tan simple contiene una filosofía entera sobre el límite, la fuerza y la fragilidad.
En mi tierra, la mediterránea y la valenciana, la banda ha sido una institución tan real como la mesa o la calle, no un adorno sino una técnica de presencia. Acompaña la fiesta para que la fiesta no se vuelva dispersión, acompaña el duelo para que el duelo no se vuelva puro silencio, acompaña el tiempo común para que el tiempo no se disuelva en horas privadas. Ahí se entiende que el sol no es postal, es exposición, y que una música nacida bajo esa luz aprende a no esconderse tras la forma, aprende a cantar incluso cuando parece que solo podría gritar.
Pero ese mismo mundo contiene sus sombras, y no son pequeñas, porque nacen precisamente de sus virtudes. La potencia puede convertirse en inflación de decibelios, el oficio puede degradarse en exhibición de rendimiento, la comunidad puede corromperse en competición, el rito puede ser reemplazado por el jurado invisible que premia el volumen y la precisión como si la música fuera un deporte con camiseta. Y por debajo de todo asoma el viejo mecanismo del prestigio, la vergüenza interiorizada, el deseo de parecer otra cosa, el miedo a ser leído como pueblo cuando el pueblo es precisamente la fuente de la respiración común.
Por eso hoy la banda suele estar mal defendida y mal atacada al mismo tiempo. Quienes la reivindican lo hacen a menudo como emblema identitario o como nostalgia rentable, convierten el aire en bandera y la tradición en escaparate, y creen estar salvando una música cuando en realidad la están usando. Quienes la denostan lo hacen a menudo por condescendencia estética o por reflejo ideológico, reducen el canto a sociología y confunden lo popular con lo mediocre, y no ven que la banda no pide permiso porque no nació para pedirlo, nació para estar.
En un tiempo que ha aprendido a desconfiar de lo que no cabe en un catálogo, la música de banda sigue siendo una anomalía. No porque sea rara, sino porque es demasiado común en el sentido fuerte de la palabra, demasiado pegada a la calle, demasiado disponible, demasiado capaz de ocurrir sin pedir permiso. La cultura contemporánea, que presume de libertad, suele tolerar lo vivo solo cuando está domesticado, cuando se le ha puesto un marco, una entrada, una explicación, un precio. La banda, cuando es banda de verdad, no entra bien en ese régimen, no se deja reducir a objeto, no se dejar reducir a archiva, no se deja tratar como pieza, no se deja escuchar como quien mira un cuadro colgado y se marcha con la conciencia tranquila. La banda insiste en otra cosa, insiste en ser presencia, y esa insistencia, en una época que confunde presencia con molestia, resulta escandalosa.
Hay quien cree que la banda es una derivación humilde de la música culta, una suerte de traducción al lenguaje del pueblo de lo que la sala de conciertos ya dictó. Ese relato tranquiliza a los que necesitan jerarquías para orientarse. Pero es un relato falso, o más exactamente, es un relato que dice más de la necesidad de orden que de la verdad del sonido. La música de banda no nace como género menor, no nace como sustituto barato, no nace como caricatura útil. Nace como forma originaria de estar en el mundo, como modo de hacer audible la comunidad sin convertirla en discurso. Nace para acompañar cuerpos, calles, fiestas, duelos, trabajos y esperas. Nace para estar entre la gente y con la gente, y quien no entienda la diferencia entre estar con y ser mostrado a, no entenderá jamás lo que ahí se juega.
La diferencia no es social, o no lo es solo. Es ontológica. La banda no presupone un oyente separado, no presupone un sujeto sentado y una obra enfrente, no presupone el dispositivo de la contemplación pura que tanto ha seducido a la modernidad burguesa. La banda produce un campo, un aire compartido donde el oyente no se refugia en la distancia, porque la distancia es precisamente lo que la banda deshace. Uno escucha y al mismo tiempo es escuchado por los demás, uno se mueve, tropieza, comenta, llora, se ríe, se acuerda de un muerto, piensa en la compra, abraza a un amigo, y la música no se ofende por esa mezcla, la música la reclama. La banda, en su forma mejor, sabe que la vida no es un templo, y que el templo, cuando existe, solo vale si no expulsa la vida.
Por eso su dignidad más profunda no es estética en el sentido estrecho, es una dignidad de acto. La música de banda no se separa de la vida porque no fue pensada para hacerlo, y eso que algunos llaman falta de pureza es en realidad su claridad. La pureza, entendida como separación, es un lujo y también una neurosis. La banda no se ha permitido ese lujo, y por eso guarda algo que la llamada música culta a veces pierde, la capacidad de ser necesaria sin solemnidad, de ser seria sin convertirse en discurso, de ser alta sin elevarse sobre nadie.
Su genealogía no es lineal ni académica. Hay rastros de ministriles catedralicios, sí, y hay en esos rastros una respiración colectiva que no se aprende en los libros. El soplo como gesto común, el sonido que no se esconde y que no se avergüenza de su potencia, la idea de que un grupo humano puede organizarse en el aire como se organiza en la mesa. Pero ese linaje se cruza desde el inicio con lo profano, con lo danzable, con lo festivo, con lo que canta el pueblo sin pedir autorización. La banda nace en ese cruce donde lo sacro no se clausura en templo y lo profano no se disuelve en ruido. Nace como un cuerpo sonoro que camina, y ese caminar no es un detalle folclórico, es la forma de una filosofía.
Porque caminar es una manera de pensar, aunque los que creen que pensar es solo escribir no lo acepten. La banda piensa caminando, piensa ocupando espacio, piensa modulando la distancia, piensa aceptando que el sonido no es una idea pura sino una materia que roza paredes, que atraviesa puertas, que se cuela en patios, que se mezcla con voces, que se contamina con el grito de un niño y con la campana de una iglesia. Esa contaminación no es un defecto, es la prueba de realidad. Quien se irrita ante la contaminación suele estar protegiendo una ilusión, la ilusión de que la obra puede existir sin mundo.
El mundo contemporáneo ha convertido la escucha en consumo. Se escucha como se toma un producto, con auriculares que te aíslan, con listas que te obedecen, con algoritmos que te devuelven siempre lo que ya te gusta, con la comodidad de no ser interrumpido. La banda rompe ese pacto narcisista. La banda te interrumpe, y en esa interrupción te recuerda que la música no nació para servirte, nació para exponerte. Es extraño que haya quien considere agresivo lo que en realidad es una forma de hospitalidad, porque la hospitalidad verdadera no consiste en darte lo que esperas, consiste en hacerte sitio en algo que no controlas.
La música académica, la llamada música clásica, ha desarrollado una metafísica de la distancia. La distancia se volvió virtud. Sentarse en silencio se volvió un signo de elevación moral. Aplaudir en el momento exacto se volvió un examen de pertenencia. Con el tiempo, esa distancia se confundió con profundidad, y la profundidad se confundió con pureza, y la pureza se convirtió en un modo de clasificar a las personas. La banda, que no se deja someter a ese dispositivo, fue condenada a una categoría inferior. No porque sonara peor, sino porque sonaba demasiado cerca.
Esa condena se apoya en un error muy extendido, un error que ha colonizado incluso el pensamiento musical. Se cree que los instrumentos más cercanos a la voz humana son la cuerda y el piano, y que el viento es algo externo, ornamental, ruidoso, como si fuera el maquillaje de una orquesta ya completa. Es exactamente al revés. Los instrumentos más cercanos a la voz humana son los de viento metal y después los de viento madera, no porque imiten el timbre de la voz, sino porque comparten con ella la condición ontológica fundamental de ser respiración hecha sonido. La cercanía no está en parecerse, está en proceder del mismo acto.
La voz es aire organizado por un cuerpo. No es un objeto, no es una cosa que se tiene, es una cosa que sucede, y sucede en el límite de la vida. Cuando se respira, se vive, cuando el aire se corta, la música se apaga de la manera más literal. El músico de viento no toca un instrumento como quien toca una herramienta externa, se toca a sí mismo a través de él. Está cantando con su cuerpo entero. El aire sale, se enfrenta a una resistencia, se disciplina, se vuelve frase, se vuelve gesto, se vuelve afirmación. No hay intermediario que amortigüe el riesgo. La cuerda, por maravillosa que sea, se apoya en otra ontología, la ontología de la fricción y del objeto. Hay belleza ahí, hay incluso una forma de confesión. Pero hay también una mediación que la voz no conoce.
El piano, tan venerado por su aparente universalidad, es un instrumento de martillo. Su canto es siempre una victoria sobre su propia condición percutida. Por eso su poesía es tan extraña, una poesía de golpes domesticados, una poesía de violencia refinada. El pianista no sopla, golpea. Puede golpear con ternura, pero sigue golpeando. El viento, en cambio, no golpea, respira. Y por eso el viento no es un adorno, es una raíz. Quien no quiera ver esa raíz suele estar defendiendo una idea demasiado cómoda de la espiritualidad.
No es casual que cuando ciertos compositores quisieron devolver inmediatez a la orquesta, no refinaran más la cuerda, sino que ampliaran y densificaran el viento. Quisieron que la música volviera a ser cuerpo. Quisieron que la música dejara de comportarse como un encaje y recuperara la respiración. Ese gesto no es técnico, es moral. Es un modo de afirmar que la música, si pierde su contacto con el aire, pierde su contacto con la vida, y la vida es el único juez que no se puede sobornar.
Hay quien ha entendido esto desde tradiciones distintas y con la misma lucidez. Cuando se quiere que la música vuelva a estar viva, hay que devolverle el aire. Devolverle el aire significa devolverle riesgo, devolverle fraseo, devolverle esa fragilidad que el virtuosismo obsesivo intenta borrar. Un sonido perfecto puede ser un sonido muerto. Un sonido que tiembla un poco puede ser un sonido verdadero. La modernidad, tan enamorada de la perfección, se ha vuelto sorprendentemente incapaz de reconocer la verdad cuando no viene planchada.
Esa inmediatez tiene mucho que ver con el sol mediterráneo. No es metáfora turística, es realidad ontológica. El sol no es solo luz, es exposición, es falta de refugio, es presencia sin mediación. En el Mediterráneo la vida ocurre fuera, ocurre a la vista, ocurre en la intemperie de lo cotidiano. Hay menos espacio para fingir que uno no está. Y si uno no puede fingir que no está, la música tampoco debería fingirlo. Por eso la banda mediterránea tradicional no gritaba, cantaba. No buscaba impacto, buscaba presencia. Era dulce, no por blandura, sino por afinidad con la voz. Incluso en la potencia había canto. Incluso en el fuerte había humanidad.
La dulzura, entendida así, es una forma de inteligencia. Hay dulzuras que son cobardía, y hay dulzuras que son valentía. La dulzura de la banda mediterránea cuando es banda y no simulacro, es valentía, porque consiste en no esconderse detrás del ruido. El ruido intimida, el ruido manda callar a los demás, el ruido convierte la música en una policía del espacio. El canto, en cambio, invita. El canto no renuncia a la fuerza, la sostiene con forma. La fuerza sin canto es violencia, y la violencia, por mucha técnica que tenga, no es música, es imposición.
El músico de viento metal es una figura paradójica, y por eso tan mal entendida. Puede ser vasto, grosero, excesivo, y puede caer en la brutalidad con una facilidad que asusta. Pero también puede ser de una poesía extrema, porque está en el grado máximo de inmediatez sonora. Está a un paso del canto, y ese paso es mínimo. El aire sale del cuerpo y se convierte en sonido sin pasar por intermediarios mecánicos complejos. Esa cercanía a la fuente es también cercanía al abismo. De ahí nace su grandeza y su riesgo. Quien quiera un mundo sin riesgo, terminará odiando el metal, y quizá no sepa que en ese odio está odiando una parte de su propia respiración.
El problema no es el instrumento, es la ontología que se le impone. Si se le exige al metal que sea solo potencia, será potencia vacía. Si se le exige que sea solo brillo, será brillo sin alma. Si se le permite cantar, aparece otra cosa, aparece una verdad que a veces la cuerda solo consigue tras largos rodeos, no porque la cuerda sea inferior, sino porque su camino es distinto. El viento llega antes al cuerpo. La cuerda llega antes al dibujo. Entre cuerpo y dibujo hay una tensión, y esa tensión es uno de los lugares donde la música se juega la vida.
La música de banda explica mejor que ninguna otra la deriva contemporánea de la música porque ha sido uno de sus campos de batalla. En las últimas décadas ha caído en una inflación de decibelios que no es fuerza, es vacío. Ha imitado modelos ajenos, ha importado una cultura de big band sin entender que esa cultura responde a otra historia, a otra relación con el cuerpo, con el espacio, con la comunidad. Se ha confundido potencia con ruido, impacto con verdad, modernidad con volumen. Se ha confundido la electricidad del espectáculo con la electricidad del alma, que son dos cosas distintas y a veces enemigas.
Hay un tipo de modernidad que se reconoce porque hace el mismo gesto que critica. Denuncia el cliché y lo sustituye por otro cliché más nuevo. Denuncia el pasado y lo reemplaza por una imitación importada. En la banda, esa modernidad se manifiesta como miedo a parecer antigua. Y el miedo a parecer antiguo es una forma de servidumbre, porque convierte el presente en un examen. Se toca para demostrar que se está al día. Se toca para que nadie piense que uno pertenece a lo que otros llaman caspa. Se toca para escapar de una vergüenza. Y una música nacida para cantar no puede sobrevivir mucho tiempo si toca para escapar.
Las bandas valencianas antiguas no necesitaban gritar para emocionar porque hablaban el idioma del lugar. Ese idioma no era una esencia pura, era una mezcla viva, una impureza fértil. Era una relación con el tiempo que admitía el rito y la espera. Era una relación con el cuerpo que admitía la cercanía sin convertirla en pornografía del contacto. Era una relación con la comunidad que admitía la diferencia sin necesidad de convertirla en ranking. Cuando se pierde ese idioma, se pierde algo que ningún jurado puede puntuar, se pierde la capacidad de que la música suene como si tuviera destinatario.
A esa deriva se suma la obsesión por los certámenes. El mundo de las bandas se ha convertido en un sistema competitivo que se parece más a una liga deportiva que a una comunidad musical. La música ha pasado a ser un medio para ganar puntos, no para decir algo. El repertorio se ha estrechado, el gesto se ha homogeneizado, la escucha se ha vuelto instrumental. Se escucha para evaluar, no para recibir. Se escucha para detectar fallos, no para dejarse afectar. Cuando la música se mide deja de respirar, y cuando deja de respirar deja de cantar.
El certamen de bandas, desafortunadamente, no es solo una institución, es una pedagogía del alma. Enseña a tocar mirando a un jurado invisible. Enseña a tocar pensando en una tabla. Enseña a convertir la partitura en un examen y el sonido en una estrategia. Esa pedagogía, aplicada durante años, produce músicos eficaces y produce algo peor, produce músicos que ya no saben para quién tocan. El público se vuelve un obstáculo o una molestia. La comunidad se vuelve un decorado. La música, que nació para estar entre, se vuelve un objeto que se exhibe desde arriba.
Hay otra razón más silenciosa y igual de destructiva, la museización. La banda empieza a tratarse como patrimonio en el peor sentido de la palabra, como algo que hay que conservar intacto en lugar de habitar. Se archiva, se canoniza, se estandariza. Se convierte en un museo ambulante, y un museo ambulante sigue siendo museo, aunque camine. Pero la música de banda no cabe en el archivo, porque su verdad no está en la partitura sino en el acto. No se reduce a un canon porque nace precisamente contra la idea de canon. Por eso no aparece bien en las historias oficiales de la música, que prefieren aquello que se puede clasificar a lo que se puede vivir.
La historia oficial se alimenta de nombres, de obras, de rupturas, de fechas, de escuelas. Necesita un relato lineal, una flecha. La banda es tejido, no flecha. La banda es repetición, no progreso. La banda no se deja escribir como epopeya de genios. En la banda el genio, cuando aparece, aparece como oficio, como mediación, como capacidad de sostener una práctica común. La historia oficial, que suele confundir lo común con lo mediocre, no sabe qué hacer con esa grandeza sin pedestal.
El músico de banda tradicional era un músico generalista. Tenía que hacer arreglos, transcripciones, adaptaciones. Tenía que saber escuchar el contexto, leer el espacio, modificar el gesto. No era un ejecutor de obras cerradas, era un mediador vivo entre la música y la comunidad. Esa figura se está perdiendo. Se la sustituye por el especialista competitivo que toca fuerte, rápido, preciso, y no sabe ya para quién ni para qué toca. El especialista se parece al atleta del sonido, y el atleta, cuando no sabe dónde corre, termina corriendo contra sí mismo.
Hay una idea moderna que ha hecho mucho daño, la idea de que la precisión es lo mismo que la verdad. La precisión es admirable, pero no basta. Se puede ser preciso en la mentira. Se puede ser preciso en la nada. El sonido puede estar perfectamente afinado y moralmente vacío. La banda tradicional lo sabía sin palabras, por eso su precisión era otra, una precisión de frase, una precisión de gesto, una precisión de relación con el oyente. No era una precisión de laboratorio, era una precisión de plaza.
La plaza, precisamente, es lo que incomoda a la música clásica institucional. El mundo académico mira a las bandas con una mezcla de condescendencia y desprecio. Se las considera casposas, castizas, demasiado pegadas a una sociología vulgar identificada sin pensar con una derecha de pueblo, de procesión y de casino. Ese juicio no es solo estético ni político, es ontológico. Es la mirada del museo sobre la calle, del archivo sobre la respiración. Y como toda mirada que desprecia lo vivo, termina produciendo vergüenza en quien la recibe.
La vergüenza es una tecnología de dominio. No hace falta prohibir, basta con hacer sentir que lo tuyo es inferior. Basta con convertir tu lengua en dialecto, tu música en folclore, tu práctica en atraso. Entonces el dominado empieza a colaborar, empieza a corregirse, empieza a empujar a sus hijos hacia lo que cree que lo salvará del ridículo. Y ahí nace una paradoja cruel. Muchos músicos de banda empujan a sus hijos hacia el piano o la cuerda, no por amor a esos instrumentos, sino como gesto aspiracional. Como si hubiera que sacar a los hijos de una miseria simbólica. Como si el viento metal y la madera fueran un estadio inferior del espíritu y la cuerda y el piano un ascenso social. No es una decisión musical, es una interiorización de desprecio. El mundo de las bandas ha sido herido desde dentro por el juicio de fuera.
Esa herida explica también por qué determinados partidos de derechas han tomado la banda como emblema identitario mientras sectores de la izquierda la miran con recelo o con desdén. Como si el sonido tuviera ideología. Como si la respiración colectiva pudiera votar. Lo mismo ha ocurrido con el pasodoble y con la zarzuela. Se les ha asignado una etiqueta política como si fueran consignas y no músicas. Reducirlas a coordenadas tan pobres no es solo una injusticia cultural, es una forma de analfabetismo ontológico.
El pasodoble no es de derechas ni de izquierdas, es una forma de caminar sonoro. Es un modo de convertir el paso en frase, el orgullo en ritmo, la ironía en giro, la comunidad en compás. La zarzuela no es reaccionaria ni progresista, es teatro cantado de una sociedad que se piensa a sí misma cantando. Una sociedad puede ser injusta y cantar, puede ser cruel y cantar, puede ser pobre y cantar, puede ser luminosa y cantar. El canto no absuelve, pero tampoco acusa. El canto revela. Y lo que revela a veces molesta, porque obliga a mirar una parte del país que algunos preferirían dejar fuera del relato de la modernidad.
Cuando se confunde música con ideología se pierde la música y se queda solo el gesto vacío. El gesto vacío es muy útil, sirve para pelear. La música, en cambio, es incómoda porque no se deja poseer. Puedes apropiarte de un himno, pero no puedes apropiarte de una respiración común sin deformarla. La banda pertenece a otra lógica, a la del lugar, a la del aire compartido, a la del tiempo común. Es música que no se puede monopolizar porque sucede entre. Quien quiere monopolizar lo que sucede entre, termina convirtiéndolo o en propaganda o en museo, que son dos formas de muerte educada.
La poética de la banda es otra cosa. Es una poética del canto ampliado. El viento metal no grita, canta. La madera no susurra, colorea. La percusión no impone, marca el relieve del tiempo como quien subraya una frase, como un corazón que late. La banda tradicional valenciana era un organismo delicado. Dulce no por falta de fuerza, sino por afinidad con la voz. El sonido no aplastaba, acompañaba. Había algo trovadoresco en esa música, una continuidad con el canto antiguo, con la narración melódica, con la música que no necesita justificarse porque ya está en el aire.
La percusión, cuando es verdadera, es luz. No es casual que en el imaginario vulgar la percusión se asocie a lo militar. Lo militar es una mala teoría del ritmo. Lo militar reduce el tiempo a orden y el orden a obediencia. El ritmo, en su origen, no ordena, sostiene. La percusión de banda, cuando no se ha vuelto espectáculo de potencia, ilumina. El bombo no es un puño, es un latido. El plato no es estruendo, es destello. La caja no es mando, es textura. Esa inteligencia del relieve se ha perdido en parte cuando la banda quiso competir en volumen con modelos que no le pertenecen.
Se cuenta que un gran compositor del siglo pasado quedó impresionado al escuchar una banda municipal en una gran ciudad, no por exotismo, sino por reconocimiento. Reconoció ahí una energía colectiva, una mezcla de rigor y calle, una modernidad sin pose, una forma de rito que la sala de conciertos había ido perdiendo. Esa anécdota no importa por la autoridad del nombre, importa por lo que revela, que la banda guarda un secreto, la posibilidad de una música moderna que no necesita romper con el pueblo para ser rigurosa, la posibilidad de una música popular que no necesita renunciar a la complejidad para ser común.
También hubo quien escuchó bandas de pueblos con la misma sorpresa, no como quien descubre una curiosidad local, sino como quien se topa con una tradición viva que aún no ha sido devorada por la industria del prestigio y del credencialismo. No era un producto, no era un espectáculo, era un acontecimiento sonoro. No se iba a ganar nada, se iba a estar. Y esa diferencia es decisiva. Cuando la música se convierte en medio para otra cosa deja de ser música y se vuelve ruido con intención. El ruido con intención es una mercancía perfecta, porque se puede vender a cualquier ideología, se puede vender a cualquier jurado, se puede vender a cualquier resentimiento.
La transformación de las bandas en estructuras casi empresariales obsesionadas con el rendimiento ha sido devastadora. El certamen ha sustituido al encuentro. La puntuación ha sustituido al canto. El repertorio se ha vuelto cada vez más homogéneo, más hipertrofiado, más dependiente de una espectacularidad vacía. Se toca para impresionar a un jurado invisible, no para decir algo a alguien concreto. Se toca como quien construye una fachada. Y el problema de las fachadas es que envejecen rápido y no dan calor.
En ese proceso se ha perdido también la figura del director de banda como músico total. El que sabía leer, reducir, adaptar, transcribir. El que entendía la música como práctica situada, no como ejecución de un texto. Ese músico generalista era un intelectual del sonido aunque no lo supiera. Era un filósofo sin biblioteca, un dialéctico de plaza que sabía que cada lugar pide una respiración distinta. Hoy se le sustituye por el especialista del gesto máximo que toca mucho y escucha poco. Y cuando un músico deja de escuchar, deja de tocar aunque siga produciendo sonido.
La museización amenaza ahora desde el otro lado. Frente al ruido importado aparece la tentación de congelar la banda como patrimonio intocable. Se archiva, se protege, se cataloga. Se habla de tradición como si la tradición fuera un jarrón que hay que envolver en plástico de burbujas. Pero una música que nace de la respiración muere cuando se le pone una vitrina. La tradición no es conservación, es transmisión viva. Y la transmisión implica riesgo, variación, error y cuerpo. Un error puede ser una desgracia en un examen, pero puede ser una puerta en un rito. La modernidad odia las puertas, prefiere los pasillos señalizados.
La dulzura de la banda mediterránea no era blandura, era hospitalidad sonora. Era una música que dejaba entrar al oyente. Que no lo expulsaba por exceso ni lo intimidaba por dificultad. Esa dulzura era una forma de inteligencia musical. Sabía que la fuerza sin canto es violencia y que el canto sin cuerpo es sentimentalismo. La banda sabía sostener esa tensión sin escribir tratados. Su sabiduría era práctica, y por eso mismo era profunda.
Resulta pobre reducir todo este mundo a una sociología de derechas o de izquierdas. Esa reducción dice más de quien la hace que de la música. La banda pertenece a otra lógica, la del lugar, la del aire compartido, la del tiempo común. El lugar no es una bandera, es una manera de respirar. El aire compartido no es una ideología, es una condición. El tiempo común no es propaganda, es vida. La banda, cuando suena, recuerda que siempre hay comunidad más allá de la política, y esa afirmación puede incomodar a los que necesitan que todo sea político para sentirse vivos.
Quizá por eso incomoda tanto a la música clásica institucional. Porque no se deja clasificar del todo. Porque no cabe bien en los relatos de progreso ni en los manuales. Porque recuerda que hubo y hay música sin canon, sin genio individual, sin obra cerrada. Música que es acontecimiento y no monumento. El monumento tranquiliza, porque se puede rodear, fotografiar, describir, olvidar. El acontecimiento inquieta, porque te ocurre. La banda ocurre, y por eso se la intenta domesticar con concursos o con vitrinas.
Defender la banda no es nostalgia ni populismo. Es una crítica radical a una idea empobrecida de música. Es recordar que la cercanía a la voz no está en la imitación tímbrica, está en la relación ontológica con el aire. Que el metal puede ser más humano que la cuerda y que la calle puede ser más verdadera que el museo. No porque el museo sea malo en sí, sino porque el museo, cuando se cree el único lugar legítimo, se vuelve tiranía. La banda recuerda que la legitimidad puede caminar.
Hay una ironía que conviene saborear. Muchos se creen sofisticados porque aman una música que exige silencio, y sin darse cuenta están amando una técnica social, la técnica de separar al cuerpo de su ruido. Mientras tanto desprecian una música que sabe convivir con el ruido sin convertirse en ruido. La sofisticación, en ese caso, no es estética, es miedo. Se le teme a la mezcla, a la mixtura, se le teme al mundo, se le teme a la comunidad cuando no está filtrada. Se le teme a la risa y al llanto compartidos, se le teme a la vida cuando no viene con protocolo. Y se le llama baja cultura para no tener que confesar ese miedo.
La banda mediterránea, cuando canta bien, no necesita pedir perdón ni permiso. No es derecha ni izquierda. No es alta ni baja. Es música en estado de respiración. Y quizá por eso sigue siendo peligrosa. Porque recuerda algo que muchos preferirían olvidar. Que la música antes de ser historia fue voz. Antes de ser archivo fue aire. Antes de ser ideología fue canto. Y cuando el canto vuelve, aunque sea con metal y madera, no hay decibelio que lo eclipse ni vitrina que lo encierre, porque el aire siempre encuentra una grieta, y por esa grieta se cuela la vida, y cuando se cuela la vida, la música vuelve a ser lo que era, una presencia que no se explica, una presencia que se comparte.
Si se quiere cerrar el asunto con justicia, hay que aceptar una paradoja incómoda, la banda es demasiado seria para ser tomada como símbolo, y demasiado libre para ser reducida a entretenimiento. Lo que la sostiene no es una ideología ni una etiqueta cultural, es una ontología del aire que vuelve imposible separar del todo música y vida. Por eso la banda muere cuando se la convierte en objeto, tanto si ese objeto es trofeo competitivo como si es reliquia patrimonial, porque en ambos casos se sustituye el acto por la representación.
La salida no pasa por limpiar la banda de sus impurezas, pasa por recuperar su verdad de respiración, su canto ampliado, su frase que no necesita aplastar para existir. Hace falta volver a escuchar como quien recibe y no como quien evalúa, volver a tocar como quien habla a alguien concreto y no como quien demuestra algo ante nadie. Hace falta recuperar esa inteligencia práctica del director de banda que adaptaba, transcribía, mediaba, leía el lugar, sabía que un compás no es solo un compás, es una manera de sostener a los cuerpos cuando el tiempo se rompe.
También hace falta resistir dos tentaciones que parecen enemigas y en realidad se necesitan, la tentación de copiar modelos ajenos para parecer moderno, y la tentación de congelar lo propio para parecer auténtico. La primera produce una modernidad de escaparate, la segunda produce un museo con uniforme. La banda mediterránea y valenciana solo se salva si se atreve a ser lo que es, una música situada que no se avergüenza de su destinatario, que no necesita gritar para ser fuerte, que no necesita maquillarse para ser nueva.
Y ahí vuelve la cuestión del viento metal como núcleo moral del asunto. El metal exige una disciplina que no es solo técnica, es disciplina del aliento, disciplina del exceso, disciplina de la potencia para que la potencia no sea ruido. Cuando el metal canta, el mundo entiende sin teoría que lo humano es respiración organizada, que la fuerza puede ser hospitalaria, que la ternura puede tener brillo. Cuando el metal solo compite, la música se convierte en ruido con intención, y el ruido con intención es la forma más triste de la modernidad, porque presume de futuro mientras vacía el presente.
En el fondo, la banda en mi tierra es una manera de decir que la comunidad aún tiene voz, aunque a veces esa voz se degrade en propaganda, en concurso, en escaparate. Quienes la defienden por orgullo ideológico la convierten en consigna, quienes la atacan por prejuicio estético la convierten en caricatura, y en ambos casos se pierde lo esencial, que la banda sucede entre, en la luz que expone, en la lengua que acaricia, en la mesa que reúne, en la sombra que juzga, en el aire que no se puede poseer. Si la banda vuelve a respirar sin pedir perdón, volverá también a recordar, con esa mezcla de alegría y herida que solo lo verdadero conserva, que antes de ser historia fue voz, y antes de ser voz fue aire.
Por último, hay un punto decisivo que suele omitirse cuando se habla de bandas, y sin embargo ahí se juega su continuidad más íntima, el repertorio, o mejor, su cancionero. Una banda no se define solo por cómo suena, se define por lo que recuerda tocando. Durante décadas, y en tu tierra de un modo casi ejemplar, una banda era también un archivo vivo de sus propios directores, no un archivo muerto en papeles, un archivo corporal. Tocaba la música de sus históricos directores de banda como quien recita a sus mayores sin convertirlos en estatua, tocaba sus obras originales y tocaba sus arreglos, y en esos arreglos se reconocía una inteligencia local del sonido, una manera de traducir el mundo al aire del pueblo, una artesanía que era a la vez estética y moral. El arreglo no era un sucedáneo, era una forma de pensamiento musical situada, un modo de decir, esto es nuestro oído, este es nuestro fraseo, este es nuestro modo de cantar con metal y madera.
El pasodoble, en ese contexto, no era un género menor, era una gramática del caminar colectivo, una manera de organizar el cuerpo de la comunidad, de darle orgullo sin solemnidad, ironía sin cinismo, elegancia sin elitismo. Una banda que tocaba pasodobles bien tocados, con fraseo y no con bravuconería, estaba diciendo algo profundo sobre su relación con el lugar, estaba mostrando que lo popular puede ser refinado sin dejar de ser popular, que la tradición puede ser flexible sin disolverse. Y junto a eso estaba la música de los directores de banda, el sello de una escuela, la continuidad de una sensibilidad, la cadena de transmisión real que hace que una banda sea una banda y no un conjunto genérico de viento.
Esa práctica se ha debilitado gravemente cuando se ha instalado la obsesión por repertorios internacionales como signo de modernidad. Se persigue lo americano, lo holandés, lo que viene con prestigio de fuera, como si el valor de la música dependiera de su acento, como si tocar lo ajeno fuera automáticamente tocar mejor, o si un compositor valenciano hoy, compone en esos estilos, imitándolos, apelando a ellos tácita o explícitamente. Se importan modelos sonoros y estéticos sin preguntarse qué ontología traen consigo, qué relación con el cuerpo y con el espacio presuponen, qué tipo de espectáculo demandan. Y entonces ocurre lo previsible, la banda se homogeneiza, empieza a sonar como un catálogo global, pierde el rastro de su propia respiración, y la modernidad se convierte en una forma de amnesia.
No se trata de cerrarse al mundo, una banda que no se abre se pudre, pero abrirse no es arrodillarse. El repertorio internacional puede enriquecer, puede desafiar, puede ampliar el vocabulario, pero no puede convertirse en sustitución de la voz propia. Cuando una banda abandona sus arreglos, sus pasodobles, la música de sus propios directores, abandona algo más que piezas, abandona una forma de continuidad interior, vivos y muertos, abandona el derecho a sonar desde un lugar. Se vuelve intercambiable, y lo intercambiable siempre acaba compitiendo solo en volumen, velocidad y precisión, porque ya no compite en identidad poético-sonora, que es donde estaba su verdad.
Volver a tocar a los directores, a sus obras y a sus arreglos, no es nostalgia, es recuperar el mecanismo de transmisión viva. Es recordar que una banda no es un conjunto que ejecuta repertorio, es una genealogía que canta. Es recuperar la idea de que la modernidad real no consiste en sonar como todos, consiste en poder dialogar con todos sin perder el acento. Y si se quiere un cierre sin consuelo, aquí está, o la banda vuelve a ser archivo respirante de su propia historia, con pasodobles, arreglos y música de casa tocados con dignidad y sin vergüenza, o seguirá buscando fuera una legitimidad que nunca llegará, porque nadie respeta del todo a quien renuncia a su propia voz para parecerse a la voz de otro...

Comentarios
Publicar un comentario