... el supuesto "mito del arte" - ontologías de hoy/crónicas del Anti-Ion ...

   “La técnica como altar: 

un elogio de los exégetas que nunca crean”, 

      

    “Ontología de despacho: 

cómo la categoría reemplaza al artista”, 

o

       “La metafísica de los que no hacen música”, 

       “Técnica, categoría y otras formas de desposeer lo vivo”



    Los interlocutores de este vídeo sostienen una visión del arte que básicamente reduce lo humano a técnica, y elevan esa reducción a sistema explicativo. Con ello intentan clausurar las artes bajo la prontitud de la categoría. Casi nada.









Veamos. Comienzan con una afirmación que pretende ser genealógica y acaba siendo un sofisma de libro. Aseguran, con una seguridad impropia de quien dice sospechar de todo (por cierto), que la noción de Arte en singular es un invento tardío, un producto del siglo dieciocho, y que antes no existiría más que una dispersión de oficios técnico-artesanales, sin unidad alguna. Enuncian esta tesis como si fuese una suerte de profunda y desmitificadora revelación crítica, cuando no es sino un ejemplo de manual de esa típica inflación nominalista que confunde la historia de los nombres con la historia de las experiencias.


Tomemos su afirmación según sus propios criterios. Ellos apelan a la arqueología de ideas, a la detección del instante en que emerge un término conceptual. Muy bien. Apliquemos entonces la misma arqueología a su discurso. Cuando ellos declaran que el Arte no existe antes de su nombre moderno, están reconstruyendo retroactivamente un vacío semántico para básicamente introducir su nueva ontología. Este procedimiento no es analítico, ni crítico, es absolutamente performativo (con un buen tufo, escéptico-nihilista). Consiste en literalmente fabricar una discontinuidad para instalar en ella su tesis. Es la típica operación de genealogía débil, “deconstructiva” (ja ja ja ja) solo en apariencia, que al pretender liberar de mitos los fenómenos termina creando un mito nuevo, a saber, la idea de que lo que no aparece bajo una etiqueta específica no ha existido jamás.


Pero de la inexistencia del término no se sigue la inexistencia del fenómeno. Esa inferencia, que ellos repiten con una convicción casi devocional, es un ejemplo perfecto de paralogismo. Un silogismo truncado, un entimema de toda la vida. No solo confunden categoría y vivencia, confunden además taxonomía y ontología. Su argumento depende de un presupuesto tácito que asumen pero que jamás examinan, a saber, que la realidad estética es un epifenómeno del lenguaje académico. Aceptar esto sería aceptar que las comunidades humanas no han ritualizado, simbolizado, ni encarnado formas de experiencia estética durante milenios, solo porque no las inscribieron bajo el signo de un concepto unificado y moderno.


Es aquí donde su pobre método se vuelve contra ellos. Si aplicamos su propia lógica nominalista, habría que concluir entonces que tampoco existieron la política, la religión, la filosofía o la música antes de que aparecieran sus nombres estandarizados en la historia de las disciplinas. Habría que admitir que no hubo tragedia en Grecia, ni canto ritual en las culturas amerindias, ni poética en la India, ni retórica antes de Aristóteles, porque no coincidían con la definición moderna de sus equivalentes. Su tesis, llevada a sus últimas consecuencias, destruye no ya una categoría, sino la continuidad misma de la experiencia humana. Es un método que, pretendiendo ser crítico, solo logra autoaniquilarse.


La historia cultural no es reducible a la inventio terminorum. Esa reducción convierte a la humanidad (ellos dirán, claro, que la "humanidad" no existe) en un apéndice de su glosario. Si el nombre tuviera primacía absoluta sobre la experiencia, entonces cada mutación léxica sería una mutación ontológica, y la vida sensible quedaría subordinada a la semántica. La incoherencia es evidente, quienes proclaman una crítica radical de las esencias acaban sosteniendo implícitamente que las esencias dependen de los nombres, convirtiendo el lenguaje en un absoluto que contradice su propia voluntad antimetafísica.


Lo más irónico es que su afirmación pretende demoler mitos, pero termina erigiendo un nuevo mito de una pureza pre-crítica en la que los hombres eran ciegos a lo estético hasta que un filósofo del siglo dieciocho les dijo que estaban viendo arte. Una visión tan esquemática no solo empobrece la historia, la falsifica. Niega la continuidad de los gestos, de los ritos, de las técnicas simbólicas, de las culturas que crean figuras sin necesidad de justificar conceptualmente su propia creación.


Nombrar no crea la experiencia, y no nombrar no la destruye. El meollo no es cómo se llama, sino que existe, que ha existido siempre, que seguirá existiendo. La vida estética es más antigua que nuestras categorías y más resistente que nuestras taxonomías. Lo que ellos presentan como una especia de epifanía crítica es, en realidad, una sombra proyectada por su propio aparato filosófico (bueno, más bien ideológico), incapaz de ver lo que no cabe en la rejilla que ellos mismos trazaron.


Después, a lo largo del vídeo, perseveran dale que te pego con una insistencia casi litúrgica en la tesis de que las artes no son otra cosa que técnicas, y que lo artístico se reduce a una ejecución competente orientada a fines extrínsecos, sean políticos o utilitarios. A primera vista, la afirmación parece liberadora, como si quisiera desmontar una supuesta metafísica del arte. Sin embargo, bajo su apariencia crítica se esconde una maniobra conceptual de doble filo. En realidad no desmitifican absolutamente nada, simplemente sustituyen un supuesto mito por otro, más estrecho y más dogmático (todo sea dicho), el mito de que toda acción humana es reducible a procedimiento.


Tomemos, de nuevo, su argumento, pues, con la misma literalidad con que ellos lo formulan. Si el arte fuera solo técnica, el núcleo de lo estético residiría en la repetición optimizada de un hacer, y la autoridad de quien lo afirma debería derivarse de un dominio práctico de esa misma técnica. Pero aquí se manifiesta el punto ciego de su discurso, porque ellos mismo, o sea, quienes declaran que la esencia del arte es la técnica, son precisamente aquellos que no ejercen ninguna. Ja ja ja ja. No componen, no interpretan, no improvisan, no generan la poiesis “técnica” que proclaman como fundamento último. En vez de eso, desde la comodidad de la “exégesis” filosófica (son doxógrafos de su propia tradición nihilista-escéptica), producen una teoría que exige de los artistas lo que ellos nunca se exigen a sí mismos.


La contradicción, al aplicarles su propio método, es inmediata. Su tesis podría sostenerse solo si viniera respaldada por algún tipo de saber artístico de primer grado, es decir, por la experiencia encarnada de quien arriesga una obra. Pero no, no proviene de ahí. Proviene de un saber de segundo grado, analítico y derivado, pero sin el primero, un saber de segundo grado que sin embargo pretende legislar sobre lo que no practica. Es una doctrina que se autoinvalida en el instante mismo en que se enuncia, porque afirma que la verdad del arte es técnica, a la vez que renuncia al único lugar desde donde esa verdad podría conocerse.


Cuando el que no hace ningún tipo de poiesis artística declara que lo esencial es crear bien, opera una paradoja que no es solo epistemológica, sino moral. Su discurso adopta la forma de una crítica a la metafísica del arte, pero al mismo tiempo funda una nueva metafísica, la del teórico que se erige en árbitro de una práctica que no conoce más que por delegación. Se presenta como defensor del oficio técnico-artesanal, pero en realidad practica una suerte de tecnocracia hermenéutica que neutraliza el oficio en nombre de la categoría.


Lo técnico, en su formulación, no es un reconocimiento de la materialidad del arte, sino un dispositivo conceptual que asegura que solo la teoría tendrá la última palabra. Su supuesta desmitificación es, de hecho, una estrategia de clausura. Y al clausurar la dimensión viviente del arte, al reducirlo a procedimiento, al extraer de él toda densidad simbólica, dejan emerger el verdadero núcleo de su operación, a saber, no explicar el arte, sino administrarlo (eso querrían, en el fondo). 


El problema no es que vean la técnica en el arte, sino que no ven más que técnica. Y al no ver más que técnica, lo que no comprenden no es tanto el arte como su propia posición. Se dicen críticos de la metafísica estética, pero practican sin saberlo la más pobre de todas, la que identifica el ser (el estar) con el método. Afirman que lo artístico es mero instrumento, y sin embargo su propia crítica excede todo instrumentalismo, porque solo podría sostenerse desde una concepción del valor que su propio método prohíbe.


Así, al aplicar la lupa de su sistema sobre su propio sistema, lo que descubrimos no es una teoría coherente, sino un círculo vicioso, un dialelo clásico. De libro, vamos. Afirman que el arte es técnica, sin mostrar técnica. Toma ya. Campanudamente. Y se quedan tan panchos. Afirman que la técnica basta, sin poseerla. Afirman que la técnica explica, y sin embargo necesitan de un aparato conceptual que no puede derivarse de la técnica. Todo su edificio se sostiene sobre una omisión fundamental: la vida estética no nace del análisis, sino del gesto que ellos NO dan.


Todavía más reveladora es la ontología que late, casi inadvertida, en su discurso, una ontología que subordina la encarnación al concepto, la poiesis al esquema, la presencia al archivo. Al reducir al artista a un ejecutor intercambiable y a la obra a un mero recipiente de funciones sociales, no despojan al arte de mitologías, como creen, sino del único fundamento que le concede realidad viviente. Lo que producen no es un análisis esclarecedor, sino una típica ontología de la desposesión, en la que todo sujeto que crea queda desalojado en favor de categorías que se administran sin cuerpo y sin riesgo.


De nuevo, insisto, si aplicáramos su propio método a su propia tesis, veríamos que lo suyo no es indagación, sino regulación: no pretenden comprender el arte, sino colonizarlo. Allí donde el arte exige un sujeto encarnado, ellos interponen un aparato categorial que habla en su lugar. Allí donde la obra exige la fricción de la materia, ellos insertan un diagrama conceptual que funciona como sustituto. El arte se convierte en una entidad abstracta, separada de la vida, gestionada desde una oficina epistémica que dictamina cómo debe ser leído aquello que ya no necesita ser vivido.


Esta ontología no es una consecuencia accidental, es una estrategia. Al expulsar al sujeto poiético, convierten la experiencia estética en un asunto de administración, y el resultado es indistinguible del que producen todas las teologías cuando se clericalizan. Ellos sí que son "curas laicos", como diría Gustavo Bueno, no los “artistas”. Al final son un sacerdocio académico (NO en el sentido de Academia platónica) que decide qué cuenta como arte, qué prácticas son legítimas, qué discursos son autorizados. Se consagra el museo como templo, la norma como dogma, la institución como oráculo. Todo lo que no se ajusta al formulario queda marginado por decreto.


Y así, en nombre de un supuesto desmantelamiento de la metafísica, instauran una metafísica más severa. En nombre de la crítica, fijan jerarquías inamovibles. En nombre de la técnica, desactivan la potencia generativa. En nombre de la sociología, neutralizan la experiencia. El resultado práctico, una vez más, es el mismo que producen todas las doctrinas que olvidan la carne del mundo. Se rinde culto a lo ya establecido y se ejecuta una violencia sistemática contra lo vivo, contra lo que todavía no tiene nombre, contra lo que desborda la categoría.


En su intento de destituir la “trascendencia romántica” (ja ja ja ja), lo que han terminado produciendo es una “trascendencia burocrática”, infinitamente más pobre, donde la obra ya no es un acontecimiento sino un expediente, donde el creador no es un agente sino un resto, donde la estética ya no es riesgo sino trámite. Esta es la paradoja que su propio método revela al volverse sobre sí mismo. Pretenden una ontología crítica, pero lo que formulan es una especie de ramplona ontología del desahucio. Pretenden liberar al arte del mito, pero lo confían a la maquinaria más mitológica de todas, la que canoniza sin pasión y excluye sin conciencia.


De nuevo, insisto, pretenden explicar el arte como si fuera únicamente una técnica, pero no advierten que muchas de sus proposiciones sobre la técnica, la inspiración, la sacralidad o la autonomía sólo pueden formularse desde un horizonte que ya es metafísico. En otras palabras, despliegan categorías cuyo sentido depende de la misma metafísica que dicen querer desmontar. Su procedimiento, al examinarlo con sus propios criterios, revela una constante contradicción performativa, a saber, emplear un aparato conceptual trascendente para negar la trascendencia, movilizar un metalenguaje normativo para desactivar la normatividad. Dicen reducir el arte a lo que es, a instrumento, pero esa reducción implica ya un juicio axiológico que excede la mera instrumentalidad y que, por tanto, reclama fundamentos que su propia teoría no puede proporcionar sin incurrir en incoherencia. La operación, al final, no es analítica, ni crítica, sino inmunitaria, utilizar la metafísica como antimetafísica, la prescripción como si fuera mera descripción. Y es precisamente ahí donde su método, aplicado a sí mismo, se revela como un dispositivo que se contradice en acto y además TODO el rato. 


    Insisto, en el plano argumentativo cometen un error clásico, confunden la explanans con la explanandum, tanto que invocan la escolástica como suya. Quieren explicar el arte como técnica, sin reconocer que muchas de sus afirmaciones sobre la técnica, la inspiración, la sacralidad o la autonomía son a su vez afirmaciones que solo se sostienen en un lenguaje metafísico, por tanto en una metafísica que ellos pretenden desmantelar. Es decir, usan la metafísica para destruir la metafísica, usan la condición epistémica para negar la condición ontológica. Tal operación es un autoengaño lógico. Si el arte es puro instrumento, entonces la crítica que lo reduce a instrumento está haciendo una evaluación moral y estética que no se agota en mera técnica, y por tanto esa crítica necesita de presupuestos que la contradicen.


Su afinidad por una sociología que explica todo por lo social conduce al nihilismo estético. Si el arte es simplemente un dispositivo social, ¿qué queda de la experiencia que conmueve? Para ellos, eso son “bobadas”, “cuentos chinos”, “rollos de sentimientos”, “idealismo alemán” “protestantismo”, “imposturas”, “fetiches”, “chamanismo”. Pero, si todo es política, la música se convierte en ruido funcional. Esta sociología totalizante comete la falacia de la explicación única, pretende dar cuenta de lo plural con un solo vocabulario. Digámoslo claro y pronto: esta pretensión no es filosófica, es ideológica. Además, su relativismo no es una humilde apertura, es una inclinación a la indiferencia moral, a la abolición del criterio (tanto que aman a Jaime Balmes). El relativismo aplicado al arte desemboca en la violencia cultural, porque cada postura puede ser legitimada por el mercado o por una institución, y al final solo manda la fuerza de quien administre los recursos. 


Los que renuncian a la práctica artística y declaran la muerte del arte con mayúsculas se colocan, ironía profunda, en posición de metafísicos. Critican la metafísica del arte mientras ellos ejercen, de modo pleno, la metafísica académica (insisto, no la platónica). Son quienes más se parecen a los místicos que denuncian la mística, o a los típicos puritanos que censuran la piedad. No practican la música, pero juzgan la música, no componen, y sin embargo dictan sentencias sobre la composición. Esta asimetría autoritaria es una falla moral además de intelectual.


La alternativa no es una mera reacción nostálgica. No se trata de retornar a un aura ingenua, sino de reivindicar la encarnación de la experiencia estética, la dimensión vernácula, la mezcla de técnica y sentido, la parabasis que precede a la hiperbasis


Ellos gustan de presentarse como dialécticos, como espíritus que tensan las contradicciones, que desmontan mitologías, que “desenmascaran” supuestos. Se jactan de ocupar la posición incómoda, casi heroica, del que desvela lo que los demás no ven. Pero el gesto es impostado. No son dialécticos, son los más dóciles espejos del statu quo. Su crítica es la crítica permitida, la crítica reglamentaria, esa que aparenta incomodidad pero reproduce fielmente la estructura dominante. Porque, seamos precisos, decir que las artes son técnicas es hoy, para el sistema cultural, la opinión más corriente, más domesticada, más funcional y más cómoda. No hay nada insurgente en ese planteamiento. En la música, especialmente, la reducción del arte a técnica es el dogma imperante: escuelas, conservatorios, tribunales, concursos, programadores, críticos, instituciones enteras funcionan bajo esa premisa mecánica que identifica calidad con maestría instrumental, creatividad con cumplimiento, pensamiento con doctrina y criterio con formulario. Lo que ellos proclaman como una “desmitificación radical” es, en realidad, la ortodoxia absoluta, la ideología reinante de la administración cultural.


La paradoja es evidente: se creen demolidores cuando son albañiles. Se creen herejes cuando son clérigos. Se creen dialécticos cuando son meros funcionarios de la reproducción conceptual. Nada hay más ramplonamente conservador que reducir el arte a una cadena de procedimientos. Nada más útil al sistema que vaciar la obra de su riesgo para convertirla en producto evaluable. Nada más funcional al statu quo que llamar “técnica” a todo, porque donde reina solo la técnica, la institución, el mercado y la burocracia (ellos aquí me acusaran de metafísico, porque dirán que esas ideas son hipóstasis equívocas, ja ja ja) pueden gobernar sin resistencia.


En lugar de cuestionar críticamente, todo lo blindan. En lugar de abrir el campo, lo estrechan. En lugar de devolver la voz al artista, la confiscan para reforzar la autoridad de quien dicta categorías. Lo que exhiben como valentía teórica no es más que el reflejo pulido del mismo espejo en el que se miran las instituciones que dicen criticar.


La dialéctica verdadera incomoda a todos, empezando por quien la enuncia. La suya, en cambio, no incomoda a nadie que importe, absolutamente a nadie (todo lo contrario) y confirma todo lo que el sistema necesita que permanezca intacto. Esa es su mayor ironía, proclamarse críticos y funcionar, sin saberlo, como guardianes del orden vigente.


Termino con una paradoja que será amable y filosa, la más peligrosa austeridad intelectual es la que se viste de modestia para quitar la voz al artista. Quien proclama que el arte es técnica y actúa como juez sin tocar un instrumento, sin improvisar, sin ensuciarse los dedos, no combate la mitología, la reproduce en su forma más cruel. La crítica que no produce es un espejo roto que devuelve imágenes deformadas, y la filosofía que no se mancha es, a menudo, un laboratorio de verdaderas imposturas...

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