... el gran censurado ...
¿Quién es hoy el gran censurado, el verdadero proscrito de nuestra época?
¿En qué convergen hoy, de manera casi unánime y, sin embargo, por motivos totalmente divergentes, cuando no abiertamente contrapuestos, las más diversas corrientes ideológicas, las antropologías dominantes, los discursos sociológicos de prestigio, los partidos políticos de toda gama, las instituciones que se autoproclaman guardianas del bien común, los modelos historiográficos en boga, los sistemas filosóficos que triunfan como modas académicas, las pedagogías cívicas y democráticas, la psicología de autoayuda e incluso eso que se llama hoy espiritualidad popular (que no es lo que esas tradiciones espirituales realmente son, sino su caricatura contemporánea)?
Confluyen, y esta es la paradoja inquietante, en un mismo gesto axial, casi un reflejo civilizatorio, a saber, el de diluir, disolver o minimizar hasta la insignificancia el espesor del yo, su gravedad ontológica, su dimensión irreverente y no domesticable.
El yo es el gran censurado.
Todo parece coincidir en un proyecto transversal de disuasión, esto es, que el sujeto no exista, o que exista apenas como decorado funcional, pero nunca como realidad fuerte, peligrosa, irreductible. Se trata de una operación, simultáneamente ontológica y política, por la cual el alma (la ψυχή, psyché) es degradada a ilusión evolutiva, las emociones a meros constructos contextuales, lo trágico a patología clínica y la interioridad a un fantasma sospechoso que conviene evacuar cuanto antes de toda doctrina seria.
Este movimiento, que se presenta como transparente, de sentido común, emancipador o higiénico, tiene una finalidad tácita pero inequívoca, esto es, el disuadir la existencia del sujeto fuerte, del sujeto como centro de gravedad y no como residuo. Del sujeto que puede decir “yo” sin pedir permiso. Se pretende un individuo funcional, gestionable, transparente, que actúe como interfaz, como nodo intercambiable dentro de una red de protocolos. Un sujeto decorativo, pero nunca peligroso. Una conciencia sin hondura, sin hondón trágico, sin la oscuridad fértil que siempre ha sido el teatro donde se decide lo humano.
Pues un yo con espesor, con su intransferible mezcla de memoria, anhelo, deseo, contradicción, culpa, imaginación, impulso creador y herida, es necesariamente irreductible a los lenguajes de control, previsión o estadística. Desborda. No encaja. No se deja convertir ni en algoritmo ni en síntoma. Desobedece el mandato tácito de la época, esto es, no complicarse, no profundizar, no ser demasiado.
De ahí que tantas corrientes hoy, aunque se odien entre sí, parezcan coincidir en esta empresa común de adelgazamiento ontológico, porque un yo fuerte no sirve a ningún proyecto de simplificación del mundo. Ni al mercado, ni al Estado, ni a la psicología de manual, ni a la sociología de consistencia líquida, ni a las espiritualidades livianas que confunden la trascendencia con el bienestar. El yo fuerte es resistente, y lo resistente es incómodo.
No se lo puede regular. No se lo puede hacer pasar por un mero efecto de estructura. No se lo puede volver transparente. Por eso se lo disuelve. No por oscuridad, sino por exceso de luz.
* * *
Hay momentos, pocos, raros, decisivos, en los que la filosofía descubre que las categorías con las que una época pretende comprenderse ya no consiguen contener la verdad que late bajo ellas. Como si el lenguaje conceptual empezara a resquebrajarse por dentro, se produce entonces un desplazamiento silencioso, una especie de claroscuro en el que lo que parecía evidente se vuelve opaco y lo que había sido considerado marginal adquiere de pronto una resonancia inesperada, casi inquietante. En esos intersticios donde el sentido se tambalea es donde suelen acontecer los verdaderos cambios sistémicos, ontológicos, de primeros principios. Nuestra época vive precisamente esa oscilación, aunque trate de negarla bajo la retórica tranquilizadora de la transparencia, la gestión, el dato y el método. Y en el centro de esa oscilación se alza un enigma que no se deja disolver, por más que se lo intente, esto es, la experiencia interior del yo (el problema fuerte de la conciencia, los qualia) como lugar donde convergen no solo emociones y memorias, sino también las fuerzas más arcaicas del pensamiento, aquello que no puede reducirse ni a función ni a protocolo. Un núcleo que no es sustancia metafísica, pero tampoco simple efecto, y cuya resistencia resulta incómoda para todos los discursos que buscan clausurar lo humano en definiciones operativas.
Cuando se analiza con atención la estructura de los discursos contemporáneos, más allá de su ruidosa apariencia de pluralidad, diversidad y tolerancia intelectual, aparece, pues, un fenómeno constante, casi un axioma tácito, esto es, la tendencia a sustituir lo interior por lo procedimental, lo singular por lo estadístico, lo vivido por lo modelizado. No se trata únicamente de una preferencia metodológica o de la supuesta búsqueda legítima de supuesta objetividad, sino de una convicción más profunda de que la subjetividad introduce una complejidad que los sistemas conceptuales consideran impropia, indisciplinada, sospechosa. La sospecha cae no sobre un aspecto del yo, sino sobre su condición misma de principio activo, de fuente de sentido. Así, la interioridad se juzga demasiado irregular, demasiado indeterminada, demasiado abierta, demasiado resistente a la codificación. Pero ese juicio, lejos de describir la naturaleza del yo, revela más bien los límites del marco conceptual que pretende evaluarlo. Es la estructura la que se muestra incapaz de hospedar la riqueza del fenómeno, y no el fenómeno el que falle en someterse a la estructura.
Por eso conviene empezar por una precisión que el presente suele olvidar con la ligereza de quien cree haber superado viejos problemas sin haberlos entendido. No hay pensamiento riguroso sin un ámbito de articulación, sin un lugar en el que las distinciones puedan nacer, cruzarse y transformarse. Ese ámbito no es un depósito mental ni una cámara privada del yo, sino la escena donde los gestos del pensamiento encuentran soporte, dirección y potencia. Un espacio de resonancia desde el cual pensar puede orientarse y, a la vez, cuestionarse a sí mismo. Cuando se suprime esa escena en nombre de una objetividad inmediata o de una transparencia sin espesores, surge una claridad que engaña, pues no ilumina, sino que aplana. No revela, sino que desfigura. Pensar sin reconocer el espacio en el que se despliegan las categorías equivale a pretender levantar una estructura sobre un suelo borrado, sobre un marco anulado que ya no puede sostener nada. De ahí que muchas doctrinas influyentes de hoy, al intentar eliminar toda referencia al lugar desde el cual piensan, como si ese lugar fuera un estorbo o un residuo precrítico, terminen reproduciendo una forma de idealidad no confesada, precisamente porque han borrado el marco que habría permitido advertirla, nombrarla y someterla a examen. Eliminan la escena del pensamiento, pero no la idealidad que esa eliminación genera, solo la vuelven invisible, y por tanto más dogmática.
La insistencia en reducir la vida humana a sus mecanismos externos responde a un impulso más profundo que la simple comodidad analítica. Es el deseo de anular el riesgo que comporta toda experiencia interior, el deseo de evitar el temblor que aparece cuando el sujeto ya no puede delegar en estadísticas, protocolos o algoritmos la tarea de saber quién es. Allí donde hay interioridad hay también tensión entre lo que se da y lo que se exige, entre lo vivido y lo imaginable, entre lo que somos y aquello a lo que respondemos. Esa tensión no es un accidente ni un "romanticismo de sobremesa", como algunos nihilistas o escépticos querrían hacernos creer hoy, sino que es el núcleo mismo de lo humano, el punto donde la vida deja de ser una sucesión de hechos y se vuelve forma, decisión, responsabilidad. Cuando se percibe este núcleo se comprende por qué tantos sistemas buscan neutralizarlo, no porque sea irracional, sino porque introduce una forma de racionalidad que no se deja clausurar por modelos ni por diagnósticos, una racionalidad que respira, que contradice, que cambia de escala sin pedir permiso. Una racionalidad demasiado abierta.
En este sentido, afirmar el yo no significa reivindicar un sentimentalismo, sino recordar que hay un modo de verdad que solo puede aparecer desde una interioridad en acto ("estar"), desde un sujeto que se atreve a mirarse sin garantías y a pensar desde el propio límite. Un pensamiento que renuncia a esa dimensión se convierte en un catálogo de procedimientos sin vida, en un manual que explica todo menos lo esencial. Un pensamiento que la recupera se abre a una profundidad que no contradice la razón, sino que la fecunda y la vuelve responsable de sí misma. Esta introducción no pretende resolver el enigma del yo, ni fijar su esencia, sino mostrar que su defensa no surge de una nostalgia, sino de un análisis atento de la lógica profunda de nuestra época, que es una lógica de disipación y de fuga. Y que devolverle su lugar no es un gesto sentimental, sino una condición que permite comprender con mayor precisión todo lo que después será dicho, incluso lo que parecía pertenecer exclusivamente al terreno de los hechos.
Así, la interioridad que aquí se invoca no es refugio intimista ni santuario privado de una subjetividad envasada al vacío. Es, más bien, el ámbito trágico en el que el sujeto se reconoce a sí mismo como tensión, como desgarradura y como potencia de forma, como alguien llamado a responder sin excusas ante sí mismo y ante el mundo. No hay aquí idealismo burgués ni repliegue confesional, porque esta interioridad no se sostiene sobre la clausura del yo, sino sobre su exposición radical a lo real, a lo que resiste, a lo que hiere y transforma, al límite donde la vida se decide. Se trata, pues, de un humanismo trágico, no consolador, de un espacio donde el sujeto emerge no por pureza, sino por prueba, no por identidad previa, sino por el ejercicio de sostenerse en medio de lo que amenaza con dispersarlo. Esta interioridad no promete paz y armonía pánfila, promete lucidez, y esa lucidez nunca es cómoda.
Tampoco debe confundirse esta interioridad con intimismo burgués, ni con gnosticismo alguno, ni con ningún tipo de saber sapiencial orientalizante en el que el yo se diluiría o ascendería hacia supuestas esencias inefables. Aquí la interioridad no es evasión ni elevación, sino terreno de fricción y trabajo, escenario donde lo humano se descubre a sí mismo en el acto de asumir su propia vulnerabilidad sin convertirla en espectáculo. No es terapia emocional ni iluminación esotérica, sino la afirmación trágica, pero firme, de que el sujeto solo adquiere espesor cuando se enfrenta con la realidad y con su propia finitud, cuando reconoce que pensar no es anestesiarse, sino abrirse a un tipo de verdad que exige presencia y coraje.
Reivindicar el yo no implica mentalismo alguno, porque no se trata de postular una entidad vaporosa encerrada en sí misma, sino de reconocer el lugar donde mundo y conciencia chocan de forma irreemplazable, un punto de fricción que nada externo puede sustituir. Tampoco supone caer en un psicologismo reductivo, porque lo esencial del sujeto no se agota en mecanismos afectivos ni en causas internas, sino que emerge en el cruce entre la experiencia y el límite, allí donde ninguna explicación meramente mental o emocional resulta suficiente y ninguna teoría puede servir de coartada. Tampoco es una postura meramente fenomenológica, porque la interioridad aquí afirmada no se reduce a descripción de vivencias, sino que apunta a un espesor ontológico que desborda lo vivido, algo que no puede encerrarse en categorías porque es el fondo mismo que las sostiene y las vuelve posibles. Esa interioridad no es una aparición, es un compromiso, no es un fenómeno, es una responsabilidad que no se agota en lo que aparece. Y quizá por eso tantos discursos contemporáneos intentan borrarla, porque donde hay responsabilidad hay peligro, y donde hay peligro hay libertad.
En todo este sentido conviene recordar que cada época no se reconoce por sus proclamas sino por su miedo y la nuestra, tan orgullosa de su supuesta transparencia, tan devota de la luz clínica del dato, tan enamorada de sus protocolos lustrosos, es también la época que más teme a aquello que no consigue disolver. El yo. O mejor, la interioridad. Ese lugar donde el tiempo respira con una lógica propia, donde la memoria se agita sin permiso de los cálculos, donde la conciencia conserva un pulso que nadie ha logrado convertir en cifra.
Durante décadas se ha excavado ese territorio como quien desea enterrar de una vez un cadáver que perturba las buenas maneras, y el rechazo a la idea de sujeto, del yo, ha adoptado la solemnidad de una liturgia involuntaria. Se ha combatido desde todas las trincheras, desde quienes ven en el yo la raíz de todos los delirios hasta quienes lo consideran el polvo que queda de una metafísica que habría sido superada. Sin embargo, cuanto más empeño se pone en desterrarlo, más se afianza este núcleo esquivo que no se deja asfixiar. Tiene la fragilidad de lo que tiembla y la resistencia de lo que permanece.
La modernidad tardía ha querido borrar el espesor trágico del sujeto con devoción casi teológica. No porque la tragedia disguste, sino porque es ingobernable. Un mundo que se ha prometido la administración inmaculada de los cuerpos y de las cosas percibe la interioridad como una amenaza porque introduce lo imprevisible, porque abre la puerta a la libertad que interrumpe cualquier diseño perfecto. Por eso se intenta diluir la singularidad en el océano neutro de las estadísticas, convertir las emociones en fluctuaciones químicas, reducir la conciencia a una sintaxis etológica de algoritmos que pretende domesticar la sombra y la exaltación. El yo perturba con su desorden, con su memoria que no obedece, con sus intensidades que estallan cuando deberían permanecer dóciles.
Esa desconfianza no surge solo de la ciencia ni del poder político. Ha infiltrado incluso las espiritualidades de escaparate que nuestra época ha fabricado con el nerviosismo del que quiere calmarse sin comprenderse. La moda del budismo occidentalizado, lo que en otros ensayos he dado en llamar lo zenurbano (también del taoísmo occidentalizado) se presenta como un anestésico de lujo, un analgésico, un placebo, una manera de evitar la herida mediante la abolición del herido. Si el yo es una ilusión, entonces nadie sufre y el dolor queda resuelto como un mero problema semántico. Pero ese budismo depurado ignora el peso real de las pasiones, no conoce la dureza del desapego auténtico, que exige haber amado de verdad antes de poder soltar. Quiere los frutos sin permitir que el árbol eche raíces y termina convirtiéndose en un gimnasio para ordenar emociones que nunca deberían desbordarse, cuando la verdadera sabiduría nace del cruce con aquello que puede desgarrarnos.
Cuando una sociedad empieza a temer la exaltación, cuando sospecha de la pasión porque la confunde con la locura o con la violencia, opta por mantener la vida afectiva en una llanura sin accidentes. Nada muy triste, nada muy alegre, nada demasiado intenso, nada demasiado "violento". Todo debe caber en un margen seguro, protegido por diagnósticos y por fármacos, por una racionalidad templada, mientras la emoción profunda es tratada como un peligro sanitario. Se instala así una afectividad desinfectada en la que nada hiere, pero tampoco nada transforma. Lo extremo se vuelve intolerable. Lo profundo se vuelve sospechoso. La belleza se vuelve incómoda porque hiere y la sombra se vuelve impresentable porque revela.
Al final, el yo se convierte en el intruso que nadie quiere admitir, no por odio, sino por temor. Y es ese temor la confesión más sincera de nuestra época, porque revela que, pese a todos los intentos de disolver la conciencia en fórmulas y en protocolos, aún queda en nosotros un rescoldo que resiste. Ese resto es quizá lo único verdaderamente humano que queda cuando todo lo demás ha sido afinado para no doler. Y tal vez, en ese temblor que no se deja apagar, esté la posibilidad de una libertad que ya no sabe en qué lengua hablar, pero que aún se mueve, y respira, y espera.
Conviene añadir que este yo al que me refiero no tiene nada que ver con el individuo fabricado por la tradición anglosajona protestante y capitalista, ese sujeto que se imagina a sí mismo como una isla autosuficiente, orgulloso de su autonomía contable y de su libertad convertida en saldo. Ese individuo es una prótesis económica que confunde la interioridad con la propiedad y la conciencia con el interés. El yo del que hablo es otra cosa, un territorio vulnerable y resonante, un ámbito de densidad donde la alteridad se inscribe antes que la voluntad, un espacio de memoria que no se calcula ni se administra. No es un yo que se encierra para poseerse, sino un yo que se expone porque solo existe al contacto con lo que lo excede. Y en esa exposición descubre que su centro no es un bastión sino un umbral.
Tampoco es, por supuesto, el yo populista, esa máscara ruidosa que se exhibe como identidad colectiva prefabricada y que confunde autenticidad con decibelios. El yo populista no es un yo, es un coro obediente, una voz amplificada que dice lo que se espera que diga y siente lo que se le indica que sienta. Se alimenta de consignas y se agota en la repetición, no porque carezca de pasión, sino porque su pasión ha sido domesticada por la urgencia de pertenecer. Nada hay más contrario a la interioridad que esa energía gregaria disfrazada de espontaneidad, esa supuesta voz del pueblo que, paradójicamente, anula la voz de cada uno.
El yo del que hablo es vernáculo, no populista. Es un yo que nace del suelo íntimo de la experiencia y no de la retórica de la plaza. Lleva el acento de la vida vivida, no el tono impostado del discurso público. Es un yo que se reconoce en la hondura de sus contradicciones y en la singularidad de su memoria, no en el ruido de una identidad vociferada. Lo vernáculo aquí no significa localismo ni folclore, sino esa cualidad irreductible de lo propio que no necesita proclamarse para ser, esa raíz silenciosa que sostiene a un sujeto precisamente porque no se deja traducir a una consigna. Es un yo cultivado en la fricción con el mundo y no en el aplauso de la multitud, un yo cuya fuerza proviene de su fidelidad a lo que le acontece y no de la obediencia a ningún coro ideológico.
La posmodernidad adoptó, a su manera, un gesto que ya respiraba en el iluminismo y que más tarde se volvió doctrina en las filosofías del lenguaje, en los estructuralismos y en tantos determinismos sociales que se sucedieron con una fe casi litúrgica en la neutralidad de los sistemas. Ese gesto consistía en desconfiar de todo lo personal, de todo lo singular, de cualquier espesor irrepetible que no pudiera quedar atrapado en la malla de los significantes, de la fiebre taxonómica, o en el engranaje de las fuerzas. Si algo escapaba a la estructura, se lo declaraba espejismo. Si una experiencia no podía traducirse a código, se la tachaba de residuo. Así fue imponiéndose la preferencia por un universal abstracto (un universal a priori, dogmático) que no crece desde el mundo vivido, sino que cae sobre él como un molde geométrico. Contra esta pasión por la forma vacía, los tan denigrados hoy románticos alemanes (entre muchos otros) y otros espíritus igualmente luminosos supieron otra cosa, que lo universal verdadero no se dicta desde un balcón conceptual, sino que germina en la interioridad más concreta, en el temblor de una confesión íntima, en el latido singular de un yo que arriesga su palabra. La universalidad no se legisla, se encarna. No es un concepto diáfano, sino una expansión que brota de la vida personal y que, al crecer, deja ver en cada matiz el testimonio del origen. Quien pretende elevarse a lo universal sin haber pasado por la prueba de lo particular termina fabricando una moral sin carne y un pensamiento sin sangre, un espejismo que imita la forma de la verdad sin tocar su centro ardiente.
En este horizonte conviene detenerse ante un hecho curioso, pues incluso ciertas corrientes críticas que parecían devolver el arte, la música, la creación, a territorios menos reificados, menos aprisionados por el formalismo museístico, han frenado su impulso justo cuando tocaban el umbral decisivo. Pensemos en la crítica de Lydia Goehr al arte sustantivo, agudísima sin duda, filosóficamente finísima, pero incapaz de dar el salto hacia lo poético, lo encarnado, hacia el yo que vive y se transforma en el acto mismo de crear o recrear. El desmontaje de la obra como cosa no garantiza la resurrección del sujeto, y con frecuencia se observa un desvío sorprendente, se derriba la obra para erigir en su lugar la institución, se sustituye el objeto por un entramado de funciones y legitimaciones, se cambia la idolatría del arte sustantivo por la idolatría del arte adjetivo, del marco institucional, de la función antropológica. En este reemplazo no renace el alma, solo mudan los guardianes. El gesto crítico pierde así su filo, porque desmonta el concepto sin dar aliento a quien lo sostuvo. Es una arqueología sin génesis.
Justo aquí cabe añadir un fenómeno que brota como consecuencia directa de ese vacío, a saber, la aparición, en el mundo de la música clásica, de la figura del músico divulgador (comunicador, se dice) y, muy emparentada con ella, la moda de los intérpretes jóvenes con un aura pop. No es accidente estilístico ni puro capricho de mercado, sino la forma en que una industria y una audiencia hambrientas de presencia ocupan el hueco dejado por la crítica que desmontó la idea de obra (de museo de obras) sin devolverle un sujeto. Cuando la institución devora la obra y las categorías se vuelven marcos, surge una demanda de voz humana que parezca auténtica. Y si la voz auténtica no es concedida por la tradición, la vende el escaparate.
El músico divulgador responde, pues, a varias necesidades reales a la vez. Satisface la curiosidad de públicos nuevos, traduce mundos técnicos para oídos no entrenados, humaniza el oficio y desactiva la solemnidad del museo. Además, ofrece una narrativa, un rostro, una biografía, una presencia que se puede seguir en redes, en podcasts, en vídeos de cinco minutos. Tiene, en suma, la ventaja democrática de bajar la música del pedestal y ponerla en la mano del que escucha por primera vez. Ahí está su mérito indiscutible.
Pero, y esto es lo verdaderamente importante, también es el síntoma de una sustitución. Donde NO se restituye la interioridad del músico como sujeto creador (de poiesis) que arriesga, aparece una personalidad mediada que se consume como producto. La divulgación se vuelve espectáculo y la accesibilidad se confunde con la simplificación. El joven intérprete con aura pop no siempre es un puente hacia la intensidad del arte. A menudo es una mercancía diseñada para la economía de la atención. Su imagen responde a algoritmos tanto como a gustos auténticos, se negocia con sellos y patrocinios, se mide en likes y en minutos de visualización. El discurso pedagógico puede transformarse en relato de marca, y la curiosidad en tráiler promocional.
Hay además un aspecto ideológico. Esta figura satisface la necesidad contemporánea de concreción sin riesgo. Otorga un yo reconocible pero domesticado, un ejemplo de intimidad que nunca exige sacrificio ni fracaso, que narra progreso y autoayuda más que conflicto y prueba. Es la respuesta estética del sistema a su propio miedo, ofrecer sujetos encantadores que no incomoden. En consecuencia, el repertorio se ajusta a la plataforma, la programación a la duración recomendada por los algoritmos y la interpretación al decorado emocional que vende mejor.
En suma, la proliferación del músico divulgador y del joven intérprete de aura pop es la consecuencia lógica de una crítica que desapalabró la obra sin restituir la presencia del sujeto, de lo que Vicente Chuliá ha dado en llamar poesía, en sentido ontológico, o fantasía poética. Es una coartada para transformar la pasión en producto. Que ese fenómeno sea un puente y no un entierro depende de si se vuelve a apostar por la generatividad como práctica y por la interioridad como riesgo, no como mercancía.
Incluso ciertas voces que se proclaman custodias de tradiciones profundas han incurrido en malentendidos oportunos. Hay quienes quieren ver en lo ontológicamente católico, en lo tomista, un anti-antropismo (an-antropismo, es decir, lo no-antrópico) esencial, como si el cristianismo fuese en su raíz una doctrina de evaporación o disolución (segregación, dirían ellos) del yo y no de su transfiguración. Esa lectura mutila precisamente lo más audaz de la tradición cristiana, la encarnación. La encarnación afirma con una radicalidad insólita el valor infinito del individuo, de la persona, y su destino irrepetible. Lo anti-humano, lo an-antrópico, pertenece a ciertos racionalismos embriagados de claridad que sueñan con absorber la persona en una estructura impecable. Lo mejor de la tradición cristiana siempre supo que lo más alto en el hombre es su interioridad, su yo sangrante y sudoroso, esa zona donde lo finito se abre a lo infinito sin perder su nombre propio, y que la santidad no requiere borrar al yo, sino llevarlo a su máxima intensidad.
Hay un motivo adicional, y decisivo, para este desprestigio contemporáneo del sujeto, que conviene recordar con algo más de calma. El siglo veinte dejó cicatrices que todavía supuran. La retórica del yo exaltado, del yo inflamado, terminó asociándose con los delirios de la historia, con los absolutismos que convirtieron la emoción en una maquinaria de movilización y obediencia, con los nacionalismos que usaron la interioridad como combustible identitario. Allí donde la exaltación emocional coincidió con la violencia colectiva, el remedio posterior pareció evidente, a saber, sospechar de la pasión, desconfiar del temblor, patologizar toda intensidad. Pero al confundir el abuso histórico con la esencia ontológica, se ha condenado a la interioridad a un exilio injusto. La emoción solo se vuelve peligrosa cuando se la instrumentaliza, no cuando nace de la verdad recóndita de la experiencia personal. El temor político ha servido de coartada, y a veces de anestesia, para un empobrecimiento espiritual que ahora asumimos como sensatez, cuando no es más que miedo sedimentado en hábitos culturales.
El sujeto, en este clima, se vuelve una especie de nudo gordiano que además nos hace cosquillas, un punto de torsión donde la ideología no logra extender su orden geométrico. Así, el yo no es un concepto, ni una sustancia, ni una función psicológica. Es un lugar de condensación donde la transparencia falla, donde el mundo se vuelve opaco, donde las razones se enredan, donde aparece ese temblor inconfundible de la libertad, y donde también aparecen, como dijo Gustavo Bueno, "las fantasías monstruosas de la subjetividad". Ese temblor, precisamente porque no es administrable, resulta insoportable para cualquier sistema que pretenda una claridad total. Por eso el yo acaba funcionando como una piedra en el zapato de todas las cosmovisiones que aspiran a la limpieza perfecta del discurso. Molesta, desvía, introduce grietas. Y por eso tantas doctrinas, desde ángulos políticos o científicos o espirituales muy distintos, coinciden en querer minimizarlo, corregirlo, reeducarlo o disolverlo, como si fuera un residuo del que la razón todavía no hubiera aprendido a deshacerse.
Sin embargo, insisto, esta persistencia del yo no es un obstáculo para la universalidad, sino su condición de posibilidad más profunda. Solo quien desciende hasta el fondo de su propia interioridad puede ascender hacia lo universal sin caer en la abstracción. La singularidad no es, pues, una cárcel. Es un punto de ignición. El universal auténtico no flota sobre las existencias, sino que brota de ellas. Cuando se rechaza al yo por miedo a su conflictividad, se pierde justamente la ocasión para que lo humano se expanda hacia lo común desde la fragilidad viva de lo particular. El universal sin interioridad es un ídolo geométrico. Con interioridad, es una humanidad en acto.
Por eso, afirmar hoy el yo, la emoción, la interioridad, no es un gesto nostálgico ni un "capricho romántico", sino acaso la única insurrección verdaderamente seria que queda. Es rescatar aquello que ninguna estructura puede sustituir, lo que ningún algoritmo puede predecir, lo que ninguna tecnocracia puede administrar, lo que ninguna espiritualidad descafeinada puede dulcificar. Es recordar que sufrimiento y alegría no pueden neutralizarse sin que la vida pierda su espesor trágico. Es comprender que los peligros de la emoción no justifican la amputación de la sensibilidad, del mismo modo que los peligros de la libertad no justifican el despotismo.
Afirmar el yo es devolver al sujeto su dignidad trágica, su vulnerabilidad luminosa, su derecho a sentir sin permiso y a existir sin pedir perdón. Es reivindicar que en el corazón humano, allí donde se cruzan memoria y deseo, razón y desorden, herida y forma, late todavía aquello que ningún sistema ha logrado domesticar del todo, esto es, la vida interior que nos hace irreductibles.
La sociedad contemporánea puede intentar todas las formas imaginables de evasión, pero no logrará jamás que la interioridad se disuelva del todo. Porque el yo no es una idea, ni una convención, ni un vestigio metafísico. Es una herida que respira. Un fuego que no acaba de extinguirse. Una mosca de verano molesta e incesante. Una voz silenciosa que insiste en que la vida humana no se reduce a su superficie. Mientras exista esa voz, aunque sea débil, aunque tiemble, aunque sea perseguida por discursos que la consideran sospechosa, habrá en el mundo un lugar para la libertad profunda, para la entrega, para el amor, para la tragedia que revela lo más verdadero de nosotros. Y quizá sea precisamente ese resto indomable lo que hoy, en un tiempo que presume haber dominado todos los lenguajes de la existencia, constituye el único signo auténtico de esperanza.
Tal vez el signo más revelador de nuestro tiempo sea, por tanto, la imposibilidad de eliminar por completo aquello que se quiere negar. La interioridad persiste no como residuo, sino como fundamento que reaparece bajo cualquier intento de reducción. Esta persistencia no se explica desde la psicología ni desde la emoción, sino desde la estructura misma del pensamiento. Allí donde la razón se esfuerza en borrar su propio origen interior, vuelve a encontrarse con el límite que la constituye. Ese límite no es un muro, es una frontera fértil. Al reconocerlo la razón recupera su hondura.
Desde esta perspectiva la defensa del yo adquiere un significado distinto del que suele atribuírsele. No es un gesto contra el mundo, sino una afirmación de la posibilidad de que el mundo tenga sentido para alguien y no solo para un sistema. Sin esa posibilidad toda ética se vuelve reglamento y toda política se vuelve gestión. La interioridad sostiene la dimensión de respuesta que hace posible lo común. No es una propiedad del individuo, es un modo de actuar la presencia. Allí donde se la suprime no surge un orden más justo, sino un vacío que nadie se atreve a nombrar.
Por eso afirmar el yo no implica encerrarse en uno mismo, implica abrir un espacio donde lo humano conserve su capacidad de resonar. La resonancia no es un fenómeno emocional, es una estructura ontológica. Es la prueba de que aquello que nos afecta no se limita a pasar por nosotros, sino que nos transforma y nos orienta. Una época que renuncia a esa resonancia renuncia también a toda forma de grandeza. Sin interioridad no hay promesa, no hay memoria, no hay destino. Queda solo un presente administrado que avanza sin dirección.
La recuperación del yo no consiste, pues, en glorificar la subjetividad, sino en devolverle su condición trágica y luminosa. Trágica porque implica riesgo, conflicto, desgarro. Luminosa porque en ese riesgo aparece una verdad que no se deja delegar. Toda existencia que acepta esa doble condición conoce la densidad de la vida y la finitud que la atraviesa. Y en esa finitud descubre su libertad más elevada. Ningún sistema puede ofrecer esa libertad porque no proviene de una regla, sino de un acto interior.
Tal vez esa sea la esperanza que todavía pertenece al tiempo presente, la certeza de que mientras exista un yo capaz de sostener su interioridad, incluso frente a discursos que la juzgan sospechosa, habrá en el mundo un lugar donde la vida conserve su misterio. Y ese misterio no es un ocultamiento, es una apertura. Allí se inicia toda búsqueda verdadera, allí se inicia toda comunidad que no se reduce a una técnica, allí se inicia todo pensamiento que no renuncia a su propia profundidad. Si algo puede salvar la hondura de lo humano es precisamente ese resto indomable que ninguna época ha logrado borrar y que ahora vuelve a reclamar su derecho a existir.
Reivindicar esta interioridad trágica equivale a negar tanto la fantasía gnóstica de un yo encapsulado, como el vaciamiento pseudo-místico que pretende evaporar al sujeto en una nebulosa espiritual. La interioridad que defiendo aquí es actividad formante, exigencia, temple, es una afirmación de la dignidad del sujeto precisamente en su riesgo y en su no-garantía. No es un adorno psicológico, sino el terreno donde la música, y el pensamiento que la acompaña, prueban la consistencia ontológica del ser humano frente al mundo, sin negarlo ni idealizarlo.
Es importante añadir que cuando hablo del yo, no me refiero en absoluto a la idea de identidad, ni por tanto tampoco a las identidades políticas contemporáneas ni a la proliferación de etiquetas que hoy se disputan el espacio público. Ese registro pertenece a la administración sociológica de los colectivos, no al drama íntimo del sujeto. El yo que reivindico es previo a cualquier identidad cultural, sexual, lingüística o histórica. Es el nodo trágico donde se entrelazan la vulnerabilidad, la conciencia de finitud, la capacidad de emocionarse y de sufrir, la experiencia de la interioridad como enigma y no como eslogan. Por eso, acusarlo de eurocentrismo, como a veces se hace hoy, es no comprender que lo trágico no es un invento europeo, sino una constante antropológica, a saber, la conciencia de la muerte, del dolor, del amor y de la pérdida está en todas las culturas, incluso cuando adopta lenguajes simbólicos distintos. Tampoco se trata de etnocentrismo, como lo llamarían algunos, porque no propongo un modelo cultural del sujeto, sino un estrato ontológico que antecede y fundamenta cualquier cultura. Y si alguien lo tachara de “especista” por privilegiar al ser humano frente al animal, habría que señalar que no se trata de un privilegio sino de una descripción, esto es, el yo trágico no es una categoría moral, sino fenomenológica. Los animales sienten, pero no elaboran el abismo de su sentir, no construyen un relato sobre su propia vulnerabilidad. El yo al que me refiero no es identitario, sino existencial, y no es político, sino humano, personal. No es una etiqueta, sino una herida que piensa.
Que el yo trágico sea transcultural no significa que sea una abstracción desligada de la experiencia concreta. Significa, precisamente, que nace de la experiencia más corpórea y elemental que compartimos todos, o sea, sufrir, amar, anhelar, temer, perder. No existe un “amor proletario” distinto en su estructura emocional de un “amor hindú” o de un “amor europeo”, porque el amor no es un constructo de clase ni un sistema simbólico, sino una forma de exposición a la vulnerabilidad del otro. Las culturas pueden modular sus relatos y rituales, pero no pueden modificar la arquitectura afectiva que hace posible cualquier relato. No pongo un universal abstracto por encima de las identidades, sino que describo el humus común sin el cual ninguna identidad podría siquiera articularse. El yo trágico no es una categoría ideológica, sino el nombre de esa zona donde la vida humana, antes de ser interpretada por cualquier cultura, late con la misma fragilidad en todos.
A quienes me acusen de idealismo abstracto o de reproducir, sin saberlo, la sensibilidad “burguesa occidental”, habría que recordarles que la categoría del yo trágico no nace de ningún privilegio material, sino precisamente de la conciencia de fragilidad que desmiente cualquier sentimiento de seguridad de clase. No hay nada más antiburgués que la experiencia del límite, del dolor y del abismo interior, de aquello que no se compra, no se administra, no se hereda. Reducir el yo trágico a una posición social es confundir una vivencia ontológica con un posicionamiento económico. Es creer que solo quienes tienen resueltas las necesidades básicas pueden mirarse dentro, cuando la historia entera de la humanidad demuestra que el sufrimiento y la lucidez nacen a menudo en quienes menos tienen.
Tampoco acepto la acusación de occidentalismo. La interioridad no es un invento de Occidente, aunque Occidente le haya dado ciertos nombres. Todas las civilizaciones han producido relatos sobre la vulnerabilidad, la pérdida y la responsabilidad moral. Que yo emplee el vocabulario filosófico heredado de mi tradición no significa que esté afirmando una superioridad cultural, sino simplemente pensando desde el horizonte histórico que me constituye, como todo sujeto piensa desde el suyo. La universalidad que afirmo no es un mandato cultural, sino una constatación fenomenológica, a saber, que allí donde hay un ser humano, hay un centro de experiencia que padece y se interroga.
De nuevo, insisto, a los que, desde ciertas espiritualidades budistas, objeten que el yo es una ilusión y que su supuesta “realidad” pertenece al espejismo del deseo, del apego, la respuesta es clara: que el yo sea impermanente no lo convierte en inexistente. Su transitoriedad no anula su densidad afectiva. Incluso para quien profesa la doctrina del no-self, del no-yo, de la pura forma, el hecho de que exista una corriente de conciencia capaz de experimentar y de liberarse implica un núcleo fenomenológico reconocible. El yo trágico no pretende ser una sustancia metafísica, sino un punto de aparición de la experiencia humana. Si desaparece, no queda una iluminación pura, sino una imposibilidad de articular la propia vida.
Tampoco me persuade la objeción cientificista que reduce la libertad o el libre albedrío a un “ghost in the machine” ("espíritu o fantasma en la máquina"). Esta crítica confunde dos niveles, el de la descripción causal de los procesos físicos y el de la vivencia reflexiva de la agencia individual, personal. Que ciertos mecanismos sean determinables en un laboratorio no elimina el hecho de que el sujeto experimente su acción como elección, responsabilidad, posibilidad de error y de arrepentimiento. El yo trágico nace precisamente de esa tensión entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser, entre lo que heredamos y lo que decidimos. La ciencia empírica, en ese sentido, registra correlaciones. El sujeto vive decisiones.
Finalmente, para quienes sostengan que toda defensa del yo es una forma enmascarada de poder, un reflejo inconsciente de la ideología dominante, hay que decirles que la sospecha permanente no constituye una filosofía, sino una suerte de reflejo pavloviano antiburgués. Considerar que todo discurso es un instrumento de clase dinamita la posibilidad misma de hablar del ser humano como tal. El yo trágico no es una categoría de dominación, sino de desnudez. No reproduce el poder, sino que lo interrumpe. Habla desde aquello que ninguna estructura social puede abolir, esto es, la experiencia irreductible de existir y de saberse finito. En ese terreno, no hay clases, no hay identidades, no hay ideologías, solo la verdad primera de una conciencia que se enfrenta a sí misma.
No estoy solo en esta defensa del yo trágico como núcleo irreducible de experiencia. Pienso, así, a vuela pluma, en algunos ejemplos que me vienen hoy a la mente (igual mañana los ejemplos serían otros). Y todos tienen que ver con mi visión subjetiva, hoy, ahora, a quienes amo, cuyas lecturas me han formado y que creo son aliados en esta defensa del yo. Pienso en quienes han visto en la interioridad no un refugio psicológico, sino una condición ontológica. Lo descubro cada vez que repaso, casi al desgaire, algunos nombres que hoy acuden a mi memoria. Insisto, mañana quizá serían otros, porque también la fidelidad tiene sus estaciones. Pero estos de ahora forman parte de mi linaje íntimo, son voces que amo, lecturas que me han cincelado, presencias que reconozco como aliadas en esta obstinada reivindicación de la primera persona. En todos ellos la interioridad no es un escondite psicológico sino una condición ontológica, un modo de estar en el mundo que no planea sobre la realidad sino que la atraviesa. Seguro que me dejo alguno importante hoy, pero aquí me vienen algunos nombres.
Pienso, por ejemplo, en Kierkegaard, cuando afirma que el individuo es superior a la multitud porque en él se juega el drama del existir. Unamuno, que encontró en la lucha entre fe y razón el pulso mismo de la vida humana. Dostoievski, para quien la conciencia es una herida sangrante que no se clausura con ninguna ideología. María Zambrano, que vio en la razón poética el espacio donde la experiencia humana se desnuda. Simone Weil, cuya atención radical nombra el sufrimiento como una verdad universal. Pessoa, con sus heterónimos como máscaras de una misma herida original. Rilke, que transforma el temblor interior en forma pura. Tarkovski, que filma el alma como si fuera materia visible. Bacon, que deforma el cuerpo para mostrar la verdad interior. Giacometti, que reduce la figura humana a un grito silencioso. Y, en otro registro, Wittgenstein, cuando reconoce que el mundo del sujeto no es un dato sociológico, sino un límite existencial. Todos ellos, desde sus temporalidades y lenguajes, han entendido que el yo no es un artificio de clase ni un producto cultural, sino un campo de tensión donde la vida se hace consciente de sí.
Y lo mismo ocurre, por ejemplo, en el cine de Angelopoulos, cuya poética no pertenece a la estética del “autor” sino a la liturgia del tiempo. Su cámara no describe ni narra, sino que consagra, suspende. En él, el plano no es una técnica ni un estilo, sino un espacio donde la memoria se mueve lentamente porque sabe que cada gesto contiene siglos. Su cine recuerda que toda verdadera obra nace de la misma fuente que un lamento antiguo, un bordón pastoral, una melodía que nadie compuso y que, sin embargo, todos reconocen. Su visión demuestra que las grandes artes no convergen por afinidad temática, sino por pertenecer a un mismo plano de existencia.
A esa constelación hay que sumar, de modo urgente y pertinente, las voces de la tradición española e hispana, que han pensado la interioridad y la constitución del yo con una intensidad particular. Miguel de Cervantes y Calderón de la Barca mostraron ya en la modernidad temprana la complejidad del sujeto dramático: el yo se revela atrapado entre conciencia y honor, entre deseo y responsabilidad, entre apariencia y esencia. Gacilaso, Lope, Góngora y Quevedo exploraron las máscaras del yo y la ambigüedad del lenguaje, evidenciando que el sujeto no es monolítico, sino un juego de voces, tensiones y engaños que solo se desentraña a través del pensamiento y la mirada crítica.
La tradición mística aporta otra dimensión decisiva: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Santa Teresa de Jesús pensaron el yo como territorio espiritual, un yo que se despoja de lo superficial para alcanzar su esencia en relación con lo absoluto. En su obra, el yo no es un objeto estático, sino un proceso de transformación donde la interioridad se experimenta como actividad formante, exigente, capaz de confrontar la propia finitud y aspirar a la trascendencia. Este yo místico es simultáneamente riesgo y posibilidad, meditación y acción, vulnerabilidad y fuerza.
La crítica filosófica y ensayística añade un tercer hilo de reflexión sobre el yo: Benito Jerónimo Feijoo denunció la superficialidad del pensamiento y mostró al yo frente a sus prejuicios. Baltasar Gracián pensó la inteligencia y la astucia como instrumentos para que el yo se conozca y se gobierne. Mariano José de Larra expuso con ironía y lucidez la fragilidad y la responsabilidad social del yo, revelando cómo se construye en interacción con los otros y con la historia.
En la modernidad y contemporaneidad española, de nuevo, Miguel de Unamuno, al que ya mencionamos, convirtió el yo en eje de la reflexión filosófica y literaria, indagando la tensión entre fe, duda y existencia. Ortega y Gasset reflexionó sobre la circunstancia del yo, mostrando que toda identidad está condicionada por historia y cultura. María Zambrano articuló la voz poética y filosófica del yo, entendiendo la experiencia poética como modo de conocimiento y de relación ética consigo mismo y con los demás. Gustavo Bueno, desde una filosofía crítica y materialista, analizó el yo en relación con la totalidad de la realidad social, histórica y cultural, mostrando que la conciencia individual se inserta en estructuras más amplias de significación y que la subjetividad se entiende también en su interacción con lo colectivo.
En Hispanoamérica, Borges y Juan Rulfo, García Márquez y Julio Cortázar exploraron los laberintos del yo, su memoria y sus heteronimias. Octavio Paz dio voz al yo en su soledad y en su responsabilidad frente al mundo. José Martí y Alfonso Reyes ofrecieron reflexiones éticas y estéticas sobre la singularidad del yo en la historia y la cultura hispana. Poetas como César Vallejo, Pablo Neruda y Borges de nuevo, compartieron la experiencia de un yo capaz de traducir el dolor y la pérdida en lenguaje, resistiendo la instrumentalización social y afirmando la densidad de la interioridad humana.
Así, desde la tradición mística, la literatura, la filosofía y la crítica, la historia hispana ha producido una cartografía del yo que no es uniforme ni simple, que es un sujeto complejo, en tensión, ético, poético y capaz de transitar entre intimidad, conocimiento, trascendencia y responsabilidad social. Cada autor y cada corriente ha contribuido a mostrar que el yo no es un mero dato psicológico, sino el territorio donde se construye la experiencia, se afirma la dignidad y se enfrenta la fragilidad de la existencia, siempre en diálogo con la realidad histórica y social que lo circunda.
A esta tradición silenciosa y honda de la interioridad hispánica habría que añadir, con justicia, al poeta César Simón, cuya obra poética convierte la experiencia mínima en ontología sensible. En sus diarios y aforismos, la contemplación del instante, una luz, un gesto, un silencio doméstico, se vuelve una forma de pensamiento sin retórica, sin espectacularidad, casi sin epidermis. Su “poética de la atención” es una metafísica encubierta: el yo como zona de percepción radical donde lo nimio adquiere densidad existencial. En Simón, como en los místicos y en María Zambrano, el sujeto no se afirma, sino que, de alguna manera, irradia.
Y también Luis Cernuda, cuya obra es un tratado continuo sobre la identidad en exilio. Su yo lírico, siempre escindido entre deseo y mundo, entre presencia y pérdida, articula una de las geografías interiores más afinadas del siglo XX. En él, el amor se vuelve clave ontológica y no sentimental, un modo de medir la distancia entre lo que somos y lo que nunca alcanzamos. Su exilio no es biográfico, sino metafísico, es el destierro constitutivo del sujeto, su imposibilidad de coincidir consigo mismo. Por eso Cernuda es fundamental en esta genealogía, porque en su voz el yo se vuelve herida lúcida, no psicología.
En la esfera de las artes visuales y la escultura, la tradición hispana confirma esta obsesión por la figura y la herida. Francisco de Goya afirmó la condición trágica del sujeto con una crudeza que desborda épocas. Velázquez y El Greco aportaron una presencia pictórica de la persona que interpela la mirada. Picasso y Miró transformaron la forma para mostrar fracturas interiores. Dalí jugó con la imagen del yo en clave onírica. Antonio López García vuelve la figura cotidiana en una presencia que interroga el tiempo. Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, en la escultura, trabajaron la espacialidad del gesto humano como vacío y tensión. En la arquitectura, Gaudí o, en la contemporaneidad, Rafael Moneo y Luis Barragán piensan el espacio humano en relación íntima con la escala existencial: en sus obras la casa o la plaza no son meros contenedores sino contextos para la presencia humana.
El cine hispánico, asimismo, es fundamental en esta genealogía. Luis Buñuel y Víctor Erice filmaron la interioridad como materia cinematográfica, la memoria y el simbolismo del rostro y del silencio. Carlos Saura exploró la pasión y la memoria social desde la pulsión íntima. Pedro Almodóvar y Víctor Erice (de nuevo) retomaron la complejidad afectiva contemporánea, haciendo del plano y del silencio instrumentos para mostrar la herida y la ternura. En la dramaturgia moderna, Federico García Lorca y Valle-Inclán siguen siendo referentes de cómo la lengua escénica puede abrir la experiencia trágica sin reducirla a moralinas. En escultura y pintura contemporánea, además de Chillida y Oteiza, debemos mencionar a Pablo Serrano y de nuevo a Antonio López como continuadores de una estética que pone al sujeto en el centro de la forma.
La tradición hispánica no ofrece una excepción ni un apéndice local a la genealogía del yo trágico. La amplía y la enriquece. Desde Calderón hasta Buñuel, desde Machado hasta Borges o Zambrano, se encuentra un tejido continuo que entiende la interioridad como el lugar donde se juega lo humano. Son voces que han sabido convertir la experiencia en pensamiento y la herida en expresión estética y filosófica.
Si retrocedemos hacia la modernidad, Pascal es también esencial. Su “caña pensante” ya contiene la intuición de que la grandeza humana no es cultural sino ontológica. Rousseau, en su exploración de la conciencia y la transparencia interior, también participa de esta tradición, aunque sus derivas políticas vayan por otros caminos. En el ámbito alemán, la primera edición de La teoría de los sentimientos de Herder y la sensibilidad moral de Schiller señalan la centralidad de un yo que no es una construcción de Estado, sino un espacio de formación interior. Y si vamos más atrás, Marco Aurelio, Epicteto o Séneca muestran que la interioridad, lejos de ser un invento moderno, es el suelo permanente sobre el que el hombre piensa su destino.
En el siglo XX, además de los ya citados, Levinas afirma una subjetividad atravesada por la responsabilidad hacia el otro, inseparable de una interioridad no reducible a sociología. Jan Patočka concibe la existencia como una sacudida originaria que ningún orden político puede absorber. Paul Ricoeur entiende la identidad como ipseidad, no como idem: no una categoría fija, sino una experiencia narrativa del yo. En un registro más analítico, Thomas Nagel, aunque no comparta sus presupuestos metafísicos, insiste en que existe un “punto de vista desde ninguna parte” y, paradójicamente, un punto de vista subjetivo irreductible, que la ciencia no puede disolver. Charles Taylor reivindica la “profundidad moral” del yo frente al reduccionismo naturalista. Y ya en nuestro presente, Byung-Chul Han, aunque a veces excesivamente diagnóstico, sigue reclamando un sujeto capaz de interioridad contra la dispersión identitaria contemporánea.
Si atendemos a otras tradiciones, también encontramos aliados esenciales. En Japón, Kitarō Nishida habla de la “experiencia pura” como origen del yo antes de toda identidad funcional. En India, Sri Aurobindo y, desde otro ángulo, Abhinavagupta entienden la conciencia como un estrato ontológico que precede a toda pertenencia. Incluso en la tradición judía, Buber y Rosenzweig articulan un yo que no surge de una identidad, sino del encuentro y la responsabilidad.
No faltan pensadores vivos que continúan esta línea. Martha Nussbaum, en su defensa de las emociones como formas de sabiduría moral, se sitúa del lado de un yo afectivo irreductible. Robert Spaemann insistió hasta el final en la idea de persona como sujeto de experiencia y no como ficción cultural. Hubert Dreyfus y Sean Kelly, aunque desde la hermenéutica heideggeriana, defienden la “realidad de la experiencia” frente al reduccionismo computacional. Incluso Peter Sloterdijk, con todas sus idiosincrasias, sigue concibiendo al hombre como un ser que se autoproduce desde una interioridad no meramente cultural.
A esta tradición habría que sumar ahora el personalismo, Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel, Jacques Maritain y otros, quienes entendieron al yo como núcleo irreductible de experiencia y dignidad, siempre en relación con la comunidad y con la responsabilidad ética. Henri Bergson aportó la intuición del tiempo interior como fluir de conciencia creadora. Martin Heidegger, en su existencialismo, mostró al yo como ser-en-el-mundo, un horizonte de decisiones y finitud radical, priorizando la existencia auténtica sobre cualquier construcción social o normativa. No el Sartre de la elección voluntarista, sino el Heidegger del cuidado y del desvelo ontológico.
Y en música, esta misma constelación de interioridades, fracturas y revelaciones encuentra sus resonancias propias. No solo en los nombres consagrados, Chopin, Schumann, Janáček, cuyas obras parecen escritas desde una intimidad que se escucha a sí misma vivir, sino también en otras genealogías menos academicistas pero igualmente decisivas para entender lo humano sonando. Chopin como el cartógrafo del suspiro. Schumann como el dramaturgo del desdoblamiento. Janáček como el notario del habla convertido en alma.
A este linaje habría que sumar los mundos improvisados de Bill Evans o Keith Jarrett, donde el pensamiento se vuelve música en tiempo real, sin coartadas estilísticas y sin más técnica que la propia respiración del instante. También las voces que marcaron la sensibilidad hispana del siglo XX: Carlos Gardel, Antonio Machín, la copla entera, ese teatro del deseo herido, de la memoria que canta para no extinguirse, donde el sujeto se expone sin escudos, sin la abstracción higiénica del “estilo”, sin la ilusión del progreso.
Y podríamos seguir: las rancheras de José Alfredo Jiménez, los tangos de Discépolo, el fado de Amália Rodrigues, las bulerías de La Paquera, la desnudez casi hablada de Mompou, la gracia amarga de Satie, la épica secreta de Scriabin, la melancolía luminosa de Falla, el rigor encendido de Brahms. Una multitud de voces que no caben en la cronología ni en la estilística, pero que comparten esa misma ontología, esto es, hacer audible la ruptura del yo y su necesidad de recomponerse en un gesto sonoro.
Lo que une a todos estos territorios musicales no es el género ni la época, sino una común tensión hacia lo inefable: la música como exposición radical del sujeto, como un acto de verdad, como esa forma única en que el cuerpo, cantado, tocado, respirado, se atreve a decir lo que nunca podría decir de otro modo.
Y si uno sigue escuchando esa red subterránea donde las músicas se reconocen sin pertenecer a la misma época ni al mismo canon, aparecen otras afinidades igualmente necesarias. Fauré, con esa manera única de convertir la armonía en respiración interior, en memoria que no quiere herir. José Serrano, que hizo de la melodía un hogar emocional para un pueblo entero. Salvador Chuliá y Vicente Chuliá, cuyas obras, como su pensamiento, levantan la música desde la sustancia misma del gesto poético. Turina y Julio Gómez, que escucharon el alma hispánica desde dentro, sin folclorismos, sin museos. Talens y Grau Vergara, cada uno desde su personalísimo ámbito poético, buscando una coherencia que no fuera decorativa. Consuelo Vázquez, presencia casi secreta pero real en la transmisión más íntima de la canción. Joselito, cuya voz encarnó el temblor de una época entera. Facundo Cabral, que hizo de la palabra cantada un acto de conciencia y de ternura absoluta.
Y más allá, o más dentro, están también Prokofiev, Shostakovich, Mahler, Rachmaninoff, Bernstein, Tchaikovsky, Morricone, Poulenc, Puccini, Wagner, siempre Wagner: universos aparentemente irreconciliables pero unidos por la misma gravedad emocional, por esa manera de hacer que la música no sea un estilo sino una condición humana. Rachmaninoff con su elegancia desesperada. Morricone con su epifanía cinematográfica convertida en rito colectivo. Puccini con su corazón expuesto sin vergüenza. Wagner con su arquitectura poética visionaria que, despojada de idolatrías, sigue preguntando al oyente quién es realmente.
Y a esta constelación que no es lista ni inventario, se añaden otros nombres que intensifican el mismo argumento. Enescu, cuya música parece recordar un mundo que nunca conocimos pero que, sin embargo, nos pertenece, como si fuera la memoria anterior a la memoria. Bartók, que llevó la arqueología del canto popular a un grado de revelación ontológica, no para hacer etnografía ni estilo, sino para recordar que cada célula musical nace de un cuerpo que danza y de una voz que intenta sobrevivir. Joni Mitchell, que hizo del yo cantado un laboratorio de lucidez, fragilidad y pensamiento puro, en el que la canción es casi filosofía encarnada. Y Julio Iglesias, que tantos pretenden caricaturizar, pero en cuya sencillez se esconde un misterio que los músicos verdaderos reconocen: la intuición exacta del fraseo emocional, la alquimia del tiempo respirado, la palabra que se entrega sin artificio.
En música, esta genealogía que no reniega del yo se amplía desde los trovadores hasta el pasodoble y la música de banda de viento hispana, desde los cantautores y la canción popular hasta el tango, el bolero, la copla, la chanson francesa, la romanza rusa, la canción española e italiana, las nanas y las melodías más ancestrales de toda monodia profana. La música no litúrgica ni de palacio, de raíz popular y poética, revela al yo como cuerpo, voz y emoción, en la experiencia inmediata y compartida. Todos ellos son ejemplos vivos de cómo la voz humana sigue siendo un vehículo directo del yo, un río de conciencia que atraviesa generaciones y culturas.
Todos estos nombres, dispersos en origen, se tocan en algo más profundo que la estética, el género o la época. Se tocan en la raíz de lo que la música es antes de convertirse en “obra”, “técnica”, “estilo” o “progreso”. Por eso no constituyen eclecticismo. No son un collage ni una mezcla caprichosa. Son ejemplos de una misma corriente subterránea en la que el canto, la danza, la palabra, el gesto y la emoción forman un único acto humano, anterior a cualquier categoría disciplinaria.
Son, cada uno a su modo, recordatorios de que la música vive donde alguien se atreve a cantar desde el propio cuerpo. Donde la subjetividad encarnada decide decir algo sin pedir permiso a la historia ni al estilo. Donde un sujeto canta y, al cantar, se sostiene. Ese es el hilo que une a todos estos autores y a todos estos mundos. No su semejanza formal, sino su fidelidad radical a esa fragilidad que canta antes de saber por qué canta.
La suma de todos estos nombres no es un catálogo ni una exhibición de eclecticismo. No son “influencias” ni “referencias”. Son testigos de una misma ontología musical: la de aquellos que comprendieron que la música no vive en los estilos, ni en el progreso histórico, ni en la técnica como laboratorio, sino en la fragilidad cantada del sujeto. En ese punto exacto donde el yo tiembla y, en vez de romperse, canta.
Lo decisivo es que esta genealogía no forma un bloque doctrinal, sino un coro de voces heterogéneas que coinciden en un punto esencial, que el yo no es una construcción circunstancial, sino una forma de presencia en el mundo que antecede a cualquier lenguaje identitario. Cada uno, desde su horizonte y su época, ha defendido la idea de que la vida humana no se agota en las funciones sociales, biológicas o políticas. Y esa convergencia transversal, que atraviesa continentes y siglos, demuestra que la reivindicación del yo no es un capricho teórico ni un romanticismo tardío, sino una de las grandes verdades antropológicas de la humanidad.
No se trata, por supuesto, de construir un mosaico ecléctico donde cada autor sea una pieza intercambiable en un catálogo de afinidades. La constelación que propongo no es una suma, sino una estructura: un campo de fuerzas donde cada voz ilumina un mismo problema ontológico desde un ángulo distinto. No comparo por acumulación, sino por afinidad de fricción: todos ellos, desde Calderón hasta Cernuda, desde Zambrano hasta César Simón, tocan el núcleo trágico del yo no como un tema literario, sino como una forma de estar en el mundo. No es eclecticismo, sino una genealogía coherente del sujeto que resiste su disolución en identidades funcionales. Por eso tiene sentido convocarlos juntos: no porque “representen” nada, sino porque todos, sin excepción, contribuyen a pensar la herida humana en su verdad irreductible.
Cabo añadir aquí que si consideramos el yo desde la perspectiva histórica y artística, debemos reconocer que su presencia real se encuentra fundamentalmente en la tradición lírica y no en la épica, pese a que esta última ha dominado la narrativa a lo largo de siglos y aún condiciona gran parte de las artes. La épica, con su pretensión de abarcar mundos y destinos colectivos, opera casi siempre en tercera persona. Incluso cuando describe los sentimientos de sus héroes, lo hace desde una distancia retórica, narrativa o ideológica que convierte al sujeto en un objeto de contemplación, y no en un sujeto de experiencia inmediata. El yo, en cambio, existe en primera persona, en la voz que dice “yo” y no “él” o “ella”. En la mirada que se reconoce en el tiempo de su propia conciencia, en la emoción que no puede ocultarse bajo capas de narración externa.
La modernidad, además, ha desplazado todavía más esta primera persona. La cultura contemporánea, los medios, la narrativa dominante, la novela “grande” de la historia y del progreso, parecen expulsar al yo, encapsulándolo entre comillas, fragmentándolo en personajes, máscaras o funciones. Así, el yo existe, si acaso, como un efecto entrecomillado, un susurro que la retórica épica no quiere escuchar. En esta tensión, la lírica, en sentido no meramente literario sino ontológico, es decir, lo poético, se vuelve el territorio último y decisivo donde el yo puede expresarse y expresar con densidad y autenticidad. La poesía, la canción, la improvisación musical, la copla, el tango, la romanza, la chanson o los cantautores constituyen un espacio de intimidad, un río que fluye desde la conciencia hacia la experiencia, sin mediaciones artificiales ni distancias impostadas.
La lírica no necesita narrar acontecimientos externos. Su interés está en el sujeto que siente, piensa y se enfrenta a sí mismo. Aquí, el yo no es mero testigo de la acción, sino núcleo de tensión, herida y conciencia. Cada verso, cada frase cantada o improvisada, es una línea de contención de la experiencia trágica, el yo que se reconoce frágil, mortal, vulnerable, pero que persiste, que se expone, que se nombra. Es precisamente este yo, arriesgado y auténtico, el que las formas narrativas modernas han ido invisibilizando, sustituyendo por la tercera persona como casi única opción, por estructuras externas, por la ilusión de omnisciencia o por la acumulación de hechos. ¿Quién lee o escribe poesía hoy?
El riesgo de esta hegemonía de la narrativa épica es que nos habitúa a un yo siempre mediado, siempre ejemplarizado, siempre observado desde fuera. Nos educa para pensar que la experiencia humana se reduce a la acción, al efecto social, a la trama y al conflicto externo. La primera persona, la voz que se hace carne y se reconoce en su fragilidad, se convierte en excepción. Allí donde la lírica, la canción y la improvisación mantienen viva la experiencia de la interioridad, el yo sigue siendo un lugar donde la conciencia se vuelve presencia y la emoción se convierte en lenguaje. Allí, el sujeto no se oculta tras la perspectiva de un narrador omnisciente, sino que se enfrenta a sí mismo y, al hacerlo, nos enfrenta a nosotros como oyentes o lectores.
En música, este fenómeno se ve con claridad. Los trovadores, la copla, el bolero, la romanza, el tango o la chanson no buscan narrar mundos (al menos no solo), sino desplegar la conciencia del yo. La improvisación jazzística de Keith Jarrett o Bill Evans sigue la misma lógica, el yo se manifiesta en tiempo real, sin intermediarios, sin narradores externos. En poesía, desde los juegos florales hasta la obra de César Simón o Luis Cernuda, la primera persona es un instrumento ontológico, no se limita a contar sentimientos, sino que los realiza, los habita y los ofrece como evidencia de una existencia consciente de sí misma.
La narrativa épica, por su parte, suele fragmentar, externalizar o socializar al yo, transformándolo en personaje o función. Esto no significa que la épica carezca de valor, claro que no. Su fuerza reside en la extensión, en la estructura colectiva, en la dimensión histórica y social. El problema es que hoy, ontológicamente, es lo dominante. Se habla de discurso, narrativa. La primera persona está totalmente desprestigiado como algo rídiculo, nimio, sentimental, adolescente, "subjetivo" (utilizan esta palabra como algo sucio, impuro). Pero si queremos estudiar la ontología del yo, debemos mirar hacia la lírica, hacia la canción, hacia la poesía improvisada, hacia lo verdaderamente vernáculo en su dimensión más poética (no populista o hipermediada tecnológicamente), hacia cualquier expresión donde la primera persona no sea un efecto retórico sino la evidencia de la presencia viva de la conciencia. Allí es donde el yo encuentra su densidad, su traza, su herida y su voz.
En definitiva, la primera persona se convierte en un acto de resistencia, resistir la homogeneización de la experiencia, resistir la reducción del sujeto a su función social o narrativa, resistir la reducción de la existencia a meras acciones o tramas externas. Es en la lírica, en la música que canta desde el cuerpo y la memoria, en la poesía que piensa desde el instante vivido, donde el yo se mantiene irreductible, trágico, auténtico y siempre en diálogo con la totalidad de la vida.
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Cabe subrayar que la hiperrarificación armónica conduce a un fenómeno crucial: la conversión del sonido en fetiche. Es decir, se instaura la idea de que la música es sonido en sí mismo, aislado, autónomo, mientras que históricamente la música siempre fue altura (pitch), sí, pero junto con danza y canto, junto con poesía, junto con experiencia vital. La música era siempre un acontecimiento integral: cuerpo, gesto, palabra, respiración, emoción.
La hiperrarificación armónica, entendida como la búsqueda de inmanencia, de necesidad interna, de música sobre música, de la forma autoreferencial y las relaciones contrapuntísticas, de tensiones y resoluciones, como las teorizadas por Rameau, Schenker o Riemann, lleva inevitablemente a la abstracción. Este culto a la armonía, elevándola a principio absoluto (sea tácitamente ejercitado o explícitamente representado), separa el sonido del sujeto que lo genera y del contexto vital en que surge.
Por eso hoy, en el jazz y en la música clásica (y no solo), existe una tendencia tácita o explícita a consagrar el sonido en sí mismo. Así, el revestimiento armónico, la epidermis de la música, se convierte en el valor central, mientras que lo que emerge de la primera persona, del canto ancestral, de la melodía vinculada al cuerpo y a la poesía, queda subordinado o invisibilizado (o directamente censurado, por vergüenza). En otras palabras, se pierde la dimensión ontológica del yo que habita el canto y la melodía, y se privilegia la forma como fetiche, el sonido como objeto de culto, y no como vehículo de experiencia vivida.
De hecho, en las artes contemporáneas se observa un mecanismo sistemático mediante el cual el yo tiende a desaparecer o a volverse irreconocible. En música, esto se manifiesta a través de diversos recursos técnicos: el cromatismo llevado hasta el límite, las veladuras armónicas y cromáticas constantes, la hiperrarificación armónica (diríase manierista) que convierte al sonido en fetiche (sonido, ruido, etc, versus tono, melodía, canto, poema, canción), el fetichismo del timbre en la orquestación, la ausencia deliberada de repetición, la disolución del ritmo en formas que rompen cualquier relación explícita e inmediata con la métrica y con la poesía, y por ende con la música popular, la canción y la primera persona.
Además, hay una especie de miedo a cualquier referencia directa a lo vernáculo. Si se incorpora algo de lo tradicional o popular, del género ontológicamente cancioneril (segun la genial y fertilísima clasificación de Vicente Chuliá), suele hacerse desde un punto de vista tácitamente etnomusicológico o antropológico, al estilo de las "músicas del mundo", pero sin integrar auténticamente esa música dentro de la propia composición.
Se observa también la tendencia a evitar melodías reconocibles, patrones rítmicos naturales o gestos expresivos que remitan al canto humano y a la experiencia corporal, reemplazándolos por procedimientos sistemáticos, estructuras formales autónomas o texturas abstractas. El espacio (topología), así, es hoy más importante que el tiempo, porque lo temporal remite demasiado a lo humano.
Cabe añadir que, junto a todo lo anterior, se observa la casi total desaparición de la referencia a la danza, y cuando existe, suele ser una alusión superficial o “moderna”, por ejemplo a la música disco o a ritmos estilizados en abstracto, pero no a la danza en un sentido ancestral, no a la corporalidad rítmica y comunitaria, la relación con la poesía y la voz, la cadencia del cuerpo que habita la música, queda ausente.
La canción, el texto explícito o implícito que estructuraba la música, incluso en obras instrumentales, deja de ser lo esencial. Lo que predomina es el sonido en sí mismo, el sonido como fetiche absoluto. El ensimismamiento tímbrico-hedonista, el culto al color y al matiz instrumental, se convierten en principio de abstracción, en un alojamiento absoluto de la semiosis: la música se autocontempla, se cierra sobre sí misma, y el oyente se enfrenta a un objeto sonoro desvinculado de la experiencia corporal y de la primera persona. Con un poco de suerte, y de manera paradójica y contradictoria, lo que se hace para paliar este problema de la asemiosis, la falta de significación directa, la sofisticación extrema, el fetichismo del timbre y el ensimismamiento tímbrico, es apuntalar la obra con recursos externos: se recurre a todo tipo de sofisticadas explicaciones filosófico-poéticas, o incluso a la citación de literaturas de todo tipo, y cuanto menos sean de la propia tradición que corresponde al compositor, mejor (de nuevo, la cercanía es siempre sospechosa de algo carca, vintage, retro, o directamente casposo). Se incorporan referencias filosóficas, críticas o ensayísticas constantemente Así, aquello que antes estaba inscrito en la propia música, el texto explícito, o el texto implícito, la danza, la estructura narrativa o poética, se separa de la obra, convirtiéndose en un apoyo externo, casi curatorial, que sirve para orientar al oyente o dotar de sentido a lo que, en la música misma, ya no se expresa, habiéndose en un mero juego abstracto de formas puras, purificadas, absueltas de todo bagaje semántico (música absuelta, música absoluta). La obra se vuelve, de este modo, un objeto autónomo de contemplación, pero con trampa, porque es enteramente dependiente de comentarios, notas, citas o explicaciones que intentan devolverle la significación que la música ha perdido por sí misma.
Se configura así una nueva antropología de la escucha y de la composición: el sujeto se despersonaliza, la música ya no es un vehículo del yo sudoroso, sangrante, que canta, que recuerda, que ama, que pierde o que celebra. Se convierte en un espacio donde predominan el sonido, el color, la atmósfera, la forma, el timbre, la textura, y la autonomía de las relaciones sonoras. Este fenómeno refuerza la tendencia generalizada de las artes contemporáneas a desplazar o disolver al sujeto frente al aparato estético, favoreciendo la abstracción, la autoreferencialidad y la contemplación de sistemas internos, en detrimento de la experiencia vivida y del vínculo con lo humano.
En mucha pintura contemporánea sucede algo análogo. La figura humana, el gesto y la representación de la vida cotidiana son frecuentemente evitados, casi en un gesto iconoclástico que recuerda a las antiguas disputas sobre la representación de lo divino en la ortodoxia bizantina y en el islam: las obras se concentran en la abstracción, las texturas, los colores, las composiciones puramente formales o conceptuales. Muchos y diversos pintores, cada uno a su modo, desplazan el sujeto en favor de sistemas cromáticos, campos de tensión o experiencias perceptivas autónomas, desvinculadas de la corporalidad y de la emocionalidad humanas. Incluso en la escultura, muchos muestran tensiones entre presencia y despersonalización, entre figura y vacío, entre memoria y abstracción, aunque con grados distintos de proximidad al yo.
En literatura y narrativa, los mecanismos de desaparición del yo se dan a través de la tercera persona distante, la voz múltiple deslocalizada, la fragmentación extrema, la eliminación del narrador sensible, o la hiperautorreferencia estructural que sustituye la experiencia del sujeto por la lógica interna del texto. La tensión, aquí entre inmanencia y trascendencia es evidente. Técnicas esas y muchas otras que muestran cómo la interioridad se disuelve en sistemas de referencias, estructuras, juegos de lenguaje o experimentos formales, despojando al yo de su densidad vivida y emocional.
El teatro contemporáneo parece haber encontrado un modo singular de borrar al sujeto, no por negación explícita sino por una lenta sustitución de todo aquello que alguna vez sostuvo la primera persona. Las figuras dejan de ser personajes y se vuelven funciones, vectores sin memoria, presencias sin biografía. No hay confesión ni destino, solo un murmullo disperso donde la voz se quiebra en fragmentos y la intimidad se diluye en un vocabulario que ya no pertenece a nadie. El cuerpo, antaño soporte vivo de la palabra, se repliega en una coreografía sin alma, gesto sin deseo, superficie sin herida. La palabra misma se emancipa de quien la pronuncia y se convierte en materia neutra, en una suerte de neblina intelectual que se recita por inercia. La escena abandona cualquier apariencia de yo dramático y se dedica a mostrar su ausencia, como quien ofrece una silla vacía y la declara protagonista.
Esta despersonalización no nace de un desinterés inocente, sino de una profunda desconfianza hacia la representación como si representar fuera una traición ontológica y como si encarnar un yo fuera una forma inadmisible de antropomorfismo. El resultado es un teatro que sospecha de la emoción, que vigila cualquier impulso lírico, que teme el temblor de la voz porque en él se asoma el individuo. La experiencia se vuelve conceptual y el conflicto deja de ser humano para convertirse en un choque entre sistemas abstractos. El yo se desvanece como si hubiera sido denunciado por exceso de humanidad, expulsado por indecente o por anacrónico.
Paradójicamente esta evaporación del sujeto exige un esfuerzo constante de justificación. Allí donde antes la obra hablaba por sí misma, ahora se necesita, de nuevo, un aparato curatorial, un tratado hermenéutico, una constelación de textos externos que expliquen lo que la escena no se atreve ya a decir. La palabra poética queda relegada a epígrafe, la filosofía a prótesis discursiva, la crítica a un suplemento que intenta rescatar lo que la propia obra ha sacrificado. Donde antes el yo ardía en la palabra, ahora la palabra solo arde cuando se la coloca fuera de escena, como si el pensamiento hubiera quedado exiliado en el programa de mano.
Se diría que el teatro de hoy ha logrado la proeza de representar sin representar, de decir sin decir, de mostrar sin mostrar. Ha construido una metafísica de la evasión donde el sujeto se vuelve fantasma y la escena se vuelve espectro de sí misma. Sin embargo en esta misma huida se revela un gesto involuntario, casi cómico, una paradoja digna de quien tropieza al intentar no dejar huellas. Cuanto más se esfuerza en borrar al yo, más confirma su ausencia como un hueco vivo y más palpable. Allí donde el teatro pretende disolver al individuo aparece la sombra insistente de todo lo que ha sido expulsado. Y quizá en ese vacío persista todavía la posibilidad de que el yo regrese algún día, no como proclamación sentimental, sino como la forma más elemental de resistencia humana.
En este sentido, el rechazo contemporáneo a Stanislavski participa del mismo movimiento de evaporación del sujeto. No se lo objeta por ingenuo o anticuado, como suele afirmarse, sino por algo mucho más profundo y revelador. Su método exige reconocer que hay un yo que siente, recuerda, desea, respira, se estremece. Exige admitir que la interioridad existe y que el actor la convoca para dar vida a otro. Exige aceptar que la experiencia humana posee densidad y que esa densidad no puede sustituirse por un procedimiento. Hoy esa afirmación resulta insoportable. El método se percibe como una amenaza porque introduce en la escena una verdad íntima que no puede ser disuelta en abstracción, ni convertida en pura textura corporal, ni subordinada a un concepto.
La sospecha hacia Stanislavski es la misma sospecha hacia cualquier forma de subjetividad. Su idea de la memoria afectiva, del gesto interior, de la acción motivada, revela un territorio donde el individuo no puede reducirse a material escénico. Por eso se lo evita. No se quiere un actor que busque la verdad emocional del personaje, se quiere un intérprete que ejecute partituras conceptuales sin contaminarse con su propio temblor. El teatro prefiere una presencia vaciada, casi mineral, donde el cuerpo se limita a ser una superficie que recibe instrucciones, no una biografía que actúa. La interioridad estorba porque introduce un tipo de sentido que no puede controlarse desde fuera.
Pero en esta huida se revela, de nuevo, otra (o la misma) paradoja luminosa. Cuanto más se rechaza el método, más evidente se vuelve que aquello que se intenta eliminar era el corazón mismo del arte dramático. Stanislavski aparece así como un recordatorio incómodo, como la figura que insiste en afirmar que hay un yo encarnado, sudoroso, vulnerable, que es el origen de todo acto escénico significativo. Es precisamente aquello que el teatro contemporáneo no se atreve a admitir. Su sola presencia teórica revela la grieta entre un arte que nació para expresar la vida y otro que teme la vida como si fuera un contagio. Y quizá por eso su fantasma continúa ahí, no como dogma, sino como una advertencia de que sin interioridad no hay personaje, sin personaje no hay drama, y sin drama el teatro solo puede aspirar a convertirse en un ejercicio de desaparición cuidadosamente administrada.
Incluso en el cine, obras muestran cómo la experiencia humana puede descentrarse en favor de planos contemplativos, duraciones extremas o arquitecturas del espacio que priorizan lo visual sobre lo humano. El cine de vanguardia, el videoarte o la instalación contemporánea tienden a convertir al espectador en testigo de procesos abstractos, sistemas de luz, sonido o movimiento, desplazando la experiencia de un sujeto concreto hacia una percepción anónima o cósmica.
De manera transversal, todos estos recursos convergen en un patrón: el arte contemporáneo, bajo distintos lenguajes y medios, desplaza o diluye el yo, sustituyendo la experiencia personal y trágica por un intento de universalismo abstracto, por la forma pura, autorreferencia, por sistemas formales, estructuras autónomas, abstracciones cosmistas y an-antrópicas, o si no, por ideologías que lo reemplazan con lo político, lo natural, lo científico o lo meramente conceptual. Lo que desaparece es el yo sudoroso, sangrante, que ama, que anhela, que recuerda, que pierde, que celebra. No queda porque está constantemente burlado, o censurado, o deconstruido, o evaporado y lo que queda es un arte que ya no dialoga con la vulnerabilidad humana, sino con la inmanencia de sus propias reglas internas o si no, con dimensiones que lo trascienden.
A quienes digan que este modo de pensar es antiguo, superado, “retro”, les respondería que lo verdaderamente viejo es la obsesión contemporánea por declarar obsoleto todo aquello que no puede monetizarse o reducirse a consignas. Llamar “carca” a la interioridad es la forma más perezosa de esconder el miedo a enfrentarse con uno mismo. Lo anacrónico no es hablar del yo trágico, sino creer que la subjetividad humana cambia al ritmo de las modas tecnológicas. La muerte, el amor, el dolor, el deseo, la conciencia moral, el temblor ante lo desconocido: nada de eso envejece. Son los aparatos culturales los que caducan, no las preguntas esenciales. Quien tacha de vintage esta reflexión confunde antigüedad con profundidad y novedad con relevancia. La interioridad no es un estilo pasado, sino la condición permanente sin la cual ninguna época, ni siquiera la más "progresista" de sus fantasías, podría comprenderse a sí misma.
También habrá quien, desde un reflejo marxista sin matices, declare que estoy siendo apolítico, y que todo lo “apolítico” es de derechas, que la renuncia a las identidades partidistas constituye ya una posición conservadora, y que toda apelación al sujeto humano es una coartada ideológica de la burguesía. Pero esta objeción descansa sobre un malentendido profundo: confunde transpolítico con antipolítico, y confunde la crítica a la reducción del yo a aparato ideológico con una huida al éter. Mi posición no niega la política. Niega que la política agote la realidad del sujeto. No es desafección, es desbordamiento. Sostener que existe una interioridad anterior a las militancias no equivale a desmovilizar a nadie, sino a impedir que la identidad partidista clausure la complejidad de la vida humana. La verdadera ideología es la que cree que todo es ideología.
Desvincularse de ascripciones particularistas en lo político no significa situarse en un limbo etéreo, sino reconocer que la existencia humana contiene dimensiones que ningún programa puede traducir sin mutilarlas. No digo “soy apolítico”, digo que el yo trágico pertenece a un nivel ontológico que ninguna política puede substituir. Rechazar esta confusión no es conservador: lo conservador es, precisamente, reducir la experiencia humana a una sola lectura, a un solo relato, a una sola función. La interioridad no se alinea con partidos; se alinea con la verdad de una vida que piensa, que a veces se contradice, que siente y que se enfrenta a sí misma. Y esa verdad, querámoslo o no, se sitúa más allá, no por encima, no en contra, sino más allá, de cualquier topografía parlamentaria.
Y a quienes pretendan reducir el amor, el anhelo o la añoranza a simples dispositivos etológicos, a mecanismos evolutivos de apareamiento o a patrones de conducta observables en mamíferos superiores, habría que decirles que confunden la raíz biológica con la arquitectura fenomenológica. Que una emoción tenga un trasfondo evolutivo no implica que su vivencia se agote en ese trasfondo. El error del conductismo, y de cierta etología convertida en ideología, consiste en suponer que explicar los orígenes biológicos de un fenómeno es lo mismo que explicar su contenido humano. Los animales pueden desear, vincularse, proteger a su cría; pero no escriben elegías, no lloran la pérdida en clave de destino, no convierten la ausencia en símbolo, no transforman la herida en sentido. Cuando se afirma que el amor es solo un reflejo bioquímico, se está diciendo algo tan banal como que la música es aire vibrando: cierto, pero irrelevante para lo que importa.
En este punto conviene decirlo sin rodeos. La convergencia de todos estos gestos despersonalizadores, desde la música hasta el teatro y las artes visuales, se sostiene sobre un resentimiento profundo hacia el siglo diecinueve, hacia aquello que se ha convenido en llamar "romanticismo", hacia toda la constelación de pensamiento que asoció la creación con la interioridad, el pathos y la vida anímica. Hoy basta con llamar "romántico" a algo para que la palabra funcione como un insulto elegante, una forma de descalificar a quien aún cree que el arte tiene algo que ver con la experiencia humana, con el yo que sufre, que desea o que piensa. Se repudia por igual al idealismo alemán, a la metafísica de la libertad, a la tradición de la subjetividad, a Schopenhauer, a Wagner, a cualquiera que haya sostenido que la música o el drama nacen de una vibración interior que no puede reducirse a técnica ni a sistema. Todo aquello que huela a yo es tratado como superstición o debilidad.
Este odio al siglo diecinueve no es ingenuo. Es un modo de proteger la deriva contemporánea hacia la asepsia espiritual. Es más fácil declarar muerto el romanticismo que aceptar que la interioridad sigue ahí, indestructible, reclamando una voz que el arte actual prefiere silenciar. Es más cómodo denunciar la emoción como sentimentalismo y la búsqueda de sentido como patetismo que enfrentarse a la posibilidad de que el arte tenga todavía una función que no sea la de ilustrar conceptos o administrar protocolos estéticos. El siglo diecinueve aparece así como un adversario fantasma que sirve para justificar la amputación del sujeto. De ahí el tono burlón con que se descarta cualquier gesto que recuerde a una exploración emocional. De ahí la sospecha automática hacia la melodía, hacia la narración dramática, hacia la figura humana, hacia la interpretación que respira desde dentro.
Sin embargo esta hostilidad universal revela su propio nervio roto. El siglo diecinueve se convierte en enemigo precisamente porque su legado sigue vivo. Reivindicarlo hoy no es un gesto arqueológico sino insurreccional. No es nostalgia, es desafío. En un mundo artístico que teme al yo como si fuera un peligro bioquímico, recuperar la subjetividad se vuelve acto de resistencia. Igualmente peligroso y casi subversivo sería recordar que la música puede cantar, que el teatro puede conmover, que el cine es arte, que la pintura puede representar un cuerpo sin pedir disculpas. En un clima que ha elevado a dogma la despersonalización, cualquier afirmación de interioridad aparece como una provocación.
Quizá por eso defender el siglo diecinueve, no como museo sino como energía viva, resulta hoy profundamente revolucionario. Allí donde se prohibe el yo, el yo vuelve con una potencia inesperada. Allí donde se desprecia la emoción, la emoción revela su perdurabilidad obstinada. Tal vez ese sea el secreto mejor guardado de nuestra época. Cuanto más se intenta borrar la huella de la subjetividad, más visible se vuelve su ausencia, y más urgente su retorno. Reivindicar el romanticismo no significa idealizarlo sino recordar que hubo un tiempo en que el arte hablaba desde el interior y hacia el interior, y que ese impulso no ha sido superado sino simplemente reprimido. Y nada resulta más revolucionario que devolverle al arte aquello que le fue arrancado en nombre de una modernidad que, al final, solo teme una cosa. Un ser humano que se atreva a decir yo.
Y conviene añadir aquí también una precisión decisiva. El siglo diecinueve no inventó la subjetividad, ni el amor, ni el yo, ni la interioridad, como a veces caricaturizan quienes pretenden reducir el romanticismo a un episodio emocional adolescente de la historia europea. Esa lectura es un delirio cronológico, ontológico, histórico y un empobrecimiento antropológico muy miope. La lírica arcaica ya hablaba en primera persona antes de que existiera la palabra romanticismo. La mística medieval elaboró geografías del alma con una hondura que muy pocos poetas modernos han podido agotar. La tragedia griega mostró el desgarramiento del sujeto antes de cualquier filosofía de la conciencia. El yo es una constante humana, ontológica, simbólica, metafísica, y atraviesa todas las culturas que han tenido palabra, cuerpo y canto.
Lo que distingue al siglo diecinueve no es haber inventado nada de esto, sino haber sido la última gran instancia histórica que intentó salvarlo. Intentó preservar la interioridad como un bien irreductible, defender la potencia del sentimiento frente a la maquinaria industrial, afirmar que el arte todavía podía hablar desde un centro vivo y no desde una periferia decorativa. Fue un último dique antes de la inundación. Por eso hoy se lo combate con tanta virulencia, porque representa la memoria del yo en un mundo que ya no quiere recordarlo. El romanticismo no fue una anomalía sino un esfuerzo desesperado por mantener el núcleo humano de la experiencia estética. Su gesto puede parecer excesivo o trágico, pero su intención fue profundamente conservadora en el mejor sentido. Custodiar lo que era esencial antes de que la modernidad tardía lo arrojara a la intemperie.
Recordar esto no es ningún ejercicio pánfilo o ingénuo de nostalgia. Es una forma de lucidez histórica (y no solo histórica). El siglo diecinueve no nos pide volver a él, nos pide no olvidar aquello que defendió cuando ya nadie quería defenderlo. Su herencia es un recordatorio. La interioridad no es un invento romántico, es una condición humana que el romanticismo intentó sostener frente a fuerzas que ya entonces amenazaban con disolverla. Y quizá la verdadera pregunta, hoy, es si no necesitamos ese impulso una vez más, no para repetirlo sino para impedir que lo que fue humano deje de serlo.
En la música llamada clásica la escisión ya es casi perfecta. Por un lado se alza el museo, donde la historia funciona como una cámara frigorífica y donde toda obra se conserva bajo vitrinas hermenéuticas que la inmovilizan. Por otro lado aparece el laboratorio de vanguardia, ese cosmismo an-antrópico que fetichiza el sonido como si fuera una sustancia autónoma sin recuerdo humano, un reino donde el timbre sustituye al canto, el espacio sustituye al tiempo, la textura sustituye al gesto y el experimento sustituye a la experiencia. Entre ambos polos se reparte la vida profesional de la mayoría de músicos del gremio de la "música clásica", que se especializan o bien en la arqueología de la early music o en la ingravidez de la new music, y a veces incluso en ambas, como si el presente tuviera prohibido existir salvo en forma de réplica del pasado o de ensayo para un futuro sin rostro.
En esta topografía solo hay un territorio que se resiste a ser completamente asimilado. El siglo diecinueve. Allí las fuerzas museísticas intentan aplicar un nuevo tipo de embalsamamiento, una suerte de historicismo del romanticismo que convierte a Chopin en un fósil y a Brahms en una reliquia, pero la operación no termina de cuajar porque ese repertorio sigue vivo de una manera incómoda, demasiado inmediata para ser decorativa, demasiado humana para ser subsumida en un relato de progreso técnico. Y es precisamente esa vitalidad indisciplinada lo que provoca el rechazo contemporáneo. Lo romántico (insisto, románticos, en sentido etimológico/ontológico y NO histórico o estilístico) se ha convertido en una categoría insultante entre músicos profesionales. Se usa para señalar lo ingenuo, lo desfasado, lo sentimental, lo no sofisticado, lo "no-informado", como si reclamar interioridad fuera prueba de falta de formación o de atraso epistemológico. Romántico equivale a "carca", a "vintage" involuntario, a "retro", a "no-homologado" con las "últimas tendencias internacionales", a alguien que ignora la última teoría sobre estilística, crítica textual, historia, tratadística, biomecánica, espectralidad o fonocentrismo.
Mientras tanto, los lugares donde la música aún respira sin pedir perdón están fuera del templo clásico. El pop, el blues, el jazz, el soul, el funk, el flamenco , el rock, el bolero, el tango, la copla, el pasodoble, la banda, la música tradicional, siguen encarnando un tipo de verdad expresiva que el mundo académico contempla con una mezcla de superioridad y envidia. Son fulcros de resistencia porque conservan aquello que la música culta ha expulsado, el canto, la danza, la palabra, la emoción abierta, la narración afectiva, esa primera persona que no necesita pedir permiso para existir. Pero incluso estas formas intentan ser capturadas y neutralizadas por discursos etnomusicológicos o antropológicos, como si solo pudieran sobrevivir bajo el amparo de un saber técnico que las convierte en objeto de estudio en vez de permitirles seguir siendo vida.
Aunque cabe aquí añadir, con cierto halo de tristeza, que incluso cada uno de estos géneros que aún laten corre también el riesgo de convertirse en lo que pretendían desobedecer. El proceso es siempre el mismo aunque se disfrace de modernidad. Primero se los escucha como vida y después se los administra como fósiles. La clasicización nunca anuncia su llegada, actúa como una erosión silenciosa que convierte el romanticus en classicus, la lengua viva en lengua muerta, el rito en museo y el canto en taxonomía. El mundo académico repite así su vieja maniobra depredadora. Allí donde encuentra una llama trata de encapsularla en un archivo, de describirla con una jerga que pretende neutralizar su inmediatez. También aquí, en estas músicas populares, la mediación se vuelve hipermediación. En su caso, la grabación se vuelve sobregrabación, la producción se vuelve hiperproducción, la voz se vuelve un artificio que ya no participa del cuerpo sino de la máquina. El canto deja de ser emanación y se convierte en una superficie pulida, infinitamente editable, donde la emoción aparece convertida en un plug-in. Se exige una perfección quirúrgica que no busca el decir sino la exactitud, aparece un virtuosismo asemántico que recuerda más a la robótica que a la tradición cancioneril, fuente cristalina y primigenia de todo lo musical.
El peligro es profundo, porque es el mismo que ha corroído a la música clásica. La sustitución de la experiencia por su fetiche, del intérprete por su fantasma sonoro, del cuerpo por la tecnología que lo oculta, del gesto humano por el algoritmo que lo limpia. El sonido deja de significar y pasa a brillar (además a un nivel decibelios casi imposibles de soportar por un oído no entumecido). La electrónica, la hipermediación tecnológica, el exceso de producción y post-producción, que cada vez erosiona más y más estas músicas, impone de nuevo un cosmismo an-antrópico donde todo puede ser despojado de la primera persona, incluso en música adjetivas, que todavía no estan desligadas de su función social, comunitaria, simbólica, ceremonial, ritual. El cantante del pop hoy, muchas veces ya no canta, emite. El instrumentista ya no dice, ejecuta. El productor ya no acompaña, reemplaza. Y así incluso los géneros populares comienzan a mostrar los primeros signos de su propia fosilización. Cuando sólo queda el arte sustantivo (museo) o el arte adjetivo (función social), cada vez se echa más en falta la auténtica poética del yo que antes si habitaba plenamente en estas músicas (y también en la llama "clásica", claro). Cada etiqueta estilística es ya un presagio de muerte, porque anuncia que aquello que fue impulso vuelve a convertirse en categoría. La clasificación es siempre el primer acto de momificación.
Lo paradójico es que muchos músicos clásicos miran ese universo, el siglo 19 o las músicas populares, con cierto desprecio, como si llamar romántico a algo fuera un insulto, como si la ingenuidad fuese una falta moral y la expresión directa un pecado técnico. No advierten que esos géneros populares sostienen la última reserva del XIX que no logra ser convertida en museo. El siglo romántico continúa existiendo en ellos (y en la música de cine) por vías subterráneas, mientras la academia moderna (no la Platónica) intenta negarlo para salvar su propia asepsia. Todo lo que huela a yo, a confesión, a llaga abierta, a voz temblorosa, desafinada, es tratado como reliquia. Sin embargo, ahí reside su poder. Y quizá su destino.
Porque lo que estas músicas preservan, aun bajo amenaza, es lo que la música de la "música clásica" perdió en su clasicización. La afirmación de la subjetividad sin pedir permiso, el contacto inmediato con el deseo, la transparencia de un gesto que no necesita esconderse tras un saber técnico para legitimarse. Por eso el impulso por museizarlas es tan obsesivo. Porque su vitalidad es una afrenta. Porque siguen siendo testigos incómodos de que la música no necesita una catedral para existir. Porque recuerdan que incluso lo más humilde puede respirar sin mediaciones, y que el canto popular conserva todavía la valentía de vivir sin la doble armadura de la historia y la tecnología.
En el fondo se repite el mismo drama. Allí donde aparece una voz verdadera se intenta convertirla en estilo, en material, en recurso, en objeto. En la música clásica se hipermediatiza a través del fetichismo del sonido, de la hiperrarificación armónica, de la obsesión con el estilo, la historia, la filología, la técnica. En mucha música popular hoy, se hipermediatiza a través de la tecnología, de la edición, de textos despojados de poética, de los decibelios, de la electrónica (la forma en que la música popular fetichiza el sonido), de la explicitación constante y métrica del ritmo (el track), aniquilando toda poesía del tiempo, del compás, de lo temporal, de la dicción, de la danza, o de la etnomusicología, sociología o antropología.
La música clásica (y ahora las músicas populares están ya también en peligro de que suceda algo parecido) es el ejemplo más acabado de esta metamorfosis, una tradición que se proclamó eterna mientras cerraba las puertas a la vida. Sin embargo, de tanto cerrar puertas dejó fuera algo que no puede recuperarse por decreto. El temblor. La presencia. El riesgo. La primera persona. Aquello que ninguna partitura puede fijar del todo. Lo que sigue escapándose por las rendijas de los géneros populares, cancioneriles, por ahora todavía menos vigilados que el viejo templo, aunque ya se esté preparando el museo para ellos.
Y así la historia continúa. La música que vive es perseguida por los mismos mecanismos que destruyeron la vitalidad del repertorio clásico. Pero mientras haya una voz que se atreva a cantar sin ser corregida por una pantalla, mientras exista un cuerpo que no renuncie a decirse a sí mismo sin pedir permiso, habrá todavía un lugar donde el romanticus resista a su transformación en classicus. Allí, en ese instante frágil, la música recuerda que nació de la vida antes de ser capturada por sus custodios. Y que sigue intentando regresar a ella.
Lo popular y el siglo diecinueve aparecen así como los dos polos más emblemáticos de resistencia frente a la maquinaria despersonalizadora. Uno habla desde el corazón colectivo, el otro desde la interioridad trágica del individuo. Ambos resultan intolerables para una cultura que prefiere el sonido al canto, el concepto a la experiencia y la técnica al temblor humano. Por eso la palabra romántico se ha vuelto insulto. Porque señala el espacio donde todavía subsiste un yo que canta sin ironía. Y en una época que ha decidido borrar la primera persona, nada resulta más subversivo que un yo obstinado en seguir respirando.
Insisto. El "romanticismo" no inventó el amor. Lo articuló con nuevas imágenes. El siglo XIX no creó la lloranza. La nombró con un léxico que todavía nos conmueve. Confundir los nombres culturales con las estructuras de la experiencia es un error categorial. Las ciencias puede describir correlatos fisiológicos, pero no puede agotar aquello que hace del amor algo más que una reacción. Porque el amor humano no es un impulso, es una conciencia de la vulnerabilidad del otro, una exposición que sabe que puede perder, un temblor que conoce su propio riesgo. Ningún animal se arrodilla ante la muerte de un ser amado con lucidez trágica. Nosotros sí.
Al etólogo o conductista que afirme que todo es conducta, habría que recordarle que su propia teoría no puede explicar por qué escribe libros, por qué busca sentido, por qué quiere convencer. La reducción niega aquello que la hace posible, un sujeto que interpreta, que proyecta, que se interroga sobre su lugar en el mundo. El yo trágico no niega que seamos animales. Niega que seamos SOLO animales. Y en esa distancia mínima e inmensa, la conciencia de lo que sentimos, reside precisamente lo humano.
Luego está el tema del estoicismo, muy relacionado con todo esto. El auge del estoicismo moderno es uno de los síntomas más visibles de la dificultad contemporánea para habitar la profundidad del yo trágico. Bajo la apariencia de sabiduría práctica se esconde una maquinaria de recetas que promete una serenidad sin vértigo y una fortaleza sin desgarradura. Su éxito es comprensible en una época que teme el exceso de interioridad y que busca manuales de uso para cualquier angustia. Sin embargo el estoicismo difundido hoy no es el de Marco Aurelio ni el de Epicteto ni el de Séneca. Es una versión ligera y deshidratada donde la disciplina se convierte en truco psicológico y la aceptación del destino se transforma en resignación profiláctica. Se presenta como una sabiduría atemporal pero en realidad es un producto diseñado para evitar la confrontación con la herida que constituye la vida humana.
Este estoicismo de consumo adopta gestos de tradiciones orientales y los mezcla con un sentido occidental de la eficiencia emocional. Promete calma y equilibrio pero lo hace amputando la dimensión creativa del sufrimiento y la tensión que permite al sujeto encontrarse consigo mismo. Enseña a controlar la emoción pero no a comprenderla. Predica la indiferencia ante lo que no depende de uno pero olvida que la grandeza humana surge precisamente de lo que nos afecta y nos supera. Es una gimnasia de la conformidad disfrazada de sabiduría interior. En lugar de abrir un espacio para la experiencia lo clausura con fórmulas de superación personal que funcionan como un analgésico espiritual.
La antigüedad helenística ya conoció esta tentación. Los grandes maestros pensaron en un mundo en crisis y buscaron resistencias interiores que permitieran no derrumbarse. Pero sus palabras nacían del drama y no de la autoayuda. El estoicismo moderno repite gestos antiguos sin su fundamento y al hacerlo convierte la filosofía en un entrenamiento emocional. Deja intacta la herida esencial pero la cubre con una consigna. En lugar de aceptar la vida como misterio la convierte en un tablero de ejercicios respiratorios. Es una pedagogía de la anestesia que confunde serenidad con evitación y madurez con control.
El yo trágico queda neutralizado por este discurso porque el vértigo de saberse finito no puede ser regulado con una técnica. La serenidad verdadera no es la supresión del temblor sino su integración luminosa. No consiste en blindarse contra la pérdida sino en asumir que la pérdida es el modo secreto en que el mundo se revela. El estoicismo moderno no puede admitir esto porque vive de la promesa de un sujeto invulnerable y esa promesa es una negación de lo humano. Pretende domesticar la interioridad cuando la interioridad es precisamente indomesticable. Por eso los ejercicios de distanciamiento emocional que propone no son liberadores sino empobrecedores.
La filosofía no es una terapia ni una técnica de mejora personal. Es una forma crítica de confrontarse con el abismo que cada uno lleva dentro. Allí donde el estoicismo moderno ofrece un método la experiencia humana exige una voz. Allí donde se predica el control la verdad interior pide entrega. Allí donde se buscan estrategias para evitar el sufrimiento surge la pregunta por el sentido. La vida humana no se calma, se piensa. No se ordena mediante consignas, se habita con coraje. El yo trágico no busca serenidad sino verdad. Y esa verdad no nace de la neutralización del vértigo sino de su aceptación profunda. La interioridad no necesita recetas, necesita conciencia, necesita palabra, necesita silencio, necesita valor para permanecer abierta ante lo que somos y ante lo que nunca podremos controlar.
Quizá la pequeña moraleja de todo esto sea que nuestro tiempo teme al sufrimiento porque ha olvidado que el sufrimiento no es un accidente sino una dimensión esencial de la vida humana. Lo contemplamos a distancia en las pantallas como quien mira un incendio desde la ventana y esa distancia nos engaña haciéndonos creer que la fragilidad es algo que les ocurre a otros, nunca a nosotros. Pero el miedo verdadero no es al dolor, sino a la revelación que el dolor trae consigo. El sufrimiento desnuda, obliga a mirar la vida sin máscaras, derrumba los relatos con los que intentamos protegernos del abismo interior. En una época que idolatra el control y la seguridad, el sufrimiento aparece como el enemigo porque recuerda que nunca fuimos soberanos. Sin embargo, es precisamente en esa conciencia de vulnerabilidad donde comienza la sabiduría, la compasión y la verdad de una existencia. Quien huye del sufrimiento huye de sí mismo, y quien acepta su fragilidad descubre, quizá por primera vez, la dignidad de estar vivo.
Un nuevo arte, una nueva literatura, una nueva poesía y una nueva música basadas en esta reivindicación del yo trágico no serían experimentos de moda ni juegos de estilo, no se plegarían a las tendencias del mercado ni a la búsqueda de notoriedad superficial. Serían creaciones que se sostienen sobre la hondura de la experiencia humana, donde el vértigo, la fragilidad y la vulnerabilidad son motores de la forma y no obstáculos a eliminar. La pintura buscaría la presencia del sujeto, no para ilustrar un canon ni para decorar espacios, sino para capturar el temblor de la carne, la tensión de la mirada, la densidad del silencio, el movimiento interior que revela lo irreductible. La arquitectura dejaría de ser espectáculo o simulacro de poder y se orientaría a espacios que hablen de la escala humana, de la introspección, de la relación íntima con el vacío y la luz, de la capacidad de sostener la presencia del ser en su cotidianidad más simple y a la vez más trascendente.
En literatura, las novelas y ensayos surgirían desde la interioridad, no desde la necesidad de ilustrar ideologías ni de adaptar la realidad a fórmulas narrativas preexistentes. Las historias serían laberintos de emociones y pensamientos, donde los personajes no son representaciones de grupos sociales sino manifestaciones de la conciencia en su vulnerabilidad y confrontación con la finitud. La poesía, por su parte, abandonaría la ironía instrumental o el mero juego de imágenes para devenir un lenguaje de revelación, donde cada palabra, cada pausa, cada ritmo expresa la hondura de lo vivido, donde la música de la lengua se hace espejo del temblor y la plenitud del yo que siente y sabe que siente.
La música tendría un nuevo sentido radical, no perseguiría lo novedoso por novedoso ni la complejidad por su propia matemática, sino que se articularía desde el canto como existencia. Cada intervalo, cada silencio, cada cadencia sería una manifestación de la interioridad del compositor y del intérprete, un espacio donde el oyente puede confrontarse con su propia vulnerabilidad. No se trataría de componer para aplausos ni para teorías estéticas, sino para que la música hable, con su energía y su gravedad, del vértigo de estar vivo, de la herida que constituye al yo. Sería un arte que no anestesia, que no consuela, que no promete seguridad, sino que abre al espectador, al lector y al oyente a la experiencia completa de la existencia.
Este nuevo arte, este arte del futuro, no sería homogéneo ni uniforme, cada creador exploraría su propia sensibilidad, pero todos coincidirían en un principio ontológico, que la obra solo tiene valor si reconoce la densidad del ser humano, si respeta el abismo en que el yo habita. La universalidad no vendría tan solo de fórmulas compartidas, sino de la intensidad con que se enfrenta lo trágico de la vida. En cada gesto artístico, en cada frase, en cada acorde, se haría presente la experiencia humana irreductible, más allá de géneros, escuelas o modas, como un recordatorio de que el arte verdadero no obedece al tiempo ni a la historia, sino a la verdad de la conciencia y a la fragilidad que nos constituye...
Madrid, 10 de diciembre del 2025

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