... el cuerpo del "músico clásico" de hoy ...
El cuerpo del músico clásico contemporáneo aparece hoy como un cuerpo retirado de sí mismo, un cuerpo que ha aprendido a no estar del todo presente, a ocupar el espacio sin afectarlo, a producir sonido sin que el sonido lo comprometa. No es un cuerpo enfermo ni cansado, es algo peor, es un cuerpo neutralizado. Un cuerpo entrenado para no sudar, para no temblar, para no exponerse. Un cuerpo que ha sustituido la respiración por el control, la pulsión por el cálculo, el gesto por la corrección. Allí donde antes el cuerpo era el lugar donde la música acontecía como riesgo, hoy es el soporte higienizado de una ejecución impecable. No se le pide que diga, se le pide que no estorbe.
Este cuerpo ha sido educado en una ética de la restricción que se presenta como virtud, pero que es en realidad una forma refinada de miedo. Miedo al exceso, miedo al error, miedo al ridículo, miedo al canto, miedo a la danza, miedo a la sensualidad. Miedo al cuerpo como lugar donde algo puede salirse de control. El músico clásico aprende muy pronto que su legitimidad pasa por una contención constante. Que debe tocar sin mostrar, expresar sin implicarse, intensificar sin alterar. El ideal es un cuerpo que funcione como un mecanismo de precisión, siempre disponible, siempre igual, siempre fiable. Un cuerpo sin historia visible, sin herida, sin eros.
La paradoja es que esta neutralización se hace en nombre de la música, como si la música necesitara protección frente al cuerpo que la produce. Como si el cuerpo fuera una amenaza para la obra, una interferencia indeseable, un residuo arcaico que conviene mantener a raya. El resultado es un músico que se mueve con extrema corrección pero sin necesidad interior. Todo está en su sitio, pero nada está en juego. El sonido aparece pulido, equilibrado, afinado, pero no compromete a nadie. No hay sangre en ese sonido, ni sudor, ni respiración compartida. Hay eficacia, pero no hay acontecimiento.
Este cuerpo inerte no es una casualidad individual, es el producto coherente de una ontología implícita. Una ontología que concibe la música como objeto y no como acto. Cuando la música se piensa como cosa, el cuerpo solo puede ser medio. Cuando se piensa como sistema, el cuerpo se vuelve un operador técnico. Cuando se piensa como archivo, el cuerpo se convierte en custodio. En ninguno de esos casos el cuerpo es lugar de verdad. Se le pide obediencia, no presencia. Exactitud, no exposición. El músico se entrena así para desaparecer dentro de la corrección, para volverse invisible tras la partitura, para no contaminar la obra con su carne.
El rechazo del canto es aquí decisivo. El canto es peligroso porque no permite esconderse. En la voz el cuerpo delata lo que es, lo que teme, lo que desea. Por eso el músico clásico puede pasar décadas sin cantar, o cantando solo como ejercicio funcional, nunca como acto de verdad. El canto recordaría que la música nace del cuerpo y vuelve a él. Recordaría que el tono no es abstracto, que vibra en la carne, que exige respiración, que expone. Por eso se lo margina, se lo infantiliza, se lo tolera como pedagogía básica pero no como núcleo ontológico.
Algo similar ocurre con la danza. El cuerpo del músico clásico está educado para no moverse demasiado. El movimiento se reduce a lo estrictamente necesario para producir el sonido correcto. Todo exceso es sospechoso. Todo balanceo es observado. Todo abandono corporal se lee como teatralidad indebida. Pero la música nació con el cuerpo en movimiento. Nació caminando, girando, golpeando el suelo, celebrando, lamentando. El músico que no puede danzar interiormente mientras toca ha perdido una dimensión fundamental del tiempo musical. Se mueve en el tiempo métrico, pero no en el tiempo vivido.
Esta ética del no exceso produce una afectividad plana. El músico clásico contemporáneo puede ejecutar pasiones extremas sin afectarse. Puede tocar tragedias sin atravesarlas. Puede articular violencias sonoras sin que nada tiemble en su interior. La afectividad se gestiona como un parámetro más. Intensidad controlada, emoción dosificada, pathos bajo supervisión. Se enseña a sugerir sin implicarse, a representar sin encarnar. El cuerpo aprende a simular afecto sin dejar que el afecto lo toque. Y eso genera una música correcta pero vacía, una música que habla de emociones que no están ocurriendo en nadie.
La sangre desaparece primero. Luego el sudor. Finalmente el temblor. Queda un cuerpo limpio, bien vestido, educado, silencioso. Un cuerpo que no molesta. Un cuerpo perfectamente compatible con el auditorio, con la alfombra, con la butaca numerada, con el silencio reglamentado. Un cuerpo que no convoca comunidad sino respeto. Un cuerpo que no llama a la respuesta sino a la evaluación. Se lo escucha como quien observa un objeto valioso. Con distancia. Con reverencia. Sin riesgo.
Este cuerpo es también un cuerpo moral. Ha interiorizado una forma de bien que coincide sospechosamente con la neutralización. Ser buen músico es ser discreto. No desbordar. No incomodar. No forzar. No exponerse demasiado. La virtud se confunde con la asepsia. La profundidad con la contención. El resultado es una música sin peligro. Y una música sin peligro es una música sin verdad. Porque la verdad no aparece donde todo está asegurado. Aparece donde algo puede perderse.
El músico clásico de hoy no es culpable de esto. Es su síntoma. Es el efecto visible de una larga pedagogía de la desactivación corporal. Se le ha enseñado a dominar el instrumento, pero no a habitarlo. A controlar el gesto, pero no a dejar que el gesto piense. A reproducir con fidelidad, pero no a responder con responsabilidad. El cuerpo ha sido separado del sentido. Se mueve, pero no decide. Suena, pero no habla.
Y sin embargo, la música no puede existir sin cuerpo encarnado. Puede sonar, sí. Puede funcionar, sí. Pero no puede crear mundo. El mundo aparece cuando un cuerpo se arriesga, cuando algo se pone en juego, cuando el sonido no es solo correcto sino necesario. El cuerpo que suda, que tiembla, que canta, que se excede, no es un cuerpo descontrolado, es un cuerpo responsable. Responsable porque responde. Porque no se esconde. Porque no delega su verdad en un sistema.
La paradoja final es que este cuerpo inerte se presenta como altamente profesional. Pero profesional aquí significa protegido. Protegido del error, del juicio, del fracaso, del ridículo. Protegido también de la transformación. El músico puede pasar años tocando sin que nada esencial le ocurra. Sale intacto de cada concierto. Y salir intacto es el signo más claro de que no ha pasado nada.
Recuperar el cuerpo no significa teatralizar ni exagerar. Significa volver a aceptar que la música es un acto corporal que compromete al que la hace. Que hay música cuando hay riesgo, y no cuando hay garantía. Que el exceso no es vulgaridad sino posibilidad. Que el sudor no es falta de estilo sino signo de presencia. Que la sangre no es literal, pero sí simbólica. Sangrar es dejar algo de uno en lo que se hace.
Quizá el escándalo mayor hoy sería un músico clásico que vuelva a cantar sin permiso, a moverse sin culpa, a sudar sin disculparse, a temblar sin corregirse. No para provocar, sino para recordar algo elemental. Que la música no nació para ser correcta, sino para ser verdadera. Y que la verdad, cuando aparece, nunca deja el cuerpo intacto.
Desde fuera, ese cuerpo se reconoce de inmediato. Se sienta o se pone en pie con una corrección casi administrativa, como quien ocupa un puesto asignado. Los movimientos son económicos, previsibles, optimizados para no llamar la atención. Las manos trabajan mucho, pero el resto del cuerpo parece ausente, como si solo estuviera ahí para sostenerlas. La espalda rara vez respira con la frase, los hombros no ceden, el peso no circula. El rostro permanece en una neutralidad aprendida, una expresividad mínima que no compromete nada, ni siquiera cuando la música lo exige a gritos. No hay abandono ni caída, tampoco verdadera tensión, solo una sucesión de gestos funcionales encadenados con pulcritud. El cuerpo no entra en el sonido, lo administra. No danza con el tiempo, lo mide. No se deja atravesar por la música, la ejecuta. Desde la sala se percibe una extraña disociación, el sonido ocurre, pero el cuerpo no parece estar ahí cuando ocurre. Y esa distancia, ese pequeño vacío entre gesto y sentido, es precisamente lo que delata que algo esencial ha sido retirado.
Ese cuerpo, visto desde fuera, oscila entre dos caricaturas que en el fondo son la misma. O bien adopta un histrionismo moralista, una gestualidad sobreactuada pero vacía, como si el exceso estuviera permitido solo cuando es didáctico, edificante, casi penitencial. O bien se repliega en una afectividad plana, cuidadosamente anestesiada, donde cualquier rastro de sensualidad es leído como amenaza. En ambos casos el cuerpo no se entrega, se justifica. No se abandona al sonido, lo comenta con los músculos. No vibra, explica. Y esa explicación corporal es siempre una coartada.
El histrionismo moralista es quizá la forma más engañosa de esta neutralización. Desde fuera parece intensidad, parece compromiso, parece incluso riesgo. Pero basta mirar con atención para advertir que es un exceso sin carne. El gesto es grande pero no es necesario. El rostro se crispa, los brazos se elevan, el torso se inclina, pero nada de eso nace del pulso interno de la música. Es una dramaturgia del deber, no del deseo. El cuerpo actúa la emoción como quien representa una virtud. Hay sacrificio visible, pero no hay gozo ni herida real. Es martirio sin sangre.
En el extremo opuesto aparece el cuerpo ascético, disciplinado hasta la desaparición. Un cuerpo que parece haber hecho voto de castidad sonora. Nada sobresale, nada se derrama, nada insiste. Todo está bajo control. La música puede hablar de eros, de violencia, de éxtasis, pero el cuerpo permanece imperturbable, como si no le incumbiera. Este músico no parece tocar la música, parece protegerse de ella. El sonido pasa, pero no entra. Se escucha una obra apasionada ejecutada por un cuerpo que no parece conocer la pasión.
Ambas figuras comparten una genealogía común. Son hijas de una sospecha profunda hacia el cuerpo como lugar de verdad. Sospecha antigua, sí, pero intensificada por la modernidad institucional. El cuerpo ha sido asociado al error, al exceso, a la pérdida de control. La razón, la forma, el sistema, han sido elevados como garantes de legitimidad. En ese reparto, el cuerpo debía obedecer o desaparecer. El músico clásico ha heredado esta desconfianza y la ha convertido en hábito.
Hay también una genealogía social. El músico clásico se ha desplazado progresivamente del espacio ritual al espacio burgués. Del teatro vivo al auditorio reglado. Del acontecimiento social al consumo cultural. En ese tránsito, el cuerpo ha tenido que adaptarse a un entorno que premia la contención y penaliza la implicación. Sudar es impropio, moverse demasiado es sospechoso, gemir es vulgar. El cuerpo aprende entonces a no molestar. Aprende a caber en la butaca ajena.
A ello se suma una pedagogía basada en la corrección infinita. El cuerpo se forma desde niño en la repetición vigilada, en el control milimétrico, en la erradicación del gesto supuestamente inútil. Se le enseña a economizar, a no desperdiciar energía, a no exponerse. La técnica se presenta como salvación, pero es una salvación que exige sacrificio. El sacrificio del cuerpo como fuente de sentido. La técnica ocupa el lugar del riesgo y el riesgo se vuelve error.
El rechazo del sensualismo no es casual. El sensualismo recuerda que la música no es solo estructura, es contacto. Que el sonido toca, roza, penetra, envuelve. Eso es insoportable para una ontología que quiere pensar la música como objeto puro. El músico aprende así a tocar sin tocarse, a producir sonido sin dejarse afectar. El placer corporal se vuelve sospechoso. El gozo debe disimularse o sublimarse. El resultado es una música sin piel.
Como apunté, antes, este fenómeno tiene paralelos evidentes en otros ámbitos. En cierta danza contemporánea hiperconceptualizada donde el cuerpo se mueve pero no desea. En cierto teatro donde el actor declama ideas pero no encarna conflictos. En cierta academia donde se piensa sin que nada esté en juego. Es la misma lógica. Mucho discurso, poca exposición. Mucha conciencia, poca presencia. El cuerpo se convierte en soporte de significados, no en lugar de acontecimiento.
Insisto, hay también una dimensión moral no declarada. El músico clásico aprende que la seriedad equivale a dignidad. Que la contención es signo de profundidad. Que el exceso es vulgar. Se construye así una ética estética donde el placer corporal es casi una falta. Esta moral produce cuerpos rígidos, vigilantes, siempre a medio camino entre la culpa y la corrección. El músico no se permite gozar porque el gozo parece restar valor a la obra. Como si la belleza necesitara penitencia.
El problema no es solo lo que se pierde, sino lo que se sustituye. Allí donde desaparece la sensualidad aparece la afectividad plana. Una emoción genérica, administrable, intercambiable. El músico aprende a producir emoción como quien aplica un filtro. Todo suena bien, pero nada hiere. Nada se pega a la memoria corporal del oyente. Se sale del concierto intacto. Eso es presentado como éxito.
Resolver esto no pasa por exagerar el gesto ni por teatralizar el cuerpo. No se trata de añadir movimiento, sino de devolver necesidad. El gesto debe volver a ser consecuencia, no adorno. El cuerpo debe moverse porque la música lo exige, no porque el intérprete quiera demostrar algo. La solución no es más cuerpo, es cuerpo verdadero. Cuerpo que responde, no que se exhibe.
Esto exige una transformación profunda de la pedagogía. Enseñar a cantar a todos los músicos, no como técnica vocal, sino como experiencia ontológica. Enseñar a respirar con la frase. A sentir el peso, la gravedad, el tiempo en el cuerpo. A aceptar el temblor como parte del sentido. A entender que el error no es enemigo, sino condición de verdad. Sin riesgo no hay música, solo sonido correcto.
Exige también repensar el espacio. El auditorio no puede seguir siendo el único horizonte. Hay que devolver la música a lugares donde el cuerpo no esté anestesiado por la etiqueta. Donde se pueda mover, responder, respirar colectivamente. Donde la música vuelva a ser un acto social y no un examen silencioso. El cuerpo del músico no puede despertar si el cuerpo del oyente sigue dormido.
Hay que recuperar también la relación con la danza, no como disciplina externa, sino como conciencia corporal del tiempo. Todo músico debería saber qué significa moverse en el pulso, sentir el ritmo en las piernas, en la espalda, en el suelo. Sin eso, el tiempo musical se vuelve abstracto. Se mide, pero no se vive.
Y hay que reconciliarse con el exceso. No con el exceso vacío, sino con el exceso necesario. Con ese punto donde la forma ya no basta y el cuerpo debe intervenir. Donde la música pide más de lo que la corrección permite. Ese exceso es el lugar de la verdad. Allí donde algo se desborda, algo se revela.
El músico clásico necesita reaprender a sudar. A aceptar que el sudor no es desorden, es implicación. Que la sangre, simbólicamente, es lo que se deja en el gesto. Que tocar no es pasar indemne, sino salir ligeramente herido. No herido de fatiga, sino de sentido.
Quizá el mayor obstáculo sea el miedo al juicio. El cuerpo expuesto es vulnerable. Puede parecer ridículo. Puede fallar. Puede no gustar. Pero sin esa vulnerabilidad no hay música viva. Hay solo corrección aprobada. El músico debe elegir entre ser evaluado o ser verdadero. Ambas cosas raramente coinciden.
Cuando un cuerpo vuelve a encarnarse, se nota de inmediato. No por lo que hace, sino por cómo está. El sonido adquiere peso. El silencio respira. El tiempo se densifica. El oyente siente que algo está ocurriendo de verdad. No se trata de estilo, ni de tradición, ni de época. Se trata de presencia.
Y entonces ocurre algo paradójico. La música antigua vuelve a ser nueva. La música escrita vuelve a ser viva. Bach vuelve a cantar. Beethoven vuelve a sudar. No porque se les añada nada, sino porque se les devuelve el cuerpo que siempre tuvieron. El cuerpo que el gremio olvidó.
El cuerpo del músico clásico no necesita ser reinventado, necesita ser recordado. Recordar que antes de ser intérprete fue cantor, antes de ser ejecutante fue danzante, antes de ser especialista fue ser humano. Cuando eso se recuerda, la música deja de ser un objeto venerado y vuelve a ser un acontecimiento peligroso. Y solo entonces, quizá, vuelve a merecer la pena.
En este sentido, hay pocas experiencias tan silenciosamente crueles como asistir a una audición de niños iniciados en la música clásica. Ya no se la llama concierto ni actuación, palabras demasiado vivas, demasiado ligadas al acontecimiento, se la llama audición, como si el cuerpo del niño fuera ya un objeto a evaluar, una prueba, un expediente en formación. Desde el primer gesto se percibe algo inquietante. El cuerpo llega al instrumento ya vigilado, ya encogido, ya advertido de que no debe moverse demasiado, de que no debe mirar, de que no debe respirar fuera de lugar. La música aún no ha empezado y el cuerpo ya ha aprendido a pedir perdón por existir.
Se les ve sentarse con una gravedad que no les pertenece, adoptar posturas que no nacen de la necesidad sino de la corrección, colocar las manos como quien coloca una coartada. El cuerpo infantil, naturalmente inclinado al juego, a la exploración, al balanceo, al canto espontáneo, aparece súbitamente rigidizado. La motricidad sensual, esa inteligencia primaria del cuerpo que piensa moviéndose, empieza a ser reprimida con una eficacia alarmante. No se les ha dicho explícitamente que no sientan, pero se les ha enseñado que sentir estorba.
La música que suena es a menudo correcta, incluso sorprendentemente precisa, pero el precio es visible. La mirada está vacía o demasiado concentrada, como la de quien atraviesa un examen. El cuerpo no acompaña el sonido, lo soporta. No hay curiosidad ni riesgo, hay miedo a equivocarse. El error ya no es posibilidad, es amenaza. El niño no toca para descubrir, toca para no fallar. Y en ese desplazamiento algo esencial se pierde muy pronto.
Lo más perturbador no es la torpeza, ni los fallos técnicos, ni la fragilidad natural del aprendizaje. Lo perturbador es ver cómo, a edades en las que el cuerpo debería ser fuente de placer, de impulso y de exceso, se instala una autocensura precoz. Se les está enseñando a tocar sin tocarse, a producir sonido sin dejar que el sonido los afecte. La música deja de ser un juego serio y se convierte en una tarea moral. El cuerpo aprende que debe desaparecer para que la música sea aceptable.
En muchos de esos niños se intuye un gesto que quiere surgir y es inmediatamente sofocado. Un balanceo mínimo, una respiración más amplia, un impulso de cantar con el instrumento, todo eso es corregido con rapidez. Espalda recta. Manos quietas. Cara neutra. La pedagogía se presenta como cuidado, pero opera como domesticación. Se confunde disciplina con neutralización. Se confunde respeto con inmovilidad.
Es difícil no hablar aquí de una forma de violencia simbólica. No estridente, no explícita, pero constante. Una violencia que enseña al niño que su cuerpo no es fiable, que su intuición es peligrosa, que su gozo debe aplazarse indefinidamente. Se le promete que algún día, más adelante, cuando domine la técnica, podrá expresarse. Pero ese día rara vez llega, porque el cuerpo que ha aprendido a reprimirse tan pronto olvida cómo exponerse.
Así se forma el músico correcto antes que el músico vivo. Así se mata la danza antes de que aparezca. Así se enseña a escuchar sin responder. Y cuando más tarde se lamenta que los músicos clásicos carecen de presencia, de riesgo o de verdad corporal, se olvida que todo empezó ahí, en esas audiciones infantiles donde, con la mejor de las intenciones, se les enseñó a tocar como si la música no necesitara de su alma para existir.
Hay algo profundamente inquietante en las caras de muchos músicos clásicos cuando tocan. No es concentración, aunque se la invoque como excusa. Tampoco es serenidad. Son inexpresivas. Participan de una especie de vacío funcional, un rostro puesto en suspensión, como si la expresión hubiera sido desconectada para evitar interferencias. Se parecen a budas mal entendidos, no por iluminación sino por anestesia. El gesto facial se reduce a una neutralidad aprendida, una máscara inmóvil que no dice nada porque decir algo podría poner en peligro el control. El rostro entra en coma para que las manos no fallen.
Esa inexpresividad no es ausencia de emoción, es una estrategia. Una tácita estrategia defensiva. El músico ha aprendido que la emoción y el control no reinan bien juntos si no se sabe cómo habitarlos, y como no se le ha enseñado a atravesar la emoción sino a dominarla, opta por suprimirla. El rostro se convierte entonces en un espacio clausurado, un territorio donde no ocurre nada visible para que nada desborde. La música puede hablar de furia, de deseo, de terror o de éxtasis, pero la cara permanece inmóvil, como si perteneciera a otro cuerpo que no está del todo presente.
Este rostro neutral es el correlato exacto del cuerpo inerte. Así como el torso no respira con la frase, la cara no responde al sonido. Los músculos faciales se congelan en una mueca mínima, calculada, correcta. No es la máscara del actor, que exagera para revelar, sino la máscara del funcionario, que se borra para cumplir. El músico aprende pronto que mostrar demasiado es sospechoso. Que fruncir el ceño, abrir la boca, dejar pasar una mueca involuntaria, puede ser leído como afectación, como teatralidad impropia. Mejor no mostrar nada.
Se produce así una disociación extraña. El sonido expresa lo que el rostro niega. La música llora, pero la cara no. La música arde, pero la cara no. La música implora, pero la cara permanece en una calma mortuoria. Ese desacople genera una sensación de falsedad difícil de nombrar. No porque el músico mienta, sino porque se ha entrenado para no coincidir consigo mismo. La cara no acompaña porque acompañar implicaría exponerse. Y exponerse implica riesgo.
Hay también una moral del rostro. La seriedad facial se confunde con profundidad. El gesto contenido con rigor. El músico sonriente es sospechoso. El músico que goza parece frívolo. El músico que sufre visiblemente parece exagerado. Así, la cara se disciplina hasta volverse abstracta. Un rostro sin historia visible, sin biografía, sin deseo. Un rostro intercambiable. Podría ser el de cualquiera. Y precisamente ahí reside el problema, no hay nadie.
Ese encefalograma plano, esa coma emocional, no es falta de sensibilidad, es exceso de vigilancia. El músico está atento a no fallar, a no desviarse, a no dejar que la emoción interfiera con la precisión. La emoción se percibe como ruido interno. Algo que puede desordenar la mecánica. En lugar de aprender a integrar emoción y control, se aprende a oponerlos. O controlas o sientes. Y como el fallo es imperdonable, se elige el control. El precio es la vida del rostro.
Lo trágico es que el rostro humano es uno de los principales lugares de comunicación musical. Antes incluso del sonido, el oyente lee una cara. No para juzgarla, sino para entrar en relación. Un rostro que no responde corta el lazo. Produce distancia. La música suena, pero no invita. No hay complicidad, no hay contagio. El oyente contempla, pero no participa. Se activa el respeto, no la comunión.
Cuando ocasionalmente aparece un músico cuyo rostro se deja atravesar por lo que suena, el efecto es inmediato. No porque haga gestos, sino porque el rostro vuelve a ser permeable. Se ve el esfuerzo, el gozo, la duda, la intensidad. Se ve que algo está ocurriendo ahí dentro. Y eso no resta control, lo intensifica. Porque el control verdadero no nace de la supresión de la emoción, sino de su integración. El cuerpo y el rostro que sienten no son menos precisos, son más responsables. Responden a lo que sucede.
Pero esa integración no se enseña. Se enseña a congelar. A poner la cara en pausa. A convertir el rostro en un interruptor apagado para que la máquina funcione sin sobresaltos. Así se forman músicos que tocan como si estuvieran siendo observados por un tribunal permanente. Incluso cuando están solos. Incluso cuando nadie juzga. El rostro ha aprendido a vigilarse a sí mismo.
Tal vez uno de los gestos más radicales hoy sería devolverle la expresión al rostro del músico clásico. No para dramatizar, sino para permitir que vuelva a ocurrir algo ahí. Que la cara no tenga que proteger al control anulando la emoción. Que emoción y control dejen de ser enemigos. Porque mientras el rostro permanezca en coma, la música podrá ser correcta, incluso admirable, pero rara vez será verdadera.
En nombre de la salud, de la prevención y del rendimiento sostenible, el cuerpo del músico clásico ha sido progresivamente despojado así de su dimensión poética. Las educaciones somáticas, la "técnica", la biomecánica, la ergonomía y la llamada conciencia corporal han ocupado un lugar que antes pertenecía al gesto simbólico, al riesgo expresivo y a la encarnación del sentido. Nada de esto es en sí mismo ilegítimo. El problema no es que existan, sino que hayan sido elevadas a paradigma exclusivo. El cuerpo ya no es el lugar donde la música acontece, sino un objeto que debe ser gestionado, optimizado, corregido y vigilado. La poética ha sido sustituida por la técnica, y el sentido por el control.
La palabra biomecánica se pronuncia hoy en muchos entornos de la música clásica con una reverencia casi religiosa. Se la invoca como garantía de verdad, como si nombrarla bastara para legitimar cualquier discurso. Pero detrás de ese fetiche se esconde a menudo una concepción profundamente empobrecida del cuerpo. Un cuerpo reducido a palancas, ángulos, pesos y alineaciones, un cuerpo pensado como máquina eficiente y no como espacio simbólico. Se habla del movimiento correcto, pero no del movimiento necesario. Se habla de economía, pero no de intención. Se habla de neutralidad, pero no de presencia.
En ese marco, la conciencia corporal deja de ser conciencia del estar y se convierte en autovigilancia constante. El músico aprende a observarse desde fuera incluso cuando toca. Se desdobla. Una parte ejecuta y otra fiscaliza. ¿Está el hombro demasiado alto? ¿Está el cuello suelto? ¿Está el peso bien distribuido? El cuerpo deja de ser vivido y pasa a ser inspeccionado. Y cuando el cuerpo es inspeccionado de manera permanente, deja de poder abandonarse. La música ya no atraviesa, se administra.
La ergonomía, que debería servir para liberar el gesto, se convierte así en una pedagogía del miedo. Miedo a lesionarse, miedo a tensarse, miedo a equivocarse corporalmente. Se transmite la idea de que cualquier exceso es peligroso, que cualquier intensidad puede ser patológica. El sudor se vuelve sospechoso. El cansancio, una señal de error. El cuerpo apasionado es leído como un cuerpo mal usado. Y así se instala una ética de la contención que no distingue entre cuidado y castración.
En este clima, la expresión visible del afecto, se convierte en un auténtico tabú. Mostrar emoción es visto como amateur, como poco serio, como técnicamente inmaduro. El músico verdaderamente profesional sería aquel que no deja que nada se note. El que toca lo más intenso con la misma cara con la que ejecuta un ejercicio. La emoción se tolera solo si no altera la superficie. Debe estar, pero no verse. Sentir, sí, pero sin consecuencias visibles.
El problema es que una emoción sin consecuencias corporales no es emoción, es idea de emoción. Es una simulación interior sin cuerpo. Y la música, que es un arte del tiempo encarnado, no puede sostenerse en emociones fantasma. Necesita que algo se mueva, que algo se desplace, que algo tiemble. Cuando el cuerpo está completamente bajo control, no hay espacio para que el afecto transforme el gesto. Todo suena correcto, pero nada ocurre.
Resulta inquietante pensar que muchos profesores cultiven activamente este ideal. No por maldad, sino por herencia. Ellos mismos han sido formados en un régimen donde el cuerpo debía desaparecer para que la música apareciera. Han aprendido que la expresividad es peligrosa, que el exceso conduce al error, que el gesto grande es síntoma de ignorancia. Y así transmiten una pedagogía donde el objetivo no es formar cuerpos que piensen, sino cuerpos que no molesten.
Se produce entonces una inversión trágica. Las disciplinas que nacieron para devolver el cuerpo a la música acaban siendo el instrumento de su neutralización. La somática, que podría abrir la percepción, se usa para cerrar la expresión. La conciencia corporal, que podría afinar la presencia, se usa para inhibirla. La técnica, que debería servir al sentido, se convierte en fin último. Todo está en su sitio, pero no hay nadie en casa.
Este desplazamiento tiene paralelos claros en otros ámbitos. En la danza contemporánea, cuando la conciencia anatómica se absolutiza, el movimiento pierde misterio. En el teatro, cuando la técnica vocal eclipsa la palabra encarnada, la escena se enfría. En la educación en general, cuando el método sustituye al encuentro, el aprendizaje se vuelve estéril. Siempre ocurre lo mismo. Cuando el medio ocupa el lugar del fin, la vida se retira.
Resolver esto no implica rechazar la técnica ni despreciar el cuidado del cuerpo. Implica reordenar la jerarquía. El cuerpo no está al servicio de la técnica, la técnica está al servicio de un cuerpo que dice algo. La biomecánica no puede ser el fundamento ontológico de la música, porque la música no es un problema mecánico. Es un problema de sentido, de tiempo vivido, de exposición. El cuerpo no debe ser solo eficiente, debe ser elocuente.
Quizá habría que volver a enseñar que el cuerpo del músico no es un instrumento que hay que proteger de la música, sino el lugar donde la música sucede. Que sentir no es una amenaza para el control, sino su condición más alta. Que un cuerpo que se conmueve no es un cuerpo desordenado, sino un cuerpo implicado. Y que la verdadera técnica no consiste en suprimir el afecto, sino en darle forma sin negarlo.
Da miedo pensar en una pedagogía que forme músicos impecables pero vacíos, sanos pero mudos, conscientes pero ausentes. Da miedo porque ese modelo se presenta como progreso. Pero ningún progreso que elimine la posibilidad de temblar merece ese nombre. Allí donde el cuerpo ya no puede arriesgar, la música se convierte en un ejercicio de buena conducta. Y entonces, aunque todo funcione, algo esencial se ha perdido.
Se ha llegado incluso a institucionalizar la inmovilidad como ideal estético. Se instruye explícitamente a los músicos para que no se muevan, para que permanezcan rectos, elegantes, contenidos, patricios. El cuerpo debe desaparecer en favor de una supuesta nobleza del gesto mínimo. Se celebra al intérprete que apenas se desplaza, que no delata con el cuerpo lo que la música hace pasar por dentro. La economía del gesto se convierte así en una palabra fetiche, en un valor moral antes que musical. Menos movimiento equivale a más grandeza, menos cuerpo a más arte. El músico excelente sería aquel que parece no necesitar cuerpo alguno para producir sonido.
Esta idealización de la quietud no es inocente. Proviene de una concepción aristocrática del arte donde el dominio se confunde con superioridad y la contención con profundidad. El cuerpo que no se mueve es un cuerpo que no pide nada, que no reclama, que no suda, que no sangra. Es un cuerpo que no incomoda. Esa elegancia rígida no es belleza, es distinción social transfigurada en criterio estético. El músico se convierte en figura de salón, en heredero simbólico de una clase que aprendió a no mostrar afecto para no perder poder.
La economía del gesto, cuando se absolutiza, deja de ser economía y se vuelve avaricia expresiva. El gesto mínimo no se justifica por su necesidad interna, sino por su corrección externa. No se mueve porque no debe moverse, no porque no haga falta. El resultado es un cuerpo bloqueado que finge naturalidad mientras reprime impulsos legítimos. No hay abandono ni expansión, solo autocontrol permanente. El gesto no nace de la música, se calcula contra ella.
Se olvida algo elemental. Todo sonido nace de un movimiento. Todo fraseo implica un desplazamiento de energía. Toda música viva reorganiza el cuerpo en el tiempo. Pretender que eso ocurra sin movimiento visible es pedirle al cuerpo que mienta. Que haga sin parecer que hace. Que se contraiga para no delatar la intensidad. Esa tensión invisible no libera, acumula. Y tarde o temprano pasa factura, no solo en forma de lesión, sino de vacío expresivo.
El modelo del gran artista inmóvil produce músicos que admiran la estatua y desconfían del danzante. El que se mueve es sospechoso de teatralidad, de exceso, de falta de control. El que permanece quieto es elevado a paradigma de pureza. Pero esa pureza es ficticia. No hay música sin gesto, solo gestos negados. Y un gesto negado no desaparece, se interioriza como conflicto.
Paradójicamente, muchos de los grandes músicos encarnados de la tradición que este mismo gremio venera no se ajustaban en absoluto a ese ideal. Cantaban con el cuerpo entero, respiraban con violencia, se inclinaban, se agitaban, sudaban. No porque quisieran mostrar nada, sino porque no podían evitarlo. El cuerpo respondía a una necesidad interna. La inmovilidad, en cambio, siempre es una decisión externa, una consigna aprendida.
El culto a la inmovilidad genera una escena visualmente homogénea, cuerpos intercambiables, gestos previsibles. Desde fuera, todos parecen iguales. Desde dentro, todos aprenden a desconfiar de su impulso. La música se vuelve un asunto de superficie sonora desligada de la fisicalidad que la produce. Se escucha, pero no se ve vida. Y donde no se ve vida, cuesta creer en la verdad del sonido.
Resolver esta deriva no pasa por promover el histrionismo ni por imponer movimiento donde no lo hay. Pasa por devolverle al gesto su estatuto ontológico. El gesto no es un adorno ni un problema, es una consecuencia. La economía del gesto solo tiene sentido cuando el gesto es necesario, no cuando es reprimido. Un gesto puede ser mínimo y, sin embargo, pleno. Puede ser amplio y, sin embargo, justo. La medida no la da la moral del gremio, la da la música.
Quizá haya que atreverse a decirlo con claridad. Un cuerpo que no se mueve porque no debe moverse no es un cuerpo libre. Y un arte que confunde inmovilidad con grandeza ha perdido el contacto con su origen más antiguo. La música no nació para ser contenida, nació para poner el cuerpo en relación con el tiempo. Allí donde se prohíbe el movimiento en nombre de la elegancia, lo que se está prohibiendo no es el exceso, sino la verdad del gesto. Y sin esa verdad, por muy perfecto que sea el sonido, algo esencial deja de ocurrir...

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