... el "artista transparente", que no luminoso ...
El "artista transparente":
anatomía de un nuevo tipo de
"músico clásico"
sin sombra
PARTE I
Recientemente, en cierto recinto de ecos perfectos, donde cada palabra encuentra su espejo y cada espejo devuelve solo luz, escuchando una entrevista a un joven “músico clásico”, me vinieron a la mentes estas breves palabras. Escuché, allí, hablar de pureza, de cercanía, de la necesidad de ser comprendidos por todos. Era un espacio sin polvo ni rugosidad, una arquitectura de reflejos donde todo resonaba redondo, sin aristas, como si el sonido hubiese olvidado que el alma necesita también grietas para respirar. Me impresionó la suavidad del tono, la ligera pero impostada jocosidad campechana, la fe en la claridad, esa confianza juvenil de quien cree que el arte debe iluminar y no incendiar. Pero la cercanía sin vértigo no es humanidad, sino cálculo, pensé. La cercanía sin barro, sin catacumbas, es un orden geométrico del alma trazado para no perderse, aunque al precio de no encontrarse nunca.
Y pensé, escuchando a este joven, que, quizás, el arte verdadero no ocurre en los recintos de ecos impecables donde las voces se celebran a sí mismas, sino en las catacumbas húmedas del tiempo, donde el silencio aún gotea y el misterio conserva su moho… Allí, entre la humedad y la penumbra, el arte respira aún su condición terrena, es sucio, poroso, incierto, vivo... Nada en él busca convencer, todo en él buscaba ser. Pero con el tiempo, hemos ido sellando esas grietas, iluminando esos rincones con una luz cada vez más blanquecina y más fría, hasta confundir la claridad con la verdad...
Y así, llegamos a este tiempo nuestro, donde buena parte de lo que hoy se llama “música clásica” ha sido absorbido por el espectáculo de su propio relato. El “intérprete” ya no se mide por la hondura de su poética-en-acto, ni por la verdad de su silencio, sino por su capacidad de “comunicar”, esa palabra mágica, casi talismánica, que hoy sustituye a toda otra virtud artística. La figura del “músico clásico” joven que domina la escena pública, las redes, la entrevista de podcast, seguro de sí mismo, elocuente, desenvuelto, campechano, con desparpajo, cercano, moralmente correcto, emocionalmente expresivo, enemigo de lo “decimonónico”, representa, quizá sin saberlo, el triunfo de la transparencia sobre el misterio, de la imagen sobre el ser, del “parecer humano” sobre el "ser artista", artista en su sentido más noble y antiguo (hablo aquí sin cinismo ninguno). Su discurso está impregnado de buenas intenciones, accesibilidad, empatía, autenticidad, frescura. Lo que antes llamaban JASP, en esos cursis anuncios publicitarios de los 90, es decir, “joven, aunque sobradamente preparado”. Pero bajo esa superficie radiante se esconde algo inquietante, a saber, la desaparición del abismo interior, la sustitución del acto creador por el acto comunicativo, del temblor del alma por la sonrisa mediática...
Este breve ensayo no pretende condenar personas, sino diagnosticar un síntoma cultural, la mutación del "músico clásico" en “influencer espiritual”, del “intérprete” en “comunicador emocional”. En la aparente “cercanía” de estos artistas se adivina una distancia abismal respecto a la sustancia poética del arte. Su transparencia no ilumina, disuelve. Su humanidad no revela, distrae. Su optimismo no libera, anestesia. Aunque, pensándolo bien, quizá no se trate de una mutación reciente, sino de la culminación lógica de un proceso mucho más antiguo. Tal vez la “música clásica”, esa ideología moderna, museística, desvinculada del rito y de la vida, haya sido desde el principio la verdadera mutación, la anomalía respecto a la música misma. La música, en su sentido originario, fue acto, cuerpo, acontecimiento, no archivo ni interpretación. Fue presencia, no comentario. Lo que hoy llamamos “músico clásico”, entonces, no es ya el heredero de esa experiencia originaria, sino su curador, un gestor del pasado, un administrador de emociones patrimoniales. Por eso el “influencer espiritual” no es una deriva del intérprete, sino su forma actual más coherente. Es la consumación del paradigma curatorial, un músico que, en lugar de hacer sonar el mundo, hace sonar su propia visibilidad.
El músico divulgador. En apariencia, suena noble, un puente entre el arte y la sociedad, un mediador que traduce el misterio en lenguaje común. Pero bajo su brillo pedagógico hay algo capcioso, casi una trampa semántica. ¿Qué es lo que se “divulga” cuando se divulga música? ¿El sonido, el pensamiento, la experiencia, o solo una idea reducida y digerible de ellos? El verbo mismo, divulgar, procede de vulgus, el pueblo, y en su origen significaba hacer público, difundir lo común. Pero la paradoja es que la música, la verdadera música, ya es pública por naturaleza, ya nace abierta, ya pertenece al oído humano antes de que nadie la traduzca. Pretender “divulgarla” es suponer que necesita intermediarios, cuando lo que necesita es silencio, no para excluir a nadie, sino para que todos puedan escuchar desde un mismo lugar de desnudez, sin jerarquías ni explicadores, solo con el temblor compartido de quien oye por primera vez, como el niño.
Lo que la constante explicación nos roba es precisamente esa mirada infantil, ese thaumázein que los griegos consideraban el origen de toda filosofía, la capacidad de asombrarse ante lo que simplemente es. En la "música clásica" institucional, esa necesidad de divulgación no nace de un exceso de amor por el oyente, sino de una carencia interior, del intento de restituir por medio de la teoría y de la semiosis lo que la propia ideología de la “música clásica” amputó de sí misma al definirse como música pura, desligada del teatro, de la liturgia, de la danza, del canto y de la vida. Toda esta fiebre de mediación, las conferencias, las guías de escucha, las teorías de los afectos y de los signos, es el intento desesperado de devolverle a esa música una semiosis que ella misma se arrancó al querer ser puro sonido, puro estilo, pura forma.
El peligro del “músico divulgador” no es su buena voluntad, sino su convicción de que la emoción necesita pedagogía y el misterio, subtítulos. Y, sin embargo, se entiende, en un tiempo donde todo debe justificarse, hasta el silencio necesita un PowerPoint.
Esa anestesia es, en realidad, el síntoma de una época que confunde la emoción con su representación. La sensibilidad, convertida en valor de mercado, ya no nace del temblor interior sino de su simulacro. El público no busca ser transformado, sino reconocido en su propia imagen, y el músico, ansioso por complacer, ofrece no una experiencia estética sino un espejo pulido donde el oyente se contempla a sí mismo. La música deja entonces de ser rito y se vuelve comunicación, deja de ser misterio y se vuelve contenido. Todo vibra, pero nada resuena. Todo emociona, pero nada hiere.
De ahí que este nuevo tipo de "artista transparente y divulgador con desparpajo", envuelto en una luminosidad pedagógica y terapéutica, se presente como mediador entre el arte y la sociedad, cuando en verdad ya ha sido absorbido por ella. Su misión no es crear mundos, sino mantener la temperatura emocional de un público domesticado. Es la versión amable del músico domesticado, sonríe, explica, acompaña, educa, orienta. Es un auténtico psicagogo. Pero detrás de esa empatía se extiende un vacío ontológico que ya no sabe cantar desde el riesgo ni pensar desde la herida. A partir de ahí, comienzan los síntomas de esta enfermedad estética contemporánea.
Vivimos, pues, absolutamente rodeados, anegados, de una retórica de la autenticidad que ya no busca la verdad, sino la apariencia de verdad. El arte se ha vuelto transparente no porque revele más, sino porque ya no oculta nada que valga la pena descubrir. Todo está dicho, todo explicado, todo justificado. En ese exceso de claridad se extingue la sombra necesaria para que surja el sentido. El “músico clásico” contemporáneo que aquí describo, temeroso de la incomprensión, se justifica constantemente, traduce, comenta, contextualiza, y siempre con una sonrisa. Pero el verdadero arte nunca pidió comprensión, sino presencia. La transparencia es hoy la forma más cómoda del olvido.
En este contexto, la emoción se ha convertido en argumento moral. Lo emotivo ya no se vive, se muestra. El artista es medido por su capacidad de conmover, pero no de conmoverse. Esta es una distinción crucial. De ahí la proliferación, muchas veces, en sustitución de la verdadera emoción, de la aparición de un sentimentalismo profiláctico, cuidadosamente gestionado, que sustituye el temblor por la lágrima televisiva. Ya no se busca la catarsis trágica, sino la empatía higiénica. Y sin tragedia no hay arte, solo "gestión emocional" de los afectos. O, si no, su anverso más típico de nuestro tiempo, la también típica sospecha hacia toda emoción verdadera, tachada de “romántica”, “excesiva” o “decimonónica”, como si sentir de verdad fuese un anacronismo. De hecho, en el mundo de la "música clásica", se ha vuelto costumbre llamar “romantizado” a todo lo que no puede reducirse a un protocolo de racionalidad o a una emoción reglada. Pero el romántico, en su sentido etimológico y ontológico, no es el sentimental empalagoso, sino aquel que reconoce que el mundo está hecho de símbolos y que el alma es su espejo. Porque conviene siempre recordar que romántico proviene de roman, aquello que está escrito en lengua romance, es decir, en la lengua viva del pueblo, la lengua vernácula que se opone al latín culto y a su pretensión de universalidad abstracta. Lo romántico, antes de ser un estilo o un período, es una toma de partido ontológica, la afirmación de que el espíritu no habita en la norma, sino en la carne de la lengua viva, que la verdad no se pronuncia en el idioma de los dioses, sino en la respiración de los mortales. Ser romántico, en su raíz profunda, significa aceptar que lo real se revela en el símbolo, en lo concreto, en lo terrenal, en lo particular, y que solo a través de esa encarnación puede aspirar a lo universal. Por eso, llamar “romántico” a algo para restarle verdad es una ironía trágica, es olvidar que el Romanticismo nació precisamente como la última defensa del misterio frente al cálculo, de la grieta frente al espejo, del alma frente al sistema. En su desprecio del “romántico”, nuestra época revela, sin saberlo, el grado de su miedo al alma, su pánico a la porosidad, a la contradicción, al temblor que hace del arte un acto de revelación y no de gestión emocional.
El drama es que esta estetización del bienestar ha vaciado al arte de su dimensión de peligro. El músico, antaño médium del misterio, se convierte en coach de las emociones, el concierto, en sesión de terapia, la interpretación, en un gesto de autocuidado. Pero el arte no está para cuidar, está para herir y despertar. La herida que abre la música no se cura con mensajes de positividad ni con pedagogía emocional. Es una herida ontológica, la que recuerda que ser humano es estar abierto al abismo.
Bajo la sonrisa comunicativa del nuevo artista que aquí describo, se esconde una forma de control, la regulación del deseo, la neutralización del conflicto, la domesticación del caos. En su aparente libertad, obedece a todos los imperativos de su tiempo, a saber, ser visible, ser amable, ser legible, ser útil. Ha aprendido a vivir en el centro de su imagen, y a confundir la exposición con la existencia. Pero donde todo es visible, nada se ve. El exceso de luz borra las formas.
Lo trágico no es que estos músicos existan, sino que ya no parezcan una excepción, sino la norma. La cultura celebra su corrección como si fuera coraje, su previsibilidad como si fuera virtud, su juventud como si fuera destino. Y mientras tanto, el arte, ese temblor que debía salvarnos de la inercia, se vuelve una decoración amable del tiempo muerto. El problema no es la música que tocan, sino el vacío de pensamiento que la acompaña, la falta de peligro, de contradicción, de hondura.
Pero incluso más inquietante aún es el nuevo tono con que todo esto se enuncia, ese desenfado autosuficiente, ese desparpajo de quien parece no dudar jamás, esa sonrisa constante que pretende haber domesticado el misterio. Bajo esa aparente naturalidad se adivina una forma de represión más eficaz que cualquier dogma, la del artista que ya no tiembla. El aplomo permanente se convierte en máscara de una fragilidad inconfesable, de un miedo profundo a la interioridad, a la contradicción, al fracaso. No hay nada más siniestro que una serenidad sin grietas, porque lo humano vive de la fisura, del temblor, del balbuceo. El exceso de seguridad no es valentía, es anestesia. El arte, cuando es verdadero, nunca se dice con desparpajo, sino con temblor...
Conviene aclarar que ese desparpajo no siempre es falso. En ocasiones, en algunas contadas personas, brota de una vitalidad verdadera, de una relación espontánea con la palabra y con el mundo, de una oralidad que todavía guarda ecos de lo vernáculo. Pero otras veces, como en el caso que aquí me ocupa, no es más que una impostación cuidadosamente cultivada para parecer popular, vernáculo, accesible, humano. Es la mímesis del pueblo por quien ya no pertenece al pueblo, la simulación del candor por quien ha aprendido a modularlo como herramienta de comunicación. En España, donde muchas veces el desparpajo se confunde con la verdad y la comunicabilidad con la sinceridad, este artificio resulta especialmente eficaz. Se presenta como naturalidad, pero es cálculo, como cercanía, pero es estrategia, como gracia, pero es guion. Así, lo que en apariencia parece un gesto liberador se revela como un nuevo manierismo del yo, un dialecto aprendido del carisma. Y en ese carisma sin riesgo, el alma se congela en la sonrisa.
Incluso su cuerpo, al ser entrevistados, el de estos nuevos y jóvenes “músicos clásicos”, delata esa clausura interior. En ellos todo parece fluir con una calma estudiada, un laissez-faire que imita la serenidad pero no la encarna. Hay algo casi californiano, surfero, laid back, en su modo de hablar, el ademán controlado, la sonrisa leve, la respiración medida, el cuerpo que comunica bienestar e informalidad. Pero esa naturalidad es coreografía, no inocencia. No hay grietas, ni ambigüedad, ni tensión, cada palabra llega donde debe, cada gesto parece haber sido ensayado frente al espejo de la autoimagen. La duda, esa vibración que da carne al pensamiento, ha sido sustituida por el aplomo escénico del experto en sí mismo. Es el triunfo del zen urbano-corporativo sobre el temblor humano, del cool sobre lo trágico, de la serenidad performativa sobre la verdadera paz interior. En esa quietud sin misterio, el arte se evapora como perfume sin cuerpo... Lo que permanece es la imagen del artista satisfecho de su propio equilibrio, el espejo terso de una generación que ha aprendido a confundirse con su reflejo. Ya no interpretan, se representan. Y en esa representación sin riesgo, donde todo se calcula para no desbordar, el alma se retira lentamente del sonido...
Quizás por eso me produce un rechazo tan visceral esta figura del músico transparente y autosatisfecho, porque en ella confluyen todos los signos de una enfermedad más profunda, la conversión del arte en espectáculo de sí mismo.
A continuación, diez síntomas de esa dolencia estética, diez razones rápidas, a modo de lista-resuemen, que explican el porqué de mi rechazo espontáneo.
1. Rechazo a la performatividad vacía.
Percibo en ciertos discursos de "músicos clásicos" de hoy, una teatralización del compromiso, una especie de virtud pública que se confunde con profundidad. Es un tipo de narrativa de autenticidad prefabricada: “soy cercano, soy moderno, soy sensible, soy humano”. Pero yo distingo entre el acto ontológico de ser y la actuación comunicativa de parecer. Cuando veo esa distancia entre la palabra y la sustancia, me da asco porque para mí la música es un acto de verdad corporal, no una estrategia de imagen.
2. Avidez de visibilidad y moralismo mediático.
Detesto el tono mesiánico del artista que habla desde un púlpito emocional, pretendiendo salvar o redimir a la música con discursos de empatía, inclusión o ruptura, mientras en realidad reproduce el mismo sistema de poder y de marketing que dice criticar. Me repugna porque veo cómo la música se convierte en sociología emocional de consumo, en vez de una experiencia poética.
3. Falsificación del pathos.
Percibo que en esos discursos no hay verdadero dolor, ni verdadera duda, ni verdadera entrega. Hay coreografía del sentimiento, lágrimas con iluminación frontal. Y yo, que creo en el temblor, el misterio y la contradicción, no tolero el sentimentalismo instrumentalizado.
4. El músico como influencer.
Lo que más me hiere es la sustitución del músico por el comunicador, del acto sonoro por la opinión sobre el acto. Yo busco el ser que encarna la música, no el que la comenta como mercancía de su propia identidad.
5. La banalización del logos artístico.
Algunos "músicos clásico" de hoy, en su afán de comunicar, traducen la música a lugares comunes de psicología popular o a frases de autoayuda travestidas de profundidad. Siento que ese discurso traiciona la complejidad, que reduce lo simbólico a lo anecdótico y lo trágico a lo terapéutico. Me asquea la simplificación de lo que yo vivo como un misterio onto-poético.
6. En el fondo, mi rechazo es amor.
Me da asco no porque yo sea cínico, sino porque amo demasiado la verdad de la música, su gravedad, su carácter sacramental, trágico y poético. Me duele verla prostituida en la feria de la auto-promoción y la emotividad dirigida. Ese “asco” es, en realidad, una forma de defensa del sagrado, del silencio, del misterio.
7. La sustitución de la interioridad por el "relato".
Lo que me irrita profundamente es la necesidad constante de narrar la experiencia antes de vivirla. En vez de dejar que la música transforme el alma, se construye un relato sobre lo que debería sentir el oyente o el intérprete. En ciertos "músicos clásicos" de hoy veo esa ansiedad contemporánea de contar la emoción antes de que suceda, de convertir cada silencio en contenido. Para mi, eso es una forma de profanación del misterio. La emoción no se explica, se encarna.
8. La disonancia entre talento y discurso.
Reconozco que algunos de estos músicos son instrumentistas hábiles, incluso talentosos, pero percibo una fractura entre el músico y el predicador. La ejecución puede incluso a veces llegar a ser viva, pero el discurso que la rodea la enfría, la convierte en branding. Esa contradicción, entre lo que toca y lo que dice, genera en mi una especie de náusea moral, la de ver cómo un don auténtico se vuelve herramienta de autoafirmación social, en vez de canal de verdad.
9. El sentimentalismo como máscara del poder.
Lo que otros perciben como “humanidad” yo lo veo como manipulación afectiva, un uso del sentimiento para obtener legitimidad. Es el mismo mecanismo que en política o publicidad, a saber, el mecanismo que dice que si me muestro vulnerable, tengo autoridad moral. Pero yo distingo entre "mostrar la herida" y "exhibir la herida para ser amado". Esa instrumentalización del dolor me resulta obscena, porque convierte lo trágico en espectáculo y la empatía en estrategia.
10. La domesticación del artista.
Finalmente, lo que más me asquea, en el sentido casi heideggeriano del término, es cómo ese tipo de figura encarna la victoria del sistema sobre el artista, el intérprete dócil, adaptado, discursivamente correcto, mediáticamente funcional, emocionalmente previsible. Ya no hay riesgo, ni abismo, ni sombra. Solo un yo transparente, en paz con el algoritmo. Y yo sé que sin conflicto no hay arte.
El nuevo “músico sin sombra” ha aprendido a ser irreprochable, a sentirse siempre bien consigo mismo, a proyectar una identidad pseudo-luminosa que no admite fisuras. Pero donde no hay fisura, no entra la luz. La música, que nace del temblor, de la contradicción y del misterio, se marchita en la superficie tersa del discurso terapéutico y de la autoafirmación pública. No se trata de nostalgia por un pasado heroico, ni de rechazo a la modernidad, sino de advertir la pérdida de lo trágico, de lo inefable, de lo corporalmente verdadero en el arte.
El músico transparente triunfa porque el mundo teme el silencio. Pero el arte no puede nacer sin silencio, ni sin herida, ni sin riesgo. Quizá el deber del artista de hoy sea recuperar la opacidad, no ser claro, molestar, confundir, desesperar a su interlocutor, volver a ser enigmático, devolver al sonido su espesor ontológico y al gesto su sombra. Allí donde el algoritmo sonríe, que el músico vuelva a temblar. Allí donde todo se explica, que algo, por fin, vuelva a callar.
Y, sin embargo, no puedo evitar sonreír, quizá con un poco de culpa, ante todo esto. Porque, al fin y al cabo, también yo, mientras escribo estas líneas, intento “comunicar”, poner en orden el temblor, encontrar una forma presentable del vértigo. Quizá no seamos tan distintos, todos buscamos, a nuestra manera, una manera decente de fracasar en público. Lo peligroso no es el desparpajo, sino creer que el temblor ya no hace falta. Y si algo aprendo al mirarme desde fuera, como quien sorprende su propio reflejo en un cristal, es que tampoco yo estoy a salvo de esa necesidad de justificarme, de explicar lo inexplicable, de vestir con palabras lo que sólo debería respirarse. Mi crítica, al fin, no deja de ser una confesión, la de alguien que aún se siente parte del mismo naufragio que denuncia. Pero al menos, en ese reconocimiento, hay una posibilidad de redención, saber que sigo temblando...
En España siempre hemos tenido una fe excesiva en el desparpajo, en que una broma bien dicha puede sustituir una verdad mal dicha, en que el ingenio redime el vacío. Pero el arte no se hace con chascarrillos, ni con sonrisas de confianza. Se hace con tierra, con sombra, con ese barro que mancha la palabra y la vuelve verdadera. Lo demás, todo lo demás, es mármol pulido y sin alma.
A lo mejor la salvación, si la hay, consiste en volver a ensuciarnos un poco. En no hablar tanto de lo que sentimos y en dejar que algo, una nota, un silencio, un tartamudeo, lo diga por nosotros. Porque la música, cuando es de verdad, no se explica ni se posa, se cae, se tropieza, se mancha, se levanta, se ríe de sí misma.
Y quién sabe, quizá incluso el más "transparente" de esos jóvenes músicos, un día, en medio de tanto aplomo y tanta entrevista, tropiece de veras con una nota viva, una que no encaje, que desafine, que le haga dudar. Y en ese instante, solo en ese, quizá empiece su verdadero recital...
PARTE II
Una breve recapitulación, a modo pedagógico-musical: las palabras classicus y romanticus no son meras etiquetas históricas ni estilos sucesivos de la tradición europea. Son, en realidad, dos modos de ser, dos ontologías, dos maneras radicalmente distintas de habitar la experiencia musical y, con ella, el mundo. Recuperar su sentido original, su raíz etimológica y metafísica, permite entender el drama que atraviesa todo el ensayo que sigue: el paso del arte como acto de ser al arte como acto de representación.
Classicus, en su acepción latina, no designaba al “clásico” en el sentido de lo antiguo o lo perfecto, sino al de primera clase, al que pertenecía a una categoría ejemplar dentro del orden social. Classis significaba flota, conjunto, ejército. Lo classicum era aquello que servía como modelo, norma o canon. De ahí que el Classicus no sea, ante todo, un artista, sino un custodio del orden, un legislador del gusto, un sacerdote de la forma. Su misión no es confesar, sino preservar, no crear, sino garantizar la continuidad del sentido. Su aspiración es la eternidad a través de la medida. En el Classicus, la música deviene arquitectura del espíritu, espejo del cosmos, geometría del alma. Es decir, una metafísica de la estabilidad, de lo universal y lo abstracto.
Romanticus, en cambio, nace siglos después, del latín vulgar romanice loqui, “hablar a la manera del pueblo romano”, y designaba al lenguaje del pueblo, el habla vernácula, lo que no era el sermo classicus, la lengua de las élites. Ser romanicus era hablar como los hombres vivos, no como los modelos de los libros. De esa raíz lingüística brota, más tarde, su sentido estético, lo romántico como lo encarnado, lo popular, lo afectivo, lo que canta antes de teorizar, lo que ama antes de definir. Si el Classicus busca el arquetipo, el Romanticus busca la presencia. Si aquél ordena el mundo, éste lo respira.
Ambos términos son, por tanto, símbolos de dos impulsos eternos, el de la forma que busca permanencia, y el de la vida que busca revelación. Ninguno de los dos es en sí un error, el peligro surge cuando uno olvida al otro. Cuando el Classicus pierde su vínculo con el Romanticus, la forma se convierte en esqueleto, en pureza sin carne, en idea sin temblor. Y cuando el Romanticus olvida al Classicus, la emoción se disuelve en sentimentalismo, en caos sin estructura, en inmediatez sin memoria.
La historia del arte moderno, y particularmente de la música occidental, puede leerse como la progresiva disociación entre ambos principios, que antaño coexistían en tensión fecunda. El Classicus fue despojado de su fundamento ritual y comunitario, el Romanticus, de su raíz simbólica y litúrgica. El resultado es el “músico clásico” contemporáneo, híbrido, transparente, gestionado, que ya no canta ni celebra, sino que comunica. Su arte no es ya un sacramento, sino una interfaz.
Mi propósito aquí no es condenar ni exaltar a ninguno de los dos polos, sino desvelar la falsificación que hoy los confunde, la del Classicus dermizado, el músico que imita la vida pero ha perdido su respiración interior. En él, lo popular se convierte en decorado, y lo clásico, en protocolo. La emoción se transforma en mercancía, y el misterio, en “contenido”.
Debemos restaurar la memoria ontológica de ambos nombres. Porque quizá sólo allí donde el Classicus recuerde su carne, y el Romanticus su forma, pueda volver a nacer la música como acto de ser, no como discurso sobre el ser, sino como su temblor audible, su encarnación sonora.
Entonces, prosigamos. Si he estado hablando hasta ahora del “músico transparente”, hoy hay una figura nueva, aún más espectral que ese artista transparente, su consecuencia más refinada, resultado de la mixtura industrial del alma. Es la del músico híbrido, nacido de la fusión entre lo popular industrializado (el POP) y el Classicus institucional (la CLÁSICA). No es ya un artista sin sombra, sino un Frankenstein estético, ensamblado con la piel cálida de lo popular y el esqueleto frío del canon. De ese matrimonio antinatural, del cuerpo sin espíritu del pop y del espíritu sin cuerpo del clasicismo, nace una criatura que imita la vida, pero no la respira.
Allí donde el Classicus aún conservaba su dogma, su severidad metafísica, su aspiración a lo eterno, esta nueva forma del músico transparente ha sustituido el dogma por la epidermis, el rito por el gesto, el alma por la interfaz. En él, la alegría popular, que antaño vibraba con la imperfección de lo humano, se ha visto desecada, vaciada de su fermento espiritual, y rellena con el yeso académico de la corrección estética.
Es el mismo proceso que se aplica a los animales disecados. Se conserva la piel del Romanticus, pero se sustituye su interior viviente por el polvo blanco del Classicus. Así el arte ya no muere, se conserva, se exhibe, se ilumina. Pero toda taxidermia del alma es una profanación.
Este “músico clásico” del siglo XXI, cuando intenta reconciliar lo clásico con lo popular, ya no produce síntesis, sino confusión. Lo “popular industrial”, esa masa de gestos y eslóganes que ya no pertenece al pueblo sino al algoritmo, no es el Roman, la lengua viva de la emoción, no nos engańemos, sino su simulacro técnico. Y el Classicus, al despojarse de la carne ritual del Romanticus, se ha vuelto un espíritu incorpóreo, abstracto, que vaga entre conceptos, sin tierra donde encarnarse.
El músico híbrido intenta entonces unir ambos cadáveres, el cuerpo muerto de lo popular y el espíritu deshabitado de lo clásico, y presentarlos como una vitalidad reconciliada. Pero su vitalidad es postiza, su entusiasmo, fabricado, su humanidad, administrada. Su gesto comunicativo es apenas una prótesis del alma.
Lo inquietante de este fenómeno no es su falsedad estética, sino su pretensión de totalidad moral. En él se cumple la inversión final del "Roman(ticismo)". La encarnación se convierte en decorado, la emoción en branding, la cercanía en producto. Lo que era misterio compartido se transforma en lenguaje terapéutico. Lo que era símbolo se convierte en “storytelling”.
El artista híbrido, llamémosle Classicus dermizado, se presenta con la calidez del Romanticus, con la aparente inmediatez de lo popular, pero bajo esa superficie late la estructura jerárquica del Classicus. Su dominio, su control, su pulcritud. Habla del alma, pero en términos de gestión emocional, invoca lo popular, pero desde el púlpito institucional, sonríe como un aldeano, pero su sonrisa está calibrada como la de un ejecutivo.
No se trata ya del artista domesticado, se trata del artista domesticador, el que produce un público dócil a través de la empatía, el humor y la accesibilidad. El Romanticus era peligroso porque hablaba desde la herida, el Classicus, porque hablaba desde el orden. El Classicus dermizado habla desde la imagen. Y no crea, administra impresiones. Su función no es abrir abismos, sino neutralizarlos con chascarrillos.
En este sentido, como he dicho antes, el desparpajo, esa mezcla de ironía y jovialidad autocomplaciente, se ha convertido en el sustituto moral de la tragedia. Es el nuevo modo español del nuevo control, una sonrisa que clausura la posibilidad de pensar. La ligereza se convierte en dogma, el ingenio, en antídoto contra la interioridad. España, tierra que creyó siempre que una broma podía sustituir una verdad, encuentra en este tipo de músico su caricatura perfecta, el humor como forma de represión, la simpatía como defensa ante lo sagrado.
En esta mezcla entre Classicus y pop industrial se consuma la destrucción de lo popular auténtico, entendido no como lo masivo sino como lo vivo, lo vernáculo, lo que brota del alma colectiva, lo materno. Lo popular, en su raíz romántica, no era espectáculo, sino respiración compartida. No era algoritmo, sino rito.
El músico transparente, como el flamenco comercial frente al gran Diego del Gastor, toma la cáscara de esa vitalidad popular, su acento, su sonrisa, su desparpajo, y la vacía de su silencio interior. Lo que era canto del pueblo se convierte en decorado del yo. El cante jondo, que era oración terrenal, se transmuta en performance terapéutica.
Por eso lo que hoy se llama “música accesible” no es accesibilidad sino domesticación. La accesibilidad ha sido sustituida por la legibilidad, y la legibilidad, por la previsibilidad. La música, cuando era pura, no era “comprensible”, sino verdadera, es decir, encarnada, imperfecta, rugosa, llena de polvo. La verdadera pureza no era la música pura del conservatorio, sino la canción en medio del pueblo.
Lo puro era lo sucio, lo mezclado, lo vivo. Hoy, lo impuro es lo limpio.
La nueva figura del músico-performance, que vive su discurso como una performance permanente, es síntoma del mismo mal, la sustitución de la interioridad por su representación. En estos artistas, el teatro no es forma estética, sino forma vital. Viven en escena, incluso cuando callan. Son actores de sí mismos. Y el peligro no es el teatro en sí, pues todo arte lo es, sino su pérdida de distancia sagrada. El teatro sin trascendencia poética se convierte en exhibición del yo, autoficción sin tragedia, drama sin destino.
El Classicus dermizado convierte la vida en “proyecto”, la emoción en “contenido”, y el alma en “material narrativo”. El Romanticus veía en la herida la puerta del misterio. El híbrido ve en la herida un argumento de “engagement”. No canta para salvarse, sino para fidelizar.
Ese asco que me produce, casi físico, no es moralismo ni elitismo, es un reflejo ontológico. Es el rechazo visceral del alma viva ante el simulacro de lo vivo. El cuerpo reacciona como ante un organismo disecado. Reconoce la forma, pero no el pulso. Por eso la repulsión no es odio, sino defensa. Defensa del misterio frente a la transparencia, del temblor frente a la serenidad programada, del arte como herida frente al arte como espejo.
El Classicus dermizado no puede ser refutado dialécticamente porque no pertenece al orden del pensamiento, sino al del espectáculo. Cuando se le opone argumento, responde con ironía y chascarrillos populares. Cuando se le ofrece profundidad, devuelve una broma. El humor, en él, es estrategia de inmunidad. No piensa, resbala.
Frente a esa transparencia total, el artista que aún tiembla debe reivindicar su derecho a la sombra, a la contradicción, a la torpeza. Recuperar la opacidad (una poética de la opacidad) no es un gesto estético, sino ontológico. Es devolverle al arte su dimensión de secreto. La música, para volver a ser arte, deberá dejar de “comunicarse” y volver a respirar. Deberá dejar de traducirse en discursos y volver a mancharse con el polvo de lo real.
El Romanticus verdadero no fue sentimental, sino sacramental. Supo que el alma no se expresa, se encarna. Y encarnar significa aceptar la suciedad del mundo, su densidad, su imposibilidad de ser reducida a claridad.
Por eso, quizás, la redención no esté en destruir al Classicus dermizado, sino en recordarle la sombra. Recordarle que detrás del espejo hay carne, y detrás del aplomo, vértigo. Que la verdadera música, como la verdadera santidad, no sonríe, sino que tiembla.
En todo este sentido, en los últimos años ha surgido toda una generación de artistas en el mundo de la "música clásica" que parecen, a primera vista, oponerse a la rigidez del canon. Se presentan como iconoclastas, provocadores, “libres” de las ataduras institucionales, enemigos del corsé académico. Visten la teatralidad del desorden, la espontaneidad del gesto, la irreverencia del discurso. Hablan del alma, del riesgo, de la locura, de la entrega, y en su gestualidad buscan recuperar, al menos en apariencia, la temperatura perdida del Romanticus.
Pero basta rascar la superficie para descubrir que su rebeldía está perfectamente calibrada, diseñada como parte del mismo ecosistema que dicen desafiar. No son insurgentes del espíritu, sino funcionarios de la diferencia. La transgresión, en ellos, se ha convertido en una estrategia estética, una forma de capital simbólico dentro del mismo mercado que los celebra. Lo que antes era ruptura se ha convertido en marca. Lo que era herejía, en branding emocional.
Estos artistas no desafían el orden, lo dinamizan. Su desaliño está previsto, su arrebato ensayado, su desobediencia aprobada por la institución que la financia. En ellos, el Romanticus ha sido reprogramado para el consumo. Un Romanticus sin sangre, una pasión de laboratorio, una autenticidad administrada. Se visten con los harapos de la locura para mantener intacta la maquinaria de la cordura.
El público, hambriento de vitalidad, los confunde con visionarios, porque gesticulan donde otros callan, porque se agitan donde otros se inclinan. Pero su fuego no quema. Ilumina sin calentar, emociona sin comprometer. Son el último avatar del Classicus dermizado, artistas que, en lugar de restituir el misterio, lo representan. Quue no se sacrifican, sino que simulan el sacrificio.
El verdadero peligro de esta nueva especie no es su impostura, sino su eficacia. Han logrado reemplazar la tragedia por el espectáculo del riesgo controlado, la herida por su imagen escénica, la pasión por su performance. Son el triunfo del vértigo como entretenimiento, del temblor como decorado. No encarnan el arte, lo administran.
Y así, incluso la rebeldía ha sido domesticada. La institución ya no necesita dogmas. Le basta con producir herejes oficiales…

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