... contra la acústica ...
CONTRA LA ACÚSTICA,
EL “SONIDO”
Y
EL MODO DE ESCUCHAR
DE
LA
“MÚSICA CLÁSICA”
Se ha convertido casi en un gesto ritual. Uno entra en una sala de conciertos de “música clásica”, ya sea como oyente, como crítico o como intérprete, y antes de que suene una sola nota, la conversación ya ha sido ocupada por el tema de la dichosa acústica. ¿Cómo es la sala? ¿Cómo suena? ¿Es cálida? ¿Es clara? ¿Favorece al piano? ¿El piano proyecta, canta, sostiene, brilla? El primer movimiento del pensamiento de la velada siempre va hacia los MEDIOS. El primer juicio estético siempre es TÉCNICO. Antes de que el alma (ψυχή, psyché) haya siquiera oído, el oído ya ha sido colonizado por las meras CONDICIONES de la "audición".
Esta obsesión, una liturgia del sonido sobre el sonido, es una de las grandes ironías del mundo de la “música clásica”. Pues revela un profundo desplazamiento de la esencia de los musical. Lo que antes era una cuestión de VERDAD (verdad poética, si se quiere), ahora se ha convertido en una cuestión de EQUIPAMIENTO. La acústica de una sala, la marca de un piano, el brillo de un instrumento, han pasado a funcionar como una especie de garantía sacramental, como si el espíritu de la música solo pudiera descender sobre materiales perfectos. En este sentido, la acústica ha reemplazado a la musa.
Pero la música, cuando es música, no pide acústica. Pide un corazón (ya puedo oír las risas cínicas, nihilistas). Pide PRESENCIA, ese ardor interior que convierte el tono en palabra, la vibración en ser. Es absurdo, casi cómico, imaginar a una madre, antes de cantar una nana a su hijo, aplaudiendo en el aire para probar la “reverberación de la habitación”. O a un amante, antes de susurrar “Te amo”, ajustando la resonancia de su voz a las dimensiones del espacio. Hacerlo destruiría la inmediatez, el TOQUE VIVO del enunciado. No se puede preparar la ternura mediante la medición. La voz que AMA ya es música, porque emana de la necesidad, de la urgencia, no del control.
Esta absurdidad, sin embargo, es precisamente lo que el concierto clásico ha normalizado por completo y absolutamente. El acto estético ha sido burocratizado en un sistema de informes técnicos. Las reseñas de conciertos, por ejemplo, muchas veces se leen como análisis industriales: “el piano era ligeramente metálico”, “la sala era demasiado seca”, “el equilibrio entre vientos y cuerdas era problemático”. Esto ya no es crítica como écfrasis (ἔκφρασιϛ), éxtasis verbal, o como hipotiposis (ὑποτύπωσις), visión poética; es decir, ya no es el intento de transfigurar la audición en visión poética o de hacer audible lo invisible en palabras. Es una patología tecnocrática del oído. Un informe, un parte, no una revelación.
Y sin embargo, la esencia de la música nunca ha dependido de la perfección de sus medios. Jamás. La universalidad de la música, ESO que hace que la nana de una madre sea afín, en su profundidad, a, digamos, una sarabanda de Bach, por ejemplo, reside precisamente en su indiferencia al aparato. Es un modo de existencia antes de ser una forma de arte. La voz nace no de la acústica, sino de la presión del alma por hacerse audible. Por eso el timbre agrietado de un cantaor flamenco puede penetrar más profundamente que la sonoridad más equilibrada de una "prestigiosa" orquesta sinfónica de "música clásica". La fisura misma se convierte en la abertura por la que entra la verdad en el mundo. El medio imperfecto revela la perfección del mensaje.
Lo que se llama “música clásica” ha olvidado esto por completo. Ha confundido las condiciones de AUDIBILIDAD con las condiciones de SIGNIFICADO. Ha transformado la interpretación en ejecución, la ejecución en producto, y el producto en diseño sonoro. Pero el “tonos” (τονὸς), esa palabra antigua que significa tanto tono como tensión, no es una cuestión de acústica. Es el acto del alma extendiéndose en sonido. La acústica pertenece al mundo de lo medible, mientras que el tono pertenece al mundo del ser.
Es revelador que algunas de las interpretaciones más conmovedoras de la historia hayan nacido de la imperfección. El shellac agrietado de una grabación temprana de Alfred Cortot, o el equilibrio roto e inestable del toque de Thelonious Monk, o el grito espontáneo de un cantante de pueblo acompañado por una guitarra desafinada. Su poder no deriva de la equidad de los medios, sino de la total inequidad entre medios y significado, de esa disonancia ontológica en la que el espíritu se tensa contra su limitación material y, precisamente al tensarse, se revela. Muchas veces, cuanto peores son los medios, más luminoso es el mensaje, porque el instrumento se vuelve transparente a la urgencia que lo habita.
Cantar “Te amo” en el vacío de una acústica pobre es, paradójicamente, acercarse a la verdad del amor. Pues el amor, como la música, no se dirige al espacio, sino al otro. Su destino no es la sala, sino el corazón. Cuando la música es verdaderamente música, no es un evento de sonido, sino de comunión. Pasa de ser a ser, no de pared a pared. Su vibración es metafísica, no arquitectónica.
Lo que llamamos “acústica”, en la “música clásica”, es, así, la externalización de lo que antes era interior. Es un síntoma de nuestro miedo al silencio, de nuestra necesidad de verificar que el sonido existe antes de atrevernos a sentirlo. En el mundo antiguo, el aulos o la cítara no necesitaban una SALA para ser música. El MUNDO mismo era la cámara de resonancia. Hoy, la sala de conciertos de “música clásica” (“audi”torio, en lugar de “teatro”, con su aislamiento del sentido de la escucha, convirtiéndolo en un dominio positivista, biologicista) se ha convertido en un sustituto del cosmos, un cosmos técnico (kosmos technikos) en el que medimos reverberación y resonancia en lugar de gracia, de poesía, de drama. La adoración de la acústica en el mundo de la “música clásica” es la forma secular de su pérdida de lo sagrado, de lo poético.
Y sin embargo, la música, cuando retorna a su fuente, abole la sala. La sala es el alma del oyente (psyché). La acústica de la música es metafísica, es decir, es la forma en que el ser resuena en el ser. En esa resonancia, no hay sonido perfecto, no hay piano ideal, no hay sala equilibrada, solo hay el temblor de la existencia haciéndose audible. Hablar de acústica allí sería tan absurdo como discutir la física de la luz antes de ver un amanecer. Uno no mide el alba. Lo recibe.
Todo esto apunta hacia una patología más profunda en el mundo de la “música clásica”. Es decir, la fetichización del sonido sobre el tono (Klang versus Ton). En el mundo de la música clásica, como marco ideológico y práctica social, el sonido ha reemplazado al tono como objeto de veneración. Esta sustitución no es inocente. Es la marca de una civilización que ha perdido contacto con las dimensiones simbólicas, alegóricas y metafísicas de la música.
El tono (pitch, Ton), en su sentido antiguo y espiritual, lleva consigo una profundidad, una resonancia interior que une lo audible a lo inefable. Es un gesto hacia el significado, una vibración cargada de alegoría, lo que uno podría llamar el “alma” del sonido. El sonido (Klang), en cambio, es mera superficie, el residuo medible del tono una vez extraído su contenido metafísico.
La “música clásica”, tal como se practica hoy, funciona muy a menudo como un simulacro de la música en lugar de la música misma, es decir, un ritual elaborado dedicado no a la expresión, sino a la calidad del sonido. La grabación perfecta, la sala equilibrada, el timbre puro, estos se convierten en mercancías, objetos fetichizados de consumo. El sonido se convierte en la pixelización del tono, su traducción al lenguaje del capital y el control. Hablamos de “alta fidelidad”, pero ¿fidelidad a qué? A la forma de onda, no al mundo de significado del que surge el tono.
Así, lo que antes era un arte espiritual y/o poético de revelación se ha convertido en un arte industrial de reproducción (Nachbildung). El oyente ya no escucha en busca del ser, sino de la respuesta en frecuencias. El crítico ya no escribe sobre el significado metafórico o simbólico de la música, sino sobre la textura, el color, la sonoridad, la fonación, es decir, todas las propiedades medibles, “parámetros”, que hacen que la música “suene bien”. De esta manera, el mundo de la interpretación de “música clásica”, bajo la apariencia de refinamiento, participa en un empobrecimiento más profundo, es decir, la reducción del tono al sonido, de la música a la acústica, del misterio a la manufactura.
Esta reducción estética no solo ha alterado cómo oímos, sino también lo que creemos que es la música, separándola de las fuentes que una vez la animaban. Es decir, hemos perdido contacto con los universales en la música. Lo que antes pertenecía a la esfera de la VIDA misma, es decir, amor, duelo, anhelo, dolor, amistad, añoranza, ha sido desplazado por la retórica de estilo, período y género. Por supuesto, en la vida diaria, sería absurdo decir: “Mi amistad es rococó”, o “Mi amor por esta persona es expresionista”, o “Nuestra relación tiene la claridad del clasicismo vienés”. Y sin embargo, en el mundo de la “música clásica”, esto es precisamente cómo hemos aprendido a pensar. Ya no pensamos musicalmente, sino históricamente, estilísticamente.
Cada sentimiento, cada gesto, debe pasar primero por un filtro estilístico. Como esos filtros de fotografía de Instagram que superponen la realidad hasta que el rostro verdadero desaparece, en la “música clásica” adornamos la experiencia con el vocabulario de período y técnica. La inmediatez del tono, su universalidad, se pierde así detrás de una máscara “interpretativa”. Ya no cantamos. Citamos. Ya no tocamos. Ilustramos. La “música clásica”, tal como se practica y enseña hoy, se ha convertido en una tradición inventada apenas de setenta años, una cultura artificial de museo que confunde la mediación con la profundidad.
Pero en la vida, cuando tienes un amigo, simplemente tienes un amigo. No tienes una amistad “barroca” o una “amistad romántica” (romántica aquí en el ramplón sentido de "estilo"). Simplemente tienes una amistad humana. ¿Por qué entonces no se debería tocar Chopin con esa misma inmediatez, con la misma desnudez existencial con la que se cantaría a un amigo o a un niño? Por supuesto, siempre habrá alguna mediación mínima, pero ¿por qué la mediación debe convertirse en el contenido mismo de la expresión? ¿Por qué debemos acercarnos a cada pieza como a través del cristal de un acuario histórico?
Los niños, en su inocencia, entienden esto mejor que nosotros. Dicen “canciones” en lugar de “piezas”. Y nosotros los corregimos: “No, no, no son canciones, son piezas”. Pero en su ingenuidad, tienen tanta razón. Deberían ser canciones, no piezas. “Piezas” ya pertenecen a lo instrumental, lo abstracto, lo segmentado, a esa ideología que ha hecho de la música una disciplina en lugar de una vida. Las "canciones", en cambio, aún pertenecen a la voz, al alma, al hilo ininterrumpido de la expresión humana. Volver a la canción es recuperar lo universal. Decir “pieza” es continuar adorando el fragmento.
La obsesión con la acústica, con el sonido como entidad medible, no solo ha alterado la forma en que tocamos, sino que ha alterado la naturaleza misma de quienes escuchan. De la fetichización del sonido ha surgido un nuevo tipo de oyente. Lo llamo el gourmet cultural. Esta figura, mitad esteta y mitad consumidor, acude a la sala de conciertos no para escuchar, sino para degustar. Es “conocedor”. Para él, el sonido se ha convertido en gusto, una delicadeza sensorial que debe evaluarse, compararse y calificarse. La sala de conciertos ya no es un templo, sino una sala de cata.
Este es el culmen lógico de la pérdida de universales en la “música clásica” como práctica. Cuando el tono deja de ser un modo de ser y se convierte meramente en una “calidad de sonido”, el oyente deja de participar en la música como comunión y se convierte en un cliente de la experiencia. El gourmet cultural no entra en la música. La colecciona. Habla en adjetivos, en reseñas, en comparaciones. Su vocabulario es de refinamiento, no de revelación. El temblor sagrado de la música ha sido reemplazado por el asentimiento del sumiller (somélier) de vinos.
Y así, el público de la “música clásico” ha menguado, y con razón, no porque la música, en ese recinto gremial, haya perdido su valor, sino porque ha perdido su NECESIDAD. Escuchar “música clásica” se ha convertido en una actividad de lujo, un gesto de capital cultural. El concierto es un evento de gusto, no de verdad. La gente se aleja de la “música clásica” no porque sea difícil, sino porque se ha vuelto deshabitada, es decir, un arte de superficies, un simulacro, un museo de buenos modales, un teatro de acústica. Es una experiencia que pide "competencia", "pericia", "excelencia", "profesionalismo", en lugar de apertura, refinamiento en lugar de maravilla.
La tragedia es que los universales aún están allí, esperando bajo el barniz, es decir, amor, dolor, gracia, terror, anhelo, trascendencia, pero hemos olvidado cómo encontrarlos sin mediación. Hemos olvidado cómo cantar, cómo tocar como si estuviéramos descubriendo el mundo de nuevo. Hemos cambiado la comunión por el comentario, el tono por el sonido, la canción por la pieza, la presencia por el producto.
Redescubrir el tono no es regresar al sentimentalismo o a la ingenuidad. Es despojar los filtros de la percepción hasta que la música vuelva a ser lo que una vez fue, es decir, no una representación del ser, sino el ser mismo en vibración. Cuando el tono retorna, la acústica se calla. Las salas dejan de importar. El instrumento se vuelve transparente. La verdadera sala es el corazón. La verdadera resonancia, el temblor del alma cuando se reconoce en el sonido. La música comienza de nuevo cuando ya no la escuchamos, sino que estamos dentro de ella.
No es coincidencia que los concursos de piano, una de las instituciones más emblemáticas del mundo de la “música clásica”, se hayan convertido, en esencia, en ferias mercantiles de marcas de pianos. Bajo la retórica del arte y la excelencia yace una elaborada coreografía del comercio. Filas de instrumentos pulidos esperan el toque de los competidores, cada piano un anuncio potencial. Representantes de fábricas revolotean como sumilleres en una exposición de vinos, ansiosos por alabar el bouquet de su producto. Los concursantes, mientras tanto, son invitados a “elegir su instrumento”, como si elegir una voz fuera akin a elegir un coche.
Aquí de nuevo, la fetichización del SONIDO revela su rostro mercantil. Lo que antes era el encuentro sagrado y/o poético entre intérprete y material, la alquimia viva entre manos, martillos y tono, se ha reducido a una cuestión de logística y patrocinio. El piano ya no es un medio a través del cual el alma se hace audible, sino un objeto de lujo cuya identidad de marca precede a su función musical. El artista, a su vez, se convierte tanto en concursante como en portavoz potencial, un recipiente de tono transformado en vehículo de marketing.
El mismo fenómeno se extiende a la música de cámara. Cuando un pianista toca con un músico de cuerdas, la primera pregunta que hace el gourmet cultural no es qué se expresó, sino EN QUÉ. Es decir, ¿qué instrumento era? ¿De qué año? ¿Italiano, francés o alemán? ¿Cuánto cuesta? Y así, el oyente se convierte en un coleccionista de pedigríes, un archivista de materiales, un consumidor de procedencia sonora. El diálogo entre almas ha sido reemplazado por una auditoría de artesanía.
La tragedia es que la obsesión con el instrumento oculta un empobrecimiento más profundo de la escucha. Hemos confundido la condición del tono con el tono mismo. Admiramos el estuche, no la canción. La atención a la marca es un síntoma de olvido metafísico, es decir, la sustitución de la obra de arte por la obra del ser.
En este sentido, los concursos de piano son los templos de esta confusión. Adoran la precisión, la marca y la homogeneidad, una especie de NEOLIBERALISMO SÓNICO donde la individualidad debe sonar estandarizada, y donde la belleza se mide en decibelios y equilibrio. El público, muchas veces, aplaude la claridad, no la presencia. El poder, no la poesía.
Pero cuando un pianista se sienta ante un piano, cualquier piano, y olvida la marca, el año, la sala, la acústica, y en cambio escucha el temblor del tono como un acto vivo, entonces ocurre algo milagroso. La música comienza de nuevo. En ese instante, incluso un humilde piano vertical, ligeramente desafinado, puede contener más verdad que el gran piano de concierto más caro. Pues el valor del sonido no reside en su manufactura, sino en su emanación. El tono no se hace, nace. Recordar esto es resistir la mercantilización del alma. Es reavivar la verdad de que la música, como el amor, no puede ser patrocinada.
Por supuesto, soy muy consciente de que aquellos que se sentirán aludidos por estas reflexiones son a menudo las mismas personas cuyo trabajo sostiene la fetichización del sonido sobre el tono. Es decir, fabricantes de pianos, acústicos, arquitectos de salas, diseñadores de salas de conciertos, tonmeisters, ingenieros de sonido y otros cuyos medios de vida dependen del cultivo cuidadoso del aparato de la música clásica. Estos son profesionales hábiles, dedicados, a menudo apasionados por lo que hacen, y muchos de ellos son queridos amigos. Los amo, los respeto y reconozco la belleza e inteligencia de su oficio.
Y sin embargo, el amor y la amistad no inmunizan contra la crítica. El hecho de que alguien se gane la vida contribuyendo a un sistema no hace que el sistema en sí sea menos digno de examen. Hay una diferencia entre el valor del trabajo y la ontología del fenómeno. No estoy criticando el talento, el esfuerzo o el conocimiento técnico de estos individuos. Estoy criticando la estructura cultural en la que se despliega su "competencia", la obsesión colectiva que eleva el sonido sobre el tono, la medición sobre la inmediatez, y la superficie sobre la profundidad.
Es precisamente por la existencia de estos profesionales, por su excelencia y el poder persuasivo de su oficio, que la fetichización del sonido se ha arraigado tanto. Su trabajo es brillante, su artesanía innegable, pero participa en un sistema que ha, durante décadas, distanciado la música clásica de sus universales, de la inmediatez del tono, de la canción viva. Una crítica al sistema no es un ataque personal. Es, más bien, un intento de recuperar lo que el sistema ha oscurecido, es decir, el alma de la música, el pulso de la existencia vibrando en el tono en lugar de solo en el sonido.
Soy muy consciente de que estas reflexiones dolerán. Algunos argumentarán que mi crítica es ingenua, que descansa en presuposiciones tácitas que no he demostrado, que romantiza la inmediatez a expensas del rigor. Otros me acusarán de glorificar la "competencia sin competencia", de anhelar un barbarismo ingenuo en el que se ignoran los límites de la habilidad y el conocimiento. Algunos encontrarán hipocresía en mis palabras, señalando que yo también me siento al piano, que yo también habito el mundo de salas de conciertos, concursos e instrumentos, y que no puedo escapar por completo de los mismos sistemas que critico. Habrá quienes me llamen idealista impráctico y falso, especialmente aquellos que insisten en que toda música existe a través de cuerpos, materiales, salas, acústica, y por lo tanto que mi insistencia en el tono sobre el sonido es una especie de abstracción metafísica desconectada de la realidad.
A esas críticas respondería que nada de lo que he escrito niega la realidad del cuerpo, del instrumento o de la sala. No romantizo la ignorancia (aunque amo a Nicolás de Cusa), ni anhelo el barbarismo. Lo que defiendo no es la ingenuidad, sino una conciencia de universales que puede habitar incluso las circunstancias más complejas y mediadas. Uno puede ser un músico técnicamente hábil, un profesional consumado, y aún reconocer que el tono (pitch, intervalos como repositorios de significado), el pulso interior de la música, la huella vibratoria del ser, ese gesto, alegoría, símbolo, importan más que la precisión del sonido o el brillo de una sala.
También anticipo resistencia emocional. La gente se sentirá atacada. Su trabajo, sus elecciones, su oficio parecerán criticados. No niego que esta crítica herirá. Y sin embargo, no está destinada a herir, sino a invitar a la reflexión. Es posible respetar (o tolerar, que no amar) lo técnico, la "competencia", y simultáneamente lamentar la pérdida de la inmediatez del tono. No hay contradicción en esto, solo la tensión que surge cuando un sistema se vuelve más importante que la vida a la que está destinado a servir.
Filosóficamente, algunos pueden acusarme de abstracción, de ignorar el contexto histórico, de subestimar las condiciones culturales que dan forma a la música clásica. Acepto esto. Ningún argumento puede capturar la complejidad total de la historia y la sociedad. Sin embargo, los universales del tono, el pulso de la música misma, no son reducibles a la historia, al estilo o a la pedagogía. Emergen en momentos de atención e interioridad, y esos momentos son irreducibles.
Así que sí, estas palabras provocarán malestar, y algunos las rechazarán de plano. Pero no son un llamado a la rebelión, ni un manifiesto de desdén. Son, en su corazón, un recordatorio, un humilde recordatorio de que la música vive en el alma, no en la superficie del sonido. Incluso cuando es imperfecta, incluso cuando es mediada, incluso cuando el mundo se ha acostumbrado a fetichizar instrumentos, salas y acústica, el tono permanece. Y reconocerlo es recordar que la música, en última instancia, es la voz del ser vibrando en el corazón humano. No una consolación, no una prescripción, meramente un recordatorio de que todo esto, es decir, cada concierto, cada práctica, cada piano, cada sala, es secundario al pulso que le da vida.
Quiero agregar que cuando hablo de tono, no me refiero al timbre dorado superficial de un pianista, ni al trabajo en “sonido” o “tono” como a menudo se refieren maestros o alumnos: “Trabajé mucho en mi tono”, o “Trabajé mucho en el sonido, en mi sonido, con mi maestro”. Ese uso aún está atrapado en el mundo del gourmet cultural, de la fetichización de la acústica, de la "calidad" del instrumento, del pulido superficial. Trata el tono como una propiedad abstracta, independiente, del instrumento, un efecto medible, reverberatorio, placentero. Esto no es lo que quiero decir. No. El tono del que hablo es el pitch y el intervalo en su dimensión alegórica y simbólica, un repositorio de significado, un recipiente para universales. Lleva duelo, alegría, anhelo y amor. Transmite la vida interior de la música. Un intérprete puede tener escalas irregulares, un ataque áspero, incluso un timbre supuestamente “feo”, y aún así conmover profundamente al oyente. De hecho, a veces, precisamente por eso. Considera a un cantaor flamenco cuya voz se quiebra y tiembla, o a Thelonious Monk cuyo toque es idiosincrásico y percusivo. Incluso un violinista folclórico cuya “entonación” podría ser “errática” puede comunicar verdad, alma y profundidad, y a veces, precisamente por esto. La música nos alcanza no a través del pulido del instrumento, sino a través de la vida y la intención invertidas en el tono como alegoría, como símbolo, como pulso del ser.
El tono, en este sentido, es el puente entre el sonido y el significado. Es donde la música deja de ser mera habilidad técnica o perfección acústica y se convierte en expresión viva. No es sonido pulido, sino significación resonando a través del pitch y el intervalo. Los universales viven allí, incluso en la rudeza, la imperfección y la idiosincrasia.
Y así como el primer instinto en el mundo de la música clásica es probar los medios, la acústica, el piano, el instrumento, también existe un modo de escuchar “clásico”. Es una escucha de VIGILANCIA en lugar de ENTREGA, de ABANDONO. Especialmente entre “músicos clásicos” formados en esa tradición, la escucha se ha convertido en una forma de vigilancia, una extensión de la cabina de estudio o de la clase de instrumento. No escuchan. Evalúan. No pueden simplemente conmoverse o admirar sin reservas, asombrarse (thaumazein, θαυμαζίνη), pues la admiración implica vulnerabilidad, implica la SUSPENSIÓN temporal de la “competencia” de la “pericia”, del “conocimiento”. Pero ser conmovido es, para ellos, perder autoridad. Así, el acto de escuchar se convierte en un concurso silencioso, una búsqueda interminable de lo que podría haber sido mejor, más limpio, más equilibrado.
Después de un concierto, la reacción que le ofrecen a uno tiende a oscilar entre corrección forense y cortesía educada, es decir, ya sea un comentario técnico sobre un pasaje o un superficial “buen trabajo”. Ambas respuestas ocultan el mismo miedo, el miedo a la maravilla, al asombro, a ser deshechos por la belleza, a estar desarmados ante el tono. Los “músicos clásicos” a menudo viven atrapados en una masterclass internalizada que nunca termina. Sus oídos se han convertido en herramientas pedagógicas en lugar de instrumentos de amor.
Y sin embargo, la música no pide análisis antes de admiración. Pide atención que tiembla. El acto más radical de la musicalidad hoy puede ser simplemente escuchar de nuevo, no como “maestro”, no como “profesional” (qué horror), no como experto, no como juez, sino como un ser-ante-el-sonido, ante el tono, ante el misterio de lo que aún nos habla cuando toda “competencia” y “excelencia” ha caído en silencio total…

Comentarios
Publicar un comentario