... Nocturnos de Andalucía ...
Los ¨Nocturnos de Andalucía¨
de Lorenzo Palomo:
noche, danza y memoria sonora
Los días 17, 18 y 19 de noviembre de 2022, junto a la Orquesta de Córdoba, tuve la inmensa fortuna de hacer música muy especial. Interpreté lo que considero, sin reservas, la gran partitura española para piano y orquesta desde las Noches en los Jardines de España de Manuel de Falla: los Nocturnos de Andalucía (Suite Concertante) de Lorenzo Palomo (1938 - 2024), escritos en 1995 en un frío invierno berlinés que, pese a su lejanía, supo evocar con luminosa nitidez la Andalucía perdida de la infancia del compositor.
Pues la infancia, ese mito de belleza irrecuperable, esa única patria verdadera que nos acompaña siempre en secreto, reaparece en esta música como un territorio encantado. Andalucía se convierte aquí en tierra de hadas y misterios, en escenario donde el recuerdo se confunde con el sueño, donde cada compás revive la inocencia extraviada y la convierte en fulgor sonoro. Y quizá ahí resida lo más hondo: que la infancia, patria imposible y sin embargo presente, no deja de ser la cifra ontológica de toda música, el lugar donde se funden lo vivido y lo imaginado, lo real y lo soñado. Así, en estos Nocturnos, Andalucía no es ya geografía, sino un tiempo abolido que retorna en forma de revelación estética.
Esta obra, de unos 40 minutos, dividida en seis movimientos, no solo es un homenaje al sur español, sino también a la noche misma como símbolo y umbral. Como Falla en sus Noches en los Jardines de España, Palomo recurre al tropo del “nocturno”, no ya en el sentido de la introspección, sino como marco sonoro que alberga memoria, danza, muerte, deseo, luto y celebración. Es un tropo nocturno plural, dramático, narrativo, poblado de personajes implícitos: un brindis dionisiaco, una joven vestida de blanco (Marialuna), el joven torero muerto (Manolo Montoliú), el amante que no llega, el viento que murmura, el pueblo que baila.
Todos estos símbolos dialogan entre sí como figuras de un teatro secreto, componiendo un drama nocturno total, casi una ópera sin palabras. En él, la vida y la muerte se entrelazan en un mismo gesto sonoro, lo íntimo se vuelve colectivo, y lo festivo se confunde con lo elegíaco. La obra se despliega así como una procesión de imágenes arquetípicas donde Andalucía (infancia, mito y memoria) se revela como un escenario de lo universal humano.
I. Suite Concertante: género mestizo, forma simbólica
El título mismo ya encierra una ambigüedad fecunda: Suite Concertante. Un género híbrido, fronterizo, infrecuente. Charles Gounod, Martinů, Milhaud, Tansman, Dubois o Lera Auerbach han escrito obras que exploran esta forma escurridiza que mezcla la variedad episódica de la suite (serie de danzas, evocaciones, cuadros) con la tensión dialógica del concierto (concertare: luchar, disputar, dialogar). Una forma mestiza, en perpetuo tránsito, que rechaza la rigidez arquitectónica de la sonata clásica y se abre a la libertad de la imaginación.
Palomo no se adscribe a una lógica cerrada de sonata, sino que construye una narración emocional, una dramaturgia del recuerdo. La obra fluye entre el drama elegíaco, el fulgor rítmico y el canto sensual, sin necesidad de una lógica tonal normativa, sino sostenida por asociaciones de memoria y por contrastes de atmósfera, algo típicamente hispano.
Aquí el piano no se erige en héroe solitario ni en antagonista de la orquesta, sino en cómplice: un solista que se entrelaza, tensa, provoca, acaricia, hiere, reconcilia. En este sentido, los Nocturnos se asemejan más a los concertantes de la ópera, donde varias voces disputan y se entrecruzan en un mismo momento dramático, que al esquema habitual del concierto romántico.
La Suite Concertante de Palomo es, así, un espacio liminar: ni suite pura ni concierto tradicional, sino un umbral donde la memoria personal del compositor, su infancia andaluza perdida, evocada desde Berlín, se convierte en arquitectura sonora. En lugar de una catedral clásica de sonata, lo que se alza es un palacio nocturno de espejos y danzas, poblado de figuras míticas, populares y fantasmales, cuya lógica no es la del desarrollo formal, sino la de la evocación y el símbolo.
II. Las danzas del sur, las sombras de la noche
La palabra suite remite, inevitablemente, al baile. Y en efecto, aquí laten bulerías, zapateados, pasodobles, zambras, marchas moras, peteneras, aunque no como citas literales sino transmutadas por el tamiz orquestal y poético de Palomo. Son danzas soñadas, recordadas desde la distancia, filtradas por la memoria como figuras arquetípicas.
En estos Nocturnos, la danza no es mero ritmo: es evocación, deseo, rito, una manera de convocar presencias y ausencias. El compás flamenco o festivo, al ser trasladado al ámbito sinfónico, se convierte en símbolo: ya no es el baile físico del cuerpo, sino el eco espiritual de una comunidad, la resonancia de una tierra perdida que regresa hecha música.
La estructura de seis movimientos sigue una lógica emocional más que formal: es un itinerario del alma, un arco dramático que se abre con la celebración y el canto, atraviesa la herida de la muerte, se sumerge en la penumbra del duelo, y resurge en la luminosidad del amor y la memoria compartida, celebrada en fiesta al final de la obra.
Cada movimiento es como una estampa nocturna con su propio perfume, pero juntos trazan un relato unitario, una dramaturgia secreta. Se pasa del bullicio a la soledad, de la euforia al lamento, de lo íntimo a lo colectivo, como en un ciclo vital condensado en cuarenta minutos de música.
Lo que en apariencia es una suite se revela entonces como una geografía emocional donde la danza, lejos de ser mero ornamento, se convierte en lenguaje de lo indecible, en metáfora del deseo y en ritual de memoria. Palomo convierte cada compás en un conjuro: Andalucía aparece así no solo como lugar físico, sino como mito sonoro, patria íntima, infancia reencontrada en el fulgor de la orquesta.
PRIMER TIEMPO:
Brindis a la noche
Un rito dionisíaco, una celebración ambigua que estalla como un ritual pagano. Como los brindis de Verdi o Donizetti, tiene un aire de fiesta ebria, pero también de conjuro ancestral. El brindis, en su origen, era una libación a los dioses, un pacto entre vivos y muertos, una súplica para que la vida continuara.
Palomo convierte ese gesto arcaico en música: una exaltación sensual de la noche andaluza, alegre, sí, pero teñida de sombras, en modo menor, como todo brindis auténtico, donde el júbilo y la melancolía beben de la misma copa.
La palabra “brindis” procede del alemán bring dir’s —“te lo ofrezco”—, fórmula que recuerda su esencia de don y ofrenda. En el mundo romano, chocar las copas implicaba un gesto de confianza contra el envenenamiento; en el universo vikingo, el sonido del cristal completaba la sinfonía de los sentidos en el gozo de beber. En Grecia y Roma, las libaciones a los dioses y a los muertos eran el antecedente religioso de esta práctica social. Cada brindis, por tanto, es más que un gesto festivo: es un acto de comunión con lo invisible, un eco de sacrificio y rito.
Palomo recoge este arquetipo y lo traslada al terreno instrumental. No se trata aquí de un brindisi operístico literal, como el Libiamo ne’ lieti calici de La Traviata, el Viva, il vino spumeggiante de Cavalleria Rusticana, o los brindis de Lucrezia Borgia, Otello o Macbeth. En esas páginas, la voz humana llama al vino, a la alegría compartida, a la complicidad colectiva. En cambio, en los Nocturnos de Andalucía, la orquesta y el piano celebran un brindis sin palabras: música que sustituye a la voz, pero mantiene intacta la fuerza de lo invocatorio.
El movimiento comienza con fanfarrias brillantes, casi ebrias, cargadas de disonancias especiadas, en un modo deuterus que recuerda a Bartók en su tratamiento del folclore: terroso, áspero, vital. El piano entra primero con una reflexión casi elegíaca, saética, como si dudara del convite, pronto arrastrado por la marea orquestal hacia un torbellino de celebración. La tensión entre el gesto íntimo y la explosión colectiva marca la dramaturgia del movimiento: se brinda, se celebra, pero siempre con la conciencia de lo efímero, de lo ambiguo de la noche.
Este brindis no es decorativo, sino invocación dionisíaca: la exaltación de lo sensual en el límite entre vida y muerte, alegría y duelo.
La música de Palomo convierte estas palabras no en poesía escrita, sino en sonoridad ritual: un umbral sonoro que abre toda la Suite Concertante. Aquí la noche se presenta ya en su ambigüedad fundamental: festiva y oscura, radiante y misteriosa, sensual y elegíaca. El brindis inaugura así no solo la obra, sino la experiencia entera de los Nocturnos: la música como conjuro compartido, como gesto comunitario que une lo humano con lo divino, lo visible con lo invisible.
SEGUNDO TIEMPO:
Sonrisa truncada de una estrella
Este segundo movimiento es una elegía trágica, una elegía del alba. El firmamento llora: un joven muere a las cinco de la tarde. El título mismo condensa la metáfora: la vida de un hombre apagada como la luz repentina de una estrella fugaz. La música de Palomo no describe la corrida, sino el instante mismo en que la sonrisa se extingue y la existencia se convierte en memoria, en símbolo.
Este movimiento es un golpe al corazón. Palomo evoca la tragedia del torero valenciano Manolo Montoliú (1954–1992), banderillero de la cuadrilla de José María Manzanares, muerto en la Maestranza de Sevilla al ser empitonado por el toro Cubatisto. El toque de clarín que anunció su muerte detuvo la corrida en un silencio sepulcral: la fiesta se quebró en duelo colectivo. Palomo traduce esa escena en música: tras una calma inicial engañosa, donde el piano borda líneas melancólicas, un fortissimo brutal (“como un látigo”, en palabras del compositor) estalla con trompas y cuerdas al unísono, como astas que se alzan bajo la luna. Es la hora trágica de Lorca: “Eran las cinco en punto de la tarde”.
La sombra de Federico García Lorca y su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías sobrevuela este movimiento. No solo por la coincidencia fatal de la muerte del torero en la plaza, sino por la poética compartida: el toro y la arena como escenario donde la vida se expone desnuda al misterio de la muerte. Lorca convirtió la cornada de 1934 en elegía universal; Palomo hace lo mismo con la de 1992, elevando la herida particular a mito sonoro.
La iconografía taurina, tan presente en Goya, Picasso, Zuloaga, Sorolla, Benlliure, también late en estas páginas. La tauromaquia, más allá del debate contemporáneo, ha sido durante siglos espejo de lo español, metáfora de eros y thanatos. Ernest Hemingway lo intuyó: “la corrida es el único arte donde la muerte está siempre presente”. Y Lorca lo subrayó con palabras que resuenan aquí: “Creo que los toros son la fiesta más culta que existe en el mundo”. La música de Palomo no estetiza la sangre, sino que la trasfigura en símbolo: el estallido orquestal es herida y resurrección, dolor y gloria.
La textura orquestal oscila entre el lamento y la violencia: clusters disonantes en maderas que gimen como la multitud, líneas desgarradas de cuerdas que recuerdan el luto colectivo, un piano que no encuentra refugio, absorbido por el oleaje. Todo está narrado como un sueño oscuro, un presagio inevitable: “El firmamento llora en una noche clara. Ese mismo día, un valiente joven vio su vida destrozada como la sonrisa de una estrella”, escribió Palomo.
Este movimiento nos recuerda que la noche de Andalucía no es solo fiesta, sino también tragedia. La muerte irrumpe en la plaza iluminada, y con ella la conciencia de lo efímero. El arte taurino, en la visión de Palomo, no es espectáculo, sino símbolo existencial: el hombre frente a su límite, el instante en que la vida se ofrece como sacrificio. La música aquí no consuela, sino que hiere; pero esa herida es también revelación.
Así, Sonrisa truncada de una estrella funciona como el corazón oscuro de la Suite: la contracara del brindis inicial. Si el primer movimiento era invocación dionisíaca, este segundo es elegía apolínea: un canto al orden roto, al destino inexorable. La suite, desde aquí, ya no será solo celebración: será memoria atravesada por la conciencia de la muerte. Si el primer tiempo era un nocturno dionisíaco y sensual, este segundo se revela por tanto como su reverso sombrío: una elegía, una meditación sobre la muerte, un auténtico memento mori. Nada más hispano que esta conciencia trágica: desde Quevedo y Calderón hasta Goya y Lorca, la cultura española ha mirado a la muerte no con evasión, sino con frontalidad poética, elevándola a tema central de su arte.
Palomo se inscribe en esta tradición al hacer de la música un recordatorio de lo efímero, un canto que, como los versos de Jorge Manrique, recuerda que la vida no es sino “los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. Aquí, la noche no es sensualidad ni rito festivo: es la hora fatal, el instante donde el arte se convierte en memoria y donde la música se hace conciencia de límite.
TERCER TIEMPO:
Danza de Marialuna
Tras la invocación dionisíaca del primer movimiento y la elegía trágica del segundo, el tercer tiempo se abre como un remanso luminoso, aunque teñido de melancolía. Palomo inventa el nombre de Marialuna, y al inventarlo, crea también un mito sonoro, inspirado en la niña vestida de blanco del poema de Juan Ramón Jiménez (Arias tristes, 1903):
poema
de
Arias Tristes
(1903)
Yo dije que me gustaba
-ella me estuvo escuchando-
que, en primavera, el amor
fuera vestido de blanco.
Alzó sus ojos azules
y se me quedó mirando,
con una triste sonrisa
en sus virjinales labios.
Siempre que crucé su calle,
al ponerse el sol de mayo
estaba seria, en su puerta,
toda vestida de blanco.
Juan Ramón Jiménez
En ese texto juvenil, atravesado por la pérdida del padre y por el paisaje borroso del recuerdo, aparece una figura femenina virginal, que espera siempre en la puerta, vestida de blanco, con una sonrisa truncada por la tristeza. Palomo convierte a esa aparición en arquetipo: la eterna femenina andaluza, símbolo de pureza, espera y deseo nunca cumplido.
La Danza de Marialuna es el movimiento más largo de la suite y se erige en su centro lírico. El piano traza arabescos cristalinos que evocan pasos de baile, mientras la orquesta construye un tapiz de bulerías, zapateados, pasodobles y peteneras, transmutados por melismas árabes y giros sefardíes. La música suena como si el flamenco hubiera sido filtrado por un prisma impresionista, uniendo la raíz popular con una orquestación poética y refinada. Es un flamenco soñado, atravesado de nostalgia.
En este movimiento, Palomo responde a la tragedia del segundo tiempo no con solemnidad, sino con gracia: la gracia de una niña que baila para un amado ausente, con la esperanza de que aparezca y la acompañe. Sin embargo, como en el poema, el amor queda sin consumar: la espera se suspende en un acorde final, abierto, inestable, como si la danza se evaporara en el aire nocturno.
El tema del amor no correspondido, tan recurrente en la lírica medieval de los trovadores y en la poesía de todos los tiempos, se convierte aquí en materia musical. Lo que en la vida produce obsesión, tristeza o enfermedad, en el arte se sublima como belleza: la pena se vuelve ritmo, el anhelo se transforma en canto. Marialuna baila vestida de blanco, pero su blancura no es sólo inocencia, sino también ausencia, vacío, reflejo de una luna que alumbra sin calentar.
En este sentido, Danza de Marialuna encarna el aspecto erótico y lunar de los Nocturnos de Andalucía: el contrapunto femenino a la violencia masculina del segundo movimiento. Es el nocturno de la espera, del deseo que nunca llega a cumplirse. Y sin embargo, en su danza resplandece la capacidad humana de transformar la carencia en arte, la soledad en belleza compartida. Palomo crea aquí un personaje mítico que trasciende su origen literario: Marialuna es ya, en esta música, un emblema de Andalucía como tierra de amor, de misterio y de nostalgia.
En cierto modo, Marialuna es la réplica andaluza a las heroínas blancas de la lírica simbolista europea: una Ofelia flamenca, una Isolda en miniatura, una Beatriz lunar que no salva al amado, sino que lo espera en vano. La espera es aquí más poderosa que el encuentro: es la metáfora de un deseo eternamente diferido, convertido en danza. Palomo transforma la ausencia en presencia sonora: cada compás está hecho de lo que no llega, de lo que se sueña sin cumplirse.
El nombre mismo, inventado por el compositor, condensa esa doble condición: María, lo terreno y cercano; Luna, lo inaccesible y celeste. Así, Marialuna es un símbolo bifronte: mujer y astro, cuerpo y misterio, Andalucía y eternidad. La danza que lleva su nombre se convierte en un nocturno erótico dentro de la suite: no tanto una escena amorosa como una meditación sobre la espera infinita, sobre la capacidad del ser humano de convertir el vacío en belleza y de hacer de la carencia un ritual de luz.
En las danzas, o en la danza, de Marialuna, late también, transfigurada, la idea wagneriana del Ewig-Weibliche, ese “eterno femenino” que arrastra, salva o condena. Pero aquí, lejos de las brumas germánicas, el arquetipo adopta forma española: la mujer como misterio virginal y a la vez fuerza telúrica, encarnación de la pureza y del deseo. No es la abstracción metafísica de una Isolda ni la mística transfigurada de una Elisabeth, sino la joven andaluza de blanco, que espera en la puerta de su casa al caer la tarde, con los pies en la tierra y los ojos en el infinito.
La danza española, filtrada por Palomo, es el vehículo de esa doble condición. El baile golpea la tierra como un conjuro de vida, mientras los melismas se elevan hacia lo aéreo, como plegaria. En esa tensión entre lo virginal y lo sensual, entre lo terrestre y lo lunar, se cifra la poética de Marialuna: la mujer andaluza como emblema de un amor que nunca se consuma, pero que en su espera, en su baile y en su blancura, contiene toda la hondura del mito.
CUARTO TIEMPO:
Ráfaga
Si los primeros tres movimientos habían desplegado el ritual, la tragedia y la espera amorosa, el cuarto tiempo irrumpe como un intermezzo ligero, un scherzo nocturno que sopla como un respiro. Ráfaga es viento de madrugada, aire que limpia, instante fugaz en que la noche parece agitarse antes de ceder al amanecer. Palomo lo concibe como un amuse-bouche musical, una miniatura que refresca el paladar del oyente tras la densidad trágica y erótica de los movimientos anteriores.
El viento aquí no es mero fenómeno meteorológico: es música en sí misma. Como Céfiro, el dios griego del aliento dulce y fructificador, esta ráfaga trae consigo una sensación de renovación, de promesa, de tránsito. Las cuerdas susurran en armónicos como brisas lejanas, las maderas trazan arabescos caprichosos, y el piano marca un zapateado inaudito: no en el ímpetu sonoro habitual, sino en pianissimo, sobre escalas octatónicas y hexátonas que le otorgan un aire casi mágico, entre lo popular y lo cosmopolita.
Este movimiento es, en apariencia, ligero. Pero bajo su superficie encierra una simbología profunda: el viento como soplo vital, como aliento de madrugada que despierta los jazmines en los patios cordobeses, como respiración cósmica que recuerda al oyente la fragilidad del instante. Es un nocturno en miniatura, casi impresionista en su economía de medios, que consigue algo extraordinario: hacernos sentir el frescor del aire, la claridad que empieza a insinuarse antes del alba.
Ráfaga es justamente este momento: la frontera invisible en que la oscuridad se resquebraja y anuncia, sin mostrarlo todavía, el día que vendrá. Un nocturno de tránsito, un soplo que, breve como un suspiro, guarda la memoria de lo efímero.
La ligereza de este movimiento no es evasión, sino revelación. Palomo sabe que después de la tragedia y de la espera amorosa, el oído necesita un respiro, pero no vacío: un espacio donde la música se vuelva aire, donde el sonido recuerde su origen en el soplo, en el aliento. En este sentido, Ráfaga funciona como metáfora de la música misma: aquello que pasa y se extingue al instante, pero que, como el viento, deja huella en lo que toca.
El carácter fugaz de este scherzo nocturno remite también a la tradición española de las danzas ligeras intercaladas entre escenas graves, como los intermedios teatrales del Siglo de Oro o las seguidillas en las zarzuelas. Aquí, sin embargo, la referencia popular se transforma en algo casi abstracto: un zapateado que apenas se oye, reducido al mínimo, como si el recuerdo del baile quedara suspendido en el aire. Es danza hecha fantasma, gesto reducido a susurro.
Al final, lo que parece un pasaje menor dentro de la arquitectura de la suite se convierte en bisagra esencial. Ráfaga marca el punto de inflexión: prepara al oyente para la hondura, poesía y melancolía del quinto movimiento, pero lo hace limpiando la atmósfera, como un viento que despeja el polvo de la plaza después del sacrificio. Es, por tanto, un recordatorio de que en la noche andaluza no todo es muerte o deseo: también hay momentos de suspensión, de pura respiración, donde la música se disuelve en aire y nos reconcilia, por un instante, con la fragilidad de existir.
QUINTO TIEMPO:
Nocturno de Córdoba
El Nocturno de Córdoba es el corazón palpitante de la suite, su joya lírica, el momento en que la inspiración de Palomo alcanza una altura inusitada. Tras el rito, la tragedia, la espera y el soplo intermedio, la música se concentra aquí en la melancolía más pura: rocío, jazmín, silencio. El piano entona una melodía que parece extraída del aire mismo de Andalucía, comparable en belleza a las grandes páginas sinfónicas de los más grandes compositores de la historia, pero con un perfume inequívocamente hispano. Es una de las melodías más inspiradas de toda la música sinfónica española, destinada a sobrevivir como emblema de lo eterno.
La ciudad de Córdoba aparece aquí no como simple lugar geográfico, sino como símbolo de un legado espiritual. Fundada por Roma, engrandecida por el islam, ennoblecida por judíos y cristianos, Córdoba es cuna de un sincretismo cultural único en la historia europea. En este movimiento, esa pluralidad se escucha en la textura musical: el piano evoca la guitarra con acordes perlados que caen como gotas de agua sobre hojas; las cuerdas tejen un manto de nostalgia que recuerda la liturgia mozárabe; las maderas trazan arabescos de sabor oriental; y sobre todo planea la sensación de un eco sefardí, como si el pasado de la Judería cordobesa aún respirara entre los compases.
Pero no se trata de arqueología sonora, sino de memoria poética. El Nocturno de Córdoba está habitado por el sentimiento del exiliado, del hijo que recuerda su tierra desde lejos. Palomo, escribiendo en Berlín, mira hacia Andalucía con la misma mirada que Machado dirigía a Castilla o que Cernuda a Sevilla: la del que añora lo perdido y lo transforma en canto. La música fluye sin prisa, suspendida entre sueño y recuerdo, hasta que se disuelve en un silencio impregnado de fragancia. En ese silencio, como escribió el propio compositor, aún resuenan “los tonos nacarados de la guitarra como gotas de rocío sobre las hojas de los naranjos y los jazmines”.
Este movimiento concentra la poética de toda la obra: la noche como espacio de memoria, la música como encarnación de lo que se ama y se pierde. El oyente percibe aquí no sólo un homenaje a Córdoba, sino a toda Andalucía como patria de la infancia y de la imaginación. Si algo asegura la inmortalidad de esta suite, es este Nocturno: porque convierte la nostalgia en forma, el perfume en sonido, y la historia en pura emoción compartida.
El Nocturno de Córdoba pertenece, pues, a esa rara estirpe de movimientos en los que un compositor, casi sin proponérselo, parece alcanzar la verdad desnuda de su lenguaje. Así como Falla encontró en las Noches en los jardines de España un espejo perfecto de su mundo interior, Palomo halla en estas páginas la melodía que lo define, que lo trasciende, que lo sobrevive. La sensación de inevitabilidad, como si esa música hubiese estado siempre ahí, esperando ser escrita, le confiere a este nocturno un aura de destino cumplido.
Además, la elección de Córdoba como núcleo poético no es casual. En la memoria colectiva, Córdoba encarna la Andalucía de la sabiduría, la mística y la belleza serena, distinta de la Sevilla festiva o la Granada romántica. Es la ciudad de las fuentes, los patios, la mezquita, los baños; la ciudad donde lo islámico, lo judío y lo cristiano se encontraron en un tiempo irrepetible. Palomo traduce ese sincretismo en música, componiendo un nocturno que respira pluralidad: en él conviven lo árabe y lo sefardí, lo litúrgico y lo popular, lo íntimo y lo universal.
Pero por encima de todo, este movimiento es pura emoción. Su fuerza no radica en la orquestación refinada ni en los giros melódicos de raíz folklórica, sino en la hondura con que transmite un sentimiento de pérdida luminosa: la belleza que se contempla sabiendo que ya no nos pertenece.
Es una música que huele a patio en sombra, a azahar en penumbra, a agua que fluye suavemente. Y en esa fragancia reconocemos algo más grande que un recuerdo personal: el anhelo compartido de todos los que alguna vez han sentido que su única patria verdadera es la infancia, evocada aquí como un jardín cordobés en la noche.
SEXTO TIEMPO:
El Tablao
La suite culmina con un regreso a la celebración: El Tablao, fiesta orgiástica, comunión dionisíaca en la que la orquesta entera se convierte en madera viva, en palmas, en jaleos. No es una fiesta abstracta, sino el eco del Zoco Municipal de Córdoba, donde un joven Palomo, adolescente en los años cincuenta, asistía a improvisados espectáculos flamencos bajo las estrellas. Allí, en ese patio mudéjar convertido en mercado de artesanos, vio bailar a gitanas y escuchó guitarras que parecían latir con la tierra misma. Esa experiencia iniciática marcó su vida y se transformó, décadas más tarde, en el fin de fiesta de los Nocturnos.
Aquí la orquesta deja de ser un aparato sinfónico clásico para transfigurarse en un verdadero tablao. Los percusionistas marcan ritmos viscerales con cajones, campanas y palmas flamencas; las cuerdas zapatean en pizzicati; las trompetas se alzan como cantaores en plena exaltación; los trombones y la tuba rugen como un coro de voces profundas. El piano, lejos de su lirismo cordobés anterior, adopta ahora el papel de guitarra rasgueada: cruje, puntea, raspa, se confunde con el compás. Todo vibra como en un patio andaluz iluminado por faroles, donde la música se convierte en danza colectiva.
El recuerdo de los artistas que Palomo conoció en el Zoco da carne a esta evocación: La Tomata, Concha Calero, Merengue, Blanca del Rey… figuras que, con sus taconeos y sus cantes, encarnaban la resistencia cultural de un arte popular convertido en mito. Palomo no copia sus gestos: los transfigura. La orquesta es aquí un organismo vivo que respira al ritmo del flamenco, como si cada músico formara parte de una improvisación comunitaria. El tablao no es sólo escenario: es rito compartido, lugar donde lo árabe, lo gitano y lo judío se funden en un crisol sonoro.
Y sin embargo, incluso en este desenfreno festivo, persiste un matiz de sombra: la conciencia de lo efímero. Los tablaos del Zoco eran improvisados, momentáneos, nacidos de la comunión del instante. Esa fugacidad impregna también el final de la suite: un clímax catártico en que metales y percusión estallan como en una llamarada. El Tablao no cierra la obra con solemnidad, sino con la intensidad irrepetible de una fiesta que se disuelve en la madrugada.
Con este movimiento, Palomo devuelve la obra al principio, cerrando el arco que empezó con el brindis dionisíaco: la noche andaluza es rito, duelo, espera, viento, melancolía y, al final, danza colectiva. En El Tablao triunfa la comunidad: todos los instrumentos, como todos los cuerpos en el patio, se funden en un mismo pulso. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, del gozo sobre la herida, de la memoria sobre el olvido. Una consagración final en que la música, como la propia Andalucía, se sabe efímera y eterna a la vez.
En El Tablao, Palomo propone algo más que una fiesta sonora: convierte a la orquesta en metáfora de un pueblo entero. Cada sección instrumental representa un gesto colectivo (las palmas, el taconeo, el grito, el rasgueo) hasta hacer que el sinfonismo europeo se pliegue ante la inmediatez visceral del flamenco. Es, de algún modo, un gesto político y estético: recordar que la gran tradición orquestal también puede acoger en su seno la fuerza indómita de una cultura popular que ha resistido siglos de marginación.
La construcción del movimiento recuerda la lógica del fin de fiesta flamenco: comienza con un murmullo expectante, casi tímido, como el público que se reúne en torno al tablao, y crece poco a poco en intensidad hasta desembocar en un frenesí de cuerpos y sonidos. El piano, aquí más percusivo que lírico, marca el compás como un guitarrista improvisando en un patio cordobés; la percusión hace del silencio madera vibrante; los metales lanzan llamadas que parecen jaleos. Todo conduce a un clímax en el que la música parece desbordarse de la partitura, como si la propia orquesta se abandonara al trance.
Pero El Tablao no es sólo celebración; es también memoria. Palomo, al evocar aquellos veranos juveniles en el Zoco, convierte el recuerdo en rito estético: la obra termina como había empezado, en comunidad, pero ahora con una sabiduría añadida, la de haber atravesado tragedia, espera, viento y melancolía. El último acorde no clausura, sino que abre: deja suspendida en el aire la vibración de un compás por bulerías, como eco que se prolonga en la imaginación del oyente. Así, El Tablao es tanto conclusión como promesa: la música como fiesta que nunca muere del todo, porque renace en cada cuerpo que recuerda y baila.
Los Nocturnos de Andalucía de Lorenzo Palomo conforman un viaje sonoro a través de la noche como metáfora de la vida: rito, tragedia, deseo, viento, melancolía y fiesta. Cada movimiento se erige en una estación simbólica, y juntos componen una dramaturgia secreta que oscila entre lo individual y lo colectivo, lo íntimo y lo mítico.
El ciclo se abre con el Brindis a la noche, invocación dionisíaca que celebra la sensualidad de la vida, pero ya teñida por la ambigüedad del vino y del rito. Le sigue la herida de la muerte en la Sonrisa truncada de una estrella, elegía lorquiana que transforma la plaza en escenario existencial. En la Danza de Marialuna, el eros femenino aparece como espera infinita: un amor no correspondido que se convierte en danza suspendida, en blancura lunar. Después llega Ráfaga, el soplo ligero de la madrugada, música de tránsito, casi impresionista, que refresca el aire y prepara el terreno para el centro lírico de la obra.
Ese centro es el Nocturno de Córdoba, joya inspirada que condensa en una melodía inolvidable la historia, la memoria y el perfume de la ciudad natal del compositor: azahar, agua, silencio y nostalgia, como un canto universal a la belleza efímera. Finalmente, el viaje culmina en El Tablao, apoteosis festiva en que la orquesta se convierte en comunidad, tablao flamenco bajo las estrellas, consagración del arte popular como rito eterno.
Así, la suite es más que un ciclo de piezas: es un drama nocturno total. Palomo nos conduce desde la exaltación dionisíaca hasta la catarsis final, pasando por la tragedia, el eros, el viento y la melancolía. Andalucía aparece como tierra de símbolos donde lo sensual convive con lo elegíaco, donde lo popular se convierte en universal, donde la memoria se hace música. Y en esa noche plural (festiva y trágica, íntima y colectiva, efímera y eterna) se cifra la verdad más honda de la música: ser, como la vida misma, un fulgor que sólo existe en el instante, pero que nos acompaña para siempre.
III. Genealogías del alma musical
La música de Lorenzo Palomo no surge en el vacío, sino que se alimenta de una compleja red genealógica que une talleres gremiales, academias y tradiciones orales.
Como compositor, se formó con Joaquín Zamacois y Joaquín Reyes Cabrera, herederos de Turina y Guridi, y a través de ellos de una larga cadena que remonta a Fétis, Franck, Cherubini, Durante, Paisiello y Arrieta: linajes franceses, italianos y austrohúngaros que se entrelazan con lo hispano en un mestizaje característico.
Como pianista, recibió la enseñanza de Sofía Puche, discípula directa de Alfred Cortot y de Santiago Riera (profesor de Ravel), lo que lo situaba en una corriente que iba de Chopin a París y de París a Barcelona, filtrada por la elegancia del toque francés y la hondura del canto romántico.
Y como director, estudió con Boris Goldovsky, alumno de Schnabel y Dohnányi, y asistente de Fritz Reiner, a su vez discípulo de Bartók y colaborador de Richard Strauss: una línea que lo conectaba con la gran tradición austro-germánica de la dirección orquestal.
De este modo, Palomo encarna una genealogía paneuropea, culturalmente católica y universal, en la que confluyen lo artesanal y lo filosófico, lo popular y lo culto. Sus Nocturnos de Andalucía son, en el fondo, la síntesis viva de esa herencia: el lirismo de la tradición francesa, el rigor formal de la alemana, la expresividad cantable de la italiana, y el impulso dionisíaco mediterráneo que lo ancla en su tierra andaluza.
Esa genealogía múltiple sitúa a Palomo en una posición singular dentro de la música española: no como un compositor aislado, sino como un eslabón de una vasta cadena de transmisión, en la que cada maestro deja su huella y cada alumno transforma lo recibido en algo nuevo. La música, en esta perspectiva, se asemeja a un oficio gremial medieval, donde el aprendizaje no consiste solo en absorber técnicas, sino en encarnar una visión del mundo. Palomo comprendió esta dimensión heredada: componer, tocar o dirigir no eran para él gestos individuales, sino actos de continuidad histórica, artesanales y espirituales al mismo tiempo.
La presencia de Joaquín Zamacois en su formación marca un vínculo decisivo con la escuela catalana de composición, heredera de Balart y Gabanyach, y a través de ellos de Cherubini y Fétis. Esa línea franco-italiana aportaba claridad formal, respeto por la tradición contrapuntística y un sentido de disciplina que nunca abandonó a Palomo, incluso en sus obras más libres y líricas.
En cambio, la figura de Joaquín Reyes Cabrera le transmitió la savia de Turina y Guridi, es decir, la veta popular, la raíz española que late en las danzas, modos y giros melódicos. En Palomo ambas influencias, la claridad francesa y la sensualidad hispana, se funden sin anularse, dando lugar a un lenguaje donde la forma y el color se sostienen mutuamente.
Como pianista, la genealogía francesa recibida a través de Sofía Puche y Cortot lo vinculaba a la tradición de Chopin y Fauré: un piano concebido como instrumento de respiración, de lirismo, de clarté. Esa tradición le dio a Palomo un oído refinado para el timbre y la articulación, y un instinto para el canto interior, que impregna su escritura pianística. Pero al mismo tiempo, el contacto indirecto con Ravel a través de Santiago Riera añadía un matiz de modernidad: la capacidad de concebir el teclado como orquesta, de pensar en colores y texturas más allá de la melodía pura.
La faceta de director, por su parte, lo situaba en otra genealogía igualmente exigente: la que arranca con Bartók y Strauss, pasa por Fritz Reiner y llega hasta Goldovsky, su maestro directo. De ese linaje aprendió el rigor germánico, la precisión rítmica, la capacidad de organizar grandes masas sonoras sin perder la tensión dramática. No es casual que Palomo, instalado durante décadas en Berlín, se convirtiera en un mediador natural entre la tradición centroeuropea y la sensibilidad mediterránea: un puente vivo entre dos mundos que a menudo se perciben como opuestos, pero que en él se revelan complementarios.
En última instancia, su genealogía musical no es un árbol lineal, sino un tejido polifónico. Lo italiano, lo francés, lo alemán y lo español se entrecruzan en su obra como voces en fuga, cada una con su acento, cada una con su carácter, todas formando un contrapunto identitario. Esa polifonía se traduce en una música donde conviven la melodía popular y el sinfonismo centroeuropeo, la intimidad pianística y la expansión orquestal, el rito ancestral y la modernidad cosmopolita. Sus Nocturnos de Andalucía son quizá el ejemplo más claro: una obra en la que la herencia se convierte en destino, y donde la tradición, lejos de ser peso muerto, se transforma en fuerza viva, creadora y universal.
Pero quizá, en última instancia, convenga desconfiar de tanto árbol genealógico, de tanta enumeración de maestros y discípulos. Las escuelas explican influencias, pero nunca alcanzan a explicar lo esencial: lo irreductiblemente singular de una voz. Palomo, como todos los grandes, escapa a las etiquetas. No es “francés” ni “alemán” ni siquiera, en último término, “español”: es él mismo, con su mundo sonoro irrepetible. La genealogía ilumina raíces, pero la obra verdadera siempre crece torcidamente, buscando la luz por caminos inesperados.
En este sentido, Palomo se asemeja a Falla o a Albéniz, a Debussy o a Bartók: músicos que aprendieron de todos, pero que finalmente borraron las huellas de la escuela para escribir desde sí mismos. No hay manual que contenga el misterio de una melodía como la del Nocturno de Córdoba, ni doctrina pedagógica que explique la irrupción jubilosa de El Tablao. Allí donde la tradición ofrece moldes, Palomo los desborda; allí donde la escuela enseña disciplina, él descubre libertad.
Por eso, más allá de su genealogía, lo que importa es reconocer lo inédito. En Palomo, la música no es prolongación de una tradición, sino transfiguración: el paso de lo recibido a lo propio. Y lo propio, en su caso, tiene la huella de lo irrepetible: el perfume de una infancia andaluza convertida en sonido universal.
IV. Alegoría de la noche
La noche, como bien vio Novalis, es el territorio de las revelaciones. Bajo su manto, el yo se diluye, el tiempo se curva, el sentido se suspende. Es el reino de lo misterioso, de lo íntimo y de lo infinito, donde lo visible se despoja de contornos y el alma queda expuesta a la verdad de lo indescifrable. En los Nocturnos de Andalucía, Palomo no se limita a pintar la noche como un telón de fondo, sino que la convierte en protagonista absoluta: festiva, trágica, aromática, sensual, sonora. La noche no es aquí mera ausencia de luz, sino metamorfosis de la claridad. Como escribió Cernuda, “la noche, por ser triste, carece de fronteras”: es la patria de lo ilimitado.
En esta visión, Palomo dialoga con toda una tradición musical que hizo de la noche un género espiritual. Desde los Nocturnes de John Field, que inauguraron la lírica crepuscular en el piano, hasta los de Chopin, que la convirtieron en confesión poética; desde Fauré y Debussy, que la transfiguraron en veladura impresionista, hasta Enescu y Mussorgsky, que la cargaron de resonancias folclóricas y dramáticas. Schumann, con su In der Nacht, la asoció al vértigo del deseo; Ravel, con su Gaspard de la nuit, la hizo territorio de lo fantástico y lo demoníaco. Palomo recoge todos esos ecos, pero los desplaza hacia otra dimensión: su noche no es centroeuropea ni simbolista, sino vivida y mediterránea, tangible como el perfume del azahar en un patio cordobés, ardiente como el rasgueo de una guitarra, frenética como el zapateado en un tablao, silenciosa como el agua que corre en una fuente bajo la luna.
Lo que emerge en estos Nocturnos es, por tanto, una alegoría andaluza de la noche: la experiencia de un tiempo sin fronteras en el que se funden rito, tragedia, eros, viento, melancolía y fiesta. Cada movimiento encarna una de esas máscaras nocturnas, y en conjunto forman una sinfonía de la penumbra entendida no como privación, sino como plenitud. La noche se revela aquí como el espacio donde se cruzan lo humano y lo cósmico, donde el duelo se confunde con la danza y donde la música encuentra su verdad más honda: ser revelación fugaz de lo eterno en el instante.
La noche ha sido una de las grandes obsesiones del arte occidental, desde la pintura hasta la arquitectura. Goya la entendió como escenario de lo demoníaco en sus Pinturas negras, mientras que Van Gogh, con su Noche estrellada, la convirtió en materia cósmica, turbulenta y luminosa. En la escultura, Rodin concibió cuerpos que parecen surgir de un sueño nocturno, suspendidos entre eros y muerte; y en la arquitectura, la noche transforma los espacios, desde la penumbra mística de las catedrales góticas hasta la geometría blanca de la Alhambra bañada por la luna. La noche no es solo un tiempo: es un modo de mirar, un lente que cambia la percepción de todas las formas.
En la literatura y el teatro, la noche es igualmente decisiva: Shakespeare la hace cómplice del amor prohibido en Romeo y Julieta, y también del crimen y la duda en Macbeth. Goethe, Novalis y Hölderlin la habitaron de misterio metafísico, mientras que en España, la noche oscura de San Juan de la Cruz la convirtió en símbolo místico del camino hacia lo absoluto.
La modernidad no se quedó atrás: Juan Ramón Jiménez la concibió como velo melancólico, Cernuda como frontera sin límites, Lorca como escenario trágico en el Romancero gitano y en el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. En la novela, Proust convierte las noches de insomnio en el laboratorio de la memoria, y en el cine, Bergman y Tarkovski las usan como espejo del alma: La noche de Antonioni o Nostalghia de Tarkovski son también meditaciones sobre la penumbra existencial.
En la música, la noche se ha desplegado en formas infinitas: desde los Notturni de Mozart y el Notturno de Schubert para cuerdas, hasta las Noches en los jardines de España de Falla, donde la oscuridad se hace jardín sonoro. En el piano, más allá de Field y Chopin, la noche resplandece en Liszt (Liebesträume), en Scriabin (Vers la flamme como alba incendiada), en Bartók (la noche en los montes de Transilvania) y en Ginastera (Nocturnos), entre muchos otros.
En el terreno sinfónico, Mahler convirtió la noche en sinónimo de tránsito metafísico (Nachtmusik de la Séptima Sinfonía), mientras que Schoenberg y Strauss la asociaron al eros y al destino en Verklärte Nacht y Eine Alpensinfonie.
Palomo recoge toda esa herencia y la transforma en clave andaluza: su noche no es abstracta ni simbolista, sino corporal, fragante y mestiza, hecha de patios, zocos y plazas, de silencio y bullicio, de historia y memoria.
V. Conclusión: una obra emblemática
Es quizá la obra más emblemática de Lorenzo Palomo. No solo por su ambición y extensión, sino porque condensa toda su poética: la fusión entre lo culto y lo popular, la memoria de infancia transfigurada en música, el sincretismo espiritual de una tierra donde conviven muchas culturas, y la celebración de la danza y del canto como formas de redención. En los Nocturnos de Andalucía confluyen el lirismo del exiliado, la sabiduría de un sinfonista maduro y la nostalgia intacta de un adolescente que escuchaba palmas flamencas en un zoco cordobés.
Escrita en 1995, durante un crudo invierno berlinés, cuando Palomo ejercía como director de orquesta estable en la Deutsche Oper de Berlín, esta partitura emerge como heredera natural de las Noches en los jardines de España de Manuel de Falla, compuestas ochenta años antes. Pero la relación con Falla no es de continuidad pasiva, sino de relectura íntima. Palomo actualiza el tropo del nocturno y lo vuelve mestizo, híbrido, fronterizo. Si Falla había convertido los jardines granadinos y cordobeses en metáfora del ensueño modernista, Palomo transforma la noche cordobesa en alegoría del recuerdo, del duelo y de la fiesta. La distancia geográfica (el Berlín gélido) se convierte en catalizador de la memoria: cada compás es carta de amor escrita desde el exilio, una elegía jubilosa.
El género elegido, la Suite Concertante, es ya en sí mismo una declaración estética. Raro en la historia de la música, habita un territorio liminar entre la libertad episódica de la suite y la tensión dialógica del concierto. Palomo lo utiliza con plena conciencia: el piano no es héroe ni antagonista, sino compañero de viaje, espejo del compositor que dialoga con su tierra perdida a través de la orquesta.
La tensión entre individuo y grupo se convierte en metáfora del desarraigo: un yo solitario frente a la memoria coral de Andalucía. En este sentido, la obra prolonga la genealogía de los concertantes operísticos, donde las voces múltiples se entrelazan como drama colectivo, y la inserta en un linaje híbrido que va de Gounod y Milhaud a Lera Auerbach.
Cada movimiento encarna un rostro de la noche: el brindis dionisíaco, la tragedia elegíaca, la sensualidad erótica, la ráfaga cósmica, la melancolía cordobesa y la catarsis festiva del tablao. En esa estructura se reconoce no solo una lógica musical, sino también un itinerario existencial: de la invocación al duelo, de la espera al viento, de la melancolía a la celebración. La suite es, en última instancia, una cartografía emocional de la noche andaluza, un fresco simbólico que abraza lo efímero y lo eterno, lo individual y lo comunitario.
Al tocarse en Córdoba en 2022, en La Mezquita, la obra cerró un círculo de sentido. La música concebida en la lejanía helada de Berlín retornaba, por fin, a la tierra cálida que la inspiró. Era el reencuentro de un compositor octogenario con los fantasmas poéticos de su juventud, sublimados en melodías que ya pertenecen a la tradición sinfónica española. En los Nocturnos, el amor se hace sonido: amor a la memoria de una infancia, a la tierra, a la noche como emblema del misterio humano.
En el fondo, ¿qué otra cosa es un concierto sino un brindis colectivo a lo imposible? En esa paradoja reside la fuerza de los Nocturnos de Andalucía: al escucharlos sabemos que la noche no se posee, pero sí se celebra. Y en esa celebración, Palomo nos recuerda que la música, como la infancia y como la patria, solo existe en el instante en que la evocamos.
La elección del género híbrido (Suite Concertante) no es un detalle menor, sino una clave profunda de la obra. Esta forma mixta, a medio camino entre la colección de danzas y el concierto solista, parece hecha a la medida de la sensibilidad hispana, siempre abierta al mestizaje, al cruce, al “ni una cosa ni otra”. La cultura española, desde Al-Ándalus hasta la modernidad, se ha forjado en la mezcla: árabe, judía, cristiana; popular y culta; oral y escrita; litúrgica y profana. Palomo, al fundir suite y concierto, no hace sino prolongar esta tradición de fronteras porosas.
La suite alude a la danza, a lo popular, al gesto corporal; lo concertante, en cambio, remite al diálogo, a la tensión, al refinamiento de la gran orquesta europea. En los Nocturnos de Andalucía, ambas dimensiones no conviven como piezas yuxtapuestas, sino que se fecundan mutuamente: el piano es guitarra, la orquesta es tablao, la bulería se convierte en sinfonía, y la melodía sinfónica se tiñe de cadencia flamenca. Esa hibridez no es anomalía, sino identidad: la música española siempre ha sido fusión, y en esa fusión ha encontrado su mayor fuerza.
Así, esta Suite Concertante de Palomo no es solo una rareza formal, sino un manifiesto estético. Declara que lo español, o mejor, lo hispano, en su hondura más propia, no es lo puro ni lo unívoco, sino lo mestizo. Que la tradición no se conserva como reliquia, sino que renace al mezclarse. Que la música, como la noche andaluza que describe, solo cobra vida cuando se abre a la contradicción: danza y elegía, intimidad y rito, memoria y fiesta.
Comentarios
Publicar un comentario