... sobre tocar y/o dirigir en general, y sobre tocar y/o dirigir sin componer (ni cantar) en particular ...











                                 Contra el ventriloquismo musical: 

por un "hacer-música" que vuelva a significar



... sobre tocar y/o dirigir en general, y sobre tocar y/o dirigir sin componer (ni cantar) en particular ...





    Para mí, dirigir es devolver a la música su primer idioma: el lenguaje de la metáfora, el símbolo, el ritual, la alegoría. Más allá de la abstracción de los tonos instrumentales "puros" yace una verdad profunda: la música nunca estuvo destinada a quedar huérfana de significado. Comenzó como aliento, como grito, como la voz humana moldeando el aire en relato, en poesía. La obsesión moderna por la música como forma absoluta y autorreferencial (un salón de espejos que solo refleja su propia imagen) ha separado al tono (devenido solo "sonido") de su rol primordial como vasija. Yo intento concebir la "batuta" no como una varita de control, sino como una aguja que cose la música de vuelta al tejido de la alegoría, donde cada frase puede ser un poema, un drama, una epopeya, y cada cadencia, una revelación.


    A veces pienso en los primeros músicos: no "actuaban". Invocaban. Un canto era un hechizo; un tambor, un latido. La voz no era un instrumento entre otros; era la raíz de todos los instrumentos, la primera lira del cuerpo, la gran esfinge. Con el tiempo, fragmentamos esta unidad. Construimos pianos para representar frecuencias exactas, orquestas para mecanizar emociones, y lo llamamos progreso. Pero la abstracción, sin freno, se convierte en una forma de olvido. La música pierde su "por qué".


    Cuando alguna vez dirijo, intento no "guiar", sino recordar. Procuro (lo consiga o no) que mis gestos emerjan del mismo manantial que las manos del narrador, la pausa del bailarín, el aliento del poeta. La orquesta es, para mí, un coro de voces; no cantantes literales, pero voces al fin. Los violines "hablan"; los metales "proclaman"; los timbales "laten" como un círculo de tambores aldeanos. Incluso en obras puramente instrumentales, trato de buscar el fantasma de la voz humana: el suspiro en el lamento del oboe, el grito en la fanfarria de la trompeta, el murmullo de la cuerda más grave del violonchelo. No mímesis, sino metáfora. La música reclamando su derecho de nacimiento como lenguaje que “significa”, no solo que “es”.


    El gran error de mucho del arte de nuestro presente en marcha es su culto a la pureza: la creencia de que cada disciplina debe custodiar sus fronteras, estériles y solitarias. Pero la música, en su esencia, es polinización cruzada. Es sincrética, ecuménica; carece de límites, transita entre mundos, es un punto de encuentro de formas y sensibilidades, un sitio de confluencia, un cruce de caminos. Siempre floreció en el círculo iluminado por el fuego donde el canto se encontraba con la danza, donde el ritual desposaba al ritmo. Dirigir, entonces, quizás sea intentar reconstruir ese círculo. Que un compás se convierta en una convocatoria; una fermata, en una respiración contenida antes de que el relato continúe. La partitura no como un conjunto de instrucciones, sino como un mapa de contornos emocionales que esperan ser habitados.


    Los críticos podrán tildar esto de romántico o sentimental. Ya no me importa. Yo quisiera llamarlo restitución. La orquesta no es una máquina de precisión, un motor, sino un cuerpo. Sus nervios son las cuerdas; sus pulmones, los vientos; su pulso, la percusión. El rol del llamado "director" debe ser el recordar a otros cómo "respirar": cómo dejar que la tensión se acumule como nubes de tormenta, o cómo liberar la resolución como leves gotas de lluvia. Incluso en la sinfonía más abstracta, hay narrativas: conflicto, transformación, regreso al hogar.


    Me atrae siempre lo que difumina los límites, no por artificio, sino por necesidad. Un crescendo que se hincha como un coro griego; un "motivo" que gira como un estribillo popular; un silencio que duele como un poema no escrito. Esto no es "música programática". Es música reavivada en su poesía innata. La tarea del director  sería, pues, no inventar significado, sino encontrarlo, desvelarlo: rastrear el hilo invisible entre el tono y las historias que cargamos en los huesos.


    En los ensayos, a veces pregunto a los músicos: “¿Qué está lamentando esta frase? ¿Qué está celebrando?” Las respuestas no son literales. Un solo de clarinete puede convertirse en el lamento de un héroe; una llamada de trompa, en el voto de un guerrero. No ilustramos, sino que alquimizamos. El público quizás no nombre la alegoría, pero la “siente”: es la diferencia entre oír una tormenta y pararse bajo la lluvia.


    Entendido así, dirigir debería verse más como un regreso al hogar. Un simple retorno al tiempo antes de que la música fuera dividida en géneros, antes de que la voz fuera reemplazada por las cuerdas martilladas del piano, antes de que el significado huyera al exilio. No podio como pedestal, sino como umbral: entre el silencio y el relato, la abstracción y la alegoría, la partitura y el alma.




    Lamentablemente, en nuestra época, dirigir suele reducirse a mecanicismo y a gremio especializado, donde la parte geométrica de la quironomía anega al todo: afinación pulida hasta la esterilidad, sincronización convertida en ritmo metronómico, técnica como escudo contra la vulnerabilidad, entradas claras, marcación métrica del compás con exactitud y precisión. Pero el alma de la música está en otra parte. La llamada autenticidad histórica, la destreza técnica, incluso ese mito del “sonido perfecto”: no son fines, ni siquiera promesas. Son formas huecas, sin fondo. Son espectros, apariencias de sentido, que poco significan, especialmente si olvidamos el motivo esencial de nuestro encuentro: conjurar lo inefable, dar cuerpo al deseo, dar forma al anhelo, esculpir con sonido aquello que no encuentra lugar en la palabra sola. 


    Me importa menos que las cuerdas estén impecablemente afinadas que si su vibrato “tiembla” con vida. Menos la adhesión rígida al estilo que si la frase “respira” con urgencia. Una ejecución técnicamente impecable pero carente de metáfora, de alegoría, de símbolo, de gesto, es un cuerpo sin pulso. Lo que nos conmueve no es la precisión del ataque, sino el dolor en la cadencia; no la sincronía del conjunto, sino el jadeo colectivo cuando el significado irrumpe.


    Dirigir, por tanto, tiene poco que ver con imponer reglas. Tiene todo que ver con preguntar: “¿Qué habita este silencio? ¿Qué fantasmas viven en estas notas?” Se trata de reemplazar la tiranía de lo "correcto" con la soberanía del alma: donde una fermata perdura no porque la partitura lo exija, sino porque la sala necesita “contener” algo. Donde un ritardando no es un cambio de tempo, sino un latido que vacila.


    La sala de conciertos moderna, con su culto a la perfección técnica, a menudo parece un museo de gestos congelados. Intento rebelarme con humildad, dirigiendo como si la música aún fuera arcilla húmeda: maleable, receptiva, viva. Dejo que los metales se quiebren aquí; que el violonchelo llegue tarde allá. Que cada imperfección se vuelva una fisura, un poro, por donde la luz (o la sombra) pueda filtrarse.







    Dirigir es, entonces, en su raíz, el arte del gesto. Antes de las batutas, había manos esculpiendo el aire en significado. Intento (aunque lo consiga o no) que mis propios gestos beban de dialectos antiguos: la fluida quironomía gregoriana, donde los dedos trazaban el ascenso y caída de los neumas como aves cabalgando corrientes térmicas; las mudras de la danza india, cada giro de muñeca una sílaba sagrada; la gesticulación de los narradores mediterráneos, cuyas manos pintan refranes en el aire. En España, donde crecí, el floreo del flamenco (ese giro de muñeca del bailaor) es a la vez ritmo y retórica, un signo de puntuación en una oración ardiente. Allí también, cada conversación es una sinfonía de manos, vocales moldeadas por las palmas.


    Estas tradiciones me recuerdan que el gesto no es decoración. Es ontología. La curva de la mano de un director puede evocar la hinchazón de una ola, el arco de un puente, la curva de una rama que llora. Al moldear una frase, a veces pienso en el quilisma: ese neuma ondulante del canto medieval, un glifo de éxtasis. O en los te’amim de la cantilación hebrea, donde los signos sobre el texto trazan no solo melodía, sino el aliento de la revelación. Intento (aun lo consiga o no) que mis manos no sean cronómetros, sino cartógrafas: trazando la geografía invisible entre sonido y sentido.


    Dirigir es, para mí, entonces, recordar que cada movimiento es metáfora. Un barrido descendente del brazo no es solo un compás: es un arado cortando tierra, un ala que desciende. Un chasquido de dedos no es una entrada: es una semilla arrojada al viento. El cuerpo lo sabe. Observa a un niño "dirigir" su música favorita: todo su ser se balancea, salta, se desploma. Sin técnica, solo verdad. Me esfuerzo por desaprender la rigidez del conservatorio y regresar a ese léxico infantil: donde el gesto no se enseña, sino que se desentierra.



    Mucho antes de batutas, salas de concierto, managers, conservatorios, competencias o escenarios, había un niño colándose al sótano a medianoche. Colocaba un vinilo en el tocadiscos (Mahler, Mozart, lo que hubiera rescatado de la colección de mi padre) y dirigía mi orquesta fantasma con un cuchillo de untar. Mis pies descalzos marcaban el tempo en el piso frío; mi voz, apenas un murmullo, imitaba las cuerdas. Para la casa dormida, era un fantasma. Para mí, era todo: compositor, director, coro. Escribí mi primera pieza musical a los ocho años, garabateando notas para ollas de cocina y un piano de juguete, convencido de que los crujidos de nuestra vieja casa eran los aplausos del público.


    Pero la vida tiene forma de estrecharnos. Durante años, me convertí en lo que el mundo exigía: un pianista virtuoso. Un especialista. Mis manos, que antes dirigían el aire, ahora perforaban estudios durante horas. Mi voz, que antes cantaba libre, se silenció. El escenario celebraba mi "precisión", pero algo dolía. A mitad del recital, sorprendía a mi mano izquierda trazando señales fantasmas, como si una orquesta invisible aguardara entre bastidores, a mí mano derecha haciendo garabatos, como si quisiera escribir un poema o una canción en mitad del concierto. 


    Me tomó décadas desaprender la armadura de la especialización. Recordar al niño que creía que un cuchillo de untar podía conjurar mundos. Hoy, cuando alguna vez dirijo, aún siento aquel zumbido nocturno en las costillas. La disciplina del pianista a veces persiste, pero ya no es una jaula: es si acaso, en mis mejores momentos, un puente. Un camino de regreso al músico generalista que siempre fui: el niño que no podía separar el canto del juego, la composición del sueño, la música del significado.



    Me he parado a veces frente a orquestas donde los músicos, entrenados para la perfección, olvidan cómo “significar”. Sus notas son impecables, sus ritmos exactos, pero su música se sienta a momentos y a veces vacía. Entonces, busco comenzar de nuevo. Intento cambiar términos técnicos por metáforas: "Toca esta línea como si estuvieras convenciendo a un amante. Deja que este acorde cuelgue como un signo de pregunta". De pronto (y solo a veces), la sala cambia. Los violines se inclinan; el golpe del timbalero carga duelo. La partitura ya no es una cuadrícula: es un guión, un mapa.


    La gran mentira de la "música absoluta" es que exista aparte de nosotros. Pero el sonido, o mejor, el tono, nunca es neutro. Una tercera menor no "significa" tristeza: “es” tristeza, destilada en vibración. La tarea del director es desenterrar esa alquimia, dejar que los intervalos lloren o rían como cuando fueron extraídos de la tierra por manos humanas.


    Ensayar, por tanto, no es tocar notas, sino cuidar un fuego. Cada frase debería ser una chispa; cada silencio, la oscuridad entre ascuas. Juntos, no armamos una actuación, sino una vigilia: por toda la música exiliada de sus historias, por las voces reemplazadas por martillos y acero.


    Por eso, quizás, vuelvo a veces al podio. No por hambre de carrera, ni deseos oscuros de poder, ni de fama, ni de vida de "gran maestro". Nada más ajeno a mi temperamento. Vuelvo, no para mandar, sino para conspirar. Para reunir los fragmentos (lo abstracto, lo absoluto, lo vanguardista) y susurrar: "Recuerda. Fuiste un grito. Una oración. Una canción de cuna". 








    Ahora bien, y aquí viene lo importante, mi tesis fuerte, empuñar una batuta sin componer es gobernar un reino sin haber arado nunca su tierra, sin haber amado a su pueblo, sin haberse arrodillado a saborear sus ríos en la alta montaña. Es reclamar autoridad sobre una lengua que no se sabe hablar; dirigir sin haber compuesto es como recitar poesía como un loro: imitar el ritmo sin alcanzar comunión. El maestro moderno que dirige sin componer no es un músico del todo, sino un curador de reliquias, un custodio de ecos. Eso no es arte del todo; es ventriloquía.


    Seamos claros: el acto de dirigir, despojado del impulso generativo, es muchas veces una especie de estafa espiritual. Es la diferencia entre “hablar” y “ser hablado”. Cuando uno se planta frente a una orquesta sin haber luchado con la página en blanco, sin haber sentido el terror del vacío que precede a la poiesis, no está interpretando música, está si acaso auditándola. Se ha convertido en un intermediario dentro de una economía sagrada, lucrándose con misterios que ni ha padecido ni ha resuelto.


    La música nunca fue concebida como una suma de funciones separadas. Los primeros músicos no “dirigían”, “componían” o “ejecutaban” como actos diferenciados: invocaban. Un canto era a la vez oración y poema; el ritmo era rito encarnado, no notación diseccionada. Romper esta unidad es violar el pacto primigenio de la música. El director que no compone es, de alguna manera, como un chamán que recita conjuros que no puede soñar: un recipiente hueco, que confunde el gesto con la gracia.


    Pensemos en el niño que tararea melodías en un piano de juguete, que garabatea notas para ollas y sartenes. En ese acto no hay jerarquía entre "creación" (mejor poiesis, poesía, o trobadoría) y "ejecución" (mejor rapsodia). Ese niño es compositor, director y coro: una tríada de inocencia que la modernidad ha desmembrado. Al cortar estos hilos no elevamos el arte: lo esterilizamos. El pianista virtuoso que sólo toca notas ajenas, el maestro que agita la batuta sin haber escrito una línea, no son especialistas: son amputados, orgullosos de sus muñones, pero sin la dignidad del verdadero amputado. 


    Dirigir sin haber compuesto es reducir la música a fonética. Aprendes la sintaxis (el empuje de un primer tiempo de compás, el suspiro de una fermata), pero nunca los significados. Hablas con lenguas prestadas, con una fluidez que no es más que mímesis. En el fondo del pequeño fraude está esto: traficas con sentidos que no puedes generar, con emociones que no te has ganado.


    Hace muchos años, un alumno mío de piano me confesó que quería dirigir una sinfonía de Mahler. Le pedí que escribiera un simple coral, que se sentara en la silla del compositor, donde cada nota es un pacto entre la duda y el deseo. Se quebró. Sus manos, tan seguras con la batuta, temblaban ante el pentagrama en blanco. Ahí reside la contradicción: ¿cómo pretendes comandar el océano si nunca has descendido a sus profundidades? ¿Cómo te atreves a esculpir la tormenta si nunca te has ahogado?


    A veces, la orquesta lo sabe. A veces (aunque cada vez menos), los músicos perciben cuando los gestos del director son liturgia vacía. Sin las cicatrices del compositor (las noches extrayendo sentido del silencio), tu autoridad es disfraz. No eres Orfeo guiando almas desde la oscuridad; eres un guía turístico señalando sombras.


    Reclamar el podio sin haber compuesto no es sólo una suerte de fracaso artístico; es una falta ética. La música no es una fuerza neutra. Carga con el peso del ser: lo mismo, lo distinto, la quietud, el movimiento, la presencia del tono mismo (como sabía Platón). Cuando "interpretas" sin haber escrito música, subcontratas tu imaginación moral. Te conviertes en un mercenario, blandes verdades ajenas como armas que nunca has afilado.


    Peor aún, perpetúas una mentira: que la música puede ser “absoluta”, que el sonido flota ajeno al conflicto humano. Pero cada crescendo es una rebelión; cada cadencia, una rendición. El director que no compone no puede comprender esto. Confunde el dolor con la dinámica, la alegría con el tempo, reduciendo lo cósmico a lo cosmético.


    El antídoto no es abandonar el podio, sino acercarse a él como compositor. Que tu batuta sea una pluma. Que tus gestos no sean órdenes, sino preguntas: ¿qué hambre guarda este silencio? ¿Qué fantasmas no he sabido convocar?


    Para dirigir una sinfonía, hay que escribir antes al menos un compás, una melodía. Para tocar un concierto, hay que improvisar una cadencia (o, al menos, improvisar algo).


    Al “virtuoso” en ciernes, al futuro “maestro”: tus manos son demasiado valiosas como para limitarse a replicar. Tu alma es demasiado vasta como para ser sólo curador. Escribe una línea de música (una sola) que duela con lo que las palabras no pueden contener. Entonces, y solo entonces, atrévete a alzar la batuta.


    Hasta que no hayas temblado ante el vacío, hasta que no hayas sangrado sobre el pentagrama, no has ganado el derecho a decir “escucha”.


    La música no es un espejo. Es un fuego.


    Enciéndelo.

    

    Y del mismo modo, tocar el piano sin haber compuesto jamás una sola página, sin haber cantado una sola frase desde el alma, es incurrir en el mismo peligro. El pianista solista, por virtuoso que sea, que se limita a ejecutar lo escrito por otros sin haber osado escribir lo suyo, puede devenir pronto en un ventrílocuo de dedos. Cada tecla que pulsa sin haber sentido el vértigo de improvisar y sobre todo, de escribir es una nota amputada de sentido. No hay verdad en los dedos que no han conocido el temblor del silencio original.


    Ser pianista sin cantar es aún más grave. No hablo del canto técnico, del aparato fonador, sino del solfeo poético interior, del canto del alma, de ese murmurar que antecede a todo arte verdadero. El que no canta lo que toca no interpreta: mecanografía. Es un traductor sordo de una lengua que no ha saboreado con la garganta del corazón. Un piano no se toca con las manos: se toca con la voz interna, con el aliento. Si no se canta, no se encarna.


    La separación moderna entre intérprete y compositor ha producido monstruos de habilidad sin profundidad, acróbatas del teclado que brillan como fuegos artificiales y se apagan igual de rápido. Tocan obras maestras con la emoción domesticada de quien no ha sudado una sola idea. Y lo peor: el público aplaude sin notar el vacío, sin sospechar que presencia un simulacro, no una revelación.


    Tocar sin componer ni cantar/solfear (solfeo melopoiético, laringe y manos danzando y pintando juntas) es vivir en una casa construida por otros sin haber puesto jamás un ladrillo, sin conocer el peso de los materiales ni el olor del cemento fresco. Es habitar una estructura prestada con la arrogancia de quien se cree su dueño. ¿Cómo puede un intérprete guiar a otros en un viaje sonoro si jamás ha cartografiado su propio territorio interior?


    La composición, incluso la más sencilla, da raíces. Y el canto, incluso el más torpe, da alas. Sin ambas cosas, el pianista (y el director) es un funámbulo sin horizonte: equilibra formas muertas sobre el abismo del espectáculo. Se convierte en esteta del gesto, en coreógrafo de superficies. Pero la música no es superficie: es profundidad, es carne invisible.


    No hay honestidad artística en replicar sin haber buscado. No hay música en quien no haya cantado, no haya dudado, no haya desobedecido la “ley clásica” del “texto” para encontrar la llama detrás de la tinta. El “intérprete” que no canta ni compone es un delegado, un funcionario del sonido. Lleva el uniforme del arte, pero no su desnudez. Y sólo el que se desnuda ante el silencio puede ofrecer algo verdadero.


    Por eso insisto: ningún pianista ha merecido tocar una sonata hasta que no haya escrito una línea melódica propia, hasta que no haya cantado cada frase que “interpreta”. El piano es un instrumento de resonancia espiritual. No basta con aprender a mover los martillos: hay que saber por qué suenan. Y eso no se aprende leyendo, sino cantando y escribiendo.


    El futuro del arte no está en repetir mejor, sino en recordar por qué repetimos. No está en perfeccionar el virtuosismo, sino en redescubrir el fuego que lo justifica. Que el intérprete no sea reproductor, sino reencarnación. Y para ello, debe componer aunque sea una vez, debe cantar aunque sea en susurros. Solo entonces, el piano deja de ser un mueble y se convierte en un altar, en un fuego, en un oráculo, en un teatro de dramas y poemas. 



    Y si el peligro ya es real en cualquier instrumento, en el piano se agrava hasta lo patológico, como bien advirtió Wagner. Porque el piano, esa maquinaria percutida, no canta ya, desafortunadamente, sino que tan solo describe. No produce tono, sino su idea. Es el instrumento más alejado del canto humano, del soplo original, del melos, del gesto corporal de la emoción. En él todo es mediación, mecanismo, distancia: un teatro de martillos que imita desde lejos una voz que ha olvidado.


    Wagner, en Opera und Drama, comprendió esta deriva: desde la voz humana al viento, del viento a la cuerda, de la cuerda al órgano, del órgano al piano… cada paso aleja el arte del cuerpo y lo acerca a la máquina. El piano, dice Wagner, es la metáfora perfecta del arte moderno: una gloria sin aliento, una multiplicación de dedos sin comunidad ni espíritu. Tocamos solos, para nosotros, como demiurgos sordos que ya no necesitan al otro para crear el milagro del sonido compartido.


    En ese instrumento que se toca sin cantar y se exhibe sin respirar, el peligro es mayor porque el piano ha sido divinizado como fetiche moderno del virtuosismo individual. El pianista que no canta ni compone puede pasar por genio, simplemente porque es rápido, brillante, eficaz. Pero lo que brilla no siempre arde. Y el piano, sin voz ni alma, puede servir tanto al arte como al espejismo.


    Por eso es urgente volver a la voz: a ese canto que no necesita aplauso. Y volver a la composición: no para ser ningún Beethoven, sino para recordar lo que significa el primer acorde propio, tembloroso, lleno de errores pero nuestro. Porque si no lo hacemos, corremos el riesgo de que el piano se convierta en una tumba sonora, y el pianista, en su sepulturero.


    No podemos permitir que el piano se convierta en el teatro de la parálisis artística. Que no sea un teclado lo que nos impida volver al canto interior. Que no sean sus ochenta y ocho teclas las que nos alejen del misterio que una sola voz desnuda puede despertar.


    La misión del pianista de hoy no es perfeccionar el aparato, sino reencantarlo, devolverle la sangre y el aliento, el canto y el temblor. Volver al origen: al sonido humano hablado, al susurro, al canto. Al lugar donde la música no se ejecuta, sino se invoca.


    Y solo entonces, cuando el pianista componga aunque sea una miniatura, cuando cante aunque sea en silencio, el piano podrá volver a ser lo que fue: un eco del alma, no su simulacro. Y el arte dejará de parecerse a un teclado sin voz, y volverá a ser fuego encendido en la garganta de los vivos.



    Porque incluso la clase de música ha sucumbido a una presión silenciosa: la de las democracias modernas, que todo lo igualan, que todo lo quieren convertir en métrica y competencia técnica. Se insiste en que no hay falta de talento, sino solo falta de información, como si el arte fuera un problema de acceso, una cuestión logística. Pero no es así. No es una cuestión de acceso a datos, ni de saber más. Es, ante todo, una cuestión de sensibilidad. Y en muchos casos, ni siquiera del todo de talento, sino de capacidad de resonar con algo que no se puede enseñar, que no se transmite por acumulación, sino por despertar.


    Se convierte la enseñanza musical en un adiestramiento, en una curva de progresión mensurable, donde lo único importante es la “técnica”, la “afinación”, la “corrección estilística”. Pero eso no es música: es gimnasia aplicada al sonido.


    El arte no es democrático. No todos los gestos valen lo mismo. No todas las voces son igualmente necesarias. La música no puede reducirse a una sesión de coaching ni a una lista de competencias. Enseñar música debería ser abrir un campo de resonancia simbólica, no homologar comportamientos interpretativos. La clase de instrumento, cuando se limita a reproducir repertorio canónico bajo la supervisión de un especialista, se convierte en una celda brillante donde se apagan todas las llamas interiores.


    Tampoco se trata de crear una élite ni de reivindicar un poder reservado a unos pocos. Tener sensibilidad no es un privilegio de casta ni un atributo de superioridad: es, de hecho, todo lo contrario. La sensibilidad verdadera no otorga poder, sino vulnerabilidad. El artista sensible sufre más que otros precisamente porque percibe más. Y eso no es un capital: es una carga. No todos la tienen, ni están obligados a tenerla. Pero cuando aparece, hay que cuidarla. No cultivarla como un recurso, sino protegerla como un don frágil.


    Los instrumentos no son origen. Son amplificadores. La música nace antes que ellos. El ensayo, la clase, no son lugares donde corregir, donde avanzar por etapas hacia una perfección imaginaria. Son espacios donde recordar, donde reaprender el temblor, donde ampliar el campo simbólico. Donde la técnica no es un fin sino un eco, un susurro de otras voces que la anteceden.




    Si este texto parece severo, incluso agresivo, quiero confesar algo esencial: no tengo nada, absolutamente nada, en contra de aquellos que se dedican exclusivamente a la interpretación. Comprendo perfectamente que, desde la segunda mitad del siglo XX, la interpretación se haya convertido en la actividad central de la música llamada "clásica", desplazando a la composición, al canto, al músico generalista. Esto se debe, en parte, a que la llamada "vanguardia" compositiva se desvinculó de los tropos universales de la intersubjetividad, dejando a muchos oyentes y practicantes sin raíces comunes donde anclar su escucha y su gesto. Y en ese vacío, al menos, quedaron los rapsodas. Aunque, para ser precisos, hoy ya no hay rapsodas: hay intérpretes.


    Es cierto: el mercado, el show business, el sistema educativo, han sobredimensionado el papel del instrumentista, del especialista, del virtuoso, del ejecutante que brilla como producto terminado. Pero también creo que la interpretación, en sus mejores momentos, puede ser un arte verdadero. No un arte como el de la composición o el canto originario, sino uno analógico, de la misma familia que la actuación: un arte actorial. La interpretación puede ser una forma de encarnar, de transfigurar, de devenir personaje. Y esto es más fácil de ver en el canto o la ópera, donde hay palabra, drama, múltiples artes en juego. Pero en la música instrumental pura, sin texto, sin voz, el riesgo de abstracción vacía es mucho mayor.


       No estoy proclamando un manifiesto contra los que no componen o no cantan. Cada quien puede hacer de su vida musical lo que desee. Pero sí creo que hay que hacer una distinción clara entre el músico generalista y el músico especializado. Es una vieja querella ancestral, esta, que separa a los que cantan y escriben de los que reproducen y afinan. Yo, si he de elegir, me alineo con el generalista. Porque en estos tiempos de tecnología omnipresente y cientificismo desbocado, o de su contracara: el mercado emocionalmente maníaco y vacío, histérico, la necesidad de un arte encarnado, simbólico, integrador, se vuelve más urgente que nunca.


    Es más: incluso el compositor que no canta, que no interpreta, está mutilado. El que solo compone sin haber sentido en su cuerpo la vibración del sonido, la resistencia de la respiración, el peso de la emoción encarnada en gesto, también habita en la carencia. 


    No me mueve el desprecio. Me mueve la esperanza de que podamos recordar, entre todos, lo que significaba realmente hacer música: escribir, filosofar, enseñar, cantar, tocar, componer, improvisar, contar. Encarnar un arte total, no segmentado. Y si este texto suena como un alegato duro, que se entienda también como un llamado amoroso: a volver a cantar, a escribir, a dudar. A reencantar el gesto que hoy se ha vuelto mecánico.


    Porque la música, si ha de sobrevivir como arte vivo, debe volver a ser hogar de significados, no solo de sonidos. Y en ese hogar, todos caben: pero que cada quien sepa si entra como huésped o como constructor, carpintero-poeta. 


    Y si tú solo "interpretas", no te lo tomes como una condena. Tómalo como una invitación. Canta una frase. Escribe un compás. Dibuja un silencio. Y entonces sabrás de qué estoy hablando....





Comentarios

ENTRADAS MÁS LEÍDAS (most read entries)

... elegía por una poética del tono: de qué hablamos cuando ya no hablamos de música ...

... 223 años de historia: el Concierto para piano y orquesta en España: 1798 - 2021 ...

... Intermezzi/Divertimenti ...

... Prokofiev, la muerte, lo colosal y lo trágico ...

... in medias res ...

... 20th and 21st Century Piano Music (an anthology) ...

... ser musico hoy: Taubman, Celibidache, la cultura de la interpretación, y la crítica musical ...

... El piano en mi vida. Biografía sentimental de un instrumento ...

... en torno al historicismo musical: elegía por una poética de la inmediatez ...

Entradas más leídas (most read entries)

... elegía por una poética del tono: de qué hablamos cuando ya no hablamos de música ...

... 223 años de historia: el Concierto para piano y orquesta en España: 1798 - 2021 ...

... Intermezzi/Divertimenti ...

... Prokofiev, la muerte, lo colosal y lo trágico ...

... in medias res ...

... 20th and 21st Century Piano Music (an anthology) ...

... ser musico hoy: Taubman, Celibidache, la cultura de la interpretación, y la crítica musical ...

... El piano en mi vida. Biografía sentimental de un instrumento ...

... en torno al historicismo musical: elegía por una poética de la inmediatez ...