... Crítica I: Mort au Printemps, o el disco como rastro ...
Inaugurar hoy en mi humilde blog una sección de crítica musical, en este preciso instante histórico saturado de ruido y de mercancía sonora empaquetada, es, en cierto modo, un acto de insensatez declarada, de una imprudente pero quizás intuitiva osadía. O quizás, más exactamente, de obstinación poética. Porque la palabra “crítica”, otrora faro del pensamiento sobre el arte, se ha degradado hasta confundirse con el marketing encubierto, con la publicidad endogámica, con el análisis burocrático, con la comparación de grabaciones como si fueran vinos de añada de gourmets culturetas o de teléfonos móviles para reseñistas tecnológicos, o incluso como un siniestro fulcro de maquinaciones gremiales, de tráfico de influencias, de do ut des, quid pro quos, etc.
Yo quisiera aquí, sin saber si es ya realmente posible, en este pequeño espacio que se abre con voluntad de refugio y de desafío, recuperar con urgencia otra tradición sepultada: la de la crítica como arte, como gesto vibrante de pensamiento encarnado, como alegoría que desvela capas de sentido oculto, como ékfrasis que pinta con palabras lo inefable del arte musical, como hipotiposis que hace visible ante el oído interno aquello que la mera escucha frívola ignora, como búsqueda tenaz, en definitiva, de aquello que no se ve ni se oye directamente, pero que late con fuerza primordial en el centro mismo, en el núcleo incandescente, de la experiencia musical verdaderamente poética y humana. No como juicio taxativo y sentenciador, sino como poema en diálogo con otro poema sonoro. No como diagnóstico clínico desde la arrogancia, sino como acto ritual de memoria compartida, de comunión con lo que perdura más allá de la nota efímera.
Qué sueño sería... Empezar así y aquí una nueva crítica. No la del gremio, no esa que se pliega a los protocolos establecidos, a los lugares comunes del análisis formal, a la dictadura de lo cuantificable. Otra. La que nace de una necesidad más honda, más incómoda, más vinculada al misterio que a la certidumbre.
Esta crítica que yo mismo inauguro aquí hoy, por tanto, no será objetiva, ni técnica, ni imparcial. Será parcial, poética, implicada. Y espero también que pronto no sea solo mía. Que otros puedan también escribir aquí, si lo desean, si entienden que criticar es, en última instancia, acompañar, no censurar; recordar, no exhibir; decir, no dictaminar. Escribiremos sobre música, sí, sobre discos que sean heridas abiertas, sobre conciertos que sean rituales efímeros, pero también sobre libros que respiren como organismos vivos, artículos que iluminen zonas ciegas, películas que nos rasguen y reconstruyan. Incluso, en un gesto de metaxu necesario, hacer crítica sobre otras críticas: desentrañando sus silencios, celebrando sus hallazgos, cuestionando sus coartadas. Todo aquello que merezca ser acompañado con palabras que no teman al latido. Porque el objeto cambia, pero el gesto permanece: desfetichizar y desmuseizar la cultura, devolverla al territorio del deseo y la memoria compartida.
Crítica I:
Mort au Printemps,
o el disco como rastro, no como monumento
Este verano, de la mano del siempre experto, intuitivo y sensible Paco Moya y de su IBS Classical, una institución musical española con solera, ha aparecido, como un hallazgo necesario, Mort au Printemps, el segundo disco, cargado de significación, del dúo pianístico Antón & Maite.
Ya de entrada, desde el primer contacto, hay que decir con rotundidad que lo que estos dos músicos excepcionales hacen con sus manos, con sus cuerpos puestos al servicio de la música que encarnan, no se puede entender cómodamente desde la categoría convencional y limitante de “pianistas”, ni siquiera, en su sentido más amplio pero aún insuficiente, de meros “intérpretes”. Son rapsodas. Porque el piano, en sus manos entregadas y lúcidas, ha dejado de ser un fin en sí mismo, un ídolo de ébano y cuerdas, para volver a ser radicalmente lo que siempre debió ser en su origen más puro: un medio humilde pero poderoso. Un adjetivo que califica, y no un sustantivo que ocupa todo el espacio. No un altar sacrosanto donde rendir culto a la "técnica", sino un soporte maleable para la expresión. No una máquina reluciente de lucimiento virtuosístico, sino un vehículo imperfecto, hermosamente tosco a veces, a través del cual puede acontecer, puede brotar con fuerza, algo infinitamente más frágil, más verdadero y más conmovedor: que la música, esa entidad hoy tan abstracta, vuelva a parecerse visceralmente a un canto humano desgarrado, a una danza ritual, a una plegaria, a un secreto, a una historia contada al oído en la penumbra, a un gesto corporal, encarnado, inmediato, lleno de intención, a un drama íntimo dicho en voz baja, casi en un susurro que estremece.
Antón Dolgov, de raíces rusas y españolas, y Maite León, navarra de esencia, se han atrevido, con un coraje que escasea hoy en día, a lo que casi ningún pianista contemporáneo se atreve ni siquiera a considerar: despojar al piano, con amorosa violencia, de su pesado lastre de fetichismo sonoro, de su idolatría basada en el brillo vacío, de su construcción técnica hipermeticulosa y a menudo aséptica, para devolverlo, con gesto casi arqueológico, a su origen más humilde y esencial, su función acompañante, su papel de sostén para la voz y danza interior. No tocan, en absoluto, como quienes dominan el instrumento con férreo control (lo cual podrían hacer si quisieran), exhibiendo su poder sobre él; sino, mucho más interesantemente, como quienes sospechan de él, como quienes lo interrogan, como quienes lo fuerzan, con una mezcla de paciencia y urgencia, a cantar con garganta propia, a llorar con lágrimas sonoras, a danzar con locura divina, a temblar con un vibrato existencial, incluso en contra de su obstinada naturaleza de máquina rígida y templada matemáticamente.
Por eso este disco, Mort au Printemps, no es, ni pretende serlo, una vitrina de perfección cristalina, ni un escaparate de control digital milimétrico. Es, más bien, y en esto radica su belleza inquietante, un rastro dejado en la tierra húmeda del tiempo. Un vestigio sonoro de un acontecimiento único. Como esas huellas de manos impresas con ocre en las cuevas paleolíticas, que gritan silenciosamente: “por aquí pasó alguien, un ser humano; aquí, un día indeterminado pero real, sonó algo irrepetible; aquí, en este instante capturado, el piano, esa máquina compleja, volvió fugazmente a ser humano, a respirar, a sentir”. Y es precisamente en esa fragilidad conscientemente aceptada, en esa exposición de lo imperfecto como signo de autenticidad, donde reside, paradójicamente, su más profunda e innegable belleza.
La selección de obras que conforman este disco no es, en modo alguno, casual o arbitraria. Stravinsky, Debussy, Remacha. Tres visiones distintas, pero profundamente entrelazadas, de la idea de la muerte, no como final, sino como impulso creador poderoso, como umbral, como frontera liminal, como energía transformadora que fecunda el arte. Pero más allá del programa intelectual, de la idea rectora, lo que verdaderamente fascina y atrapa al oyente es la manera única, la forma de habitar corpóreamente, con que Antón y Maite se sumergen y transitan estas partituras, haciéndolas suyas y a la vez revelando su alma oculta.
La versión para piano a cuatro manos de La Consagración de la Primavera, escrita por el propio Stravinsky en un acto de reducción al hueso, suele entenderse, de manera simplista, como un sucedáneo inevitablemente menor, un mero boceto funcional, un esqueleto desnudo y mecánico de la explosión orquestal definitiva. Pero en las manos de este dúo, que operan como una sola alma musical con dos pares de manos, la obra no suena incompleta o deficitaria: suena esencial, desnuda, reveladora. Todo lo superfluo, todo adorno epidérmico, cae por su propio peso, y lo que queda expuesto es puro hueso rítmico, rito ancestral inmemorial, arquitectura de pulsión primaria, brutalidad atávica, telúrica, que emerge desde lo más hondo. No buscan, en ningún momento, embellecer la crudeza originaria ni domesticar la fiera partitura: la enfrentan de frente, con una valentía que estremece, como lo que realmente es, un acto pagano de fertilidad violenta, un sacrificio ritual ineludible, una coreografía arcaica y despiadada de la violencia fundacional que subyace a la vida misma.
El piano aquí, bajo su conjuro, no brilla con fuegos artificiales, no seduce con cantos de sirena: invoca fuerzas primordiales. Golpea con la fuerza de un martillo sobre el yunque del tiempo, pulsa las cuerdas como si extrajera savia vital, martilla los ostinati con la insistencia de un ritual, pero siempre, milagrosamente, desde un gesto que trasciende lo mecánico para convertirse en alegoría pura, como si cada ostinato obsesivo, cada síncopa que desequilibra, cada acorde disonante que rasga el aire, fuera una parte integrante, un fragmento necesario, de un ritual incomprensible para la razón y, sin embargo, ineludible para el espíritu. No "interpretan" la partitura: la encarnan con una entrega total. No embellecen su superficie: narran su mito fundacional.
La obra El Día y la Muerte del gran Fernando Remacha, compositor a reivindicar con vigor e insistencia (gracias, IBS), rescatada del polvo del tiempo, es quizás el corazón oculto, el latido más íntimo y conmovedor del disco. No es, en absoluto, música diseñada para el lucimiento epidérmico del "virtuoso", sino para habitar poéticamente el luto, para transitar las geografías del dolor con paso respetuoso. Y Antón y Maite lo entienden a la perfección, con una empatía sonora que conmueve. Aquí no hay prodigio técnico exhibicionista ni brillo digital deslumbrante. Hay, en cambio, un caminar errático, dolorosamente humano, lleno de pausas que son suspiros y tropiezos que son heridas abiertas. Hay un lamento que se eleva pero que no encuentra resolución armónica fácil, un grito arpegiado que no culmina en catarsis liberadora, sino en agotamiento resignado, en pérdida asumida como parte del tejido de la existencia.
Su "interpretación", lejos de perseguir una claridad analítica fría o una definición "sonora" perfectamente delimitada, se adentra con valentía en el territorio expresivo más ambiguo y fértil: el espacio que media, que vibra, entre los dos pianistas dialogantes. Ese territorio liminal donde el silencio, cargado de significado, pesa tanto o más que el propio tono musical que lo rompe. Es un Remacha despojado de toda retórica innecesaria, sincero hasta la médula, íntimo como una confesión nocturna. No suena como si lo estuvieran tocando en tiempo presente: suena, misteriosa y poderosamente, como si lo estuvieran recordando desde una distancia emocional llena de melancolía.
Después llega Debussy, el gran alquimista del tono musical, el poeta de los sueños. Y lo que en otras manos podría reducirse a un mero ejercicio "impresionista" de color y atmósfera, de "juegos texturales", se convierte aquí, bajo la mirada lúcida de Antón y Maite, en un poema profundamente simbolista, irónico y trágico, tal como lo quiso, en su ambivalencia genial, el propio compositor. El dúo evita con elegancia y sabiduría la tentación fácil, tan frecuente, del "colorismo" vacuo, de la belleza superficial. No se limitan a ilustrar la partitura con “sonidos eufónicos”: dramatizan su ambigüedad constitutiva, su esencia equívoca, enigmática y fascinante.
Abordan el primer movimiento como un baile frustrado, una coreografía que se deshace, una confesión sonora de impotencia ante fuerzas mayores. El segundo movimiento emerge como una plegaria rota, un eco lejano y desgarrador que parece surgir de las trincheras de la existencia o de la historia. El tercer movimiento se despliega como un invierno sarcástico, glacial y mordaz, donde el piano, lejos de sonar brillante, limpio y decorativo, se convierte en un narrador travieso y amargo, un bufón helado que cuenta verdades incómodas bajo una máscara de ironía. El dúo lo aborda todo con una teatralidad discreta, sin subrayados melodramáticos, pero con esa precisa imprecisión, ese control del descontrol, que es el sello del gran saber-hacer rapsódico: haciendo que todo, cada nota, cada silencio, suene vivo, palpitantemente humano, gloriosamente falible y, por tanto, auténticamente conmovedor.
Podrían haber hecho, Antón y Maite, otro disco más, uno de esos incontables que llenan hasta rebosar las estanterías físicas y las plataformas digitales infinitas; grabaciones técnicamente perfectas, pulidas hasta el espejo, pero casi siempre insulsas, intercambiables, carentes de alma o de huella personal. Grabaciones que son productos, no testimonios. Pero no. Eligieron otro camino. Mort au Printemps no es una excusa para existir en el mercado. Tampoco es una simple "tarjeta de presentación" "profesional". Es, como debe ser un disco, un sencillo rastro poético dejado en la arena movediza del tiempo. Un testimonio frágil pero veraz de un encuentro único entre músicos, compositores y el espíritu de unas obras. Una huella sonora impresa en la arena húmeda de la escucha, consciente de su destino efímero, sabedora de que la marea del olvido terminará por borrarla, pero que, mientras exista, dice: "esto aconteció".
Ellos, Antón y Maite, que viven y respiran la música desde un plano esencialmente alegórico (cosa rara hoy día en el gremio de la música clásica), que comprenden en lo más hondo que el "sonido" no es un fin en sí mismo sino un vehículo para lo indecible, que saben, con conocimiento de causa, que el piano, ese torpe coloso de madera y metal, suena verdaderamente mejor, con más verdad y belleza, cuando renuncia a ser el protagonista absoluto y se convierte en canal humilde, han grabado este disco no con la ambición de fijar para la eternidad una interpretación canónica, inmutable. Lo han grabado, más bien, con el gesto íntimo de quien deja una nota al margen de una partitura querida, un recuerdo personal garabateado en un diario sonoro, un susurro que dice “esto me conmovió hasta las lágrimas, esto, estas notas, este instante de verdad, lo toqué pensando en ti, oyente desconocido y cómplice”.
Y debo ahora, por último, confesarte, querido lector, el latido que mueve estas palabras: nadie me ha solicitado esta crítica. Ningún sello, editorial, productora o colega me ha susurrado al oído: "escríbelo". Esta crítica, y las que vendrán sobre discos, libros, películas, artículos, conciertos, o también sobre otras críticas (sí, lo he dicho), nace de un territorio sin intermediarios. Me he sentado a escribir sobre Mort au Printemps en una insomne y calurosa noche madrileña de julio del 2025 porque este disco me encanta con una intensidad que roza lo físico, porque su poética me habita desde la primera escucha, y porque, sencillamente, me apetece, con el apetito voraz de quien comparte un hallazgo íntimo No actúo como portavoz de gremio alguno, ni alimento redes de favores. Mi único interés aquí es tráfico poético, si se quiere: intercambiar estremecimientos mediante palabras, sin importar el soporte (vinilo, celuloide, papel o bit). Escribo desde el asombro no solicitado, desde la urgencia no encargada. Esta voz crítica no negocia con influencias: responde solo al mandato interno del asombro y el deseo puro.
Y así debiera ser, creo yo, el acto crítico. Así que he querido escribir estas líneas porque el piano, mi instrumento, si no logra cantar con voz propia, si no consigue llorar con lágrimas sonoras, si no alcanza a decir, a través de sus martillos y cuerdas, algo que trasciende el mero "sonido físico" (que es pura abstracción), para convertirse en emoción, en idea, en memoria compartida, en significantes, entonces es sólo una maldita máquina compleja, un mueble caro y mudo. Y Antón y Maite, actuando como rapsodas del siglo XXI, como narradores de mitos sonoros, como cuentacuentos de lo ancestral, han logrado, con este disco, algo milagroso: que, por unos instantes preciosos y robados al olvido, el piano vuelva a cantar, a gemir y a danzar con alma humana. A decir verdades incómodas y hermosas. A respirar el aire de lo vivo. Y eso, precisamente eso, en este nuestro tiempo saturado de discos funcionales, de sonido de fondo, y de pianistas técnicamente impecables pero sin voz propia, sin alma reconocible, es, ni más ni menos, un pequeño milagro cotidiano. Un acto de resistencia poética nacido del mismo lugar que esta crítica: el territorio libre del deseo no solicitado.
Y a vosotros, queridos Antón y Maite, que ya desbordasteis el estrecho cauce del intérprete para convertir el piano en vehículo de memoria, os lanzo esta provocación gozosa: tocad vuestra propia música también. La escrita y la improvisada. La que nace de las entrañas del silencio y la que estalla en el instante irrepetible. Porque si vuestras manos ya saben habitar la partitura ajena como si fuera un territorio íntimo, como rapsodas, imagino qué cataclismos poéticos surgirán cuando esa materia sonora sea carne de vuestra carne, hueso de vuestro hueso.
Dejad atrás incluso al rapsoda que narra mitos heredados; entrad en el fuego del aedo que teje su propia epopeya en tiempo real. Ahí, en ese salto al vacío de la creación sin red, reside la verdadera sustancia poética: la inmediatez sagrada donde el gesto y el pensamiento son una misma herida abierta. ¡Haced también música que no existía antes de que vuestros dedos la inventaran! Espero ese día con gran ilusión.
Como dúo son increíbles, como profesores puede que insuperables, como personas, aún les queda mucho y bueno para dar!!! ❤️❤️❤️
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