... Tribulaciones del hidalgo Claudio Amargós: Parte II ...

... Tribulaciones 

del hidalgo 

Claudio Amargós: 

Parte II ...


Todo lo que leerán a continuación es pura ficción. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es mera coincidencia… por muy escandalosamente similares que parezcan los nombres, las frases o los peinados. Ningún músico, filósofo, gestor cultural o pedagogo de mirada severa ha sido dañado (ni nombrado) en la elaboración de esta obra. 

Eso sí: si usted, querido lector, siente un cosquilleo de reconocimiento, una risa nerviosa o una punzada en el orgullo, no se alarme. Seguramente sea solo un efecto colateral de la imaginación. O de la verdad, que a veces, como el buen humor, se disfraza de sátira para no ir a juicio.




    Al día siguiente, Claudio Amargós llegó a su clase estrella con un gesto de superioridad más acentuado de lo habitual. Se trataba de la sesión inaugural del nuevo módulo obligatorio para todos los estudiantes de último año: “Neutralización Estética Aplicada”, diseñado para desactivar cualquier atisbo de expresividad involuntaria en la interpretación musical.

    El aula estaba repleta. Cuarenta alumnos con auriculares, sin instrumentos, frente a pantallas en blanco. La consigna era clara: “Hoy aprenderemos a no decir nada, de forma estructurada”.

    Pero lo que Claudio no sabía era que algo estaba a punto de romperse. Un pequeño grupo insurgente de estudiantes, liderado por la alumna Sofía Lunares, había decidido rebelarse. Con ellos colaboraba en secreto el conserje jubilado del conservatorio, Don Emiliano, un antiguo pianista de tangos que llevaba años fingiendo sordera para no tener que escuchar los discursos de Claudio.

    Sofía, quien había sido una de las alumnas más discretas y metódicas (para sobrevivir), se levantó en medio de la clase y preguntó:

    Profesor Amargós, ¿por qué hay que aprender a no decir nada? ¿No sería más peligroso callar que expresar?

Claudio, con media ceja arqueada, respondió:

Porque la emoción desordena. Porque la belleza genera expectativas. Y porque el mercado no tolera el sobresalto.

Entonces, ¿por qué estudió música? —replicó Sofía.

    Hubo un silencio. Uno de esos silencios que, en otras épocas, habría generado poesía. Claudio se recompuso, fingió revisar su reloj (que no tenía pila desde 2003) y dijo:

Yo no estudié música. Yo estudié cómo evitar el fracaso en nombre de la cultura.

    Fue en ese momento que Don Emiliano irrumpió en el aula con un gramófono antiguo y colocó un disco de Gardel. “Volver” llenó la sala. Los alumnos quedaron en suspenso. Algunos lloraron. Otros se abrazaron. Claudio intentó gritar “¡prohibido el sentimentalismo espontáneo!”, pero su voz se perdió entre las notas del bandoneón.

    Luciano Sártinez de Almagro, que observaba desde la cabina de vigilancia pedagógica, pulsó el botón rojo de “intervención ideológica urgente”, pero fue demasiado tarde. La música se había escapado. El aula era ya otro lugar.

    Ese día, nació un grupo clandestino: Los Melósicos. Repartían partituras manuscritas y fragmentos de poemas escondidos entre los libros de técnicas de producción. En los pasillos, se susurraban pasajes de Mahler, Wagner y Salvador Giner como contraseñas. Nadie sabía quién era el líder. Todos sospechaban de todos. Claudio no dormía. Había perdido el control.

    Mientras tanto, Sofía escribía una nueva obra: “Sonata para los que aún sienten”, dedicada “a los que no saben facturar sus lágrimas”.

    El reloj marcaba las 11:27h cuando Claudio Amargós entró en la cafetería del conservatorio, también conocida por algunos como “La Sala de las Reformulaciones”. Todo en aquel lugar olía a rendimiento: desde el café descafeinado con leche desnatada hasta las servilletas con frases motivacionales como “Gestiona tu pasión.

    Sentado en su mesa habitual, Claudio aguardaba la llegada de su nuevo aliado estratégico: el compositor y productor ejecutivo Severino Huélamo del Rigor, una criatura pálida, de voz nasal y bufanda permanente, que había construido su carrera desconfiando de lo melódico y cancioneril.

Querido Claudio —saludó Severino—. Estoy muy preocupado. He detectado que algunos alumnos están usando vocabulario pre-sistémico. ¡Una chica ha dicho “inspiración”!

¿Lo denunciaste a la comisión lingüística? —preguntó Claudio con gravedad.

Sí, pero la respuesta fue ambigua. Dicen que la palabra aún no está prohibida en el reglamento.

Eso es gravísimo. Necesitamos un Glosario Seguro para Entornos Musicales Sensibles.

Estoy trabajando en ello —respondió Severino—. Ya hemos eliminado “alma”, “belleza”, “inesperado” y “resonancia”. La próxima semana vamos a por “paisaje sonoro” y a por infinitud”.

Te felicito —dijo Claudio—. Estamos cada vez más cerca de una música libre de subjetividad. Música materialista al fin.

En ese momento, una camarera nueva, de nombre Julia, se acercó con dos cafés y, sin saber a quién hablaba, dijo:

¿Sabían que hoy se cumplen cien años del estreno de “La Consagración de la Primavera”? ¡A mí me pone los pelos de punta cada vez que la escucho!

Hubo un silencio espeso.

Severino y Claudio intercambiaron miradas de alarma. Claudio sacó su teléfono y escribió discretamente: “Posible brote emocional en cafetería. Activar protocolo.”

        


MANIFIESTO APÓCRIFO DE LOS MELÓSICOS

“La música no se puede esconder bajo los sellos, ni domesticar con rúbricas. Estamos aquí. No por nostalgia, sino por urgencia.”

Somos los que aún recuerdan cómo temblaba una nota sostenida en un teatro vacío. Somos los que no preguntan primero por la fecha de entrega.

No tenemos logo. No tenemos departamento de comunicación.

Tocamos en pasillos, ensayamos en escaleras, improvisamos entre dos clases sobre fiscalidad de eventos.

Nos niegan el canto, y por eso murmuramos en cadencias rotas.

Nuestro cuarteto ideal no tiene partituras: tiene silencio, grito, eco y susurro.

No estamos contra el sistema. Estamos fuera. Por convicción. Por cansancio. Por fuego.

“Donde se castiga la belleza, la belleza se disfraza de error.”

Sabemos que vendrán a por nosotros con informes, con notas marginales, con redirecciones burocráticas. Pero seguiremos apareciendo. En pentagramas dibujados con tiza. En grabadoras prestadas. En lágrimas no presupuestadas.

Porque aún hay algo que no se puede cuantificar. Y allí viviremos.

Firmado: 

Los Melósicos

(Distribuido en sobres anónimos dentro de libros de 

Gestión de Eventos Culturales II.)



    La alarma sonó a las 07:03. No era una alarma normal, sino la “señal de control emocional” instalada por Claudio en todo el conservatorio tras la aparición del Manifiesto de los Melósicos. Se había activado al detectar una alteración del patrón acústico en el aula 3. Alguien había llorado después de tocar una obra de Mompou.

     Claudio convocó de inmediato a su unidad de crisis: Severino Huélamo del Rigor, la profesora de epistemología de las artes comparadas en su versión Excel, y un técnico en sonido forense. Todos vestían de gris, menos el técnico, que llevaba una bata antibarroquismo.

    Ingresaron al aula con la solemnidad de una  intervención quirúrgica. Las sillas estaban movidas. En el suelo, junto a una copia mal fotocopiada del Preludio núm. 6 de Mompou, yacía una flor.

Esto es gravísimo —murmuró Severino—. No hay rúbrica para flores.

Detengan todas las clases. Activamos Protocolo Desvinculación Afectiva. —ordenó Claudio.

    Durante 48 horas se suspendieron las actividades. Se analizaron cámaras. Se revisaron apuntes. Se confiscaron cuadernos sospechosos.

    La conclusión fue unánime: la subjetividad había infiltrado el conservatorio.

    Claudio solicitó refuerzos. Llegó un equipo del Ministerio de Cultura No Disruptiva con una lista de términos prohibidos y una colección de pósters motivacionales con eslóganes como “No sentir también es sentir”.

    Pero los Melósicos se habían adelantado. Mientras la inspección se desplegaba, habían organizado un falso taller de gestión del estrés, que en realidad era una lectura colectiva de poemas de Cernuda mientras sonaba Debussy a bajo volumen por una radio oculta en un armario de limpieza.

    Claudio no lo sabía aún, pero el conservatorio estaba perdiendo su neutralidad. Las paredes comenzaban a resonar.



    Sofía se quedó sola tras la evacuación general del edificio. Entró al aula 5, donde solía dar clase un profesor que hablaba de “forma y fondo” como si fueran ideas peligrosas. Se sentó al piano sin encender la luz.

    Abrió una partitura propia. Comenzó a tocar despacio, apenas un murmullo. No le interesaba la perfección. Le interesaba el temblor.

    La melodía se confundía con el zumbido lejano de una luz fluorescente. Se detuvo. Abrió su cuaderno. Escribió:


“No quiero ser intérprete. Quiero ser trovador”


Abrió el móvil. Tenía un mensaje sin remitente:

Nos vemos en el pasillo del ala vieja. Medianoche. Trae silencio.

Sonrió. Había encontrado algo. O tal vez algo la había encontrado a ella.



    En el sótano, junto al pasillo del ala vieja del Conservatorio, entre cubos, fregonas y un viejo retrato de Stravinski con bigote dibujado en grafitti, Don Emiliano, el antiguo conserje y pianista de tangos, preparaba su conspiración.

    Había sacado del armario un acordeón. Lo acarició con la ternura de quien vuelve a hablar con un viejo amigo. Lo abrió. Lo cerró. Respiró.

    Sobre su mesa improvisada tenía mapas del conservatorio, listas de estudiantes afines y una colección de partituras de tangos, mazurcas, piezas olvidadas.

    Tenía también una caja. Dentro, varias grabaciones de conciertos antiguos, que pensaba distribuir en cintas de casete. Había escrito en la etiqueta:

Material sensible. No apto para auditorías.”

Miró la puerta.

Sabía que su tiempo era limitado. Sabía que la belleza era una forma de delito.

Pero también sabía que, a veces, basta una nota sincera para abrir una grieta en la burocracia.

Y él estaba dispuesto a tocarla.


    Al día siguiente, la lluvia ácida de aquel martes financiero lamía los ventanales del Congreso Internacional de Rentopatología Musical mientras Claudio Amargós, anclado en el estrado como un capitán naufragando en un mar de corbatas grises, sentía cómo las cifras empezaban a respirar. No eran metáforas: los números de su hoja de cálculo, proyectados tras él en una pantalla del tamaño de un ataúd premium, desarrollaban tentáculos de luz verde. El "Informe de Sueños Triturados Q2" palpitaba con vida propia. Cada celda E-7 del excel (donde archivaba los gemidos poéticos de los alumnos) exhalaba vapor de rencor condensado. 

    Claudio ajustó su pajarita, esa soga elegante que siempre llevaba al cuello, y comenzó su discurso sagrado: "Hermanos en la pragmateria sonora, hoy revelaré el verdadero pentagrama: ¡la celda fusionable!". Arrancó una página de su libreta negra, esa biblia de piel de becario y la alzó como un hostia contable. Era la confesión íntima de un violista muerto de hambre: "Quiero tocar a Britten en una iglesia vacía". Los asistentes, gerentes con sonrisas de plástico reciclable, contuvieron el aliento cuando Claudio introdujo el papel en una trituradora portátil chapada en oro. El rugido de las cuchillas sonó como un glissando de ballena varada. De la máquina brotó un certificado PDF flotante: "Dividendo Espiritual: 0.5% en comisiones emocionales". La sala estalló en aplausos algoritmizados. Luciano Cártinez, desde la primera fila, sollozó en silencio al reconocer su propio sueño adolescente triturado en la celda F-12: "Quería ser el nuevo Stockhausen de los electrodomésticos".


    Fue entonces cuando la epifanía matemática golpeó a Claudio como un fortissimo de deuda tributaria. Las lágrimas que había robado durante años, esa que resbaló del músico callejero, la del oboísta desahuciado, las del niño que soñaba con dirigir la Filarmónica de la Basura, empezaron a levitar dentro de tubos de ensayo incorpóreos. Cada lágrima, etiquetada con coordenadas de Excel (L-4: "Pena por un adagio no monetizado"; K-9: "Nostalgia de un piano abandonado"), giraba sobre su cabeza calva como un planeta de dolor estéril. "¡Miren! —gritó con voz hendida por la fiebre bursátil— ¡Esta pena del violonchelista equivale a 20 euros en patrocinios de cuerdas sintéticas!". 

    Los asistentes vieron cómo las gotas se transformaban en monedas virtuales que caían en una bóveda digital con forma de oído seccionado. Luciano, poseído por un éxtasis burocrático, se lanzó al estrado blandiendo su propia libreta: "¡Tritura mi soneto al microondas fallado, Claudio! ¡Quiero ver cuántos likes genera mi angustia postmoderna!". 

    Pero Claudio ya no escuchaba. Los números habían empezado a bailar. Un 7 de coeficiente de usura se enlazó con un 3 de desesperación creativa en un vals asimétrico. Los decimales le mordían las retinas como parásitos de luminiscencia binaria. "¡Es el minueto bursátil!", jadeó mientras sus dedos tecleaban compulsivamente el aire, trazando staccati imaginarios sobre teclas fantasma. En el éxtasis de su demencia dialéctica, vio cómo las columnas de "Sueños Aniquilados" y "Beneficio Estimado" copulaban en una celda fusionada que paría un nuevo demonio: el Interés Compuesto del Alma.


    La metamorfosis fue grotesca y lenta. Primero, sus pies se fundieron con el suelo de linóleo imitación mármol, convertidos en raíces de cableado USB oxidado. Luego, su traje —ya siempre negro, como un agujero contable— empezó a segregar tinta roja de impresora fiscal. Luciano, ahora arrodillado ante la pantalla sagrada, intentaba exorcizarlo con citas de "El Capital" traducidas al esperanto financiero: "La plusvalía del espíritu es la alienación del… del…", tartamudeaba mientras Claudio se deshacía en un charco viscoso donde flotaban restos de pajarita y calculadoras. Solo su mano derecha —esa que jamás acarició una tecla de piano con amor— seguía aferrada a la libreta negra, garabateando una última ecuación con letras de escarcha venenosa: Vocación + Miedo / Tiempo = Dólar. El charco creció, devorando el estrado, tragándose los teléfonos de los gerentes que grababan el milagro para sus stories. Cuando la pantalla gigante sucumbió en un último espasmo de estática, solo quedó flotando el holograma de una nota al pie: "Claudio Amargós: activo intangible. Valor residual: 0000. Depreciación acelerada del alma completada".


    Al despertar en la Clínica San Excel —una suite blanca con paredes acolchadas donde las enfermeras hablaban en susurros de porcentajes— Claudio creyó oír el blues de aquel músico callejero. "¡Necesito un piano de cola Steinway! —exigió a la enfermera, cuyos ojos eran dos esferas de reloj marcando hora extra no remunerada— ¡Debo demostrar la teoría del valor residual de las escalas menores!". La mujer, sin pestañear, le entregó un teclado de silicona para bebés, con teclas que olían a leche agria y plástico tóxico. Claudio lo acarició con dedos que aún goteaban tinta roja. Presionó el botón central: sonó un "muuuu" bovino desafinado. Una sonrisa le partió la cara como un crack en una estatua de yeso: "¡Este mugido vale 3.99€ en NFT de nostalgia agroindustrial! —anunció a los fantasmas de gerentes que pululaban en su cerebro— ¡Y el berrinche del niño al que se lo robe… 4.50€ en engagement traumático!". 

    Afuera, tras el cristal blindado, un exalumno —aquel Iván que preguntó sobre sentir— raspaba un blues con la cuerda rota de una persiana. Claudio sintió un espasmo en el estómago ulcerado. Un compás de 7/8 le trepó por el esófago y estalló en sus labios convertido en vómito purpúreo. Los médicos, revisando gráficos de fluidos corporales, diagnosticaron "metástasis de utilitarismo crónico". Pero Claudio sabía la verdad: aquel vómito rítmico era su primera y única composición sincera. Un "Lamento en Rojo Mayor" que jamás incluiría en su currículum. Mientras los algoritmos de la clínica convertían sus estertores en datos para un estudio sobre "monetización del sufrimiento iatrogénico", Claudio cerró los ojos y por primera vez soñó con silencios que nadie podría facturar.



    Medianoche. En el ala vieja del conservatorio, en una sala que alguna vez fue archivo de diapasones y ahora era un refugio sonoro clandestino, Los Melósicos se reunían por primera vez de forma oficial.

    Sofía presidía la asamblea. Don Emiliano vigilaba la puerta con un termo de café y una linterna cubierta con papel rojo. En el centro, sobre una mesa improvisada hecha de atriles, había partituras manuscritas, grabadoras analógicas, una vela encendida, y una fotografía de Glenn Gould con una cita subrayada: “La libertad siempre empieza por un susurro.”

Estamos aquí —dijo Sofía— porque nos han quitado el derecho al error. Porque nos entrenan para ser útiles, y no necesarios. Porque cuando lloramos en clase, llaman a inspección.

Hubo aplausos. Silenciosos. Con los dedos.

    Uno a uno, los miembros del grupo fueron compartiendo piezas breves, pensamientos, recuerdos musicales. Una joven violinista tocó de memoria una mazurca prohibida. Un trompetista recitó un poema de Idea Vilariño acompañado por pizzicati de contrabajo. Alguien improvisó un canon con botellas de agua.

    Pero entre ellos, infiltrado, estaba Claudio Amargós, disfrazado de alumno Erasmus. Llevaba una gorra con visera al revés, una camiseta que decía “#YoAmoElJazzLibre”, y una flauta de plástico en la mochila. Nadie lo reconoció al principio, pero algo en su mirada lo delataba: tomaba notas con compulsión y no participaba nunca.

¿Y tú? —preguntó Sofía—. ¿Tienes algo que compartir?

    Claudio dudó. Abrió su mochila y sacó una partitura: una “Fuga en Do sobre el tema ‘eficiencia’”, firmada con pseudónimo. Era espantosa. Pura fórmula. Nadie dijo nada. El silencio fue cortante.

Don Emiliano se acercó, olfateó el aire, y susurró:

Ese perfume... huele a gestor.

    Claudio lo negó todo. Pero entonces, el técnico de sonido alternativo, apodado “El Luthier Rojo”, encendió un proyector oculto en un viejo metrónomo y reveló una imagen: Claudio, en la cafetería, hablando con Severino Huélamo del Rigor. Prueba irrefutable.

¡Espía! —gritaron.

¡No soy un espía, soy un observador estructural! —respondió Claudio.

    Fue expulsado de la sala entre una lluvia de pentagramas enrollados. Se llevó una grabación en casete que accidentalmente le regaló Don Emiliano. Aquella cinta, sin saberlo, comenzaría a cambiarlo.

    Esa noche, por primera vez en su vida, Claudio Amargós soñó con música que no entendía.



    Durante días, Claudio Amargós no pudo dejar de pensar en la cinta. Había intentado destruirla —la arrojó a la basura institucional, intentó grabar encima un podcast de gestión de proyectos— pero nada funcionaba. Siempre volvía. Alguien la devolvía al buzón de su despacho. Una fuerza le impedía deshacerse de ella.

    Finalmente, una madrugada, cedió. Encendió su viejo radiocasete (una reliquia que había conservado como fetiche de “los errores del pasado”) y le dio al play.

    Primero hubo silencio. Luego, una voz. Era Don Emiliano, recitando un poema sobre un hombre que había olvidado que una vez amó el piano. Luego, una sonata breve, grabada en directo, con ruidos, respiraciones, errores. Pero algo en ese sonido crudo le quebró algo.

    Durante la siguiente semana, Claudio empezó a cambiar. No lo admitía, pero caminaba más lento. Se detenía ante las clases de piano. Preguntó en voz baja si alguien tenía partituras manuscritas. Empezó a tener pesadillas con niños tocando sin metrónomo.

    Mientras tanto, en el gran auditorio del conservatorio, se organizaba el Ciclo de Música Productiva del Siglo XXI. Todas las obras seleccionadas eran piezas de alto rendimiento: estructuras repetitivas, métrica fija, sin silencios. Era la joya de la gestión institucional.

    Pero una noche antes, un hackeo misterioso cambió el programa de la web. En lugar de la obra oficial, apareció otra:

Estreno absoluto: Sonata para sombra y respiración de Sofía Lunares.”

    Claudio se enfureció. Pidió explicaciones. Nadie supo responder. Los técnicos habían desaparecido. El programador del software estaba escuchando Mahler por primera vez. El sistema había colapsado.

    Sofía subió al escenario con un piano desafinado, una vela encendida y una hoja de papel escrita a mano. Tocó. No era una sonata. Era un rito. Un hilo de melodías rotas, de silencio contenido, de memoria. Nadie sabía si había empezado o acabado. Pero al terminar, hubo algo que no se había oído nunca en ese lugar: un aplauso sin dirección, un aplauso que no pedía permiso.

    Claudio no aplaudió. Pero tampoco se movió. La cinta seguía sonando en su cabeza. Y por primera vez en mucho tiempo, no entendía lo que sentía. Y eso le pareció peligroso. Y bello.



Cartas desde la grieta 

(fragmentos de un epistolario clandestino)

[Carta 1. Sofía Lunares a Don Emiliano]

Querido Emiliano,

La música aún vibra en mis dedos. Lo de anoche no fue un concierto: fue un acto de desobediencia amorosa. Gracias por creer en mí, por dejarme el piano abierto, por no apagar la vela. La sala estaba llena y sin embargo todos parecían estar solos, escuchando algo que no se puede grabar.

He recibido un sobre anónimo con la cinta que Claudio intentó destruir. Alguien la devolvió. Él aún no sabe que se ha convertido en uno de los nuestros, aunque no quiera. Ya tiembla. Ya duda. Ya se detiene.

Esta mañana, al pasar junto a su despacho, lo vi mirar una partitura sin nombre. Algo empieza.

Te abrazo fuerte, desde el temblor, S.


[Carta 2. Claudio Amargós a sí mismo (hallada en su cuaderno rojo de notas protocolares)]

7:34. Me desperté con una frase en la cabeza: “La belleza no se justifica, se manifiesta”. No sé de dónde viene. Me molesta. Me intriga.

8:10. Hoy no he corregido a un alumno que cantaba mientras ensayaba. Lo observé. No sonaba mal. No sonaba a nada que yo pueda regular.

12:47. He vuelto a escuchar la cinta. He oído una tos. Un roce. Un error. ¿Por qué me conmueve?

20:15. Si destruyo esta grabación, algo en mí también se apaga. Si la conservo, traiciono lo que siempre dije ser.

23:00. He decidido guardarla. No por debilidad. Por curiosidad. ¿Es eso peor?

Firmado: CA

(Por primera vez no escribe su nombre completo.)


[Carta 3. Sofía Lunares a “Los Melósicos”]

Compañeros,

Nos observan. Nos vigilan. Pero también nos imitan. Hay rumores de que algunos profesores han comenzado a dar clases sin proyector. Que usan papel. Que piden silencio “no estructurado”. Que dejan espacios abiertos para preguntas sin respuesta.

Eso no es victoria. Eso es grieta.

Vamos a reunirnos pronto. En la sala de afinación. Llevaré una pieza nueva. Se titula “Sonata para lo que no se puede decir”.

Será una carta también. Pero hablada. Tocada. Errada. Nuestra.

Sofía


[Anotación sin firma, en una libreta sin tapa, encontrada años después]

No sé si cambiamos el mundo. Pero alguien, un día, volvió a llorar frente a una nota larga. Y nadie lo interrumpió.



[Acta Oficial Nº 4097-B. Resolución del Consejo Rector del Conservatorio de Alta Eficiencia Musical “Claudio Amargós”]

En vista de los recientes acontecimientos que han alterado el orden institucional, afectando los pilares fundamentales de la pedagogía resultadista, y tras la circulación de materiales no autorizados, actividades no programadas y actos de expresión emocional no documentada,

EL CONSEJO RESUELVE:

1. Clausurar indefinidamente el Conservatorio de Alta Eficiencia Musical, por considerarse infiltrado por elementos estéticos de naturaleza incierta.

2. Disolver todos los programas que contengan las palabras “sonata”, “paisaje”, “eco” o “silencio”.

3. Proponer la creación de un nuevo centro: el Instituto de Competencias Sonoras Transversales, cuyo lema será “Producir sin resonar”.

4. Archivar en lenguaje administrativo todo lo acontecido desde la aparición del grupo “Los Melósicos” como “anomalia lírica de carácter menor”.

Firmado:
Subdirección de Rendimiento, Subcomisión de Higiene Poética, Vicepresidencia para la Neutralidad del Gesto.


[Documento apócrifo: Contrainforme Disonante / Epílogo de las ruinas]


No pudimos evitar el cierre. Pero tampoco pudieron evitar la música.

No hubo resistencia armada. Solo hubo resistencia armónica.
No hubo manifiestos incendiarios. Solo hubo cartas y sonatas.

El conservatorio cerró, sí. Pero en cada estudiante, en cada pasillo abandonado, quedó flotando una nota sostenida.
Y no pudieron archivarla.

Se intentó borrar todo. Cambiar los nombres. Redactar nuevos planes de estudio.
Pero alguien, en una ciudad lejana, tocó un fragmento de Sofía. Y no supo de dónde venía. Y lloró.
Y eso basta.

Don Emiliano desapareció. Algunos dicen que da clases en estaciones de tren. Otros, que enseña a tocar el bandoneón a niños que no hablan.
Sofía viaja con un cuaderno. En cada lugar escribe una pieza. Y nunca la repite.
Claudio… nadie sabe de Claudio. Pero a veces, en festivales de innovación, aparece un hombre gris que, sin motivo, se detiene ante una melodía y sonríe con los ojos húmedos.

Este fue nuestro error. Y nuestra victoria.

Los Melósicos



Comentarios

ENTRADAS MÁS LEÍDAS (most read entries)

... elegía por una poética del tono: de qué hablamos cuando ya no hablamos de música ...

... 223 años de historia: el Concierto para piano y orquesta en España: 1798 - 2021 ...

... Intermezzi/Divertimenti ...

... Prokofiev, la muerte, lo colosal y lo trágico ...

... defensa razonada de la música española ...

... in medias res ...

... ser musico hoy: Taubman, Celibidache, la cultura de la interpretación, y la crítica musical ...

... 20th and 21st Century Piano Music (an anthology) ...

... El piano en mi vida. Biografía sentimental de un instrumento ...

... en torno al historicismo musical: elegía por una poética de la inmediatez ...

Entradas más leídas (most read entries)

... elegía por una poética del tono: de qué hablamos cuando ya no hablamos de música ...

... 223 años de historia: el Concierto para piano y orquesta en España: 1798 - 2021 ...

... Intermezzi/Divertimenti ...

... Prokofiev, la muerte, lo colosal y lo trágico ...

... defensa razonada de la música española ...

... in medias res ...

... ser musico hoy: Taubman, Celibidache, la cultura de la interpretación, y la crítica musical ...

... 20th and 21st Century Piano Music (an anthology) ...

... El piano en mi vida. Biografía sentimental de un instrumento ...

... en torno al historicismo musical: elegía por una poética de la inmediatez ...