... Tribulaciones del hidalgo Claudio Amargós: Parte I ...
... Tribulaciones
del hidalgo
Claudio Amargós:
Parte I ...
Todo lo que leerán a continuación es pura ficción. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es mera coincidencia… por muy escandalosamente similares que parezcan los nombres, las frases o los peinados. Ningún músico, filósofo, gestor cultural o pedagogo de mirada severa ha sido dañado (ni nombrado) en la elaboración de esta obra.
Eso sí: si usted, querido lector, siente un cosquilleo de reconocimiento, una risa nerviosa o una punzada en el orgullo, no se alarme. Seguramente sea solo un efecto colateral de la imaginación. O de la verdad, que a veces, como el buen humor, se disfraza de sátira para no ir a juicio.
(O el arte de disecar el alma ajena)
Fue engendrado, dice la leyenda, en una sala de espera de becas denegadas y amamantado con fotocopias rancias de tratados de análisis musical. Claudio Amargós, apellido ganado a pulso, fue niño prodigio en el arte de la desconfianza. A los cinco ya recelaba del talento ajeno; a los seis, denunciaba a sus compañeros por usar el pedal sin permiso en Bach. A los diez medía los rubati de sus compañeros músicos con un software diseñado por él.
Quiso ser pianista, y lo fue… pero solo de codo. Una tendinitis crónica, algunos dicen que fue la envidia alojada en el antebrazo, lo obligó a abandonar el teclado y buscar otro púlpito desde donde predicar su evangelio de la frustración. Pronto se proclamó también director de orquesta, pero confundía el compás con la contabilidad y su batuta terminó sirviendo de puntero para señalar errores "de estructura" en las partituras ajenas.
Como compositor dejó una única obra: un Himno a la Subvención Perdida, a dos voces y en cuatro extraños movimientos: Allegro bureaucrático, Andante ressentido, Scherzo pedagógico (con látigo), y un Finale commerciale, aplaudido solo por los acreedores.
Hoy regenta varias clases de música que se anuncian como “fábrica de futuros profesionales”, aunque más parecen mataderos de vocaciones. Allí, entre fotocopiadoras, horarios inflexibles y cámaras de vigilancia emocional, Claudio se pasea con su archiconocida libreta negra, donde anota los sueños de los alumnos antes de "triturarlos" con argumentos económicos:
—¿De qué vas a vivir tú? ¿Del aire? ¡Haz un máster en producción musical, y olvídate de tanto canto!
Sus clases, más que lecciones, son exorcismos invertidos: expulsan la inspiración y convocan al demonio de la rentabilidad. Todo lo que no entiende, lo llama “mística barata”. Todo lo que no controla, lo llama “charlatanería”. Y todo lo que brilla, le recuerda su propia opacidad. Por eso odia tanto. Y todo el rato.
Organiza festivales con nombres como Emprendemusik o Clavicash, donde se premia la obediencia y se castiga la imaginación. Solo actúan en ellos los que saben sonreír en LinkedIn y escribir correos con el asunto “seguimiento de propuesta de colaboración”.
A los jóvenes les susurra al oído:
—No creas en tu maestro. Es un fraude. No improvises. No cantes. No compongas. No ames. Especialízate. Monetiza. Rentabiliza. Muere.
Y cuando alguno escapa, cuando un joven músico huye con su violín y su canto y su melos y su corazón intactos, Claudio lo maldice en silencio. Porque sabe que no podrá alcanzarlo. Porque sabe que no todos los trenes paran en la estación de la amargura.
Y sin embargo, él sigue allí, sentado en el banco del andén, con un café recalentado en la mano y una carpeta llena de proyectos que nadie pidió. Se acaricia el mentón, donde nunca le creció la barba del genio, y anota en su libreta de “Ideas para Congresos”:
“Taller: Cómo sobrevivir sin talento. Del DO al DÓlar.”
Nadie como él para pronunciar la palabra creatividad como si fuera un insulto de baja estofa. En su boca, inspiración suena a enfermedad venérea, y vocación a estafa piramidal. Le da urticaria el aplauso sincero, y alergia el error que nace del arrojo. Prefiere la perfección del autómata, la repetición del temeroso, el arte sin carne ni espinas.
Fue pionero en introducir el MBA en las clases de armonía, y la rúbrica fiscal en los exámenes de análisis. A sus alumnos más audaces les sugiere abandonarlo todo y hacerse asesores de artistas, es decir, carceleros con sonrisa de coach. De sus clases sale gente que sabe pedir becas pero no escribir una melodía; que sabe currículum, pero no canto. Sabios de Excel. Ignorantes del alma.
Su modelo de éxito: el que no molesta. El que agrada sin arder. El que nunca interrumpe la digestión del "programador cultural". Admira a los que saben estar, más que a los que saben ser. Odia y tiene miedo a los que arden, a los que dudan, a los que aún cantan con la voz rota del niño que quiso ser dios en un piano.
Y tiene razón en tener miedo. Porque, aunque ahora algunos lo sigan, esos que prefieren su tierra firme de números y sarcasmo, llegará un día en que los músicos despertarán. Se mirarán las manos. Recordarán que están hechas para el temblor y no para la firma. Que la música no se hizo para obedecer, sino para abrir heridas. Y entonces, Claudio quedará solo, organizando congresos con powerpoints que nadie verá, en auditorios llenos de ecos de lo que pudo haber sido.
Pausa para breve
[Intermezzo/Moraleja]
(para jóvenes incautos y no tan jóvenes despistados):
Huye de quienes llaman “vendehumo” al que sueña, y “realista” al que renunció. No confíes en el que nunca compone, pero da consejos sobre armonía; en el que nunca arriesga, pero se cree guardián del arte; en el que se burla de lo sagrado mientras rinde culto al presupuesto. Claudio Amargós no es solo un hombre: es una epidemia. Está en cada sala donde se apaga una vocación por miedo, en cada escuela donde se premia la obediencia sobre el asombro, en cada amigo que te dice:
“Eso no da de comer.”
Y quizá tenga razón. Pero hay hambres que solo se curan tocando, componiendo, improvisando, enseñando de verdad, dirigiendo, escribiendo, amando, sufriendo, soñando...
Tribulaciones
Era lunes y llovía, como mandan los cánones del tedio profesional. Claudio Amargós salió de su piso, situado estratégicamente entre un tanatorio y una sucursal bancaria, con su habitual maletín repleto de documentos importantes: hojas de Excel, plantillas de presupuesto para ciclos de conciertos, y un plano detallado del conservatorio donde marcaba con rotulador rojo las zonas con mayor índice de estudiantes peligrosamente inspirados.
Caminaba como si marchara hacia el Congreso Internacional del Desencanto, con la cabeza en alto y los hombros crispados por décadas de haber cargado ideas ajenas que nunca comprendió del todo. Vestía su clásico traje negro (comprado en rebajas, pero con dignidad), una pajarita que sólo parecía recta si la mirabas con ironía, y un impermeable gris con un pin que decía “Música = Producto”.
Llegó al conservatorio quince minutos antes, como los líderes y los cobradores del gas, y encontró a sus alumnos esperándole con cara de haber olvidado por qué un día amaron la música. Éxito.
—¡Silencio! —dijo, alzando la voz con tono de fiscal de Hacienda en hora punta—. Hoy hablaremos de lo importante: cómo redactar un dossier artístico sin parecer humano.
Los alumnos abrieron sus portátiles. Claudio encendió el proyector. En la pantalla apareció el título del día: “Cómo parecer exitoso sin hacer nada valioso”. Hubo un silencio reverencial, casi religioso. El joven que se atrevió a preguntar por la armonía modal fue invitado a salir.
—La creatividad —prosiguió Claudio— es una trampa romántica. Lo que importa es saber negociar. La música, amigos, es una moneda. Y ustedes están tocando con euros.
Entre diapositiva y anécdota maliciosa, deslizó críticas veladas (o no tanto) contra todos los profesores del centro que aún osaban citar a Wagner sin hablar de subvenciones europeas. En un momento álgido de la sesión, proyectó una imagen suya estrechando la mano de un concejal de cultura.
—Esta foto vale más que mil acordes. Porque el aplauso no se factura. Pero la foto, sí.
A la salida, uno de los alumnos más jóvenes, un tal Iván, que aún componía música sin filtros de Instagram, se le acercó con una tímida pregunta:
—Profesor, ¿usted alguna vez… sintió algo al tocar?
Claudio lo miró. Sus ojos se nublaron por un instante. Una imagen fugaz cruzó su memoria: su infancia, un piano vertical, su abuela tarareando una romanza. Pero se recompuso.
—Sentir, hijo, es un lujo de pijos de clase media. Tú estudia Google Ads y déjate de chorradas.
Y se fue, dejando tras de sí un leve olor a rencor hervido y aftershave de gestoría.
Esa tarde, en su oficina, actualizó su LinkedIn con la frase: "Asesor en optimización emocional para instrumentistas". Alguien le dio like. Era su otro perfil.
Al día siguiente, el reloj marcaba las 10:00 cuando Claudio Amargós llegó de nuevo al Conservatorio con su carpeta negra rotulada “Operación Exterminio Poético”. Ese día, por primera vez, presidiría la Comisión de Evaluación Total, un nuevo organismo que él mismo había impulsado para filtrar a “los creativos sin plan de empresa”.
Con paso marcial y un leve resoplido nasal de superioridad, entró en la Sala Multiusos del centro, una habitación pintada de gris perla donde se respiraba la emoción de lo burocrático. Sobre la mesa: sellos, informes, rúbricas, y una taza con el lema “El Excel es mi partitura”.
El primero en ser evaluado fue un joven llamado Mateo, que presentó una sonata compuesta “desde una emoción inexplicable”. Grave error.
—¿Emoción? —gruñó Claudio, ajustándose las gafas con un dedo sarcástico—. ¿Y la viabilidad de mercado, joven? ¿Dónde está el estudio de impacto fiscal?
El segundo candidato, Mariana, osó interpretar un preludio de Scriabin sin preámbulo teórico sobre su carrera de musicología digital. Fue descalificada por falta de “contextualización transdisciplinar con enfoque productivo”.
Pero el momento culminante llegó con la intervención del nuevo miembro de la comisión: el ilustre filósofo Luciano Sártinez Jiménez Martín de Almagro, profesor adjunto de la Facultad de Teorías Disuasorias, autor del exitoso panfleto Contra el Mito del Creador: del Genio a la Granja de Contenidos.
Luciano, calvo como la lógica formal y seco como una deducción sin alma, tomó la palabra:
—Hemos de abolir toda concepción sustantiva del arte. El arte no existe. Es un producto semiótico coyuntural. El genio es un constructo burgués. La emoción, una secreción hormonal. La música, un recurso de inserción laboral posthumanista. ¡Viva la materia!
Claudio, emocionado, sintió que por fin encontraba un alma gemela: sin alma, claro está. Al terminar la sesión, ambos se juraron amistad eterna en LinkedIn y se fueron a tomar una cerveza sin inspiración.
Al día siguiente, la ciudad de Burgotarra se preparaba para un evento sin precedentes: el primer Simposio Internacional de Relevancia Administrativa en la Música (SIRAM). Un encuentro donde se prometía desterrar, de una vez por todas, la superstición de que la música tiene algo que ver con la emoción o el alma. Claudio Amargós, con su habitual entusiasmo gris, fue invitado como conferenciante inaugural, representante vitalicio de la "eficiencia sonora".
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