... Semblanzas IV: Jesús Reina, o el fuego de lo auténtico ...
Violín en Llamas:
Jesús Reina o el Fuego de lo Auténtico
En el vasto y polifónico universo de la hoy llamada "música clásica" (horror!), donde las trayectorias brillan como constelaciones efímeras, he tenido el privilegio de cruzarme con innumerables personas. Hombres y mujeres de sensibilidad diversa, provenientes de geografías sonoras dispares, portadores de "estéticas" y "técnicas" de todo tipo.
Entre esa multitud, sin embargo, pocas presencias han irradiado una intensidad tan incandescente, tan profundamente conmovedora, como la de Jesús Reina. Hablamos aquí de algo muy profundo, primordial. Hablamos de un fuego interior que parece precederle, una energía creativa que arde con la fuerza de un destino, no de una elección. Es la suya una presencia poético-musical que no se adquiere en las aulas ni se perfecciona con horas de ensayo; es una forma de estar en el mundo, una manera de habitar el espacio y el tiempo que convierte el hacer música en algo trascendente: en un gesto vital total.
En Jesús Reina, el violín deja de ser un objeto externo, un instrumento de precisión, para transformarse en extensión de su propio cuerpo y su alma. La música se convierte en ofrenda, un acto de entrega absoluta; y simultáneamente, en herida, porque esa entrega implica una vulnerabilidad, una exposición de lo más íntimo. Jesús no "toca" el violín en el sentido convencional; se consume en él, se entrega a una combustión sonora. Y esa combustión, lejos de ser destructiva, es luminosa, inevitable, de una antigüedad que parece resonar con los orígenes mismos del arte. Es un fuego que purifica y revela.
Nacido bajo el ardiente sol de Málaga, en un mes noviembre de 1986, Jesús Reina pertenece a una generación bisagra. Una generación marcada por la transición de lo local a lo global, donde los ecos aún vibrantes de lo popular y lo sagrado (el flamenco, el folclore, la religiosidad profunda del sur) comenzaban a entrelazarse, y a veces a chocar, con la lenta pero arrolladora aparición de un mundo globalizado y homogeneizador. Un mundo donde, paradójicamente, las raíces culturales corrían el riesgo de convertirse en mera mercancía exótica, en decoración superficial. Pero en Jesús Reina, lo raigal no es adorno ni cita culta; es savia vital, memoria encarnada, sangre que fluye en sus venas y en su arco.
Su iniciación musical no fue en un conservatorio, sino en el seno mismo de esa tradición viva: su primer maestro fue su abuelo, José Reina. Este dato no es anecdótico; es fundacional. Porque aprender la música "desde lo no escrito", desde la calle, desde la fiesta compartida y el lamento íntimo, desde la transmisión oral y visceral, forja una relación con el sonido que es corporal, instintiva, indómita. Es una relación que nace del ritmo de la sangre, del gesto espontáneo, de la emoción sin filtro. Ese "temblor original", esa conexión primaria con la fuente de la expresión, jamás ha abandonado a Jesús Reina. Es el sustrato sobre el que se edifica todo lo demás.
Algunos dicen que Jesús Reina es también el resultado de una formación rigurosa, de altísimo nivel, en la tradición clásica occidental. Su talento precoz llamó la atención del mismísimo Yehudi Menuhin, quien lo invitó a su escuela con solo ocho años. Allí, y posteriormente en otros santuarios del arte violinístico, fue guiado por figuras de la talla de Liana Boyarskaya, José Luis García Asensio, Mauricio Fuks, Patinka Kopec y Pinchas Zukerman.
Pero detengámonos un momento en este altar. ¡Ah, la "Formación Internacional de Alto Nivel"! Esos rótulos dorados que el mercado del arte clásico adora colgar como medallas en el pecho de sus productos estrella. Se nos vende la idea de que pasar por ciertas instituciones, besar el anillo de ciertos maestros (cuyos nombres funcionan como códigos de barras de prestigio), es el único pasaporte válido hacia la "Grandeza Reconocida". Como si el genio pudiera ser embotellado en un curriculum vitae y su valor cotizarse en la bolsa de las giras internacionales. Jesús pasó por allí, sí, pero por suerte no para convertirse en otro producto de lujo de esa cadena de montaje del virtuosismo aséptico. Fue, más bien, como un agente infiltrado, un contrabandista de fuego popular en los templos del establishment.
Su "admirable currículo" y su "impresionante trayectoria internacional" son, para los devotos del mercantilismo artístico, la prueba definitiva de su valía. ¡Cuántos jóvenes músicos sueñan con ese sello de "exportación de calidad"!
Como si tocar en la Filarmónica de Berlín o el Carnegie Hall por sí solo confiriera alma al sonido. El "sistema" eso adora: inversiones seguras, marcas reconocibles, intérpretes que encajan en el molde de lo "internacionalmente aceptable", es decir, lo suficientemente depurado de identidad molesta como para no alterar el paladar uniforme del público global. Jesús tiene ese sello, oh sí, pero lo lleva como una cicatriz accidental, no como una medalla al mérito del conformismo. Su valor no emana de esos escenarios; esos escenarios cobran sentido cuando él, con su fuego malagueño, los pisa.
Miremos entonces al panorama dominante: la obsesión por la "carrera". Planes quinquenales, estrategias de redes sociales, branding personal, seguidores como métrica de éxito. El músico convertido en empresario de sí mismo, empeñado en construir un "perfil" atractivo para algoritmos y patrocinadores. El arte reducido a contenido, el contenido a mercancía efímera. El silencio, ese espacio sagrado, ahogado por el ruido constante de la autopromoción.
En este circo, Jesús Reina es un disidente radical. Su "carrera" no es un plan de marketing; es la huella involuntaria dejada por un hombre que simplemente arde y al que algunos, casi por accidente, le han abierto puertas para que su fuego se vea. No persigue escenarios; los escenarios lo persiguen a él, atraídos por la rareza incandescente de una autenticidad que el sistema no sabe cómo empaquetar.
¿Y qué decir de todo eso de la "Formación Depurada"? Ese concepto que huele a laboratorio, a sonido esterilizado bajo lupa, a técnica convertida en fin último. Se venera la pureza del estilo, la fidelidad académica, como si la música fuera una ciencia exacta y no un latido del mundo. ¡Depurar! ¡Qué palabra tan reveladora! Depurar implica eliminar impurezas. Y en esa categoría de "impurezas" suelen caer, precisamente, el temblor de lo popular, el grito visceral, la emoción no filtrada por el tamiz de la corrección internacional.
La formación de Jesús, "rigurosísima", por suerte no fue un proceso de depuración de su esencia andaluza; fue un "armamento". Aprendió las sofisticadas armas del enemigo (la técnica occidental) no para rendirse, sino para defender con mayor eficacia el territorio indómito de su verdad: lo popular como gramática profunda, la saeta como modelo expresivo, la calle como conservatorio primordial. Su sonido es "depurado" solo si entendemos por ello que ha eliminado toda huella de falsedad mercantil, no de pasión raizal.
Así que por suerte, Jesús nunca se convirtió en un devoto acrítico de ningún "culto" estilístico. Por suerte para todos nosotros, su paso por estas instituciones de élite no borró ni domesticó su esencia andaluza, su intuición feroz, su carácter "salvaje" en el mejor sentido de la palabra. Al contrario: lo afinó, lo pulió, le dio herramientas para expresar con mayor profundidad y alcance ese fuego interior. En lugar de ser colonizado por un "estilo internacional" aséptico, enfrentó esa tradición con su identidad profunda. La asimiló, la hizo suya, pero sin traicionar su núcleo. Por eso, cuando Jesús Reina aborda la sonata de Richard Strauss o el concierto de Brahms, no lo hace como un intérprete que imita un modelo; lo hace como quien traduce un texto sagrado a su lengua materna, con la misma intensidad y desgarro con que se canta una saeta en Semana Santa. Es una recreación desde las entrañas.
Por eso, la defensa más feroz de Jesús Reina no es un alegato a favor de sus títulos o sus giras. Es un manifiesto implícito, tallado en cada nota que quema, contra la conversión del arte en mercancía y del artista en marca. Es un recordatorio de que la verdadera grandeza no se compra en las academias más caras ni se certifica con diplomas de élite; nace del contacto con la tierra que te parió, de escuchar el llanto y la fiesta de tu gente, de tener un abuelo como primer maestro y una memoria hecha de sangre y duende.
Su lucha es la del fuego vivo contra el frío mármol de las instituciones, del gesto vital contra la carrera planificada, del médium que convoca presencias contra el influencer que vende apariencias. Jesús Reina es grande a pesar de los rótulos del sistema, no gracias a ellos. Su currículo es anecdótico; su biografía sonora, escrita en llamas sobre el pentagrama del mundo, es el verdadero documento revolucionario.
Mi primer encuentro con su arte fue una experiencia transformadora. Ocurrió una noche de primavera de 2012 en el templo neoyorquino del arte: el Metropolitan Museum of Art. Él tenía 25 años, yo treinta. Interpretamos, con una preparación casi intuitiva (él la había aprendido casi de oído), la Sonata para violín de Richard Strauss. Lo que escuché aquella noche cambió para siempre mi percepción del violín y de lo que la música puede ser. Fue la mezcla electrizante de furia contenida, ternura desgarradora y una especie de embriaguez sagrada que emanaba de él y del instrumento. Me dejó literalmente sin habla, por la abrumadora presencia de una alma desnuda. En cada frase, en cada inflexión, en cada silencio cargado, estaban presentes su abuelo, las calles de Málaga, su infancia, su manera única de amar y sufrir. Era un acto de desnudez radical, sin ningún asomo de exhibicionismo o morbo. Era verdad pura, una verdad que no necesitaba argumentos porque brotaba de una vida vivida con esa misma intensidad. Fue una revelación.
De aquella noche nació una amistad profunda que ha ido creciendo a lo largo de los años. Hemos compartido escenarios, donde su energía arrastra y exige lo mejor de quienes lo acompañan; risas francas y liberadoras; confidencias en la intimidad de los viajes; ensayos exigentes donde cada nota se cuestiona; silencios elocuentes que hablan más que las palabras. Hemos viajado juntos no solo por mapas físicos, sino por geografías sonoras y emocionales complejas. Su mirada, una mezcla singular de fe inquebrantable en el otro y una severidad implacable consigo mismo y con lo que ama, es la mirada de un hermano verdadero, de esos que te sostienen cortando las ramas muertas. Con él la impostura es imposible, porque su vida entera es un combate frontal, día a día, contra toda falsedad, en el arte y en la existencia. Su integridad es un faro, a veces incómodo, pero siempre necesario.
Decir que Jesús Reina es un violinista resulta, a la luz de todo esto, insuficiente, casi reduccionista. Jesús Reina es, en realidad, una cosmovisión sonora hecha carne. En su universo, el violín trasciende su condición de instrumento para convertirse en un "cuerpo extendido", una prolongación orgánica de su ser. Es un modo de respirar (el fraseo como aliento), de rezar (la música como plegaria elevada), de afirmar su presencia en el mundo con un rotundo "¡Estoy aquí!".
Esta cosmovisión se extiende de manera natural y poderosa a su labor pedagógica, que es un acto de generosidad radical. Jesús Reina no se limita a "formar violinistas" técnicamente competentes; su misión es despertar músicos, es decir, seres humanos sensibles, conscientes, capaces de expresar su verdad a través del sonido.
He sido testigo de sus clases. Lo he visto inclinarse ante un niño principiante con la misma atención reverencial, la misma expectación silenciosa, con que escucha a un solista consagrado. Lo he visto interrumpir la ejecución de un pasaje complejo no para corregir una digitación, sino para preguntar, con genuino interés: "¿Qué has sentido ahí? ¿Qué te dice esa música?". Porque para él, tocar no es repetir notas escritas; es revivir una experiencia, es encarnar una emoción, es abrir una herida o celebrar un gozo en tiempo real. Jesús enseña que cada nota es una "herida en el tiempo", una incisión en el instante que busca conectar con lo eterno. Que cada movimiento del arco puede ser una plegaria, una súplica o un grito de júbilo dirigido a lo inefable. Que el vibrato no es un mero recurso técnico para embellecer el sonido; es el síntoma físico, la vibración palpable, de la vida que late dentro de la música. Es la carne del sonido.
Su compromiso con la esencia comunitaria y transformadora del arte lo llevó a fundar, junto a Anna-Margrethe Nilsen, otra gran violinista de la que también pronto hablaremos, el Festival Málaga Clásica. En esta iniciativa, trascendente para la vida cultural de su ciudad natal, han creado no solo un ciclo de conciertos; han sembrado un espacio de resistencia cultural. Un lugar donde el arte no se "exhibe" como un trofeo para una élite, sino que se comparte como un alimento vital. Donde los músicos no compiten por el favor del público o la crítica, sino que se confiesan, se escuchan profundamente, crean juntos desde la vulnerabilidad y la confianza. En Málaga, la ciudad que lo vio nacer y a la que permanece ligado con una fidelidad casi telúrica, Jesús ha demostrado que la música puede ser un potente acto comunitario, un espacio sagrado de escucha profunda, un acontecimiento poético que transforma no solo a los intérpretes, sino también al público, tejiendo lazos invisibles y necesarios.
Incluso en el medio potencialmente frívolo de la televisión, Jesús Reina ha sabido mantener su esencia. En programas como "Tierra de Talento", su papel como jurado no es el del experto distante e inalcanzable, revestido de una autoridad incuestionable. Es, más bien, el del hermano mayor que escucha con el corazón abierto, que valora el esfuerzo y la chispa auténtica por encima de la perfección vacía, que ofrece consejo desde la experiencia pero también desde la empatía. Su presencia allí no "rebaja" su estatus artístico; por el contrario, lo humaniza de manera poderosa, acercando la música clásica y su exigencia de verdad a un público amplio, y expandiendo así el alcance y el significado de su arte.
Jesús Reina es, además, uno de esos contados artistas que comprenden el valor sagrado del silencio. Que sabe callar cuando el sonido ha dicho todo lo que podía decir, cuando el espacio vacío se carga de significado. Que sabe retirarse, hacer pausa, para volver al sonido con una verdad aún más depurada, más esencial. Que tiene la certeza profunda de que el arte, si pierde la conexión con ese "tremor" del alma, con esa vibración interior que es la fuente de todo, se convierte en nada: en mero virtuosismo hueco, en decoración sonora, en ruido.
A Jesús Reina le debo muchos momentos de emoción compartida en el escenario, le debo risas y apoyos incondicionales. Pero, sobre todas las cosas, le debo una certeza fundamental en tiempos de escepticismo y desencanto: la certeza de que el arte verdadero sigue siendo posible. Que no todo está perdido en el ruido de la industria, la banalidad del entretenimiento masivo o la frialdad de la técnica sin alma. Que mientras exista un músico, un artista, que arda con la intensidad incansable, la pasión sin concesiones y la integridad feroz con que arde Jesús Reina, la música conservará su poder esencial. No será mera decoración, ni mercancía, ni distracción pasajera: será Verdad. Una verdad que, cuando pasa por el arco de Jesús Reina, nos abrasa, nos purifica de la indiferencia y, en un acto casi místico, nos devuelve a ese hogar primordial donde el sonido y el sentido se funden: nos devuelve a nosotros mismos.
Gracias, Jesús. Gracias por tu fuego inextinguible, que ilumina las sombras. Gracias, sobre todo, por recordarme, cada vez que tomas el violín y te consumes en él, que la Belleza no es un lujo accesorio, sino un destino humano, una necesidad del alma. Y que el violín, cuando es habitado por un espíritu como el tuyo, deja de ser madera y cuerdas: se convierte en un cuerpo en llamas que canta y que nos redime...
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