... Semblanzas III: Iva Bittová, o el conjuro en la música ...

 



    ¿Quién es Iva Bittová? ¿Cómo nombrar a una artista que desborda toda clasificación, que irrumpe con su sola presencia en el silencio como si fuera una epifanía primigenia, un conjuro, una grieta por donde se cuela el aliento de lo sagrado en el mundo profano del espectáculo? Bittová no canta: invoca. No toca el violín: extrae. No actúa: encarna. Su arte es un arte de umbrales, de transfiguraciones, de bordes porosos entre lo ancestral y lo nuevo, lo ritual y lo teatral, lo salvaje y lo íntimo. 


    Iva Bittová no es solamente una artista: es un umbral entre mundos, una rotura fértil en la superficie endurecida de la "música contemporánea". Su figura parece surgir de un lugar anterior a la taxonomía de los géneros, anterior incluso a la separación moderna entre arte, rito y vida. En un siglo donde la identidad artística se fragmenta en etiquetas de mercado, ella se planta como un árbol genealógico entero, cuyas ramas alcanzan desde la tierra del canto ancestral hasta el firmamento de lo inasible.


    Nacida en 1958 (cumplirá 67 años en 2025) en lo que hoy es la República Checa, hija de un músico del sur de Eslovaquia con raíces indias y húngaras, y de una madre cantante, Bittová creció entre los ecos del violín, la trompeta y el canto popular. Desde pequeña se formó sobre todo en ballet, arte dramático y violín, pero fue la actuación la que dominó su juventud. 

    A los 23 años, en 1981, sin embargo, abandonó su carrera como actriz profesional, ya consolidada, para regresar a la música. Esa decisión no fue un retroceso, sino un renacimiento. Su vuelta fue un salto hacia lo inexplorado, una forma de devenir música desde la carne vivida, de resignificar el cuerpo escénico como instrumento poético.


    En 1985, la colaboración con el percusionista Pavel Fajt fue el Big Bang de su universo musical. El álbum "Bittová + Fajt" surgió como una mutación sonora: rock alternativo eslavo con un sustrato romani, una suerte de alucinación folclórica canalizada por la energía punk. Su fama se expandió como una onda sísmica por Europa, y ya en 1987 se había convertido en un símbolo de la libertad creativa del Este en tiempos de fisura ideológica. Tres años después, el documental "Step Across the Border" la capturó como una figura transfronteriza en todos los sentidos: geográficos, estilísticos, espirituales.


    Su arte no es una propuesta estética: es una urgencia ontológica. Porque Iva no canta como quien decora el aire con sonidos bellos, sino como quien invoca, quien atraviesa el umbral del grito, de la lengua no-nacida, de la palabra aún no contaminada por el uso. Su voz viene de un lugar sin mapa, como si brotara del subsuelo de Europa, donde las raíces eslavas, judías, gitanas e indias aún hablan entre sí en un idioma secreto, anterior a la sintaxis de la modernidad. 

    Además, Iva Bittová no distingue entre autoría e interpretación. Ha destacado tanto en la composición como en la interpretación. Como autora, ha compuesto una música que desafía las categorías y fusiona diferentes estilos y tradiciones. Como intérprete, canta y toca con esa enérgica y emocional forma de tocar el violín y su voz tan distintiva. A través de su video en la música, ha demostrado que estas dos facetas pueden coexistir en un solo artista, alimentándose y enriqueciéndose mutuamente. 

    Así, su cuerpo es partitura, su voz es pergamino. Canta como si cada palabra le doliera de belleza, como si cada sílaba saliera por primera vez del cuerpo del mundo. Y el violín, ese animal con entrañas de abedul, no es para ella una herramienta, sino un interlocutor. Habla con él, lo seduce, lo hiere, lo consuela. No hay una técnica pura, ni una escuela reconocible: hay una liturgia gestual que proviene de la quironomía antigua, de un tiempo anterior a la notación y al mercado. Su violín no "acompaña" sino que dialoga, que interrumpe, que se disuelve en el silencio como una brasa que arde sin fuego, es un manifiesto contra la tecnología de la eficacia y del sonido limpio. Su arte no está envenenado por el cosmopolitismo estéril del músico internacional: es el canto de una raíz viva que brota en los márgenes.


    El arte de Iva Bittová, como el canto de un ave que nunca migró, permanece ajeno a las rutas comerciales del "profesionalismo" musical moderno. No hay en ella rastro alguno del pragmatismo estilizado que convierte al músico de hoy en operario de su propia obsolescencia, ni de ese divorcio fatal entre el cuerpo y el sonido que define al "intérprete profesional" en la modernidad tardía. 

    Frente ese "profesionalismo" moderno, ese que mide la excelencia en base a la estandarización, la neutralidad emocional, la pureza técnica y la alienación del cuerpo, ella insiste en una estética de la carne, del temblor, del tembloroso contacto con el mundo. Su voz y su violín no obedecen al mandato de la eficiencia ni del virtuosismo abstracto, sino a una ley más antigua: la del temblor, la del rito, la del grito sagrado que brota del cuerpo como memoria y como invocación. 

    Insisto: Bittová no interpreta - resucita. No toca: encarna. Toda ella es, en el sentido más radical de la palabra, una hierófanía. Su arte no está diseñado para satisfacer criterios evaluables, sino para convocar presencias. En un mundo saturado de intérpretes correctos y compositores narcisistas, Bittová es una hereje. Un intersticio donde aún canta el alma. Una fractura donde habita la otredad, lo inasimilable, lo sagrado. En su figura se encarna aquello que soñamos para el arte: una poética sin amos, una música sin etiquetas, una presencia que no se agota en el escenario, sino que transforma el aire que la rodea. Como los antiguos poetas órficos, como los chamanes de las estepas, Iva Bittová no interpreta la música: la recuerda. Y al hacerlo, nos recuerda también a nosotros lo que fuimos, lo que podríamos volver a ser si tan sólo escucháramos más allá de los decibelios, más allá del aplauso, más allá del ruido del mundo.


    Lo que me conmueve de ella, lo que me liga como una cuerda umbilical, es que todo en su música es necesario y a la vez libre. No hay redundancia, ni alarde. Cada trino, cada salto vocal, cada roce de arco es a la vez invención y recordatorio. Es como si su garganta llevara siglos enterrada en una vasija eslava, y cada concierto fuera una excavación. La arqueología sonora que realiza no pertenece al museo ni a la academia: es de cocina, de gesto doméstico, de invocación directa. Lo suyo no es una práctica musical, sino una necesidad espiritual. 

    Me conmueve, profundamente, esa especie de danza nerviosa que traza entre el violín y el cuerpo, entre el gesto vocal y el temblor del alma. La forma en que cada concierto suyo parece una improvisación ritual, una plegaria sin iglesia, una transverberación pagana y pura. En un tiempo que ya no cree en milagros, Iva los encarna con cada nota. Al verla en escena, uno asiste a una especie de exorcismo delicado, donde cada gesto convoca la infancia, la danza de la tribu, el sol sobre una corteza de árbol, la lágrima de la abuela enterrada. Su "profesionalidad" no es de currículo, sino de encarnación: ha ensayado, pero en el silencio de los bosques interiores, no en la arena competitiva del mercado. 

    Mejor aún: Bittová no interpreta música - la reencarna. Su presencia escénica es una letanía performativa donde gesto, voz y cuerda forman un solo cuerpo dramático. Su arte no se puede analizar sin considerar su teatralidad ancestral, que recuerda más al trovador que al virtuoso. Es el cuerpo el que decide cuándo respirar, cuándo quebrarse, cuándo alzar el tono como si de un canto de apareamiento o un rezo agónico se tratara. No hay diferencia entre el grito y la nota, entre la palabra y la onomatopeya, entre el juego y la tragedia.


    Por eso su arte me parece indispensable en estos tiempos de simulacro. Porque no pretende impresionar ni complacer, sino habitar. Porque no busca parecerse a nada, ni siquiera a sí misma. Cada interpretación es un riesgo, un paso en falso hacia la verdad. Y ese paso en falso, como el del niño que aprende a andar, es lo más sagrado que puede existir en el arte. En un mundo donde la música ha sido secuestrada por academias, concursos y tecnologías de reproducción infinitamente pulidas, la propuesta de Bittová se levanta como un desafío y una nostalgia de lo no domesticado. 

    Su canto no es la exhibición de una habilidad, sino el eco de una necesidad. Canta como se sueña, como se llora o como se recuerda: con grietas, con silencio, con sombras que tiemblan bajo la piel. Su violín no busca afinaciones impolutas, sino resonancias que conectan con la tierra y sus grietas, con el viento y sus accidentes. 

    Iva Bittová es una contestación encarnada a todo lo que se ha convertido en dogma en la música contemporánea: la especialización, la pulcritud, la neutralidad, la supresión del cuerpo. Ella restituye la música a su condición primera: canto y llanto, danza y estertor. En su obra habita una forma de verdad que no se deja reducir a partitura, ni a estilo, ni a concepto. Es la verdad del canto como herida abierta que no se cierra porque cantar es mantenerla viva. Su manera de entender la música devuelve al acto artístico su dimensión sapiencial: la música como acto de conocimiento, como mediación con lo invisible. Por eso no necesita explicar: todo está en su cuerpo, en el modo en que se encorva sobre el violín, en el murmullo que precede al grito. Hay en ella una sabiduría no escolar; una sabiduría que se transmite como se transmite un secreto: con el cuerpo entero.


    Y de nuevo, lo que más admiro en ella es su resistencia al artificio de la industria. No hay en ella la histeria del perfeccionismo ni la sumisión a los formatos estandarizados. Su música no pide permisos. Se cuela, como una gota de savia, entre las grietas de lo institucional. Por eso me atrae tanto: porque representa lo que aún puede salvarnos. 

    Muchos artistas persiguen la originalidad; Iva parece haberla olvidado por completo. Ella no busca ser única: simplemente lo es. No por rebeldía, sino por fidelidad a una voz interior que no puede ser domesticada. Esa autenticidad me desarma. Su forma de vivir el arte como necesidad, no como profesión, me recuerda por qué empecé a tocar el piano. 

    Quizás lo que más me fascina de ella es que ha hecho de su fragilidad un emblema de fuerza. No se protege con la coraza del virtuosismo académico, sino que se lanza al vacío, confiando en que la música, si es verdadera, siempre encuentra una manera de sostener al que cae. Ella no brilla por su perfección, sino por su verdad. Y en ese sentido, es una poetisa: alguien que transforma su herida en canto. 

    En un tiempo donde la figura del artista ha sido absorbida por la lógica del producto, donde la autenticidad ha sido sustituida por la estrategia de marca, Bittová representa lo irreductible. Su arte no cabe en los marcos ni en las fórmulas. No puede ser reproducido ni imitado sin que pierda su alma. Y eso es, para mí, la señal más clara de que estamos ante algo necesario. La admiro tan profundamente porque en ella veo la posibilidad aún viva de un arte sin concesiones, de un arte que no ha olvidado su raíz arcaica, su origen en la danza y en el trance.


    A veces sueño con conocerla. No para hablar, aunque la conversación sería un gozo, sino para hacer música juntos. Para improvisar una letanía sin palabras, para escuchar cómo nuestras sensibilidades se entrelazan en ese espacio sin partitura donde solo lo verdadero puede existir. 

    Imagino grabar un disco con ella, no como un producto, sino como una ofrenda. Un disco sin nombre, quizás. O que se llame simplemente: Tierra. Sueño con conocerla, no por admiración externa, sino porque siento que su música pertenece a la misma región ontológica que intento habitar cuando toco, compongo o improviso.

    Siento que hay entre nosotros una afinidad de sangre simbólica, una hermandad de los exiliados de la academia y del mercado, un linaje no escrito de músicos que no buscan "hacer carrera", sino abrir portales. Compartir escenario con ella, grabar un disco juntos, no sería un hito profesional, sino un rito de paso, un acontecimiento de alma a alma. 

    Ella representa para mí la unión entre lo que soy y lo que quise ser. Entre el niño que improvisaba frente al piano sin saber lo que hacía, y el adulto que aún busca, en medio de lo profesional, ese momento de asombro intacto. Iva es la prueba de que ese asombro no murió.

    Y es que hay una soledad muy específica que aqueja a quienes no encajan en las categorías: la soledad del lenguaje no compartido. Iva me hace sentir menos solo en esa isla. Me recuerda que el arte verdadero no necesita traducción porque habla desde el cuerpo, desde la vibración, desde lo no dicho. Quien la escucha, quien la ve, sabe que algo antiguo ha sido convocado. No se trata de nostalgia ni de folclore: se trata de memoria viva. En su violín está la historia de una región, de un exilio, de una infancia. En su voz están las voces de muchas mujeres, muchas madres, muchas niñas. Es un canto coral disfrazado de solista. Es teatro puro, pero no fingido: ceremonial. Su voz, a veces, parece un animal salvaje; otras, una oración balbuceada por un niño. Siempre, sin embargo, hay en ella una tensión entre fragilidad y furia, entre caricia y rugido. Esa tensión, para mí, es la definición misma de la belleza.


    No puedo dejar de pensar que en ella la música no es una profesión, sino un modo de vida vegetal, algo que crece sin permiso y sin programa. Su forma de emitir la voz, que pasa del lamento al balbuceo, del rugido al susurro infantil, es una teoría viva del origen del canto



    No sé, de nuevo, si algún día nuestros caminos se cruzarán, pero sé que, de algún modo, ya nos hemos encontrado. Cada vez que la escucho, siento que alguien ha escrito, con arco y con aire, una carta que yo no supe enviar. Una carta que ahora, finalmente, me llega. 

    Como dije antes, me gustaría, si la vida lo permite, sentarme con ella un día a conversar incluso sin música, o mejor: con el silencio como música. Siento que podríamos compartir una escucha que va más allá de los acordes y las escalas. Una escucha del mundo, del otro, de la herida. Y quizás, en esa escucha mutua, emergería sin esfuerzo una pieza, un canto compartido, como una hoja que cae sin ruido sobre el río.


    En una era donde la música es una industria, Iva Bittová es una revelación. Una grieta. Una prueba de que aún es posible cantar desde el borde del abismo sin convertir el abismo en espectáculo. Ella nos recuerda que cantar no es entretener, sino despertar. Y que quien canta de verdad, canta para que el mundo no se desmorone del todo. Cada vez que la escucho, se confirma en mí la intuición de que la música verdadera es aquella que no teme al temblor, a la impureza, al error que es revelación. Iva Bittová es un testimonio viviente de esa intuición. No tiene nada que demostrar, porque ella misma es la demostración. Y quizás por eso se ha mantenido libre: porque no ha querido formar parte del juego de los espejos del "sistema músico". Ha preferido ser tierra, ser grieta, ser eco...


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