... Semblanzas II: Adolfo Gutiérrez Arenas, o el canto del chelo como resistencia ...

 Adolfo Gutiérrez Arenas: 

el canto del chelo como resistencia




En el paisaje musical contemporáneo del mundo de la interpretación (el dominante en el gremio clásico), donde el gesto técnico suele eclipsar la sustancia expresiva, la figura de Adolfo Gutiérrez Arenas emerge como un raro poeta del chelo, siempre excavando secretamente en estratos premodernos, esos estratos donde la música aún respiraba como un organismo vivo. 

    Su aproximación a este noble instrumento trasciende siempre la mera ejecución: es un arte donde la madera deviene extensión vibrátil del cuerpo, canalizando no solo melodías, sino auténticas corrientes telúricas de emoción arquetípica

    Gutiérrez Arenas pertenece a ese linaje antiguo de cantores para quienes cada nota era un voto de confianza en la escucha humana. Su grandeza no reside en lo que añade a la música, sino en lo que se niega a sustraerle: la respiración, la vulnerabilidad, y sobre todo, el derecho a durar. En un mundo que confunde complejidad con profundidad, rapidez y brillo con verdad, él demuestra que la verdad última del arte, en realidad, no está en lo que se fragmenta, sino en lo que persiste en ser unido. Por eso cada concierto suyo es más que una interpretación: es una acción de gracias por lo que aún perdura. 


Adolfo (o Neto, como le llamamos los que lo queremos) no toca el violonchelo: canta a través de él. Y no canta desde el ornamento melódico ni desde la retórica del fraseo, sino desde un lugar mucho más profundo y mucho más antiguo: canta desde la necesidad de sostener el sonido como si fuera un hilo vital, como si en cada nota se jugara la continuidad misma de su alma. 

    Sus interpretaciones, así, no exhiben ni subrayan nada: simple y llanamente respiran con la sobriedad y austeridad de los grandes místicos. Y en esa respiración encarnada se encuentra algo que mucha de la música de nuestro presente, con su compulsión por la articulación, la segmentación y el virtuosismo sin cuerpo, ha ido perdiendo: la fe en el canto sostenido como una forma de conciencia.


Neto nunca fragmenta, nunca corta, nunca despliega su "virtuosismo" para demostrar absolutamente nada. Toca simplemente como quien sostiene el aliento de un cuerpo más grande que él, como si cada arco fuese un acto de fidelidad a una melodía infinita... En su chelo no hay gestos técnicos por el gesto en sí, sino una resistencia tácita, paciente y radical, contra la disolución del canto en meros efectos. Su fonar es cálido sin ser sentimental, grave sin ser oscuro, cantabile sin impostación. Cada nota larga que emite no es decoración: es cuerpo, es vibración esencial, es una afirmación de que el tono aún puede durar, aún puede decir sin explicar, aún puede amar sin adornarse...

 Así, la relación de Neto con la melodía no es estética, sino ética. En un tiempo en el que se sospecha del tono, del lirismo, del amor, de la belleza misma como si fueran meros gestos ideológicos o kitsch, él opta por sostener. No tiene miedo. Opta, así, por dejar sonar una nota más allá de su función sintáctica. Por permitir que una vibración hable cuando ya todos esperan el siguiente ataque, impacientes consumidores de cultura basura. Esa decisión, en el contexto musical actual, no es solo poco común: es absolutamente heroica. Porque en lugar de someterse a la ansiedad contemporánea de demostrar, de explicar y explicitar todo, Neto actúa como quien custodia un secreto sencillo: el secreto de que la música aún puede ser canto verdadero. Que aún puede decir lo que las palabras no pueden sin tener que explicarse. Que aún puede temblar...


El chelismo de Neto encuentra así su centro espiritual (aunque quizás él mismo no lo verbalizara en estos términos) en la continuidad interior que une. Hay en él una suerte de melodismo ancestral, una lealtad no al estilo, sino a la urgencia. A la presencia. A la idea de que el arte no consiste en cortar con precisión, sino en sostener con verdad. Su vibrato no es efecto sino respiración humana. Su vibrato renuncia a una función ornamental para convertirse en una especia de tremor cordis: una pulsación orgánica que emula el temblor de la voz humana ante lo sublime.  Su arco largo, una forma de plegaria, operando como gravedad sonora, anclando cada nota en la tierra mientras aspira al cielo. Su legatouna forma de no soltar al otro. En tiempos de fragmentación y espectacularidad, Neto se atreve a ser llano. Y esa llaneza es su forma de grandeza. Así, cuando hace música, el silencio entre notas no es vacío, sino cámara de resonancia espiritual, espacio donde el eco dialoga con la memoria auditiva.


Por eso Adolfo Gutiérrez Arenas es un músico valiente. Muy raro. Porque en lugar de hacer de la música un escaparate, la convierte en un hogar donde el tono aún puede durar un segundo más. Insisto: en lugar de explicar, canta. Y su canto no es retórico: es necesario. Porque todavía hay quien canta sin saber si alguien escucha. Porque todavía hay quien cree que, si el tono aún puede vibrar, entonces todo no está perdido.


En un mundo musical obsesionado con la novolatría (el culto a lo nuevo) y la deconstrucción, Neto encarna una suerte de herejía artística: frente al virtuosismo-espectáculo (que convierte al músico en atleta del arco), él practica el ars sustinendi: el arte de sostener la nota hasta que revela su núcleo lumínico. Mientras la modernidad musical fetichiza la articulación y el el ataque, él cultiva el canto como territorio de verdad, permitiendo que la nota expire naturalmente como un suspiro.


Su chelismo construye así arquitecturas de permanencia en un mundo líquido. Cada frase prolongada es un acto de una especie de hospitalidad tonal: el tono acoge al oyente en su duración, invitándolo a habitar el tiempo musical como espacio vital.  El canto sostenuto opera así como un antídoto contra la alienación auditiva de nuestros tiempos: en lugar de bombardearnos con eventos sonoros, teje una continuidad que restaura la experiencia de duración de la que hablaba el gran Henri Bergson. Y cuando Neto toca suave, en esos momentos de recogimiento tan especiales y tan suyos, su pianissimo no es dinámica, sino temperatura: calor íntimo que deshiela la retórica sentimental. Asimismo, su forte nunca es énfasis vacío o histérico, sino revelación de estratos ocultos.


Así, la relación con su violonchelo desborda lo meramente utilitario: el instrumento es cámara de resonancia anímica donde madera y alma establecen simbiosis: las vetas del arce prolongan las venas del músico. El frotar del arco no produce fricción, sino alquimia: transforma resina en lamento, crin de caballo en seda sonora. En sus manos, el cello recupera su origen, como caja torácica de resonancias pretéritas.


En la economía de gestos de Gutiérrez Arenas late una revolución quieta: su aparente sencillez y sobriedad es en realidad sofisticación negativa: como el wu wei taoísta, logra más interviniendo menos. Rechaza esa tan típica sobreinterpretación posmoderna para abrazar la escucha humilde del texto musical: deja que Bach cante en lugar de explicar a Bach.  


Y acaso sea eso lo que hace de Adolfo Gutiérrez Arenas no solo un intérprete excepcional, sino un auténtico custodio del aliento. En tiempos de vértigo y disolución, donde la música parece buscar excusas para no ser ya canto sino solo efecto, su arte murmura una verdad antigua: que el tono, cuando es habitado con verdad, puede aún salvarnos del ruido insoportable del mundo...

    Que no todo está perdido mientras alguien, con un arco y una respiración, decida sostener una nota como quien sostiene una vida. Que aún hay cuerpos capaces de cantar sin prisa, de callar sin miedo, de tocar sin romper. Y que la música, entonces, vuelve a ser lo que fue: un acto de amor sin fecha de caducidad, una forma encarnada de esperanza...





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