... piccolo manifesto ...

 PICCOLO MANIFESTO 

(Vila-Seca, 6 de junio del 2025)







La música no se explica. Se encarna


El verdadero “conocimiento” musical no entra por la palabra explicativa, sino por el gesto que emana del cuerpo encendido. Antes que comprender un pasaje, debe habitarse su movimiento secreto.

El gesto no es forma vacía: es signo de un alma que recuerda algo que nunca fue enseñado.


El maestro no debe explicar tanto como insinuar.

No debe analizar tanto como provocar resonancia.

No debe clasificar tanto como irradiar presencia.


La pedagogía científica convierte el sonido en cadáver sonoro.

Solo el mito, la metáfora, la emulación pueden suscitar el fuego.

No se enseña a tocar un trino con términos biomecánicos: se hace temblar el aire con la mano, como si se acariciara la transparencia.



Imitar es copiar el cadáver de un gesto.

Emular es dejarse encender por su llama.


No se trata de sonar como los grandes, sino de ser herido por su fuego.

El alumno no debe buscar la exactitud del resultado, sino la irradiación del origen.

Aprender a través de la emulación es permitir que el alma repita lo que ama, sin necesidad de entenderlo aún.



La música no nace de teorías, sino de mundos.

El músico debe vivir no en una historia de estilos, sino en una cosmología secreta.


La racionalidad no debe desaparecer, pero debe esconderse como el hueso dentro del cuerpo.

No debe haber explicación, sino invocación. No debe haber categorías, sino analogías.


La clase debe ser lugar de mitopoiesis: de creación de sentido, no de descomposición del símbolo.

Por eso la enseñanza debe apoyarse en metáforas, en imágenes, en alegorías vivas.

No decir: “el pasaje es difícil por la modulación”.

Decir: “el pasaje es un túnel oscuro que desemboca en un claro de luna”.


Así se transmite lo real.


Desde la separación entre compositor e intérprete, reciente, artificial, funcional, ha nacido un monstruo.

Un tipo de músico amputado de su potencia poética: el ejecutante puro.

El reproductor obediente. El especialista del detalle. El censor de sí mismo.


Este intérprete nuevo no compone, no improvisa, no canta, no armoniza.

Toca lo que le dan.

Estudia lo que le mandan.

No sabe por qué lo hace, pero lo hace bien.


Es el obrero de una fábrica estética invisible.

Y vive enfermo.



Nadie ha diagnosticado aún este mal.

El músico clásico de hoy vive bajo una tortura sin nombre.

Ensaya horas lo mismo, no para habitar el sonido, sino para protegerse del error.


No hay deseo.

No hay júbilo.

Solo miedo: miedo a equivocarse, miedo a no gustar, miedo a no tener trabajo, miedo a que lo descubran como insuficiente, miedo a no ser perfecto.


Se le examina como si estuviera en una cadena de montaje.

El profesor es supervisor de fábrica.

Mide, evalúa, detecta fallos, prescribe repeticiones.


Lo que se repite no es la música: es la angustia.

El error no es el problema: es el ídolo.

Todo gira en torno al pánico de fallar.


Los pasajes orquestales se estudian como si fueran pruebas de laboratorio.

El auditorio ya no es un templo, sino un tribunal.

Y el intérprete se convierte en acusado de su propia imperfección.


Esto ha producido una nueva forma de neurosis.

Una enfermedad sin nombre: la anhedonia del “músico profesional”.


Es la tristeza callada de quien ya no ama su arte.

De quien solo sobrevive en la música como un animal en una jaula limpia.


Propuestas para la cura:

Volver a cantar, cada día, sin partitura, sin técnica.

Componer, aunque sea “mal”. Aunque solo una melodía al mes.

Improvisar, incluso si nadie escucha.

Inventar historias para los pasajes “difíciles”, aunque sean absurdas.

Tocar en casas, con amigos, sin programa.

Hablar alguna vez de música sin términos técnicos.

Dibujar la música.

Hacer silencio.

Contemplar.

Leer poesía. Amar, sufrir, llorar, añorar. Tener secretos. 

Respirar con otros.

Estudiar sin metrónomo, sin grabaciones.

Escuchar al cuerpo no como mecánica, sino como misterio.


Y sobre todo:

sospechar del maestro que solo corrige y nunca canta.



La música no redime del dolor: lo revela. Y solo en esa revelación hay esperanza.


Hemos olvidado lo trágico.


No por cobardía individual, sino por diseño colectivo.

Todo lo que huele a herida nos da vértigo.

El arte ha sido domesticado por la lógica del consuelo.

La pedagogía, por la cultura del éxito.

La interpretación, por el terror al fallo.


Y sin embargo,

la música no nació para consolarnos.

Nació para abrirnos.


Donde hay pathos, pasión, herida, pasaje, hay también posibilidad poética.

El arte no surge de la comodidad ni de la corrección, sino del desgarramiento y del temblor.

El que no tiembla, no canta.

El que no cae, no ve.


El error no es un accidente: es un umbral.




CODETTA


El músico enfermo de hoy no lo está solo por falta de amor, sino por exceso de industria.


Por haber aceptado sin resistencias los marcos mentales del mercado:

press kits, managers, números de seguidores, rankings de conciertos, contratos, exclusividades, imagen de marca, posicionamiento.

Todo ese léxico de la contaminación.


¿Hildegard von Bingen tenía press kit?

¿Beethoven tenía manager?

¿Mozart organizaba su mes en base a cuántos conciertos publicar en redes?

¿Tchaikovsky contaba sus sinfonías como un influencer cuenta likes?


El arte no era eso. Nunca lo fue.


Y sin embargo, hoy el músico vive pendiente de todo menos de su propia poética. 

Pendiente de quién lo representa, de si ha subido suficiente contenido, de si la competencia ya ha tocado ese repertorio, de si su nombre aparece bien alineado con el del director.


El músico que no tiene conciertos no se pregunta por su arte:

se deprime como si no existiera.

Como si no sonar fuera igual a no ser.


Eso es enfermedad.


Una enfermedad sin diagnóstico, porque sus síntomas coinciden con lo que hoy llamamos “carrera”.


Una enfermedad que se manifiesta como ansiedad, como apatía, como insomnio, como necesidad de estar siempre proyectando algo, anunciando algo, preparando algo, aunque por dentro no quede ya nadie que escuche.


El músico de hoy ya no toca para vivir: vive para justificar que toca.


Y si nadie lo llama, si no hay contratos, si no hay gira, se hunde.

No por falta de arte, sino por falta de validación externa.

Como si el silencio de los otros invalidara la música que aún lo habita.


Esta lógica, la del músico como producto, es el último estadio del capitalismo del alma.


Donde el intérprete se convierte en empresario de sí mismo.

Donde el piano es oficina, y el público, cliente.

Donde el aplauso no es comunión, sino KPI (indicador de rendimiento).

Donde ya no hay “ser músico”, sino “tener visibilidad”.


Contra eso, una propuesta aún más radical que componer o cantar:

desaparecer.


Desaparecer de las redes, de las listas, del escaparate.


Tocar sin que nadie lo sepa.

Estudiar sin plan.

Publicar solo cuando haya algo que quemar.


Resistir el espectáculo de la profesionalización constante.

No por pereza, sino por defensa del alma.


Y sobre todo:

no confundir carrera con vocación.

Ni visibilidad con valor.

Ni éxito con verdad...


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