... huellas en la nieve: sobre el sentido de grabar discos ...
Huellas en la nieve,
o sobre el sentido de grabar discos
« Solo lo que desaparece permanece. »
— Fernando Pessoa
« La verdadera obra de arte no es la que reproduce, sino la que despierta. »
— Paul Valéry
Grabar un disco, hoy en día, se ha convertido para muchos músicos del gremio de la llamada "música clásica", en una especie de obligación profesional, una tarjeta de presentación sonora, un reclamo publicitario o, incluso, en el caso de muchos intérpretes que ya no componen ni improvisan, en una coartada ontológica: como si grabar fuera su modo de hacer poiesis, su sustituto de la creación. Lo llaman "mi último trabajo", como si fuera una obra propia, un acto de génesis y no de repetición. Pero, aunque la grabación tiene su legitimidad como forma de escritura sonora, no deja de ser eso: un tipo de escritura (en el sentido de surcos sobre una superficie). Pero una escritura secundaria. Y por eso creo que es urgente, al menos para mí, repensar el lugar del disco en la vida artística.
Porque yo mismo he grabado muchos discos. Y los he hecho con el máximo cariño, con todo el cuidado y la profundidad que mi espíritu ha sabido darles. No me arrepiento de ninguno. Pero también he llegado al momento en que siento que debo parar. Que ya está bien. Que ya he dejado suficientes rastros. Y es precisamente desde esa conciencia de clausura voluntaria, de haber llegado al borde de un ciclo, que me nace la necesidad de escribir este pequeño ensayo.
Ahora bien, ¿Por qué grabo discos? ¿Por qué los grabé? ¿Y qué sentido tiene hacerlo?
Para mí, el disco nunca fue un producto comercial, ni una forma de demostrar nada, ni siquiera una forma de inmortalizar mi manera de tocar determinada obra. No creo en la inmortalidad de la interpretación, porque la interpretación verdadera es siempre efímera, es un soplo, un gesto que se consume al nacer. Más bien, el disco ha sido para mí una forma de dejar una huella. Como quien graba dos nombres entrelazados en la corteza de un árbol, o quien escribe con un palo sobre la arena de la playa antes de que la marea borre el mensaje. Como las huellas de manos en las cuevas paleolíticas. Por aquí pasó alguien. Aquí vivió alguien. Aquí, una vez, sonó algo. El disco como rastro. Como testimonio. Como acto de memoria.
Y esa memoria, ante todo, no es para el mercado ni para el prestigio profesional. Es para el círculo sentimental más íntimo, más cercano. Es para mis hijos. Para que un día, cuando ya no esté, puedan poner uno de mis discos y oír mi respiración, mi tacto, mi forma de intentar acariciar un tono en el piano. Que en esa escucha, yo vuelva a estar presente. No como un músico célebre, no como un pianista, sino como padre, como amigo, como alguien conocido, como presencia amorosa. Como invocación. Y quizás, más allá de eso, también para algunos amigos, o antiguos alumnos, para unos pocos oyentes que, en medio del ruido del mundo, escuchen ese disco como si se tratara de una carta escrita a mano, como una confidencia. Como un secreto compartido.
También haya quizás otro motivo: el deseo de rescatar, de conservar. De dar voz a ciertas obras, a ciertos compositores que no han tenido la suerte de ser grabados mil veces, que no pertenecen al canon hegemónico, pero que sin embargo tienen algo muy importante que decirnos. El disco, en ese sentido, puede ser un acto de justicia poética. De reparación. De salvaguarda patrimonial, no en sentido seco o archivista, sino como acto de amor hacia lo olvidado. Grabar es también recordar.
Pero reconozcamos sus límites. El disco no es una obra original. No es creación. No es acto poético originario. Es una huella, sí, pero no un nacimiento. A veces, cuando un intérprete deja de componer, de improvisar, de buscar nuevos caminos, se refugia en la grabación como si fuera su manera de justificar su presencia en el mundo artístico. Cree que al grabar está haciendo algo “nuevo”. Pero no es así. Grabar una sonata de Beethoven no equivale a escribir una sonata. Ni siquiera equivale a descubrirla. El disco puede ser un documento precioso, pero no reemplaza el fuego de la creación. Puede ser una estatua sonora, sí, un monumento, pero no es una llama.
Por eso, muchos discos, demasiados, son productos sin alma, meras vitrinas de virtuosismo técnico o de diseño sonoro impecable. Son grabaciones que fijan una forma, que sacralizan una decisión momentánea como si fuera dogma, y que después se repiten, una y otra vez, sin vida. El intérprete que ya no improvisa, que ya no compone, que se ha fundido con el rol funcional de pianista, ve en el disco su única vía de expresión. Pero en realidad, en lugar de expresarse, se encierra. Se convierte en funcionario del sonido. En notario del pasado. Y finge que hace arte, cuando solo ejecuta.
¿Cómo redimir el disco, entonces? Quizás sea posible si renunciamos a su fetichismo. Si lo entendemos como lo que es: un arte menor, muy menor, subsidiario, pero aún así, cargado de sentido si se hace con amor. Si grabamos no para impresionar, ni para competir, ni para eternizarnos, sino para testimoniar. Para recordar algo. Para dejar una nota al margen del tiempo. Para decir: esto me conmovió. Esto me dolió. Esto lo toqué para ti...
Un disco puede ser un monumento. No de mármol, sino de aliento. Un gesto frágil pero verdadero. Puede ser, incluso, un modo de transmitir silenciosamente un ethos musical. No la del dominio técnico, ni la del narcisismo sonoro, sino la del compromiso con el alma de la música. Porque grabar una obra no significa poseerla. Significa acompañarla. Darle un cuerpo por un instante. Dejarla volar.
Por eso, aunque seguiré amando la grabación como un lenguaje posible, creo que ya he dicho, a través de ella, casi todo lo que necesitaba decir. Grabaré muy pocas cosas más. No me gustan las clausuras tajantes, pero sí reconozco que el disco ha pasado a ser, en mi vida, algo absolutamente secundario.
Comienza otro tiempo. El tiempo de volver a la composición con la plenitud de una dedicación renovada. Aunque nunca dejé de componer, porque compongo desde niño, porque componer es para mí un modo de respirar, durante los años en que grababa intensamente, ese impulso se atenuaba, como si quedara en pausa.
Ahora vuelve a fluir con naturalidad, sin la obsesión de que mi música se toque o se publique, porque eso es irrelevante. Componer no como estrategia, ni como oficio, ni siquiera como vocación profesional, sino como forma de encarnar la música. Porque el Verbo se hace carne. Y la carne se hace Verbo. Y la escritura, no como notación científica ni como símbolo técnico, vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: un neuma, un soplo, un signo sagrado. Y así comienza de nuevo el tiempo de crear, de buscar una voz más originaria, más naciente. De trovar, encontrar. Y ojalá, algún día, alguien escuche no mis discos, sino la música que brotó de ese silencio. Y diga no “qué gran intérprete”, sino algo más simple, más verdadero: “ahí vivió un hombre que amó la música con todo su ser”...
Comentarios
Publicar un comentario