... en torno al historicismo musical: elegía por una poética de la inmediatez ...
POEMA INTRODUCTORIO
CONTRA LOS NOTARIOS DEL TIEMPO
(Para el insurrecto del instante)
Hay un crimen mayor
que quemar bibliotecas:
clasificar
el vuelo
del pájaro
en taxonomías,
medir
con compás
de acero
el latido
del alma.
Dicen que todo debe
archivarse:
el grito
en ficha clínica,
el beso
en tratado
sociológico,
el lamento
del chelo
en partitura
comentada.
Han puesto guardianes
en los umbrales
del asombro:
“¡Deténgase! Su emoción no está
documentada,
su gesto carece
de contexto histórico,
su temblor no
se ajusta al canon.”
Pero yo digo:
Rompan los termómetros
que miden la fiebre
del espíritu.
Arrojen al río
las escalas
que pesan
el misterio.
Que se pudran
en sótanos
los inventarios
del éxtasis.
Hay una verdad
que no entra
en
los protocolos:
la flor que nace hoy
en la grieta
del muro
no es pariente
de la flor
de ayer.
Cada beso es
un big bang,
cada lágrima un diluvio
universal,
cada nota sostenida...
una herejía
contra el metrónomo
de los siglos.
¡Oh, artistas
del fuego!,
tendedores de puentes
sobre el abismo
del cronos:
si os exigen pruebas
de estilo,
mostrad las manos
quemadas.
Si os piden referencias,
señalad el hueco vivo
en el pecho.
No somos escribas
de lo muerto.
Somos parteros
de lo que nace
ahora:
sin pedigrí, sin linaje,
solo
con el certificado
brutal
del temblor.
Devolved a la música
su estatus
de milagro:
que el violín no ilustre
épocas,
sangre.
Que el piano
no dialogue
con los tratados,
sino
con el silencio
recién parido.
Y cuando los notarios
del pasado exijan actas,
arrojadles este único
documento:
un puñado de tierra húmeda,
un jadeo de amante en la noche,
una nota larga que rasga el papel
donde intentaron dibujar su jaula.
Porque el alma no firma
contratos con la historia.
El alma es un fugitivo
que cruza desnudo
las fronteras del tiempo,
llevando en la piel
la única prueba
de identidad que perdura:
el estigma ardiente
de haber estado vivo aquí, ahora,
sin testigos...
Vivimos hoy en una época asfixiada por la sobreinterpretación. Todo es teoría, todo es filosofía. En el plano psicológico, asfixiados también por la hiperreflexividad (entendida, por Marino Pérez Álvarez, como "autoconciencia intensificada en la que el sujeto se desvincula de las formas normales de implicación con la naturaleza y la sociedad tomándose a sí mismo como su propio objeto"), que es una forma de interpretación, dirigida a nosotros mismos. En sentido general, y en particular en el mundo de la música clásica, la hermeneia ha sustituido a la poiesis. El análisis, la glosa, la interpretación, la hermenéutica, el comentario, la doxografía, el catálogo, el archivo, la exégesis, la taxonomía, la comparación, la enmarcación, la teoría crítica, el comisariado, lo curatorial, la gestión, la especulación filosófica, en definitiva, la obsesión por la mediación, han tomado el control del acceso a lo real. Hoy parece que todo debe ser traducido, filtrado, justificado, explicado, analizado. Nada puede ser simplemente lo que es, lo que está. Entre nosotros y la experiencia se ha interpuesto un aparato conceptual que, con la promesa de revelar, no hace sino ocultar.
Una de las manifestaciones más hegemónicas de esta tendencia es hoy la disciplina de la Historia, convertida en nuestros días en nueva (y tácita, ejercida) religión secular, en teodicea de los modernos. Hoy parece como si no se tratara ya de comprender el pasado, sino de someter todo lo humano a su tribunal (un tribunal, sobre todo, moral y ético), como si no pudiera existir verdad sin contexto, ni valor sin genealogía. La Historia, junto a las ciencias naturales y la Política, se ha erigido hoy en sustituto de lo sagrado, pero con una vocación totalitaria: no deja espacio a lo inmediato, a lo que irrumpe sin permiso, sin explicación, sin archivo. Por eso este ensayo se centra en la Historia, no como disciplina erudita, sino como estructura simbólica de dominación ontológica.
En el mundo de la música, la sombra que el historicismo musical proyecta sobre el presente no es una mera niebla epistemológica, sino un auténtico velo tejido con hilos de ontología mal entendida, una telaraña conceptual que atrapa el vuelo vivo del tono musical para reducirlo a especimen clasificado. Se habla con frecuencia de la Historia como si fuera un territorio a cartografiar, un paisaje fijo cuyas coordenadas bastaran para definir la esencia misma de la música, cuando en verdad la historia es ese río heracliteano que nunca se toca dos veces, y cuya corriente arrastra tanto los escombros de lo que fue como las semillas de lo que podría ser. El error fundamental, aquella grieta en el fundamento que abre la sima del dogma, reside en confundir el mapa con el territorio, la partitura con la vibración del aire, el tratado con el temblor de la cuerda bajo el dedo.
Cabe advertir que al escribir estos mis últimos ensayos (y éste en particular) podría parecer que incurro en una contradicción performativa: utilizo el lenguaje de la filosofía crítica para denunciar el exceso de filosofía. Pero no es exactamente así. Si me interesa aún la filosofía (y mucho) es, precisamente, para llevarla al límite de sí misma, para cuestionar su impulso a totalizar, a mediarlo todo, a encerrarlo todo en conceptos. Filosofar, para mí, hoy, es un acto de desfondamiento, de desactivación de la propia máquina filosófica. No se trata de criticar desde dentro para mejorar el aparato, sino de usar la filosofía como se usaría una cerilla en una habitación oscura: no para construir una lámpara, sino para ver, por un segundo, lo que la lámpara no dejaría ver. Esta no es una contradicción, sino un uso final de la filosofía. Tal vez su último uso, antes de dar el salto a la poética.
Entonces, la transformación hoy de todo lo humano en objeto de análisis histórico no es una mera moda intelectual ni una estrategia retórica. No. Es el sello distintivo de nuestro tiempos, el síntoma de una auténtica mutación ontológica profunda, donde el ser (o el estar, que diría Gustavo Bueno) ya no se experimenta como acontecimiento, como don, sino como documento. Este desplazamiento tiene raíces metafísicas: el ser ya no se concibe como algo que se manifiesta, sino como algo que se representa. Todo hoy es representación. Lo que aparece ante nosotros, lo que se da en la inmediatez del gesto, de la voz, del temblor, ya no se cree verdadero por su presencia, sino por su capacidad de ser interpretado, contextualizado, explicado. El ser ha perdido su peso. Ha sido reemplazado por el archivo.
Esta confusión no es inocente. Posee la estructura de un ritual secularizado, una liturgia donde el sacerdote-intérprete (gracias, Hans von Bülow) ofrece sacrificios de fidelidad textual a cambio de una supuesta pureza histórica. Pero ¿qué pureza es esa que huele a naftalina académica? Se pretende reconstruir el "sonido" de Dresde en 1740 como quien monta un dinosaurio en un museo, articulando huesos fósiles con varillas de acero moderno. La falacia mereológica (esa que cree que la verdad del detalle técnico garantiza la verdad del todo estético) opera aquí como un narcótico para la imaginación. Conocer el diámetro exacto de las cuerdas de tripa, la presión del fuelle en un órgano barroco, el temperamento mesotónico empleado en una corte renacentista: todo ello es valioso como dato, pero letal como dogma. Porque cuando el cómo suplantó al porqué, cuando la arqueología sonora se erigió en teología interpretativa, la música comenzó a morir de exactitud.
El mundo se convierte, así, en una enorme vitrina, en un enorme museo en el que además, absolutamente todo es susceptible de ser museizado. No es una vitrina inocente, sino una vitrina curada, comisariada, explicada en textos de pared. Incluso la muerte ha sido museificada: se muere, pero no se muere simplemente; se muere como acontecimiento médico, jurídico, narrativo. El duelo ya no es llanto: es protocolo, es proceso, es fase. La pérdida ya no es una herida: es un "paso necesario del ciclo de vida". Todo está normado, encuadrado, regulado por discursos.
La paradoja es desgarradora: en su afán por acercarnos al pasado, el historicismo radical nos expulsa de él. Al convertir cada nota en un problema filológico, cada frase en un caso de hermenéutica aplicada, nos roba la inmediatez del encuentro sonoro. El oído, ese órgano vulnerable y sabio, es desplazado por el ojo que escudriña manuscritos. La corporeidad del músico, con sus temblores e intuiciones, se somete al tribunal de las fuentes documentales. Se olvida que Couperin no pensaba en "estilos históricos" cuando sus dedos acariciaban el clave, sino en la carnalidad del gesto que hace brotar la emoción de las teclas. Bach no componía para ilustrar el Barroco, sino para hablar con Dios en el lenguaje de los afectos que le estremecían las entrañas. Domesticar ese fuego originario bajo las alfombras de la corrección, fidelidad, o autenticidad histórica es cometer un sacrilegio ontológico: matar el fenómeno musical para disecar su cadáver.
Este imperio de la mediación no es solo un "proceso cultural". No. Es una nueva forma de esclavitud espiritual. Porque si todo lo que soy debe estar justificado por una estructura externa (una época, una clase, un género, una historia, un estilo, una explicación, una teoría) entonces no soy. Hoy no hay casi ya ningún acto que no sea explicable. Todo está dicho antes de que yo diga. Todo está leído antes de que yo vea. El sujeto es expropiado de su singularidad bajo la coartada del contexto. Lo inédito (el verdadero milagro del ser) queda abolido.
Detrás de esta empresa se oculta un miedo metafísico: el terror al vacío del presente. La cultura occidental, huérfana de grandes relatos, ha convertido el pasado en un refugio contra la angustia de crear desde el abismo. Es más seguro tocar lo ya consagrado con métodos ya validados que arriesgarse a la soledad de una interpretación personal. El historicismo ofrece esa coartada perfecta: la ilusión de objetividad. Pero esa objetividad es un espejismo. Cuando un clavecinista del siglo XXI "reconstruye" a Rameau, lo que realmente hace es proyectar sobre el pasado sus propias obsesiones contemporáneas, sus neurosis de exactitud, su nostalgia de certezas. El resultado no es Rameau resucitado, sino un fantasma sonoro vestido con las convenciones de nuestra época. La supuesta autenticidad es la máscara más elaborada del presente.
Esta hegemonía del marco explicativo histórico implica una supresión del Acontecimiento, en sentido fuerte. Porque el Acontecimiento es lo que no tiene aún nombre. Es lo que rompe el marco, lo que no encaja, lo que no tiene genealogía previa. Es el hijo que no debía nacer, la nota que no debía sonar, la frase que no puede traducirse. Pero nuestra época ha blindado por completo el mundo contra los Acontecimientos. Ya nada ocurre: todo repite. Todo tiene precedentes. Incluso el asombro debe pasar por comités de revisión.
Esta tiranía de lo histórico se apoya en dos pilares filosóficos perversamente entrelazados. Por un lado, la sombra alargada de Hegel, mal digerida, que impone la idea de una Historia con propósito, un relato teleológico donde cada compositor es eslabón de una cadena que conduce inexorablemente a nuestro presente ilustrado. Así, Bach prepara a Beethoven, Beethoven anuncia a Wagner, Wagner desemboca en Schoenberg, en una línea recta de progreso que margina a los "desviados" como Bruckner o Satie. Esta historiografía Whig, como la llamaron los ingleses (de ello hablaremos más adelante), no describe: prescribe. Es una maquinaria de exclusión que convierte el pasado en prisión del presente.
El segundo pilar es más insidioso: la secularización del ascetismo protestante bajo ropajes adornianos (de Adorno). Se ha construido una moralina estética donde la emoción directa es sospechosa, la belleza inmediata es kitsch, y la subjetividad del intérprete es pecado de romanticismo decimonónico. Bajo la bandera de lo "crítico" e "informado", se esconde un desprecio por lo visceral, un miedo al contagio de lo sublime. El músico debe ser cirujano, no amante; analista, no medium. Esta frialdad metodológica se viste de radicalismo cuando en realidad es la rendición final ante el nihilismo: si nada puede ser verdadero, al menos será correcto.
En esta supresión del acontecimiento, el gran perdedor es el amor. Porque el amor no tiene porvenir si no puede irrumpir. El amor, en su forma más alta, es no histórico, o mejor: meta-histórico. Es aquello que no cabe en cronologías ni en estructuras. Es acrónico y atópico. Es la decisión de decir Sí sin garantías, de confiar sin razones, de esperar sin plan. Pero si todo amor es leíble como código de reproducción social, como manifestación ideológica, como réplica de un discurso interiorizado, entonces no hay amor: solo hay función. Y el alma, sin amor, se convierte en prótesis.
Pero la música resiste a esta domesticación. Su esencia ontológica estalla en los intersticios del sistema. Porque la música no habita en las partituras, sino en ese milagro efímero donde el tono toca la carne del que escucha. Es un acontecimiento, no un documento. Cuando un niño golpea un tambor por primera vez, cuando un amante tararea una melodía bajo la lluvia, allí está la música en su estado puro: anterior a toda historicidad, rebelde a toda clasificación. Esa inmediatez no es "primitiva": es fundacional. El historicismo, en su obsesión por contextualizar, nos ha hecho olvidar que escuchar un madrigal de Monteverdi puede conmovernos hoy no por su adecuación a prácticas del siglo XVII, sino porque algo en su curvatura melódica habla directamente a nuestra condición mortal.
Todo esto remite en realidad a una forma de nihilismo encubierto. Porque el fundamentalismo histórico-científico de nuestro presente en marcha dice: "si no puedo explicarlo, no existe." Pero el problema es que lo que no se explica, a menudo, es lo único que vale la pena vivir (o por lo que vale la pena vivir). Lo inexplicable no es lo falso: es lo real en su estado crudo. El temblor, el orgasmo, el llanto, la fe, la esperanza, el canto, no pueden ser explicados sin ser traicionados. Y sin embargo, hoy se exige que todo sea traducido a papers, a estadísticas, a protocolos de análisis. Es la colonización total del espíritu por parte de la letra. Todo es hoy ex-post, nunca ex-ante.
La salida no es negar la historia (eso sería caer en la misma trampa dialéctica), sino subordinarla a la vida, como pedía Nietzsche (del que hablaremos más adelante). La historia debe ser la escalera, no la prisión; si acaso a veces un punto de partida, no la meta. Un gran "intérprete" no es quien mejor ilustra una época, sino quien, conociendo o no los estratos históricos, excava hasta encontrar la veta de eternidad que late bajo ellos. Cuando Richter tocaba a Schubert, cuando Gould desafiaba a Bach, no estaban siendo "fieles" ni "infieles": estaban reencarnando la música en el crisol de su presente, de la eternidad de su presente. Esa transfiguración es el verdadero acto de respeto: tratar la obra no como reliquia, sino como semilla que sigue germinando.
Este nuevo régimen de nuestro días, este culto a la Historia, no tiene templo, pero sí tiene ministros: los comisarios, los curadores, los críticos, los musicólogos, los "gestores culturales", los editores académicos, los expertos en narrativas. Parece como si hoy la música ya no necesitara cantores: necesita informadores, gestores, aquellos que "den cuenta" de algo, no que lo hagan. El arte hoy parece ya no necesitar poetas: necesita "intérpretes" con formación crítica, ecdótica, filológica, "bien informados", bien "formados" (si puede ser en centros extranjeros, para así potenciar su "proyección internacional", mejor). Incluso los niños deben jugar hoy con sentido. No basta con que el cuerpo goce: debe justificar su goce con un marco normativo aceptable. El alma debe pedir permiso a la facultad de historia antes de llorar (porque hoy parece que el llanto, la risa, el amor, sean "invenciones del siglo XIX").
El desafío aquí es recuperar la osadía del instante. Dejar de tocar como notarios del pasado para hacerlo como testigos del presente. Entender que una nota, un silencio, un ritmo, pueden ser puentes hacia lo real si se los libera del corsé de la referencia constante. Porque una verdad musical no se mide por su ajuste a un contexto, sino por su capacidad de rasgar el velo de lo habitual, la prosa de la vida, y mostrarnos, aunque sea un segundo, el hueso desnudo de la existencia. En ese temblor compartido entre quien produce el tono y quien lo recibe, en esa comunión efímera, habita lo que ninguna musicología podrá capturar: el misterio de que unos signos negros sobre papel pautado puedan, al encarnarse, convertirse en lágrimas, en éxtasis, en memoria del futuro.
El escándalo es este: no se puede ya decir “te amo” sin que alguien corrija tu sintaxis ontológica. Pronto acabaremos diciendo: “como dirían los antiguos, te amo.”, con la distancia retórica del experto o del cínico. Pero eso no será ya amor. Será nostalgia del amor. Será arqueología emocional. La voz, en vez de salir de la garganta como un fuego, será recitada como una fórmula. Se habrá convertido en cita. Y cuando el amor se convierte en cita, el infierno está muy cerca.
La tarea es urgente: desencantar lo histórico para reencantar lo musical. Arrancar la música de las vitrinas del museo y devolverla a la plaza pública del ahora. Que los intérpretes dejen de ser curadores de sonidos muertos para convertirse en parteros de presencias vivas. Solo así, cuando el último tratado histórico se cierre para que el primer grito melódico brote de nuevo, comprenderemos que Bach no está en Leipzig, sino en cada instante donde un acorde nos devuelve, estremecidos, a la pregunta radical por el ser que suena y, al sonar, existe.
Lo que está en juego aquí es la capacidad del ser humano para decir algo sin comillas. Para decir “yo” sin pedir permiso al archivo. Para mirar un rostro y no ver una estructura, sino una infinitud, un abismo. La posibilidad del arte, de la amistad, de la plegaria, de la contemplación… depende de esta capacidad. Y esa capacidad está siendo amputada sistemáticamente por un mundo que sólo admite lo que puede ser contabilizado, contextualizado, representado. Todo lo demás es visto como superstición, ingenuidad o crimen ideológico.
Y es que la prisión más perfecta es aquella cuyos muros han sido interiorizados como horizonte inamovible de lo real. El historicismo contemporáneo ha logrado esta hazaña siniestra: convertir la mediación histórica no solo en método, sino en condición ontológica incuestionada. Su poder reside precisamente en su invisibilidad como sistema de coerción, disfrazado de simple "rigor intelectual" o "respeto por el pasado". Hablamos de una episteme que se ha naturalizado hasta confundirse con el sentido común.
La dificultad crítica es análoga a intentar describir el agua a un pez: ¿cómo señalar los barrotes de la historicidad cuando esta se ha convertido en el elemento mismo en que nadamos? El problema no es meramente epistemológico, sino existencial. Nuestra civilización ha sustituido la metafísica por la historia, la pregunta por el ser por la catalogación del devenir. En las artes, este desplazamiento adquiere rasgos de patología porque ataca el núcleo mismo de lo estético: su cualidad de presencia inmediata, su carácter de acontecimiento irreductible al contexto.
El historicismo se presenta como simple "aplicación de criterios objetivos". Quien estudia tratados, quien reconstruye instrumentos históricos, cree estar ejerciendo neutralidad científica. No percibe que cada elección filológica implica una ontología implícita: que la verdad artística reside en el origen, que el presente es mera derivación, que la creación es esencialmente repetición. Esta fe en la supuesta transparencia del método oculta su carga metafísica.
Hemos naturalizado metáforas que perpetúan la prisión: "contexto histórico", "práctica informada", "estilo auténtico". Estos términos parecen descriptivos cuando en realidad son normativos. Al decir "esta interpretación respeta el estilo", ya hemos aceptado que el "estilo" es una entidad fija y separable del acto interpretativo. El lenguaje no refleja la realidad: la constituye.
Así, vivimos hoy bajo lo que George Steiner llamó "la nostalgia de lo absoluto". Tras el derrumbe de las grandes narrativas, el pasado se fetichiza como reserva de sentido. De nuevo, el historicista musical no sabe que su devoción por lo antiguo es síntoma de una angustia moderna: la imposibilidad de habitar plenamente el presente. Busca en Scarlatti lo que ya no encuentra en sí mismo.
El "mercado de la autenticidad" ofrece productos culturales empaquetados como experiencias históricas. Las instituciones educativas consagran esta lógica al premiar la especialización historicista sobre la creación original. El intérprete aprende que su valor reside en la fidelidad reconstructiva, no en la potencia reveladora. La cadena se vuelve invisible porque todos ganan: académicos con autoridad, sellos discográficos con nichos de mercado, públicos con la ilusión de acceso al "verdadero pasado".
La consecuencia es que lo humano empieza hoy, poco a poco, a parecer irrelevante. El desprecio por lo humano (y el consiguiente ensalzamiento de lo que hoy llaman lo post-humano) no nace del odio, sino de la indiferencia sistemática del sistema explicativo hacia todo lo que no puede subsumirse en función. En cierto sentido, el ser humano estorba. Su psyche, su alma. Estorba su imprevisibilidad, su fragilidad, su necesidad de perdón, su contradicción. Estorba su poesía. Estorba su silencio. Estorba su oración.
Pero si el ser humano molesta, ¿qué queda entonces? Queda el sistema. La máquina. El archivo. El proceso. El medio. La técnica. Las ciencias. La Historia. La Política. Y esto es lo que estamos construyendo: una cultura que quiere eliminar al sujeto para dejar solo las huellas. No se quiere vida: se quiere data. No se quiere revelación: se quiere análisis. No se quiere arte: se quiere documentación del arte. Y no se quieren viajes artísticos: se quieren mapas de "carrera".
La liberación de todo esto solo podría comenzar cuando comprendiéramos que el historicismo no es una ventana al pasado, sino un espejo del presente. En su obsesión por reconstruir cómo sonaba un laúd en 1600, nuestra época revela su propia incapacidad para escuchar el grito de un saxofón en 2025.
La verdadera crítica debe ser, pues, una especie de terapia filosófica (logoterapia) que exponga esta suerte de neurosis colectiva. No mediante argumentos, sino mediante experiencias límite: por ejemplo, hacer escuchar una sonata de Beethoven interpretada con rigor historicista, en un fortepiano de época, respetando estilo, tempi, junto a una versión en la que un músico vivo, sin pretensiones arqueológicas, la toca desde el presente como si el alma misma ardiera en cada nota, aunque utilice un instrumento moderno. No preguntar “¿cuál es más fiel al texto?” sino “¿cuál restituye la urgencia del acontecimiento sonoro?”, “¿cuál te saca del museo y te devuelve al temblor de lo real?”, “¿cuál te hace sentir más vivo?”
La gran ironía es que las obras que hoy momificamos fueron en su origen actos de insumisión contra sus propias tradiciones. Bach fue "incorrecto", Beethoven "rupturista", Monteverdi "revolucionario". Canonizarlos como modelos de pureza estilística es traicionar su esencia más profunda: el coraje de decir "esto suena ahora".
La prisión se resquebraja cuando el intérprete comprende que su misión no es servir a la historia, sino hacer que la historia sirva al instante poético que está invocando. Cuando el oyente acepta que un madrigal le conmueve no por su distancia histórica, sino por su cercanía existencial. Cuando todos recordamos que antes de cualquier tratado, antes de cualquier musicólogo, estuvo el primer humano que golpeó una piedra y lloró al escuchar su eco.
Ese resonar originario, donde el tiempo se suspende y solo existe el pulso compartido entre materia y espíritu, es la celda que ningún historicismo podrá encerrar. Porque su verdad no está en el ayer, sino en el temblor de cada ahora.
Frente a toda esta dictadura de la mediación, pues, la única verdadera resistencia es el gesto puro (pero puro en el sentido de ingenuo, inmediato). El acto frente al juicio. El canto sin porqué. La poesía que no ilustra nada. El amor que no quiere ser ejemplo. La música que no quiere representar una época, sino quemar el presente. El silencio que no es estrategia, sino grito sin forma. El cuerpo que no ejecuta un guion, sino que baila sin razón.
Pero para que ese gesto sea posible, debe haber un espacio no político. Un espacio no académico. Un espacio no histórico. No institucional. No porque se niegue la política, la historia o el saber, sino porque se afirma algo anterior: la vida. La vida como potencia, no como resultado. La vida como abismo, no como categoría. La vida como lo que no puede ser domesticado por ningún marco explicativo, y domesticado sobre todo para intentar ahorrarnos el sufrimiento o para de huir de él, porque nos da demasiado vértigo.
Por eso, el gesto más radical hoy no es militar por una causa, ni escribir el último manifiesto, ni inscribirse en el nuevo grupo identitario o político. El gesto más radical hoy es decir te amo sin comillas. Es escribir un poema sin explicarlo. Es cantar sin ironía. Es mirar al otro como absoluto, no como ejemplar. Es hacer arte como quien reza, no como quien argumenta. Es componer aunque nadie vaya a tocar tu música o estudiar tu instrumento y la música aunque no tengas "conciertos" (horror!).
En ese sentido, lo bueno del cristianismo (el verdadero, el del Verbo hecho carne, no el de sus terribles parodias institucionales) es que es uno de los pocos ejemplos de rebelión contra el historicismo. Porque lo que dice es que lo eterno ocurre. Que lo infinito se da. Que el Dios inefable entra en la historia, la del hombre, sin dejar de ser eterno. Y que lo humano no es lo opuesto de lo divino, sino su lugar. El cristianismo no es solo religión: es ontología radical. Una ontología del temblor.
Pero hoy eso parece risible. Preferimos importar el budismo urbano, que no molesta, que no hiere, que no arde. El budismo (en su versión aguada occidental) nos permite hablar de desapego, de flujo, de serenidad. El cristianismo, en cambio, habla de encarnación, de sufrimiento, de muerte, de culpa, de gracia. Es demasiado real. Demasiado humano. Por eso lo exiliamos y por eso hoy es sólo ocupado por fundamentalistas delirantes y fascistoides, patrioteros de extrema derecha, o devotos pijo-esnobs que lo han vaciado de temblor y lo han llenado de superioridad moral, de punitivismo reaccionario y de narcisismo tribal.
Pero el verdadero cristianismo, el ontológico, ni siquiera el devocional, si es que todavía existe en alguna parte (lo dudo), sigue ahí, como un incendio enterrado, esperando cuerpos que puedan volver a arder sin miedo. No pide pertenencia, ni pureza, ni identidad: pide carne, pide temblor, pide un sí radical al misterio. Y por eso incomoda. Porque su verdad no se deja historicizar, ni reducir, ni convertir en concepto. Porque, como la música verdadera, no quiere ser entendida. Quiere ser encarnada.
Y sin embargo, si queremos escapar del museo, de la vitrina, del archivo, quizás tengamos que volver ahí, o al menos a algo parecido. Es decir, a ese lugar donde el verbo se hace carne. Donde el canto es oración. Donde la historia no es jaula, sino pesebre. Donde el amor no se cita, sino que se da. Donde el ser no se explica, sino que se encarna. Donde no hay marco, ni tesis, ni protocolo. Solo un “sí” al vivir, pronunciado con lágrimas.
Y entonces, quizás, un día alguien nos dirá simplemente: te amo. Y no sabremos a qué estructura responde. Ni nos importará. Porque será la primera vez que lo escuchemos de verdad. Porque será como oír cantar a un pájaro que no sabe que lo están filmando para un documental de National Geographic. O como un niño que dibuja a su madre sin saber que está "expresando vínculos de apego." Será amor sin comillas. Será vida sin archivo. Será ser. Será estar.
Mientras tanto, a quienes se resisten a someter toda experiencia al filtro mediador de la historia, de las ciencias naturales o de la política (convertidas hoy en los únicos dispositivos legítimos para acceder a la realidad) se les suele relegar a los márgenes del discurso dominante. Son llamados, con tono desdeñoso, locos, místicos, reaccionarios… o, en el gremio de la música clásica, simplemente “románticos”.
Este último término, que antaño designó una revolución estética y espiritual, pero que sobre todo viene del Roman (la novela, el relato, el cuento) y de la lengua Romance (la lengua vernácula, frente al classicus, lo culto, el latín), ha sido hoy degradado hasta convertirse en una suerte de insulto elegante, una acusación velada de anacronismo, de emocionalidad ingenua, de resistencia a la supuesta lucidez fría del presente.
Pero preguntémonos: cuando hoy se tilda a alguien de “romántico” (por cómo toca, por lo que compone, por lo que piensa, ¿qué se está diciendo realmente? Detengámonos un momento en esta palabra, cargada de historia, pero también de desprecio. Hablemos del “romanticismo” como diagnóstico, como estigma, y quizás también como última forma de insurrección. ¿Por qué la palabra romántico es hoy un insulto, sobre todo en el mundo de las artes, y de manera inusitada en el mundo de la música?
Porque insisto: el término romántico ha sido degradado, vaciado y vuelto a llenar; no de poesía, sino de sospecha. Se ha transformado en una palabra-basura, en un residuo conceptual que el pensamiento contemporáneo usa para desactivar todo lo que no puede controlar. Cuando alguien llama “romántico” a un gesto, a un pensamiento, a una forma de arte, rara vez lo hace con admiración. Lo dice como quien señala un anacronismo, una debilidad, una ingenuidad que ya no nos podemos permitir. Como si "ser romántico" significara no estar al día, no haber leído los textos adecuados, no haber superado las “ilusiones modernas”, no estar debidamente instruido en el cóctel de cinismo, nihilismo y escepticismo contemporáneos.
La cultura contemporánea tilda, pues, de “romántico”, con tono peyorativo, todo aquello que escapa a su marco racionalista, técnico y desencantado, desmitificador, desenmascador, escéptico, relativista y nihilista. Para nuestro presente, el deseo de totalidad es romántico. El estremecimiento ante la belleza, también. La expresión del yo como fuego poético, el amor entendido como entrega, la música que no busca ser experimento sino experiencia: todo eso es rápidamente clasificado como “romántico”. Y el término, lejos de ser un elogio, suele usarse como etiqueta reductora o insulto disfrazado. Creer en el alma es romanticismo barato; sentir nostalgia, romanticismo reaccionario; ejercer la compasión, sentimentalismo decimonónico; y mantener la esperanza, idealismo romántico. Así, lo que una vez fue el signo de una revolución espiritual, hoy es relegado al desván de lo ingenuo, lo débil, lo superado.
En este uso peyorativo, "romántico" funciona como un conjuro: lo pronuncias y conjuras el peligro del sentido. Nombras así algo para volverlo risible, para rebajarlo, para situarlo en el estante de las cosas superadas. Porque lo romántico, en su acepción profunda (de Roman, de Romance), no se deja instrumentalizar fácilmente: no sirve, no funciona, no rinde. Es exceso. Es derroche. Es llama. Y eso, en una cultura obsesionada con la utilidad, con la ironía, con la frialdad y con el cálculo, es prácticamente imperdonable.
Insisto, de nuevo: "romántico" no viene, en su raíz más viva, de una sensibilidad sentimentaloide, ni de un estilo pictórico ni de un periodo musical, sino de Roman: el relato, el cuento, la narración popular escrita en lengua Romance, es decir, en la lengua del pueblo, no en el latín docto ni en la lengua sagrada, sino en la lengua viva, hablada, amada, balbuceada, heredada de los labios de la madre.
Lo "romántico", en ese origen, es lo narrativo, lo vernáculo, lo encarnado, lo que habla en voz humana, no en voz de tribunal, ni de tratado, ni de institución, ni de escolástica. Es aquello que no nace para la Historia, sino para la vida. Que no pretende ser universal, sino íntimo, vivido, irrepetible. El roman, antes que género, es gesto ancestral: alguien cuenta algo porque no puede no contarlo. Porque lo que le ha sucedido, aunque sea insignificante, merece ser dicho. Porque las historias no son monumentos, sino albergues para lo humano.
Y por eso, cuando se desprecia lo romántico hoy, no se está despreciando un estilo del siglo XIX. Se está despreciando la lengua del pueblo, la canción popular, matriz primigenia de lo poético-musical. Se está despreciando la carne del lenguaje, la emoción hecha relato, la voz no disciplinada por el canon, el temblor que se atreve a ser contado. El desprecio por "lo romántico" es, en el fondo, un desprecio por lo popular que no ha sido convertido en objeto de estudio. Es un desprecio por la poesía oral, por el cuento alrededor del fuego, por la carta de amor escrita con faltas de ortografía pero con verdad. Es un desprecio por la lengua encarnada, viva, no institucional.
Lo "romántico", entonces, no es un estilo y mucho menos "algo del siglo XIX". Es una relación con el lenguaje, con el tiempo, con el otro. Es lo que ocurre cuando alguien (sin marco teórico, sin aparato crítico, sin metodología) se atreve a hablar en voz baja y a contar una historia. Por eso lo "romántico" fue, es y será siempre sospechoso para el poder: porque no se deja reducir a función. Porque es lo que queda cuando todo ha sido dicho y, sin embargo, algo aún late.
Y eso es, también, lo que lo vincula con lo sagrado. Porque el roman (como la parábola, como la oración, como la canción popular) es símbolo y encarnación a la vez. No explica: insinúa. No analiza: convoca. No define: canta. Lo "romántico" es, por tanto, la resistencia de la palabra viviente, poética, frente al lenguaje técnico, funcional, clínico, estadístico. Es lo que aún se atreve a decir: una vez, en un lugar, alguien amó a alguien, y por eso el mundo cambió.
Llamar "romántico" a alguien, entonces, no debería ser un insulto, sino un verdadero reconocimiento ontológico. Es decir: tú aún hablas en lengua humana. Tú aún vives en la trama. Tú aún recuerdas que el sentido no se deduce, sino que se narra. Tú aún eres agente, actor, actante, y no sólo testigo, contemplador, teórico. No somos definiciones, sino historias. No somos entidades, sino personajes de algo más grande que nosotros.
Por eso, el verdadero "romántico" no es para nada un nostálgico (eso que hoy llaman lo "vintage", o lo "retro" - maneras ramplonas y cínicas de enmarcarlo hoy). Es un resistente. Un rebelde frente al imperio de la explicación, del archivo, del estilo. El estilo, esa palabra fetiche, oracular, casi talismánica, de los conservatorios de hoy. El verdadero "romántico" es un testigo actante de que lo vernáculo aún canta. Un defensor de la ternura sin ironía ni cinismo. Un hablante de la lengua de la madre. Alguien que aún se atreve a decir: te quiero, no como cita, sino como hecho narrativo que funda e inaugura el mundo.
Y eso, precisamente eso, es lo que más temen los nuevos señores del archivo, los policías del estilo, de la Historia y de la pureza. Porque un solo gesto "romántico" auténtico (una carta, una canción, una historia de amor narrada al oído) puede destruir en un segundo mil tratados, mil análisis, mil discursos correctos. Porque donde hay roman, hay pueblo. Y donde hay pueblo, hay alma. Y donde hay alma, el poder tiembla. Siempre.
Entonces, lo que es llamado hoy “romántico” con desprecio, es en realidad una forma de existencia que aún cree en lo absoluto, en la infinitud. En el amor absoluto, en la expresión absoluta, en la obra de arte como acto sacramental o como desgarro de alma. Y eso inquieta. Porque vivimos en un régimen donde todo debe ser relativo, negociable, funcional, calculable. Por eso el término “romántico” se usa para encapsular y neutralizar aquello que todavía cree, que todavía arde, que todavía canta sin ironía.
Es también una estrategia de poder. Porque al llamar "romántico" a lo que no se ajusta a los marcos contemporáneos de lectura (estructuralistas, marxistas, decoloniales, tecnocráticos), lo que se está en realidad diciendo es: "no sufráis, no tembléis, esto ya fue, esto está superado, esto es un residuo." Como si el "Romanticismo" fuera un capítulo cerrado del "siglo XIX" y no una tensión persistente del alma humana que se reencarna en cada época (la tensión y querella entre classicus y romanticus es ancestral, perenne). Como si no hubiera "romanticismo" en una sinfonía de Mahler, en un grito flamenco, en un tango, en una carta de amor, o en un niño que pregunta por el alma de su perro.
La verdad, entonces, es que lo "romántico" no es una época: es una actitud metafísica. Es la creencia de que el yo, herido, fragmentado, errante, todavía puede cantar al infinito. Que el arte todavía puede consolar. Que el amor no es solo química. Que hay secretos en el mundo. Que el sufrimiento puede volverse forma. Que la belleza aún redime. Que el alma existe. Y que, aunque nadie la vea, nos sostiene.
Pero decir eso hoy es casi obsceno, grotesco, para muchos. O irrisorio. Porque se prefiere el sarcasmo, la sorna, la sátira, el análisis, el archivo. Se prefiere decir "esto es un gesto romántico" para evitar sentir lo que el gesto provoca. Para no quedar herido. Para no arriesgarse. Para no tener que responder con el corazón. Para no sentir el vértigo.
Por eso la palabra "romántico" se ha vuelto un insulto: porque nombra lo que ellos ya no se permiten sentir.
Y sin embargo, el mundo aún necesita "románticos". No como estilistas del pasado (horror!), sino como guardianes del temblor. Como testigos actantes de lo absoluto. Como portadores de una llama que no quiere ser explicación, sino presencia. Como aquellos que, sin temor al ridículo, aún dicen te amo sin comillas.
Entonces, resumiendo: cuando se habla hoy de “románticos”, no se alude realmente a una corriente histórica ni a una escuela estética definida, sino a una sensibilidad que incomoda. Se llama “romántico” a todo aquel que aún cree en la duración interior, en la vibración que no se interrumpe, en el silencio que no es pausa sino espera. Se llama “romántico” a quien prefiere el temblor al análisis, la continuidad al corte, el continuismo al discontinuismo, el gesto al concepto, el Todo a las Partes. Y esa sensibilidad, por más que se intente sofocar con ironía, sigue perturbando el discurso técnico que impera en la cultura musical actual.
Así, una de las formas más frecuentes de desacreditar esa actitud en el gremio de la música clase es atacar uno de sus signos más visibles: lo que ellos llaman "la línea larga". Porque quien toca con una línea que respira, que canta, que se expande como un cuerpo vivo, está diciendo, sin decirlo, que la música no es un objeto segmentable, sino una manifestación del ser, del estar.
Lo que hoy se repite en el gremio de la música clásica con tono de autoridad, es decir, que el canto largo, la línea sostenida, el legato, el fraseo amplio, son invenciones del siglo XIX, propias del Romanticismo, no es más que otro de los mitos fabricados por el historicismo tardío, esa disciplina que reduce el ser a contexto, el arte a sintaxis, y la emoción a estilo periodizado. Este mito, el que opone la “retórica segmentada, hablada, del Barroco o del Clasicismo” a la “línea larga, cantada y lírica del Romanticismo”, no solo es históricamente inexacto, por cierto, sino ontológicamente absurdo, estéticamente miope y musicalmente destructivo.
Empecemos por lo evidente: el canto largo (ellos, de nuevo, lo llaman "la gran línea") no es del siglo XIX. Eso es un mito. El canto largo es de la voz humana. Es de la respiración. Es del aliento. Es del cuerpo. El gesto de sostener una nota, una vocal, una sílaba, más allá de su estricta necesidad verbal, el melisma, es algo que aparece en todos los cantos del mundo: en las lamentaciones bizantinas, en los almuédanos, en los cantos funerarios africanos, en las nanas sefardíes, en las vidalas andinas, en los himnos gregorianos, en la melisma de la sinagoga, en el filo di voce del canto napolitano... Es un gesto arquetípico, no estilístico sino existencial: prolongar la voz para que el mundo no se rompa. Para que lo que se ama no se termine. Para que la palabra dure más que su significado. Eso no es "romántico". Eso es simplemente humano.
Cuando se afirma que “la música barroca y la clásica se basan más en la retórica, en lo hablado, en el discurso y no en el canto”, se incurre en una falsedad doble: primero, se malentiende la retórica, y segundo, se ignora el carácter cantable de toda la música occidental (y no occidental, mojémosnos) desde su origen. Porque la retórica, en su sentido clásico, no es fragmentación, ni articulación a trocitos, ni puntuación seca. La retórica antigua, de Aristóteles a Quintiliano, es una poética del pathos, una poética del afecto, un arte del aliento. Es "estructural", ok, sí, pero también melódica. El "orador" no se limita a separar comas: convoca mundos, respira, insinúa, climaxiza, suspende, llora con la voz. La retórica no es enemiga del canto: es su hermana mayor.
Y más aún: ¿quién puede decir que la línea larga no existe en Bach? ¿Quién puede negar que hay líneas de canto infinito en Buxtehude, en Monteverdi, en Palestrina, en Pergolesi, en Purcell, en Lassus, en Josquin, en Dufay, en Machaut? ¿Qué es el Et incarnatus est de la Misa en Si menor, si no un canto sin tiempo, sin interrupción, sin “retórica” más que la del alma? ¿Qué es el Possente spirto de Orfeo sino la apoteosis del aliento sostenido como persuasión divina? ¿Qué es el canto llano sino una sola línea ininterrumpida de plegaria melismática?
Lo que el historicismo llama “línea larga romántica” no es una invención del siglo XIX, como ellos pretenden, sino una recuperación arquetípica del canto como acto de permanencia. Y lo que se ha llamado "retórica barroca" o "retórica clásica" como opuesta a ese canto no es más que una lectura reduccionista del discurso musical, forzada por el afán de clasificar, de diferenciar, de generar una cronología lineal de estilos. En realidad, toda música verdadera, de cualquier época, sabe unir respiración y articulación, cuerpo y estructura, fraseo y sintaxis.
Decir que "antes todo era puntuación, articulación, claridad discursiva, como en el lenguaje hablado" no es más que una ficción académica retrospectiva, un manierismo hermenéutico. Los músicos barrocos y clásicos cantaban, y sus obras eran cantables. Mozart no escribe frases fragmentadas: escribe arcos. Corelli no compone discursos: teje líneas. Telemann no recita: melodea. Incluso en la oratoria más severa de un recitativo, la línea no muere: se transforma.
La idea, pues, de que hay una “dicotomía” ímplicita entre canto y habla, entre canto y retórica es, por tanto, una construcción moderna, nacida de la necesidad de crear oposiciones entre periodos históricos para justificar las propias limitaciones interpretativas. El buen "intérprete barroco" sabe cantar. Y el buen "intérprete romántico" sabe articular. La diferencia no está en la partitura, sino en el prejuicio. Porque toda obra musical, cuando es verdadera, exige ambas cosas a la vez: canto y pausa, frase y cadencia, fuego y forma, movimiento y reposo, kinesis y stasis.
Lo que ha ocurrido es que ciertos discursos pedagógicos, obsesionados por la corrección estilística, por la ecdótica y por las ediciones críticas, han asfixiado el Canto en nombre de la precisión. Han producido una legión de músicos que saben “hacer bien las articulaciones” pero que han olvidado cantar una línea, sostener un suspiro, unir tres compases bajo una sola respiración. Se ha confundido estilo con esquema. Y así se ha amputado lo eterno para preservar lo "correcto", lo "informado", lo "actualizado", lo "avalado" por las últimas tendencias de las ciencias histórico-filológicas.
La "línea larga" no es algo del siglo XIX. Es algo del ser humano que necesita estirar el tiempo para decir lo que no cabe en las palabras. Es el hijo que canta en la tumba de su madre. Es la amante que no quiere que termine el adiós. Es el cantor que no sabe cómo terminar su canto, porque si lo termina, algo muere. Eso no es estilo. Eso no es época. Eso es ontología.
Y cuando hoy se afirma que “esa manera de tocar tan cantábile no es barroca, o no es clásica, es demasiado romántica”, o "cuidado, estás utilizando recursos románticos" (recursos, qué horror!), lo que se está diciendo, sin saberlo, es lo siguiente: “eso es demasiado humano.” Y entonces uno se da cuenta de que no se está defendiendo una época, sino un régimen estético que tiene miedo de la emoción, del cuerpo, de la duración, y que prefiere el recorte, el esquema, el análisis. En el fondo, se teme la belleza, porque la belleza, como el canto largo, nos desarma completamente.
Por tanto, insisto con tenacidad: no hay dicotomía entre canto y retórica. Hay música viva o muerta. Hay línea, hay suspiro, hay forma en expansión. Llámala como quieras. Pero no la encierres en siglos. El alma no entiende de cronologías. Y la música verdadera no conoce de estilos: sólo de verdad.
Estos prejuicios se manifiestan de forma particularmente clara (y diríamos, sintomática) en dos aspectos esenciales de la "interpretación musical": las notas largas y el vibrato (aparte del exceso de articulación en segmentos independientes, apelando a la idea de "discurso" y a la de "retórica" para justificar esta atomización del canto). En la práctica historicista dominante, las notas largas han sido vaciadas de vida interior. Ya no se sostienen como intensidades extendidas en el tiempo, sino que se convierten en superficies hinchadas de manera repentina, infladas como globos expresivos que se desinflan enseguida, como si la emoción tuviera que justificarse por una aparición súbita y luego replegarse para no parecer demasiado “afectada”. Se permite el afecto, pero no su duración. Es una lógica del gesto breve, funcional, ilustrativo, casi didáctico, donde toda expansión del alma debe cortarse antes de que incomode, antes de que se sienta demasiado encarnada y no ya tan solo descrita.
Y el vibrato sufre el mismo destino: en lugar de ser una expansión orgánica del sonido, una oscilación viva que nace del cuerpo y crece o se atenúa como un suspiro, se reduce a un efecto localizable, dosificable, casi decorativo, como si su presencia constante fuese una impureza de estilo. Vibrar una nota sostenida con intensidad creciente, dejar que esa vibración se amplifique, que respire, que tiemble y se apacigüe, es inmediatamente tachado de “romántico”, es decir, de excesivo, de inapropiado, de no-histórico.
Pero sostener una nota larga, hacerla vivir desde dentro, dejar que su vibrato no sea un ornamento sino una forma de respiración sonora, no es una invención del siglo XIX: es una necesidad del alma. Es una ontología del tono. Es una antropología musical universal. Porque el deseo de sostener una nota más allá de su función sintáctica no responde a un estilo, sino a un grito. Una madre que canta a su hijo no articula como en un tratado: sostiene. Tiembla. Vibra. Una voz que llora o reza no está preocupada por la articulación correcta: quiere que el sonido no se acabe, quiere que lo que ama dure un segundo más. De nuevo, eso no es “romanticismo”: eso es simple humanidad.
Por tanto, decir que el vibrato constante o la nota larga sostenida con intensidad emocional son “recursos románticos” es como decir que llorar a gritos por la perdida de un ser querido o por un amor no correspondido es “expresionismo alemán”: una confusión entre estilo y necesidad, entre forma cultural y urgencia ontológica. Lo que está en juego aquí no es el estilo correcto, sino la posibilidad de que el sonido aún sea cuerpo. De que aún tiemble. De que aún cante como quien no puede más.
Quizá por todo esto, una de las formas más eficaces de desactivar esta sensibilidad incómoda, la del temblor, la del canto encarnado, la del alma que se atreve a decir “yo” sin comillas, ha sido reducirla a la idea de Estilo, de Historia, de cronología o moda superada. Y como digo, en casi ningún lugar es esta estrategia más visible que en el ámbito de la música. Allí, el gesto romántico (en el sentido profundo, no escolar) ha sido arrinconado como excentricidad afectada, como debilidad expresiva o, peor aún, como desinformación estilística.
El cantor que canta demasiado, el intérprete que no interrumpe su fraseo para complacer a la escuela de la articulación, el músico que no sacrifica su aliento en el altar del estilo correcto, es tildado con sorna de “romántico” (o de ignorante). Pero ese juicio, aunque lo parezco, no es técnico: es ideológico. Porque la línea que se alarga más allá de la medida escandaliza a una cultura que ha olvidado cómo sostener una emoción sin ironía.
Porque prolongar una nota y vibrarla mientras se expande lentamente es ya hoy una forma de resistencia. De resistencia al fragmento, al corte, al esquema, a la interrupción, al zapping auditivo que exige que todo respire entre comillas. Por eso, y no por otra razón, se ha instalado la idea de que el canto largo, el legato, la línea sostenida, el fraseo amplio, son “invenciones” del Romanticismo, reliquias de una época de exaltación sentimental que convendría dejar atrás.
Pero ¿es eso cierto? ¿De verdad el canto largo nació en el siglo XIX? ¿O es más bien una huella universal del alma humana frente al abismo del tiempo? Detengámonos, por favor, como músicos, todos los días en este mito, aparentemente inocente, pero ontológicamente devastador, que pretende oponer el canto al discurso, la respiración al estilo, la emoción a la historia.
Y es que hay épocas, como la nuestra, que se enferman de pasado. No por exceso de memoria, sino por un tipo de parálisis interpretativa que hace del pasado un ídolo disecado, una máscara de certeza que oculta el terrible vértigo de estar vivos. El historicismo musical (o los historicismos musicales, porque no hay uno, sino muchos), particularmente en sus formas más académicas, institucionales o devocionales, no se limita a estudiar el pasado: lo canonizan como única vía de acceso a la verdad musical y artística. En nombre de la Historia, se pretende saber cómo suena la autenticidad, qué tempo es el correcto, qué ornamentación es legítima, qué gesto está permitido y qué emoción es una impostura. Esta lógica no es solo una forma de pensar la música: es toda una verdadera metafísica. Y, como toda metafísica dominante, debe ser sometida a crítica.
Una cosa es cierta, que el historicismo nace como tentativa: intenta comprender. Pero deviene en muchas ocasiones en dogma: pretende prescribir. En su origen, el impulso historicista puede leerse como un acto de humildad, es decir, el volver a las fuentes, escuchar el testimonio material de los manuscritos, entender las condiciones de producción de las obras. Pero en su desarrollo, esa humildad en ocasiones (no en todas) se pervierte en poder: la lectura histórica deviene ley, la arqueología se convierte en teología. Se construye una totalidad histórica a priori (una Weltanschauung del pasado) en la que cada obra es comprendida solo si encaja en el esquema general. Es el sueño hegeliano mal digerido: todo se pliega a una Historia con mayúscula, un relato teleológico en el que cada estilo, cada periodo, cada forma tiene su lugar natural, su función, su fecha de caducidad. El intérprete ya no interpreta: ilustra. Ilustra un estilo, una época, una ideología sonora. Deja de tocar el piano para tocar el pie de página.
Este uso totalizante de la historia se asienta, en última instancia, sobre una falacia mereológica: que lo verdadero en las partes lo es también en el todo, o que lo verdadero en el todo lo es necesariamente en cada parte. El historicismo incurre así en una doble falacia: por un lado, la de composición (creer que el todo musical de una obra es comprensible desde sus detalles técnicos e históricos); por otro, la de división (creer que cada uno de esos detalles transmite el carácter global de una cultura musical). Esta visión produce monstruos de coherencia: reconstrucciones que funcionan como ideogramas de lo muerto.
Pero más grave aún: el historicismo musical participa en muchas ocasiones (no en todas) de una negación activa de la inmediatez. El oído es desplazado por el archivo, la corporeidad por la partitura, la escucha por la exégesis. Vivimos entonces, así, un exilio del presente. No tocamos música: tocamos representaciones de cómo se tocaba música. El historicismo, entonces, lejos de abrirnos al pasado, muchas veces nos aliena de él. Nos enseña a hablar de Bach como si Bach fuera una norma, no una explosión. A decir “así se hacía en tiempos de Couperin”, como si el tiempo fuera un museo y no un río. Bajo la apariencia de respeto, se impone un fetichismo de lo fósil: se domestica el acontecimiento musical, se anestesia su poder disruptivo.
Y sin embargo, no se trata aquí de condenar todo historicismo. Como toda hermenéutica, puede ser fecunda si se reconoce como tal: como una mediación. Pero el problema comienza cuando la mediación se absolutiza y se convierte en filtro obligatorio de lo real. Hay músicos historicistas magníficos, pero si nos conmueven no es por su adscripción al historicismo, sino a pesar de ella. No hay correlación necesaria entre conocimiento filológico y profundidad artística. El historicismo puede ofrecer conocimientos; pero no garantiza revelación. Es como el lenguaje: nos permite hablar, pero no nos obliga a decir algo verdadero.
El historicismo ha adquirido, además, un prestigio ideológico que merece ser examinado con atención. En ciertos contextos culturales, como los de Suiza, España u Holanda, sobre todo (por razones que desbordan las pretensiones de este ensayo), ha terminado por convertirse, a menudo, en un refugio estético cómodo, donde se diluye la exigencia expresiva bajo el amparo de la corrección estilística. Lo que podría haber sido quizás y al menos un ejercicio de rigor y profundidad se transforma, en no pocos casos, en una coartada para evitar el riesgo, el temblor y la toma de posición poética. Es cómodo: se toca lo que ya ha sido consagrado, con criterios que ya han sido aprobados, bajo la supervisión de autoridades (musicólogos, editores, catedráticos, "científicos") que otorgan la licencia de legitimidad. Todo lo emocional, lo improvisado, lo imaginativo es tachado de “romanticismo del siglo XIX”, como si la subjetividad fuera un pecado histórico.
Y así, en el gremio de la música clásica, la práctica artística parece constreñida a elegir entre tres modelos hegemónicos que, aunque diferentes en apariencia, comparten una raíz común: la alienación del gesto vivo. El primero es el laboratorio, donde la música se convierte en experimento sonoro, en abstracción intelectual (cosmista, anantrópica) desligada de la experiencia encarnada del oyente y del intérprete. Aquí reina la vanguardia sin alma: una sucesión de novedades técnicas, efectos acústicos y deconstrucciones formales que, si bien pueden deslumbrar por su sofisticación, a menudo ignoran el pulso humano, la memoria afectiva, el temblor originario del arte.
El segundo modelo es el museo, dominio del historicismo, donde la música se trata como objeto arqueológico, como documento patrimonial que debe ser reconstruido con fidelidad quirúrgica, aunque esa fidelidad implique la extirpación de toda carne, de todo aliento, de toda imprevisibilidad. En este modelo, la corrección estilística sustituye a la verdad expresiva; la partitura se convierte en reliquia, y el intérprete en su custodio silencioso.
El tercer modelo es el del virtuoso, donde el arte se reduce a una exhibición de destreza técnica, de dominio físico, de dicción de "alta definición", de "pixelado acústico" de última tecnología, de "fonación" clara y resonante, de perfección espectacular, de corrección "estilística". Aquí la música es vehículo de la autopromoción, instrumento de la industria, objeto de consumo: una pirotecnia del yo desvinculada del sentido profundo de la obra.
Tres caminos, tres formas de exilio: exilio del alma, exilio del cuerpo, exilio del sentido. Frente a ellos, cada vez resulta más difícil encontrar espacios donde la música pueda volver a ser lo que fue: gesto poético, acto de presencia, forma de amor encarnado. La emoción viva queda fuera de lugar.
Este desprecio hacia la inmediatez nace de una trampa conceptual: la confusión entre temporalidad e historicidad. Entre tiempo cronológico y tiempo fenomenológico. Entre chronos y kairos. Toda música es temporal, pero no toda música es histórica. La temporalidad es vivida, encarnada, fugaz. La historicidad es elaborada, codificada, explicada. El problema no es que leamos la historia, sino que dejemos de vivir el presente. La música, como fenómeno ontológico, acontece en la infinitud del ahora: no en el 1756 ni en el 1810. Es una emergencia, no una arqueología. Y el acto musical, tocar, escuchar, resonar, es siempre nuevo, incluso si se hace con una partitura vieja. El intérprete no re-presenta el pasado: lo resucita, lo transfigura.
Además, muchas veces, el prestigio del historicismo se apoya hoy en un marco filosófico que lo dota de una cierta superioridad moral. Heredero bastardo de Adorno, el historicista musical de hoy se ve a sí mismo (tácita o explícitamente) como "progresista": supuestamente opuesto al kitsch, al sentimentalismo, al mercado. Pero en el fondo, esto no es más que una versión secularizada de cierto ascetismo quizás de corte protestante: la emoción es sospechosa, la belleza es burguesa, la expresividad es infantil. La música debe ser crítica, informada, depurada. Lo otro (el canto, el suspiro, el estremecimiento) pertenece al mundo de lo ingenuo. Así, el historicismo se convierte en una coartada para el nihilismo estético. No se busca verdad, sino corrección.
E incluso el siglo XIX, que tanto desprecian los nuevos sacerdotes del historicismo, es mal comprendido. Confunden romanticismo con sentimentalismo, novela con ideología, expresión con histeria. Ignoran que el “romántico” no es una categoría cronológica sino antropológica. Que de nuevo, el “román”, en su raíz, es lo vernáculo, lo narrativo, lo vital. Que siempre ha habido "romanticismo", desde que hay humanidad. Que el deseo de hablar con los muertos no es una moda de Schumann, sino un rasgo de toda civilización. Y que el impulso de cantar desde el abismo no es patrimonio del XIX, sino del ser que sufre, ama y muere.
Frente a la reducción historicista, anhelo todos los días, nada más levantarme, una visión de la música que reconozca que lo musical no se deja reducir ni al contexto, ni al estilo, ni a la época. Que la obra no es la suma de sus partes, ni la ejecución la simple aplicación de normas. Que hay una dimensión poética, irreductible, que aparece solo cuando se canta desde el abismo. Que la verdad de una obra no está en su fecha de composición, sino en su capacidad de estremecer. Que la música no es un documento, sino un acto. Que no se conserva: se renace.
El historicismo, por tanto, en su peor forma, es una especie de superstición ilustrada. Nos hace creer que cuanto más sabemos, más cerca estamos de la esencia. Pero la esencia no se alcanza por acumulación, sino por transfiguración. No hay cantidad de conocimiento que sustituya a un instante de revelación. La partitura, el tratado, la organología, el compás original… son mapas, pero no el territorio. Y la música, como la vida, no es una cartografía: es un temblor.
Por eso, lo que urge no es abolir la historia, sino liberarla de su absolutismo. Usarla como trampolín, no como cadena. Escuchar el pasado, sí, pero para cantar el presente. Dejar de repetir fórmulas y volver a decir algo verdadero. Hacer música no como quien ilustra una tesis, sino como quien murmura una plegaria. Con la voz temblorosa, frágil, vulnerable; con la carne abierta, con el oído expuesto.
Y entonces, quizás, cuando ya no seamos historicistas, ni vanguardistas, ni correctos, ni informados, ni nada, escuchemos de nuevo el milagro: que una nota, un silencio, un acento, nos devuelva a lo real. No a la Historia. Sino a la vida. Al abismo de la infinitud doliente que tiembla, llora, ríe y ama.
Y es que esta es, en el fondo y siempre, la gran ilusión del historicismo: que el conocimiento acumulativo nos acerca al corazón de las cosas. Pero es que el corazón no se deja cercar por archivos. Lo que vibra, lo que canta, lo que duele o redime, no se revela por una progresión de datos ni por una reconstrucción estilística impecable. Se revela en el temblor, en la infinitud del aquí y ahora de la experiencia encarnada.
Por eso no se trata de negar la historia, sino de desmitificar su uso como garante absoluto de verdad. Se trata de devolverle su lugar entre los medios, no entre los fines. Porque cuando la historia se erige en horizonte último, se convierte en dogma. Y todo dogma necesita un relato. Es ahí donde la narración histórica se vuelve peligrosa: cuando ya no organiza la memoria, sino que la somete; cuando ya no da contexto, sino que impone dirección. Es entonces cuando deja de ser historia para convertirse en teleología. En guion inevitable, a priori. En sistema de legitimación del presente a costa del pasado. Es precisamente en ese punto donde irrumpe con fuerza una de las narrativas más influyente y más invisibilizada del pensamiento occidental moderno: la historiografía Whig, que mencioné ya un poco antes.
La historiografía Whig, nacida del seno del liberalismo ilustrado inglés, constituye una de las más persistentes y perniciosas mitologías del pensamiento occidental. Esta visión entiende la historia como una marcha inevitable y lineal hacia el progreso, hacia un presente que siempre se postula como más justo, más racional, más evolucionado que todo lo anterior. En música, esta visión ha sido aplicada con igual violencia simbólica: se nos enseña a ver a Bach como el perfeccionador del barroco, a Beethoven como el heraldo de la autonomía artística, a Schoenberg como el culminador lógico del cromatismo wagneriano, y a la música serial como la superación científica de la tonalidad. Toda desviación de esta línea se lee como atraso o decadencia. Toda alternativa es herejía.
El problema con esta historiografía es que no solo selecciona arbitrariamente qué hechos merecen entrar en el relato, sino que impone una direccionalidad ética e incluso teológica al devenir musical. La música deja de ser un campo de fuerzas, de tensiones, de discontinuidades, y se convierte en un desfile ordenado de precursores, rupturistas y culminadores; de inauguradores o epígonos...
Pero lo más grave no es el error factual, sino la estructura implícita: todo está escrito en pasado, todo es retrospectiva. El presente es apenas una nota al pie de la Historia. La obra musical, más que escucharse, se interpreta como un capítulo más del relato, como una ilustración de un punto de inflexión.
Friedrich Nietzsche, en su Segunda Consideración Intempestiva, arremete contra este uso de la historia que paraliza la vida. Su título mismo, «Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida», plantea una pregunta que los historicistas parece que jamás se formulen: ¿para qué sirve la historia? ¿Y a qué costo?
Nietzsche no niega el valor de la historia, pero insiste en que debe subordinarse a la vida, no al revés. Cuando la historia se convierte en fin en sí misma, cuando su conocimiento se independiza de la pulsión vital, entonces degenera en parálisis, en saturación, en cinismo.
Nietzsche identifica tres formas de relación con la historia: la monumental, la anticuaria y la crítica. La monumental sirve a los grandes hombres, inspira mediante ejemplos heroicos y fundacionales; la anticuaria preserva con devoción las reliquias del pasado; la crítica, por último, se enfrenta al pasado para poder liberarse de él, para poder vivir.
Cada una de estas formas tiene su valor si se mantiene en equilibrio, pero cuando alguna domina absolutamente (como lo hace hoy la historia anticuaria y una forma mal entendida de la historia crítica) la vida enferma. El músico que se encierra en la erudición pierde la voz. El intérprete que idolatra el pasado pierde el presente. El académico que denuncia estructuras de poder en cada acorde termina incapaz de oír la música misma.
Lo que Nietzsche denuncia es precisamente lo que hoy tenemos a mansalva: una cultura que ha puesto la historia por encima de la vida, el comentario por encima de la experiencia, la hermeneia por encima de la poiesis, la referencia por encima de la presencia. La música ya no se toca: se contextualiza. Ya no se escucha: se descompone en discursos. El historicismo, cuando se radicaliza, se convierte en una ontología negativa: no dice lo que algo es, sino todo lo que no debe ser para no ser anacrónico. Un intérprete que se atreve a ser inmediato, a conmover, a modificar una articulación en nombre de su sentir, es rápidamente acusado de “traicionar el estilo”. Como si lo que ellos llaman el "estilo" fuera una propiedad estable y no una red de tensiones.
Esta tiranía de la referencia se inscribe dentro de un movimiento mayor de nuestras culturas modernas: la transformación constante y continua de lo ontológico en lo histórico. Aquello que antes se vivía como experiencia directa, como manifestación del ser, hoy se codifica como documento. El temblor de la voz, el estremecimiento del cuerpo, la invención del gesto… todo se traduce en categorías: género, clase, época, contexto. No hay acto que no sea previamente etiquetado, clasificado, interpretado desde afuera. La vida se entrecomilla ad infinitum.
Pero ojo. Esta operación no es inocente. Forma parte de un gesto que podríamos llamar marxista en sentido lato, no por Marx sino por la lógica de la sospecha estructural. Nada es lo que parece: todo acto humano encierra una superestructura, todo arte es expresión de una base material, todo "estilo musical" es vehículo de relaciones de poder. Esta lectura, que tiene su legitimidad como crítica de la ideología, se ha absolutizado hasta volverse un impedimento para vivir. Ya no se puede amar un canto sin preguntarse a qué clase representa, ni tocar un trino sin calcular a qué tradición sirve.
Lo que se ha perdido en todo este tedioso proceso es la inocencia ontológica del arte. Esa capacidad de hablar desde el ser, no desde el archivo. Esa forma de conocimiento que no es información sino transformación. El historicismo contemporáneo, entonces, al operar como filtro constante, niega al arte su fuerza inmediata, su potencia reveladora. Lo convierte en ilustración de algo que ya sabemos. Todo se convierte en ejemplificación. La obra musical, en vez de abrirnos al misterio, se reduce a ser “una muestra de lo que se hacía en Viena en 1790”.
Cabría decir también aquí que, a todo ello, se añade una sospechosa fetichización del pasado que se disfraza de rigor. La organología, la paleografía, la edición crítica, la filología musical, todas ciencias útiles cuando se subordinan a la experiencia, se han convertido en sustitutos de la experiencia. El músico ya no necesita ser artista: basta con que sea un arqueólogo minucioso. El resultado es una música que suena como un museo sonoro: correcta, documentada, informada… y muerta.
El historicismo más radical, además, produce un nuevo tipo humano específico: el intérprete curador. Su tarea ya no es crear sentido, sino evitar el error. Su ética es la del conservador de museo: no modificar nada, no ensuciar nada, no intervenir. Lo irónico es que esta postura, que pretende acercarnos al pasado, en realidad nos lo aleja más que nunca. Ya no oímos a Rameau: oímos una reconstrucción de cómo creemos que habría sonado Rameau, hecha con criterios del siglo XXI.
Lo ontológico, lo inmediato, lo emergente, lo transformado, lo alegórico, eso que solo puede aparecer en el acto, se vuelve impensable en este marco. El tiempo ya no es un flujo vivo, sino una cronología estanca. El arte deja de ser presencia para convertirse en archivo. Y el intérprete deja de ser médium para convertirse en funcionario del tiempo. El historicismo, en este sentido, es el nuevo clero: su función es garantizar que no haya herejías interpretativas, que todo se haga conforme al dogma de época.
Este marco, que une sociologismo, cientificismo y política académica, ha logrado algo notable: vaciar de riesgo a la música. Ningún historicista radical se arriesga verdaderamente. Puede ser criticado por no haber leído el último tratado, por no haber usado la cuerda adecuada, pero jamás por atreverse a decir algo nuevo. Su virtud es la obediencia. La subjetividad, la imaginación, la emoción profunda se consideran signos de debilidad romántica. El gesto vital ha sido derrotado por el comentario.
Y lo más sorprendente, insisto, es cómo narices este discurso se ha hecho pasar por progresista. Gracias a Adorno y sus epígonos, el artista que expresa una emoción intensa es visto como sospechoso de "ideología burguesa", mientras que el que toca como si diseccionara una rana es saludado como ejemplo de "compromiso intelectual". Se ha confundido crítica con frialdad, rigor con neutralización, y análisis con castración simbólica.
La música, sin embargo, no nació para ilustrar tesis. Nació para cantar. Para estremecer. Para invocar. Para convocar. No hay nada más inmediato que un niño golpeando un tambor. No hay nada más arcaico que un grito melódico. Y sin embargo, hoy, eso está prohibido. Porque el historicismo lo ha convertido todo en dato, todo en código. La inmediatez es tachada de banalidad. La emoción es vista como residuo no de la vida, sino del siglo XIX.
Esto revela una profunda incomprensión de lo que el romanticismo fue y sigue siendo. Insisto: el “roman”, en su raíz, no es un periodo: es una pulsión narrativa, vernácula, expresiva. Está presente en todo arte que narra, que canta, que transforma. Llamar “romántico” a todo lo que escapa al historicismo no es una crítica: es un elogio involuntario. Pues lo romántico, en el mejor sentido, es lo que no se deja clasificar, lo que no cabe en una escuela.
La cultura actual sufre un horror vacui ante la infinitud del presente. Por eso lo llena de pasado. Todo debe ser explicado, encuadrado, justificado. No se permite que algo simplemente “sea”. La música no puede sonar sin que alguien se apresure a escribir una tesis sobre su contexto socioeconómico.
Pero el arte verdadero no necesita justificación: se justifica por su poder de conmover, de herir, de sanar, de decir lo que no tiene nombre.
Frente a esta situación, es necesario revalorizar, hoy más que nunca, la ontología del acontecimiento. Afirmar que una "interpretación" puede ser verdadera no por su adecuación a un estilo, sino por su capacidad de revelar algo. Decir que hay formas de tocar que abren el ser. Que hay silencios que no pueden explicarse, pero que transforman. Que la música no es un comentario sobre el mundo: es el mundo latiendo.
Y por eso, la tarea no es abolir la historia, sino devolverle su lugar subordinado, ancilar. La historia debe ser instrumento, no dogma. Guía, no frontera. Que nos enseñe a escuchar más, no a juzgar más. Que nos prepare para el presente, no para reproducir el pasado. Solo así, la música podrá volver a ser lo que fue desde siempre: no el eco de una época, sino el temblor de lo eterno en el instante.
Hoy más que nunca, vivimos rodeados de frases hechas que no son simplemente expresiones, sino síntomas de una mutilación ontológica. Cada vez que alguien dice con suficiencia “el amor es solo un constructo social occidental”, no está describiendo, sino cancelando. Está transformando una vivencia, un temblor, una relación entre cuerpos, almas, rostros, en una categoría sociológica con fecha de caducidad. De golpe, el “te amo” se vuelve “expresión cultural condicionada por matrices ideológicas patriarcales”.
Una madre abraza a su hijo con ternura, y un académico de la nueva pedagogía señala: “el concepto de maternidad es un dispositivo narrativo del poder biopolítico que busca sostener la estructura reproductiva del sistema.” Y uno se pregunta: ¿puede siquiera esa madre seguir sintiendo sin culpa, sin miedo a estar perpetuando una hegemonía?
Alguien toca a Bach y llora, pero el crítico cultural responde: “eso es porque la tonalidad funcional occidental está diseñada para generar estados de identificación emocional propia del romanticismo burgués”. No hay emoción posible que no venga desmontada, y por tanto desactivada, bajo el bisturí de la sospecha.
Una pareja se jura fidelidad y amor eterno, y la revista progresista titula: “la monogamia es una ficción judeocristiana al servicio del capital.” Otra vez, lo que es carne, deseo, esperanza, proyecto, se convierte en fenómeno de archivo, parte de una genealogía impersonal y anónima.
Una persona reza en silencio y siente paz, pero la sociología religiosa dirá: “la espiritualidad individual es una forma privatizada de responder al malestar estructural del capitalismo tardío.” De nuevo, el gesto íntimo es aplastado por el gran marco explicativo que ya todo lo sabe.
Un joven escribe poesía como quien vomita el alma, y su profesor de literatura comenta: “el uso de la métrica responde a una necesidad inconsciente de reproducir jerarquías formales premodernas.” Ni el verso se salva. Todo es mapa, y ya no hay territorio.
En una reunión de amigos alguien dice “te extraño”, pero otro responde con ironía postmoderna: “el concepto de ausencia es una construcción narrativa que romantiza el dolor.” Nos hemos convertido en archivadores de afectos, guardianes del museo de las emociones perdidas.
En una exposición de arte, una pintura conmueve profundamente a un espectador. Pero el comisario de la muestra interrumpe: “esto debe leerse como una crítica al colonialismo visual y al régimen escópico del patriarcado.” El ojo ya no ve: teoriza. Y la imagen se muere.
Un músico improvisa al piano con rabia y dulzura. El musicólogo le dice: “esto recuerda las estrategias modales de resistencia sonora utilizadas en contextos de diáspora africana.” ¿Y si simplemente estaba llorando a su padre muerto?
Una anciana canta un himno religioso en su casa, y el antropólogo cultural anota: “ritual de reafirmación simbólica de una identidad tribal periclitada.” ¿Qué derecho nos hemos arrogado para convertir cada gesto humano en una pieza del museo etnográfico universal?
Un niño juega a inventar un idioma con sus juguetes. Un pedagogo interviene: “está reproduciendo patrones fonológicos arquetípicos que refuerzan la lógica significante del patriarcado lingüístico.” El juego también debe ser disciplinado.
Una pareja baila en una fiesta, pero el teórico observa: “es una dramatización corporal binaria normativizada por el canon heterosexual eurocéntrico.” Ni el cuerpo puede moverse sin permiso.
Un hombre le canta una serenata a su enamorada en la calle. Un periodista cultural comenta: “gesto machista performativo propio del teatro de la masculinidad romántica.” La música se vuelve amenaza.
Un niño acaricia a su perro y dice “es mi mejor amigo.” El experto en biología conductual replica: “eso es una proyección antropomórfica que no respeta la alteridad animal.” Hasta la ternura ha de ser purgada.
Una mujer se despide de su madre con un beso largo y un “cuídate mucho”. La enfermera que observa comenta: “interesante cómo la performatividad del afecto familiar construye narrativas de domesticación emocional.” Ya ni el adiós puede ser sincero.
Un compositor escribe una sinfonía trágica, y el crítico de la vanguardia dice: “esto es solo una regresión nostálgica a formas expresivas obsoletas del sujeto burgués.” Todo intento de pathos es considerado kitsch, patético, reaccionario.
Una comunidad canta villancicos en Navidad, pero el canal de televisión advierte: “esta práctica refuerza imaginarios excluyentes que niegan la diversidad religiosa.” Ya no se celebra: se fiscaliza.
Un joven canta flamenco en una esquina y se le aproxima un etnomusicólogo que le pregunta por su resistencia postcolonial. Y él responde: “solo estoy cantando porque mi novia me dejó.”
Una niña dibuja una cruz porque se le murió el abuelo. El docente de primaria la corrige: “mejor simboliza tu duelo con una imagen neutra e inclusiva.” También el duelo ha de ajustarse a los nuevos cánones.
Estos ejemplos no son caricaturas: son fragmentos del mundo real, extraídos de aulas, textos, documentales, discursos públicos, redes sociales. Cada uno de ellos representa la cancelación de la inmediatez por una mediación permanente. El gesto viviente se convierte en ilustración de tesis. El rostro es sustituido por el marco teórico. El “te amo” se pronuncia como si se citara: entre comillas, con distancia.
Esto no ocurre por accidente, sino porque habitamos bajo el dominio del fundamentalismo histórico-científico. Una forma de mirar el mundo que exige que todo esté explicado, clasificado, documentado. Nada puede simplemente “ser”. Todo debe ser registrado, grabado, descrito, interpretado. La vida misma se vive como si fuera un ensayo con notas a pie de página.
La llamada “cultura” se ha convertido en una empresa archivística. Discos, exposiciones, catálogos, biografías, ediciones críticas, reediciones conmemorativas… todo apunta al pasado. No hay poiesis. Solo hermenéutica. No hay creación. Solo documentación. No hay cuerpo. Solo comentario. El mundo de la cultura, al contrario del mundo del arte, no crea: legitima. No canta: analiza. No ama: cataloga.
Y así se produce la más cruel de las paradojas: en nombre de la ciencia, de la historia, de la crítica, de la cultura, se nos ha robado el derecho a vivir sin una teoría. Todo debe estar intervenido. No se puede escuchar sin saber. No se puede amar sin deconstruir. No se puede bailar sin sospechar. El cuerpo ya no tiene permiso para latir sin marco explicativo.
La política, por su parte, ha invadido todos los rincones del alma. Todo es político. Todo debe tener agenda. Todo debe representar, denunciar, visibilizar, subvertir. El arte que no lo hace es acusado de ser “cómplice”, “neutral” o peor aún: “conservador”. La neutralidad es vista como traición. El silencio como crimen. La ternura como privilegio. Ya no se puede ser sin posicionarse.
El gesto apolítico (amar sin querer cambiar el mundo, escribir sin querer educar a nadie, tocar sin querer reivindicar una causa) es considerado un escándalo reaccionario. “Todo es político”, gritan los nuevos clérigos. Pero eso no es política: es fundamentalismo, totalitarismo. Una política que no permite la huida, que no permite el juego, que no permite el don, es una política que ha sustituido a la vida.
Este dominio absoluto de la política es una prolongación tácita del marxismo, aunque ya no como doctrina explícita sino como habitus. Una forma de leerlo todo en clave estructural, económica, ideológica. Una práctica que no necesita citar a Marx porque ya lo ha incorporado como forma de percepción. Es el marxismo difuso, aplicado, encarnado en las instituciones culturales, en los discursos públicos, en las pedagogías oficiales.
¿Cómo resistir? ¿Cómo no ser absorbido por este aparato total? Con un acto de radical desobediencia poética. Con un sí a la vida no mediada. Con un gesto creador que no busca cambiar nada más que el instante. Con una interpretación musical que no ilustra sino que revela. Con una enseñanza que no canoniza sino que provoca. Con una escucha que no analiza sino que acoge.
Los conservatorios, como templos del canon, perpetúan el historicismo bajo otra forma. Allí, solo se celebra a los “grandes maestros”, los “estilos”, las “épocas”. El presente está proscrito salvo que se disfrace de vanguardia cosmista que desprecia lo humano. No hay lugar para la voz personal, para el temblor subjetivo, para la emoción real. Todo debe sonar o como cita o como experimento.
Pero cuando incluso los afectos más elementales se ven obligados a justificarse mediante referencias, marcos, precedentes, no estamos simplemente ante un fenómeno cultural, sino ante una operación de poder mucho más profunda. Lo que está en juego no es solo cómo interpretamos el pasado, sino quién tiene derecho a hablar en el presente sin pedir permiso al pasado. En este punto, ya no se trata solo de sensibilidad artística o expresividad estética, sino de ontología y de política simbólica. Y es aquí donde el historicismo revela su verdadero rostro.
Porque, jugando a su juego política, podría decirse que una de las grandes operaciones del historicismo consiste en disfrazar como análisis objetivo lo que en realidad es una política del sentido. No se limita a estudiar el pasado: lo clasifica, lo jerarquiza, lo convierte en marco normativo desde el cual juzgar el presente. Así, toda expresión que no se ajuste a su cronología mental es sospechosa. Lo que escapa al mapa es tachado de desvío o de anacronismo. Pero la música, como toda forma verdadera de arte, no se deja domesticar tan fácilmente. Por eso, este ensayo no es solo una crítica a ciertas prácticas estilísticas, sino a la lógica que las sustenta: la lógica que reduce el gesto vivo a categoría, que confunde la cronología con la verdad, que suprime el temblor para imponer el archivo.
Reducir la agógica, la llamada "velocidad expansiva" por Vicente Chuliá, el aliento libre, el tempo respirado, a “romanticismo” es confundir una categoría estética con un gesto universal. El rubato no es una moda del siglo XIX, sino la respiración misma del alma encarnada en música.
Llamar “romántico” a Furtwängler es un error conceptual: él no interpreta como un romántico, sino como un místico del tiempo. Su batuta no sigue un estilo: construye un tiempo propio, una dialéctica del ser. El rubato de Furtwängler no es patético: es metafísico. Y sin embargo, en la práctica dominante, se tacha como exceso lo que es simplemente profundidad, se llama sentimentalismo a lo que es dimensión del alma.
Este mismo impulso ha llevado a una alianza sintomática entre dos polos en apariencia opuestos: el historicismo y la vanguardia. El museo y el laboratorio. Se toca Monteverdi con afinación histórica y Sciarrino con técnicas extendidas, pero se excluye sistemáticamente el siglo XIX, esa zona incómoda del alma. Si se toca Brahms, se hace con “instrumentos originales”, como quien se pone guantes de látex para manipular un cadáver. Todo debe ser homenaje, nunca encarnación. La expresión es tolerada solo si está encapsulada, explicada, esterilizada.
De fondo, opera una falacia aún más profunda: la idea de que el arte progresa como progresa la tecnología. Se habla de “avances”, de “superaciones”, de “novedades”, como si Monteverdi fuera menos avanzado que Webern, o Perotin más primitivo que Boulez. Pero el arte no evoluciona linealmente, porque no está hecho de funciones, sino de símbolos, de almas, de misterios que no se rinden al cálculo. En arte no hay filogenia. Solo hay presencia o simulacro.
Así, comparar tácitamente la música con la historia del iPhone es una forma secularizada de teología del progreso. Una Fukuyamización del arte (Francis Fukuyama y su famoso "fin de la historia"). Y el resultado es siempre el mismo: el despojo del alma. El silenciamiento del cuerpo. La expropiación de la expresión encarnada por parte de un sistema que solo tolera lo que puede clasificar. Pero la música, la verdadera, no se deja archivar. Porque su verdad no está en la cronología, sino en el temblor. Y es precisamente desde ese temblor, desde ese lugar donde el arte se resiste a ser domesticado por el relato del progreso, desde donde nace mi reflexión. No se trata de una provocación ni de un gesto contra el mundo académico. Es más íntimo. Más urgente. Más doloroso.
Diré, por último, que mi crítica al historicismo no nace de un rechazo ciego ni de un deseo provocador. No tengo nada contra quienes se dedican con rigor y amor a esta disciplina. Muchos me inspiran. Pero veo un peligro urgente: la sustitución del arte como experiencia por el arte como documento; del tono como gesto por el sonido como ilustración.
No hay futuro para la música si no desafiamos la historia como única mediadora válida. No para abolirla, sino para reubicarla. El arte no necesita historia. Necesita presencia, encarnación. Porque si cada vez que digo te quiero a través del piano me dicen que eso es “romántico”, entonces el alma ha sido condenada al archivo. Y la música se ha vuelto fósil. Y yo no toco para ilustrar una época. Toco para intentar abrir un mundo.
Por eso, nada de lo dicho aquí debe interpretarse como un ataque a los músicos, musicólogos, pedagogos o intérpretes que trabajan desde una perspectiva historicista. Admiro a algunos de ellos, y he aprendido de sus estudios, de sus grabaciones, de sus intuiciones. Esta crítica no va contra personas, sino contra estructuras epistémicas que han secuestrado el alma del arte bajo el pretexto de protegerlo.
Mi motivación no es la provocación. No es el cinismo. No es el rechazo a lo académico. Es la defensa urgente de la experiencia musical como acontecimiento irrepetible, vivo, no subsidiario. La música no es un documento. Es un temblor. Y si convertimos todo temblor en ficha, toda emoción en estilo, toda obra en arqueología, entonces el arte morirá bajo el peso de su propio archivo.
Por eso creo, y afirmo con serenidad, pero con pasión, que debemos desafiar este paradigma. No para destruir, sino para abrir espacio a lo nuevo, a lo inmediato, a lo presente, a lo poético, a lo humano. Porque si la música no puede hablar sin pedir permiso a la historia, entonces ya no canta. Y si ya no canta, ¿qué nos queda?
Hasta aquí, querido lector, he intentado delinear las formas más insidiosas y estructurales del historicismo como episteme dominante, como régimen de verdad que, más allá de sus virtudes eruditas, impone una ontología, y una ontología del arte, en particular, que lo disuelve.
Pero es justo ahora cuando me corresponde hacer una pausa. Porque no todo el mundo verá esto del mismo modo. De hecho, casi nadie, y menos, los músicos. Y es natural que no sea así. Las preguntas empiezan a brotar: objeciones legítimas, malentendidos previsibles, contraargumentos bienintencionados o incluso cínicos. ¿Y si exagero? ¿Y si la historia es necesaria? ¿Y si estoy ignorando siglos de pensamiento, de análisis, de conocimiento? Es aquí donde la dialéctica se vuelve fecunda. Donde la crítica se pone a prueba. Lo que sigue no es un cierre, sino una apertura: un momento para escuchar las voces que interrumpen, que dudan, que contradicen. Y para responder, no con dogmas, sino con serenidad. No con respuestas fijas, sino con horizontes.
“Pero, Josu, la historia es necesaria para comprender el contexto de una obra.”
Respuesta: La historia puede enriquecer la comprensión, pero no puede sustituir la experiencia artística directa. Comprender el contexto no es igual a comprender la obra. La obra es un acontecimiento irreductible a su marco. Si la historia se convierte en filtro obligatorio, deja de ser herramienta y pasa a ser tiranía. Además, la obra no se agota en su comprensión.
“Josu, sin historia, caeríamos en anacronismos.”
Respuesta: El anacronismo es solo un problema si uno cree que el arte debe reproducir una época en lugar de transformar la nuestra. ¿Qué es más fiel a Bach: sonar como en 1720 o ser capaz de estremecer hoy como en 1720? El verdadero anacronismo es hacer de la música un simulacro de museo.
“Josu, ¿No es arrogante despreciar siglos de musicología?”
Respuesta: No se desprecia el conocimiento, sino su absolutización. Criticar el dogmatismo no es despreciar la disciplina, sino evitar que la erudición reemplace a la escucha. La arrogancia está en pensar que lo archivado agota lo vivo.
“Pero Josu, el historicismo nos protege del subjetivismo interpretativo.”
Respuesta: ¿Desde cuándo la subjetividad es un mal? ¿Por qué tanta obsesión por controlar el deseo, el afecto, la intuición? Sin subjetividad no hay ni siquiera "interpretación", solo reproducción.
“Josu, el historicismo promueve rigor, no represión.”
Respuesta: El problema no es el rigor, sino el rigor sin alma, el protocolo sin riesgo, la corrección sin encarnación. Lo que denuncio no es la disciplina, sino su conversión en criterio supremo de legitimidad musical.
“¿Y no es peligroso jugar con el estilo como si no importara?”
Respuesta: Justamente lo contrario. Se propone una fidelidad más radical: no al estilo como máscara, sino al espíritu como fuerza viva. La "style-fidelity" es una forma de traición si el estilo se vuelve más importante que la emoción.
“Las retórica barrocas y clásica son una estructura que debe respetarse.”
Respuesta: Lo es, pero no excluye el canto, el arco largo, el pathos. La retórica clásica es inseparable del aliento. La articulación es una forma del canto, no su negación. Dividir ambas es una distorsión moderna.
“Decir que todo se ha museificado es hiperbólico.”
Respuesta: No es hipérbole. Basta mirar los catálogos de conciertos, las grabaciones con “instrumentos originales”, los tratados como sagradas escrituras, y la obsesión con la edición crítica. La música vive bajo el régimen del archivo.
“Pero el historicismo ha traído grandes intérpretes.”
Respuesta: Quizás. Pero esos intérpretes son grandes no porque sean historicistas, sino a pesar de serlo. Lo que los hace extraordinarios es su libertad interior, su imaginación, su escucha del presente.
“¿No es esto una caricatura injusta del historicismo?”
Respuesta: No se critica el historicismo honesto, sino su absolutización como única vía legítima de acceso al sentido musical. El problema es estructural, no individual. Si todo debe pasar por el filtro histórico, el arte se vuelve subordinado.
“Pero sin historia no habría autenticidad.”
Respuesta: La autenticidad no es mimetismo, sino integridad expresiva. Una interpretación es auténtica si tiene verdad, no si reproduce con exactitud una práctica pretérita. La autenticidad no es copia, es presencia.
“Hablas como si todo fuera emoción, pero la música también es estructura.”
Respuesta: Por supuesto, pero la estructura no es el fin, sino el cauce del fuego. Sin pathos, la estructura es cartón. Y sin estructura, el pathos se disuelve. No se niega la forma, se denuncia el vaciamiento formalista.
“Hay mucha mala interpretación ‘romántica’. ¿No hay que protegernos de eso?”
Respuesta: ¿Y acaso no hay también mala interpretación historicista? El mal arte existe en todos los estilos. La solución no es reglamentar el arte, sino formar músicos libres, sensibles y responsables.
“Este discurso suena conservador, antiacadémico.”
Respuesta: Es todo lo contrario: es un grito por la libertad del arte frente al aparato disciplinario de la historia. No es antiacadémico: es profundamente filosófico. No busca destruir, sino liberar lo que ha sido domesticado.
“¿Y si la historia nos da herramientas para descubrir sentidos nuevos?”
Respuesta: Que las dé. Pero que no se arrogue el derecho a ser la única forma válida de experiencia. Que no se presente como neutral cuando está cargada de ideología archivística. Que no sustituya la escucha.
“Tú también haces historia al criticarla, estás dentro del sistema.”
Respuesta: Sí. Pero una cosa es estar en el tiempo, y otra ser esclavo de sus dispositivos. La crítica al historicismo no es ahistórica, es una crítica ontológica a su hegemonía como mediador universal.
“Es valioso documentar, preservar, conocer.”
Respuesta: Completamente de acuerdo. Pero preservar no es fetichizar, documentar no es canonizar, y conocer no es imponer mediación. Hay que dejar espacio al misterio, al temblor, al no sabido.
“El canon histórico garantiza calidad.”
Respuesta: El canon no garantiza nada. Ha olvidado genios, ha excluido culturas, ha domesticado rebeldías. El presente merece oírse sin pedir permiso al archivo. La calidad no la decide el pasado.
“Tu visión parece espiritualista o metafísica.”
Respuesta: Lo es. Porque la música lo es. Porque sin una dimensión ontológica, la música se reduce a técnica, a signo, a consumo. El arte sin dimensión del ser es una simulación.
“Estás haciendo ideología con tu rechazo al historicismo.”
Respuesta: Toda propuesta estética implica una ontología. Lo que se rechaza no es el historicismo como corriente, sino su absolutización como dogma. Este no es un manifiesto ideológico, es un acto filosófico de defensa del arte.
“La historia ha democratizado el acceso al repertorio.”
Respuesta: En parte. Pero también ha burocratizado la interpretación, elitizado el saber, fetichizado la edición, convertido la música en mercancía crítica. Democratizar es liberar, no regular.
“¿Y si el historicismo protege la tradición?”
Respuesta: La protege… como un taxidermista protege al animal: inmovilizándolo. La tradición verdadera vive si se transforma. Lo demás es momificación.
“Sin historia no sabríamos lo que tocamos.”
Respuesta: Sí lo sabríamos: lo sabríamos desde la experiencia, desde el cuerpo, desde la intuición encarnada. Saber no es solo acumular datos. Es también saborear.
“Este enfoque es demasiado filosófico, poco práctico.”
Respuesta: Lo más práctico es aquello que libera. No hay nada más eficaz que una ontología que devuelva sentido al acto musical. Las cadenas son prácticas; la libertad también.
“¿No estás desestabilizando todo un sistema institucional?”
Respuesta: Sí. Porque ese sistema necesita ser revisado radicalmente si quiere seguir vivo. La música no fue hecha para legitimar instituciones, sino para decir lo que nadie puede decir de otra forma.
“Furtwängler sí es un romántico; lo que tú llamas universal es una sensibilidad fechada.”
Respuesta: Furtwängler no representa una época, sino una ontología del tiempo musical. Su rubato no es sentimentalismo, es ritmo interno, dialéctica sonora, experiencia metafísica del devenir. Llamarlo “romántico” es reducir lo universal a lo episódico.
“Todo lo que no sea estilo históricamente informado es ‘romanticismo’ porque se basa en la expresión personal.”
Respuesta: La expresión personal no es exclusiva del Romanticismo. Es inherente a la música desde el canto gregoriano hasta Stockhausen. El ser humano ha cantado siempre desde su cuerpo, no desde su época.
“Pero ahora sabemos más sobre cómo se tocaba Beethoven que en tiempos de Schnabel.”
Respuesta: Sabemos más sobre detalles externos, no sobre la verdad musical. ¿Acaso saber el metrónomo exacto garantiza una mejor Hammerklavier? El conocimiento factual no sustituye la comprensión encarnada.
“La agógica, el rubato, son construcciones posteriores, no estaban en el ideal clásico.”
Respuesta: La agógica no es un estilo. Es un principio de vida sonora. Toda música que respira tiene tiempos internos, aceleraciones, latencias. Decir lo contrario es imponer un ideal mecánico sobre un arte vivo.
“El Romanticismo deformó la obra con su expresividad excesiva. El historicismo corrige eso.”
Respuesta: No es deformación si el resultado transmite verdad. Lo excesivo es un juicio de gusto, no una categoría ontológica. Lo que importa no es la fidelidad al pasado, sino la resonancia en el presente.
“Las interpretaciones modernas historicistas han sido validadas por la investigación.”
Respuesta: Ser validadas por la investigación no significa ser superiores. Significa ser coherentes con un marco epistemológico, no necesariamente con la verdad musical.
“La práctica informada es democrática: da acceso a modos de interpretación antes inaccesibles.”
Respuesta: Pero si esa democratización se convierte en hegemonía, deja de ser libertad. La pluralidad debe incluir también la subjetividad no codificada.
“Tú no entiendes el historicismo contemporáneo. Lo que criticas es el viejo.”
Respuesta: Falso. Justamente porque lo conozco, lo cuestiono. El historicismo de hoy se ha refinado, sí, pero también se ha infiltrado de forma más sutil en la metafísica de la escucha. Lo que critico no es la forma, es el fondo: su pretensión de mediación obligatoria.
“La articulación, la puntuación, la retórica eran más importantes que el canto en ciertas épocas.”
Respuesta: Esa dicotomía es artificial. El canto largo es tan retórico como la articulación breve. La oratoria no excluye el suspiro, lo contiene. El habla también canta.
“Sin criterios históricos, todo se convierte en interpretación arbitraria.”
Respuesta: No todo lo no histórico es arbitrario. Hay criterios internos, tensiones formales, relaciones interválicas, retórica afectiva, intuición estética, universales del oído.
“La crítica al historicismo es antiintelectual.”
Respuesta: Todo lo contrario. Es una crítica filosófica radical al uso dogmático de la historia como único marco de sentido. La inteligencia no es sumisión a la cronología.
“Tú quieres destruir el canon. ¿Qué propones en su lugar?”
Respuesta: No quiero destruirlo, quiero liberarlo del vidrio de museo. Proponer su reencarnación. Lo que propongo no es una destrucción, sino una resurrección performativa.
“Pero los nuevos intérpretes historicistas son sensibles, no dogmáticos.”
Respuesta: Muchos sí. Pero incluso los mejores trabajan condicionados por un aparato normativo implícito. Se quiere que suene como se supone que sonaba, no como ahora puede sonar.
“La historia ya no es lineal. Lo sabemos. Tu crítica es anacrónica.”
Respuesta: Precisamente. El problema es que, aunque el discurso dice que la historia es no-lineal, la práctica artística sigue anclada en una cronología jerarquizada. La contradicción es estructural.
“No puedes criticar sin proponer otra metodología.”
Respuesta: La propuesta es el acto musical mismo como metodología. La interpretación como forma de conocimiento. El cuerpo como epistemología. La escucha como poiesis.
“¿Y qué problema hay con grabar Mahler como lo oía Mahler?”
Respuesta: El problema es cuando eso se hace no para descubrir, sino para reconstruir, como quien embalsama. Mahler no es un fósil. Es un volcán. ¿Queremos estudiarlo… o volver a quemarnos?
“Tú solo quieres tocar como te da la gana.”
Respuesta: No. Quiero tocar como el arte me exige tocar: con responsabilidad, sí, pero también con libertad, con fuego, con riesgo. No como un restaurador, sino como un habitante del sonido.
“Tu crítica puede usarse para legitimar cualquier cosa.”
Respuesta: No si se basa en un compromiso ontológico con la obra. No todo vale. Pero lo que vale no se decide por filología, sino por intensidad de verdad.
“No puedes hablar de universales. Todo está históricamente situado.”
Respuesta: El arte nace en contextos, pero trasciende contextos. El dolor, el canto, el amor, la plegaria son universales encarnados. Negarlos es cortar la raíz humana del arte.
“Tus ideas son esencialistas.”
Respuesta: No esencialistas, sino ontológicas. No se trata de esencias eternas, sino de reconocer que hay estructuras simbólicas que exceden lo local y que nos convocan desde siempre.
“Hay un peligro en la mitificación del presente.”
Respuesta: El peligro real es fetichizar el pasado. El presente no es mitificación: es la única instancia donde puede vivirse el arte. El pasado se actualiza o muere.
“Pero los pianos de época nos muestran cómo se pensaba la música.”
Respuesta: Sí. Pero entender cómo se pensaba no basta para decidir cómo debe sonar hoy. La música no es arqueología. Es acto. Es ahora.
“Tú no haces crítica histórica, haces crítica existencial.”
Respuesta: Exacto. Porque el arte es una experiencia existencial. La crítica histórica puede describir, pero solo la ontología puede habitar.
“La historia ya no es normativa, es herramienta.”
Respuesta: Pero si todo el sistema de validación está basado en esa herramienta, entonces la herramienta es invisible y totalitaria. Lo que se necesita es desactivar su hegemonía, no negarla.
“Tú idealizas una espontaneidad imposible.”
Respuesta: No se idealiza. Se defiende la posibilidad de que, incluso en un mundo saturado de teoría, aún pueda surgir el gesto inmediato, el canto libre, la línea que no pide permiso. Eso es esperanza, no ingenuidad.
Impresionante! Absolutamente de acuerdo.
ResponderEliminarReal.
Impresionantemente REAL. Muchas gracias por decir estas cosas, y de forma tan ejemplar.
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