... elogio del pasodoble ...

                                               


    Elogio del Pasodoble: 

música a dos pasos 

del abismo



    ... hay músicas que no piden permiso para existir. Músicas que nacen sin acta de bautismo ni linaje declarado, pero que, como ciertas palabras populares o como ciertos gestos heredados, sobreviven al tiempo no por su prestigio, sino por su poder de evocación. Una de esas músicas es el pasodoble, que irrumpe no solo como institución musical o baile escénico, sino como expresión simbólica de una comunidad, como el eco persistente de una energía ritual colectiva que se niega a ser archivada...




    El pasodoble es un tipo de  música que se desliza en la historia sin pedir legitimaciones, una música que no se acomoda en los grandes relatos canónicos de la "alta cultura", pero que sin embargo late con la urgencia de una voz popular, de una sangre antigua. En España, el pasodoble no es simplemente un ritmo, una marcha o un baile: es una forma simbólica de estar en el mundo. Lo que para Austria fue el vals, esa rotación hipnótica entre lo cortesano y lo sentimental, el pasodoble lo es para España: una dialéctica sonora entre la pompa marcial y la melancolía del deseo, entre la risa de la fiesta y la sombra de la muerte.


    Su compás binario no es inocente. Es una repetición que remite a la marcha, a la pareja, al duelo, al desfile, a la danza de la vida y de la muerte. En el paso doble todo se dobla: el paso, el gesto, el tiempo. Hay una duplicidad esencial en su nombre que prefigura su sentido: la simultaneidad de la acción militar y la acción teatral, del rito cívico y del éxtasis popular


    Nacido en los entresijos de la tonadilla escénica, el pasodoble surge como intermedio, como umbral, como espacio liminal entre actos. Pero no es una pausa: es un estallido. Como ocurre con muchas de las formas de la música popular, su origen es mestizo, híbrido, oculto bajo capas de anonimato y diamórfosis. Su genealogía se pierde en la noche de los tiempos, sin perjuicio de que se pudiera, quizás, rastrear tanto en el garrotín gitano como en las danzas del Siglo de Oro, tanto en las marchas militares del XVI, VII y XVIII como en los intermedios de comedias populares, entre un millón de otras cosas.


    El pasodoble se forja, pues, en el cruce entre lo marcial y lo popular. Como marcha ligera, fue adoptado por la infantería para acompañar los 120 pasos por minuto del paso ordinario reglamentario. Su pulso binario no solo facilitaba el avance del cuerpo militar: encarnaba el ritmo de una nación que marchaba, resistía, celebraba. Más tarde, se instaló en las plazas de toros, allí donde la música se hizo carne y drama, donde la sangre y la ceremonia se cruzaban en espiral, y donde el compás, antes militar, se volvió ofrenda. El mismo ritmo que acompañaba al soldado conducía ahora al torero. Y de ahí al pueblo, al baile, a la verbena, a la escena.


    La alegoría del pasodoble nos obliga a mirar más allá de la partitura. Nos exige una arqueología de símbolos que incorpore el gesto, la plaza, la mirada, el grito, el color de un traje, el trazo de un pañuelo. El pasodoble no es solo música; es coreografía nacional, memoria colectiva, espectáculo mitológico. Es una forma de inscribir lo efímero en el cuerpo de la historia. En el pasodoble militar, el compás regular y firme imprime orden, disciplina, identidad. En el pasodoble taurino, ese mismo compás se erotiza, se teatraliza, se convierte en ofrenda ritual, en sacrificio estilizado, en tragedia mediterránea con luz de verbena.


    La fiesta, en su dimensión más dionisíaca, encuentra en el pasodoble su arquitectura sonora. Su fondo popular no es superficial; es la marca de un pueblo que ha hecho del dolor canto, del duelo belleza, de la precariedad coreografía. Por eso su trío central, esa melodía lírica que se abre tras la "arrogancia" poética inicial, suena a confesión a media voz, a nostalgia velada, a esperanza insumisa. No hay pasodoble sin contradicción: es alegre y triste, marcial y erótico, ligero y grave. Como el alma española, se debate entre el orden y el arrebato, entre la geometría y la sangre.


    Y el pasodoble no teme a la repetición, como la temen la mayoría de las "músicas de hoy". Como ocurre en los ritos o en las letanías, la repetición no significa monotonía, sino reencantamiento. Cada puesta en escena de un pasodoble en una plaza, en una calle, en una banda, es una reinvención de la memoria, una actualización del mito. Sus títulos, “Suspiros de España”, “El Abanico”, “Gallito”, "Tercio de Quites", "Mari Carmen Ramiro", "Carrer Major", resuenan como emblemas, como nombres de batallas que ya no son bélicas sino estéticas. Y en ese gesto de nombrar lo nacional, el pasodoble se convierte en sema, en signo que condensa y transmite una identidad compleja, múltiple, contradictoria.


    Ontológicamente, el pasodoble habita en el umbral: entre lo culto y lo popular, entre lo teatral y lo espontáneo, entre el dolor y la celebración. Su destino ha sido el de muchos géneros menores: despreciado por la alta cultura, instrumentalizado por el folclore oficial, congelado en postales de cartón piedra. Pero su verdad subsiste en los cuerpos que lo bailan, en las calles que lo escuchan, en las plazas que lo redoblan. Su verdad no es abstracta: es vibratoria, visceral, encarnada. El pasodoble no se piensa; se vive, se canta, se ejecuta, se arrastra.


    Y sin embargo, pese a su riqueza, hay quien desdeña el pasodoble por considerarlo “música de derechas”, como si el arte pudiera reducirse a consignas ideológicas. Algunos, desde cierta crítica sociologista o desde una estética avergonzada, lo desprecian por estar ligado a la Restauración o al Régimen, olvidando que esa mirada miope olvida que toda música popular, cuando es verdadera, trasciende los marcos políticos que la usan. Rechazar el pasodoble por razones ideológicas es una ramplonería, una forma de ceguera histórica y estética. La vergüenza que algunos músicos sienten al tocarlo no revela otra cosa que su desconexión con el pueblo del que dicen venir. El pasodoble no es música de derechas ni de izquierdas: es música de la plaza, del aire, del gesto compartido.


    Tal vez uno de los grandes sueños aún no realizados sea ver un día un Concierto de Año Nuevo, como el de Viena, pero en Madrid, en Valencia, en Sevilla, dedicado enteramente a pasodobles. No como una parodia, sino como una celebración real, sin complejos, de una tradición que merece su lugar en los atriles sinfónicos, en los programas de gala, en los podios de los grandes directores. Porque los pasodobles son vernáculos, sí, pero en el sentido más noble del término: son román paladino, son lengua del pueblo, son lo "romántico" (romanticus) de "romance", frente al latinismo anquilosado del classicus. Son una de las esencias de la música española. No toda, claro, pero sí una de sus ramas más vivas, donde se funden la canción y la danza, la dulzura y la pasión, lo firme militar y lo melífluo-sensual.


    Es por eso que Stravinsky, oyéndolo desde una ventana madrileña, reconocía su poder encantatorio. Es por eso que tantas zarzuelas, óperas, cuplés y canciones se han construido sobre su base. Es por eso que aún hoy, cuando suena en una banda, el corazón se alza, los pies se ordenan, el alma titubea entre la risa y el llanto. El pasodoble no es un anacronismo. Es una forma de presencia. Una forma de memoria. Un arte de lo inmediato. Y quizá, en su aparente simplicidad, en su ternura exuberante, en su teatralidad sin pudor, se esconda una de las claves más hondas de la música española: la de haber hecho del gesto popular un símbolo eterno.



    Porque el pasodoble, como la copla, como la jota, no teme ser carne, gesto, color, máscara, sangre. Porque su verdad no está en la "forma", sino en la intensidad. No teme al juicio, porque no busca convencer, sino conmover. Y ese estremecimiento, ese temblor, es lo que lo hace grande. No hay que disculpar su exhuberancia. Hay que celebrarla. En un mundo de geometrías vacías y abstracciones sin cuerpo, el pasodoble nos recuerda que la música, como la vida, se baila a dos pasos del abismo



    Como el aroma del azahar que se cuela por las rejas en las noches de verano, el pasodoble posee una cualidad penetrante y ubicua. No se le confina fácilmente; surge en la humilde verbena del arrabal con la misma vehemencia con que resuena bajo las bóvedas doradas de un teatro. Es música que transpira el suelo que pisa, que lleva adherida la pátina del sol y el eco de las pisadas sobre la tierra batida o el empedrado antiguo. Blasco Ibáñez, con su ojo para lo telúrico, reconocería en él el latido mismo de la llanura y la costa, el compás de la algarabía mediterránea y de las fiestas.


    Imagínese, amigo lector, al soldado anónimo en algún cuartel de algún tiempo, marcando el paso al son de una corneta desafinada. Su ritmo, rígido al principio, se impregna inconscientemente del aire que respira: del cante que llega de la taberna cercana, del repique de las campanas de la iglesia del pueblo, del susurro del viento en los olivares. Así, como por ósmosis vital, de repente, lo marcial se funde entonces con lo popular. El compás reglamentario, fruto de la disciplina, se contagia súbito de la sangre ardiente y de la melancolía del pueblo, engendrando ese híbrido sonoro que es el pasodoble. Cervantes, cronista de lo quijotesco, hallaría aquí otra sublime locura: la de la marcha que sueña con ser danza.



     Escúchese un pasodoble bien "cantado" por los instrumentos, con la dulzura de los clarinetes y las flautas, con el metal ardiente y con el redoble preciso del tambor. He ahí una orquesta de la emoción pura. La trompeta es el grito desgarrado o el clarín triunfal; el bombo, el latido del corazón colectivo; los platillos, el chispazo de la fiesta. Es una sinfonía en miniatura, una cápsula de energía sonora que contiene, en su aparente sencillez, todo el arco de las pasiones humanas. 


    Pensemos en sus creadores, tantas veces anónimos o relegados a una esquina de la historia. Músicos de pueblo, directores de banda, compositores de alma popular que vertieron su genio en estas marchas ligeras. Su arte no buscó la inmortalidad en los mármoles del Parnaso, sino la vida inmediata en el oído y el pie del pueblo. Crearon emblemas sonoros que, como las coplas, se repiten de generación en generación, tejiendo un hilo de oro en la tela a veces gris de lo cotidiano. Su gloria es el eco persistente en una plaza al atardecer.


    Y hoy, en esta edad de ruido digital y almas dispersas, el pasodoble guarda una lección profunda. Es un arte de la presencia. Exige estar aquí, ahora, con el cuerpo atento y el oído dispuesto. No se consume; se vive, se baila, se siente en las entrañas. En su repetición ritual, hay un rechazo a lo efímero absoluto, una apuesta por la permanencia del gesto compartido, por la memoria que se encarna en cada nueva puesta en escena. Es un acto de resistencia sonora contra el olvido.



    Así pues, el pasodoble, esa criatura musical de "paso doble" y alma desdoblada, no es simple aire festivo ni reliquia polvorienta. Es, en su esencia más honda, el compás existencial de un pueblo que camina, siempre, sobre la delgada línea que separa la luz de la sombra, la risa del sollozo, la vida de la muerte. Es la música que nace donde el valor se funde con la gracia, donde la disciplina militar se rinde al embrujo del garbo, donde la ceremonia acepta el sudor de lo espontáneo. Como la copla, un lamento vestido de alegría. 


    Despreciarlo por ramplonería ideológica o complejo de inferioridad cultural es cerrar los oídos al rumor más auténtico de la tierra. El pasodoble no necesita perdones ni disculpas; su grandeza reside precisamente en su exuberancia sin pudor, en su terrenalidad gloriosa, en su capacidad para convertir el gesto más humilde en símbolo perdurable. 



    En un mundo cada vez más abstracto, cosmista, an-antrópico y desencarnado, su llamada es urgente y vital: nos recuerda, con trompeta y tambor, que la verdadera música, como la auténtica vida, se baila, siempre, a dos pasos del abismo, con los ojos abiertos y el corazón dispuesto a latir al ritmo de lo eterno fugaz. He ahí su misterio y su triunfo. He ahí su inagotable elogio.


   






Comentarios

  1. Precioso, inspiradísimo y sabio artículo sobre el Pasodoble. Bravo, maestro. Bravo desde las gargantas del pueblo y desde los ateneos y los futuros conservatorios de España.

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