... Semblanzas: Vicente Chuliá - un Orfeo valenciano ...
SEMBLANZA I
Vicente Chuliá:
un Orfeo valenciano
En el vasto horizonte de la tradición musical de nuestro presente en marcha, alguna rara vez emergen figuras legendarias que trascienden el plano meramente técnico/conceptual para encarnar una filosofía profunda de la música y de las artes. Vicente Chuliá —poeta del tono, percusionista, compositor, director de orquesta, filósofo y profesor de Música— se erige como un faro en este océano, un heredero de los polímatas escolásticos o renacentistas y un pensador que redefine la música como un verdadero acto ontológico. Hijo del gran maestro Salvador Chuliá, Vicente no solo carga con el legado de una dinastía musical auténticamente valenciana, sino que lo expande hacia territorios donde el tono musical se entrelaza con la reflexión filosófica. Su vida y obra son un testimonio de que la música no es un arte fragmentado, sino un organismo vivo donde confluyen pensamiento, gesto y alma.
Su existencia misma es una partitura abierta, donde cada día es un pentagrama nuevo: las horas se pliegan en escalas, los encuentros en contrapuntos, los silencios en fermentos de futuras sinfonías. En él, el acto de respirar se confunde con el de componer, pues vive en un estado de perpetua escucha, como si el aire llevase consigo ecos de antiguos cantos gregorianos y murmullos de saetas venideras. No es un hombre que haga música; es la música hecha hombre, un compás caminante que late al ritmo de las mareas internas, aquellas que todos conocemos.
La historia de Vicente está indisolublemente unida a la de su padre, venerado maestro de armonía, contrapunto y fuga. Durante siete años, desde mi adolescencia - de los 10 a los 17 años, Don Salvador fue mi guía musical en Valencia, enseñándome que “componer es escuchar el canto interior de los tonos”. Su lema constante al corregir nuestros ejercicios —“No hay fallos, pero no canta”— resonaba como un mandamiento: la música debe fluir como el mar, nunca petrificarse en la rigidez mecánica.
Lo cierto es que aquellas lecciones no ocurrían en aulas, sino en santuarios de papel pautado. Recuerdo la luz tamizada de su viejo estudio en la Avenida del Puerto de Valencia, donde el polvo danzaba entre los rayos del sol y el suelo agrietado dibujaba extrañas arabescas. Don Salvador desplegaba partituras como mapas de tesoros ocultos y con su dedo señalaba hacia el horizonte donde una nota se convertía en puerta dimensional.
Vicente, heredero de esta sabiduría, transforma la antorcha paterna en una llama renovada. Si Don Salvador es el faro que ilumina a tantos de nosotros, Vicente sigue la estela de su padre, navegando en el océano de la música, integrando la práctica musical con una dimensión filosófica ausente en nuestro triste y ramplón tiempo. En Vicente conviven el rigor de la más bella escolástica con la audacia e infinitud de un poeta, de un pensador libre, sincretizando siempre tradición y presente en una voz única.
Pero su herencia no es réplica, sino metamorfosis. Su genio consiste en hacer de la tradición no un peso, sino alas —plumas de cóndor y colibrí a un tiempo— que permiten remontarse a las alturas sin perder el ritmo telúrico de lo vivido.
El catálogo compositivo de Vicente es un mosaico de obras que respiran vivencia, melos y emoción. Piezas como las tres Sonatas para Piano destilan una lógica cristalina con un lirismo vivo, pulsante y espontáneo, mientras que el poema sinfónico La Reconquista evoca la épica colectiva con una paleta orquestal vibrante. Las Estampas Valencianas para banda sinfónica construyen un mundo poético a la vez nuevo y conocido, y en Nocturno Colorista o Mosaico Hispano, lo íntimo se fusiona con lo universal, lo escrito con lo improvisado, revelando su habilidad para trascender el instrumento y dialogar con ideas atemporales.
Cada obra suya es un viaje iniciático, una peregrinación poético-filosófica por el desierto del alma, donde cada nota es oasis y espejismo. En La Reconquista, uno de sus obras que más amo, los metales no suenan —gritan siglos de tierra mojada por sangre y siembra—, mientras los violines tejen banderas hechas de lágrimas secas. Y en el Nocturno Colorista, lo que parece improvisación es en realidad la memoria ancestral de lo secreta y poéticamente vivido, danzando susurrante sobre el teclado como zahorí que busca agua bajo la aridez del siglo XXI.
Su música no es jamás un alarde técnico, sino un acto de revelación. Como han señalado otros, Vicente opera lo que Gustavo Bueno llamaba una anamófosis: transforma lo ancestral en visión, destruyendo y recomponiendo tradiciones para desvelar los universales bajo los estilos —el reposo, el movimiento, el ser y el estar del tono—. Y en cada nota late también su Valencia —sus aromas, su luz cegadora—, pero también resuena lo eterno: el diálogo entre Platón y el duende, entre el orden y el caos.
Escuchar su música es asistir a la crucifixión y resurrección del tono musical. En un mismo compás conviven el gemido del morisco y el susurro del monje copista, el estruendo de las Fallas y el silencio de las almadrabas. Su Valencia no es postal turística: es cicatriz en la partitura, herida que canta. Y en ese canto se filtran ecos de Heráclito discutiendo con un cantaor anónimo: “¿Ves este fandango? Es el mismo río que no puedes pisar dos veces”.
Como director de orquesta, Vicente encarna una cualidad rara: la transformación elástica. Al frente de la Orquesta Sinfónica del Conservatorio «José Iturbi» de Valencia, su batuta no marca compases, sino que teje emociones, modelando el tono musical con un gesto generoso, alejado de efectismos y fetiches técnicos de experto. Como diría su padre, “pintando la música”. Siempre.
Sus ensayos son ceremonias. Cuando levanta la batuta, no inicia un concierto: convoca tempestades. Los músicos no tocan instrumentos —se convierten en ellos—. El cellista es madera resonante, el trompetista metal al rojo vivo. Y Vicente no dirige: transfigura. Su gesto no corta el aire, lo fecunda, haciendo brotar sonidos que los atriles no contienen. “Aquí falta un azul ultramar”, exige, y la orquesta entera se sumerge en océanos prehistóricos.
Su quehacer como profesor de Música refleja una fe inquebrantable en ella como una fuerza viva. Con jóvenes músicos, enseña que una partitura no es un fósil, sino un organismo que crece en el instante. Como los grandes, prioriza la entrega sobre la perfección, convirtiendo ensayos en rituales donde la disciplina se transfigura en éxtasis. “La música no es un producto, sino un rito ancestral”, parece susurrar su batuta, recordando que el arte habita en la conexión íntima entre quien hace y quien escucha.
En su aula, el tiempo se quiebra. Un alumno que toca a Alessandro Scarlatti de pronto descubre que sus dedos están escribiendo un soneto del Siglo de Oro; otro, al estudiar una copla, vislumbra las caravanas del Sahara en cada nota. Vicente siembra preguntas como semillas incendiarias: “¿Qué llanto esconde ese adagio? ¿Qué risa habita ese staccato?”. Sus clases no terminan al salir: germinan en insomnios, crecen como enredaderas en los sueños de los discípulos, incluso sin que ellos lo sepan del todo...
Vicente, además, trasciende la práctica musical para erigirse en pensador. En su Manual de Filosofía de la Música y en su Tratado de Filosofía de la Música (ed. Pentalfa), argumenta que la música no es un lenguaje codificado, sino una “realidad ontológica”. Influido por el materialismo del genial Gustavo Bueno, Vicente desarrolla una poética musical donde el arte no solo representa, sino que produce, hace. Ideas como diamórfosis —el pliegue material que constituye la obra— o cierre holemático —la autosuficiencia del objeto artístico— desafían los paradigmas hermenéuticos dominantes en las artes.
Sus tratados no son libros, sino frescos pictóricos y escenarios filosóficos. En ellos, un acorde de Bach y una bulería se disuelven en ácido poético-filosófico para revelar su oro común. La diamórfosis no es mero concepto, sino hacha que rompe el hielo de siglos de idealismo: la obra como piel del mundo, membrana que separa y une materia y espíritu. Y el cierre holemático resuena como campana tibetana: cada pieza musical es una mandala completa, un universo que contiene el Big Bang y la resultante entropía y orden.
Para Vicente, el artista no es un mediador de emociones, sino un hacedor de realidades. La obra, lejos de ser solo un vehículo simbólico, es un cuerpo autónomo que enigmáticamente se basta a sí mismo. Esta visión resuena en sus enseñanzas: en sus clases, un canon de Fux y una cadencia flamenca son facetas de un mismo diamante, pues la música es un acto de pensamiento encarnado.
Esta concepción revoluciona hasta el gesto más simple. Un estudiante que afina su violín no está preparando un instrumento: está dando afinación al cosmos. La nota La no es frecuencia, sino eje cósmico alrededor del cual gira la noche estrellada de la poética musical de ese día, de ese momento. Por eso en sus clases se vive con la intensidad del taller neolítico: cada melodía es hacha de sílex, cada armonía pintura rupestre, cada ritmo fuego recién dominado.
En su aula, Vicente representa el ideal del músico generalista. Rechazando la hiperespecialización, fusiona composición, improvisación, interpretación rapsódica, declamación, dirección, canto, en un único flujo poiético. Sus alumnos exploran todo tipo de música con la naturalidad de quien respira, porque la Música, como él enseña, es tanto vivencia como reflexión.
Aquí, un futuro violinista clásico debe cantar saetas hasta romperse la voz; una tímida flautista dirigir Beethoven a sus compañeros con furia dionisíaca. La hiperespecialización es para Vicente como podar un árbol hasta dejarlo en bonsái: él prefiere selvas donde crezcan palmeras y robles, orquídeas y cactus, todos bebiendo de la misma lluvia primordial.
Su quehacer borra constantemente las fronteras entre lo escrito y lo improvisado. No forma meros técnicos, sino músicos: seres capaces de oír el latido bajo la nota. “La música no es un museo”, repite, demostrando que Machaut y José Serrano pueden sonar como hermanos si se dialoga con los universales.
En su taller, el siglo XIV abraza al XXI en contrapuntos salvajes. Un motete medieval se descompone en un tango, luego se recompone como sonata. “¿Dónde está el alma aquí?”, pregunta Vicente, y los alumnos deben hallarla en lo hondo del canto. Así aprenden que la autenticidad no está en el estilo, sino en la profundidad del buceo en el vasto mar de la música.
Vicente Chuliá no es un accidente del azar, sino un fenómeno natural de la tierra valenciana. Su obra —desde piezas íntimas hasta lienzos sinfónicos— y su pensamiento construyen puentes entre tradición e innovación, intelecto y sentimiento. Figura clave de la llamada por el gran filósofo Tomás García López “Escuela de Valencia” —en referencia a los músicos y filósofos valencianos en la órbita de Vicente Chuliá y de Gustavo Bueno— su influencia se extiende en una red de discípulos y colegas que rescatan la música como arte total en un mundo tristemente fragmentado.
La Escuela de Valencia no es un movimiento, sino una especie de ecosistema. En sus bosques conviven halcones peregrinos de la musicología más rigurosa con reptiles primitivos de la improvisación libre. Sus ríos llevan aguas tanto del Turia como del Leteo, y sus frutos alimentan por igual el cerebro y las entrañas. Aquí no hay manifiestos, sino raíces; no hay vanguardias, sino geología sonora que estratifica siglos en capas fértiles.
Como un Orfeo moderno, Vicente no conquista las sombras con más oscuridad, sino con una canción luminosa y eterna. Su enseñanza persiste en quienes comprenden que el arte no se reduce a lo audible, sino que habita en la fidelidad al tono, en la humildad del gesto, en la valentía de componer escuchando el silencio.
Pero su Orfeo no solo desciende a los infiernos: los evoca aquí y ahora. Hoy en día, en cada aula, en cada ensayo, el terrible Hades se manifiesta como la rutina, la desgana, el escepticismo, el nihilismo, el tecnicismo, el dogmatismo o la mera mediocridad. Pero Vicente, con su lira-filosófica, no trata solo de rescatar a Eurídice, sino de enseñarnos también a cantar en las cavernas, en las oscuras cavernas de hoy, a convertir el eco de nuestras pérdidas en nuevas canciones. Y además, su luz no ciega: ilumina las grietas donde anida lo sublime.
A Vicente le debo una lección fundamental, que me enseñó y que él mismo aprendió de su padre: componer es “escribir el mar, no la roca”. Su obra, como la de su padre, no es un mero capítulo en la historia, sino un espejo donde lo eterno se refleja. En ese reflejo, muchos hemos encontrado nuestro norte.
Esa metáfora marina define su esencia. La roca es tentación permanente: seguridad de la forma, orgullo del monumento pétreo y megárico. Pero Vicente prefiere nadar en lo informe, desafiar corrientes, beber sal hasta que la sangre se hace océano. Sus partituras no se leen: se cantan, se navegan. Y naufragar en ellas no es fracaso, sino un modo de llegar a puertos desconocidos. Así nos enseña que la verdadera música no se escribe en pentagramas, sino en el rumbo de las olas que nos arrastran hacia abismos luminosos.
“Hay que acercarse a la música con rigor serio y, al mismo tiempo, con una gran alegría afectuosa”. Esta frase de Nadia Boulanger y también re-dicha a su manera por Don Salvador Chuliá a sus discípulos, encarnada también por Vicente, resume en verdad su legado: rigor sin rigidez, alegría sin frivolidad, tradición sin nostalgia. En un mundo obsesionado con la deconstrucción, él reconstruye; frente al culto a la novedad, él rescata lo esencial. Vicente Chuliá es, en definitiva, un poeta del tiempo que suena, una luz que ilumina el camino hacia una música íntegra, sensible y profundamente humana.
Su rigor es abrazo, no mordaza; su alegría, cosecha, no fuego artificial. Mientras otros deconstruyen hasta dejar sólo escombros, él junta ruinas antiguas para edificar catedrales nuevas. Su tradición no mira atrás: bebe de manantiales subterráneos que fluyen bajo el presente. Y cuando habla de “lo esencial”, no se refiere a mínimos, a límites, sino a abismos infinitos —el vértigo de lo que nos sostiene sin ser visto, como la gravedad que une al violín con su nota, al hombre con su sombra.
Como ocurre con todos los verdaderos amigos, mi relación con Vicente no ha sido siempre una línea melódica sin tensiones. También nosotros hemos atravesado altiplanos, como él los llama —y no altiplanos tonales, sino altiplanos del alma, gemelos de los del tono—, esos tramos elevados y a veces áridos del afecto donde se suspende la melodía y queda el eco áspero de lo no dicho. Hay momentos en los que nos reñimos, nos gritamos, nos distanciamos con el silencio espeso de los que no ceden fácilmente. Periodos prolongados de no hablarnos, como si cada cual hubiera atracado su navío en costas separadas, dejándose llevar por la marea de la música, de la vida, de las circunstancias. Pero, como en toda travesía compartida, esos desencuentros son también parte del viaje: oleajes entre dos naves que navegan juntas desde hace años, sacudidas inevitables entre quienes se exponen sin máscaras al viento de lo verdadero.
Esos altiplanos no son sequía, sino necesaria erosión. En su aridez crecen cactus de verdades punzantes; en sus noches frías, el cielo muestra constelaciones olvidadas. Quizás sin esos silencios, nuestra amistad sería superficial. Las notas no escritas durante los períodos de silencio, se convierten luego en partituras; los reproches no dichos, en disonancias que luego hallan resolución en acordes más plenos. Aprendemos que la amistad verdadera no teme al silencio: lo cultiva como suelo para nuevas semillas.
Muchos confunden ese filo cortante que a veces emana de Vicente con aspereza, dureza, incluso con intransigencia personal. Pero eso no es más que un error de perspectiva. Lo que perciben como dureza es en realidad su calidad —rara, preciosa, casi extinta— de intransigencia ética, de fidelidad sin concesiones a aquello en lo que cree, sin necesidad de adaptarse a las modas ni plegarse a las lisonjas. No conozco muchas personas que hayan mirado al status quo a los ojos sin temblar, que no hayan retrocedido ante la amenaza del aislamiento o de la censura, que hayan preferido la coherencia al aplauso, la verdad al politiqueo, el riesgo al acomodo, el arte a la conveniencia. Vicente es de esas pocas almas que no temen perderlo absolutamente todo si es por sostener un principio de verdad y belleza; y una de las almas aún más escasas que aman a la música no como un medio, no como un trampolín, sino como un fin absoluto, una presencia sagrada, un ethos que habita todas las dimensiones del estar en el mundo.
Su supuesta dureza es en realidad el filo del diamante que talla las ilusiones. Cuando un alumno llega con fuegos artificiales técnicos, Vicente no aplaude: sopla generoso hasta dejar sólo la brasa verdadera. Rechaza halagos como quien aparta mosquitos de la comida, no por desdén, sino para proteger el banquete esencial. En una época de relativismos, su integridad es el golpe de martillo que afirma el yunque: no hay arte sin verdad, no hay música sin riesgo de perderlo todo. Su ética no es muro, sino puente colgante sobre abismos: exige cruzar temblando, pero garantiza que al otro lado aguarda la autenticidad. En una época de relativismos, su integridad es brújula imantada al polo norte del arte: no señala caminos fáciles, pero garantiza que cada paso, aunque duela, acerca a alguna cima...
Quienes lo han seguido saben que su exigencia nace de un amor feroz y de un corazón, noble, tierno, justo y generoso. Como el jardinero que poda hasta sangrar las ramas para que el árbol dé frutos, Vicente no tolera la mediocridad disfrazada de virtuosismo. “Prefiero un error genuino a un acierto calculado”, repite siempre, y en esa frase late toda una cosmovisión: el arte como territorio de vértigo, no de seguridad.
Esta terquedad luminosa lo ha convertido en espejo incómodo para muchos. En conservatorios donde se enseña música como código de barras —escaneable, comercial, desprovisto de alma—, en mercados donde la música es mera moneda de cambio, en "gimnasios" gremiales donde la música es una mera pesa a levantar por ensimismados "culturistas musicales", su presencia de erizo, guerrero y poeta a la vez, desentona. Pero él persiste, sabiendo que cada alumno que rompe sus cadenas mentales es una nota liberada en la gran sinfonía del porvenir.
Quien se enfrenta a él debe saber que está ante un hombre que habla y lucha con lo esencial. Hay en su carácter algo de alta montaña, de piedra pulida por los siglos, de lealtad tectónica. Sus afectos son hondos, su admiración es exigente, su amistad es una alquimia de rigor y ternura que no siempre se ofrece fácil, pero cuando se ofrece, es irrevocable. Por eso, incluso en los altiplanos, en los silencios, en las tormentas, uno sabe —como lo sé yo— que Vicente está siempre ahí, que es, que permanece. Porque los verdaderos amigos no se deslizan como melodías fugaces: son cadencias fundamentales en la armonía de la vida. Son - como diría su padre - un canon infinito.
En los momentos cruciales —esos donde la vida desafina—, su presencia resuena con la firmeza de un antiguo ison bizantino, anclando el caos en el melos primordial. Y aunque a veces su compás parezca lento - como el de su amado Celibidache - es solo porque mide el tiempo con latidos, no con metrónomos.
Me detengo hoy ante Vicente Chuliá para reconocer lo que me ha dado, que es mucho. No es solo un amigo, ni únicamente el hijo de mi venerado maestro Don Salvador Chuliá; es un faro en el océano vivo de la música, un Orfeo valenciano que, con su canto luminoso, ilumina las sombras de un mundo tristemente fragmentado. De él aprendo a diario que la música no es un arte dividido en compartimentos —composición, interpretación, dirección, doctrina, declamación, danza —, sino un mar continuo donde confluyen el pensamiento, el gesto y el alma. Vicente no se conforma con dominar una faceta del arte del tono; lo abraza todo, lo piensa todo, lo vive todo, encarnando la figura del músico generalista en su sentido más noble y antiguo: un filósofo del tono que dialoga con los grandes de antaño y proyecta un futuro donde la música recupere su lugar como arte total.
Detenerse ante Vicente es como contemplar un bosque desde la cima: se ve la inmensidad de raíces, ramas y hojas como un solo organismo respirando. En él, cada rol musical es un órgano vital: el compositor es corazón, el director pulmones, el intérprete sistema nervioso. Y su filosofía, la savia que une todo en un mismo propósito: hacer del arte no reflejo de la vida, sino vida en estado puro.
Conocí esta, su visión, en un momento de mi vida marcado por un entusiasmo juvenil y rebelde, marxista, tecnólatra, y obsesivo con la historia, el estilo, la vanguardia, la “técnica”. Quería cambiar el mundo musical antes de comprenderlo, buscando los límites del tono y su permeabilidad a las corrientes modernas. Fue entonces cuando Vicente irrumpió como una brisa fresca en la sofocante calma del mediodía. Recuerdo un ensayo suyo con la Orquesta Sinfónica del Conservatorio Municipal «José Iturbi» de Valencia, dirigiendo La Leyenda del Beso. Allí, como por milagro, vi cómo el tiempo se transformaba en materia maleable: cada gesto de su batuta no marcaba compases, sino que tejía emociones. Comprendí que la música no es un arte de fragmentos, sino un océano donde lo genuino y lo efímero convergen. Desde aquel instante, Vicente se convirtió en un espejo, faro y hermano espiritual.
Ese día, aquel improvisado escenario se volvió crisol. Las notas ya no eran sonidos, sino átomos danzando en un acelerador de partículas. Y Vicente, físico-poeta, colisionaba "tradición" y "vanguardia" hasta crear nuevos elementos: el llanto se hizo acorde, la risa ritmo sincopado. Fue entonces cuando entendí que la batuta no dirige músicos, sino almas: cada movimiento suyo era un hechizo que nos convertía en medium del arte.
Y repito, Vicente Chuliá no es un mero capítulo en la historia de la Música: es uno de sus espejos. En él se miran los que buscan lo esencial. Quienes, como yo, creen que el arte aún puede salvar lo poco que ya nos queda hoy de humano en el hombre...
Y en ese espejo no hay vanidad, sino vértigo: quien se asoma ve su propio abismo musical, las zonas oscuras que evita, los cantos que no se atreve a entonar. Por eso muchos huyen de su reflejo. Pero los que permanecen descubren que el arte no es salvación, sino desafío: nadar en el abismo hasta encontrar la canción que nos sostiene.
Gracias, Vicente, por las tormentas compartidas, por los naufragios a dúo, por enseñarme que la verdadera música no se escribe en pentagramas, sino en cicatrices.
Gracias, Vicente, por recordarme que la música no es adorno ni mercancía, sino forma de ser y sobre de todo, de estar en el mundo.
Gracias por enseñarme que componer es “escribir el mar, no la roca”.
Sobre todo, Vicente, gracias por ser —más allá de todo— el meu amic.
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