... Laudatio a un gran Maestro ...

 Encomio: Laudatio a un Maestro

Don Salvador Chuliá


Discurso pronunciado en Catarroja, el 17 de noviembre de 2023, 

durante los actos de homenaje a Salvador Chuliá (1944)


por Josu De Solaun


   

                                                                               Foto de Fernando Frade (Codalario)



    Buenas noches y gracias por venir hoy aquí a homenajear a este gran hombre, a este

gran músico. Es difícil para mí como músico hablar; pudiera, si acaso, cantar, pero voy a

intentarlo.

   

     Empezaré con mis primeras impresiones de Don Salvador. Yo tenía 10 años, corría

el año 1992 y comenzaba mis estudios en el Conservatorio Municipal de Música José

Iturbi de Valencia, que existe, antes, hoy y después gracias a Don Salvador. Yo venía de

una academia de música de niños, habiendo estudiado Solfeo de manera privada, y llegué

con diez añitos al Conservatorio. Me acuerdo del edificio de la Avenida del Puerto, que los

que están aquí y que han estudiado allí conocen bien, aunque ya no exista. Un edificio no

demasiado rimbombante ni con grandes lujos exteriores, pero que a mí me imponía

porque, de repente, me encontraba con la inusitada e ilusionante situación de que yo “¡iba

al Conservatorio!”.

    Mi primera clase con Don Salvador era la clase de Primero de Armonía. Yo estudié

con Don Salvador 7 años, dos veces por semana, de los 10 a los 17, de 1992 a 1999, y

empecé, en efecto, con Primero de Armonía (cuatro cursos de armonía, dos de contrapunto

y uno de fuga). Yo no sabía lo que era la Armonía. Era una palabra que sonaba enigmática,

misteriosa, incluso a veces casi mágica. Pensaba yo: ¿qué haremos en esta clase de

Armonía? Hasta ahora yo había cantado, jugado, bailado, tocado un poco el piano y la

guitarra. Había marcado bonito el compás. Vamos, lo que se hace en las clases de solfeo, o

al menos, lo que se hacía antes… Y de repente entró un señor muy bien vestido a la clase,

elegante, y sucintamente dijo: "buenas tardes" y empezó. Directo como una flecha se fue a

la pizarra y empezó a escribir música. Para mí, como niño de 10 años que era, que alguien

escribiera música era un acto casi oracular, fantástico, asombroso. Y empezó a escribir

unos signos, unas notas y dijo “hoy vamos a empezar a ver cómo estos dos acordes, cómo

estos dos tonos se juntan, se encadenan”. Esto era la Armonía. Empecé a entender. Juntar

partes. Resolver disonancias en consonancias. Resolver tensiones y discordias en algo que

no las tenía. Unir trozos de música inconmensurables en un todo más armónico.


    Empecé a darme cuenta, al principio, de que había una serie de reglas. Yo quería ser

un “buen alumno”. Estudié las reglas. Mucho. Y me acuerdo que en los momentos más

afortunados de la clase - era una clase grupal - teníamos unos momentos con Don Salvador

a solas. El resto de alumnos seguían haciendo el ejercicio. Y entonces él corregía lo que

habías hecho individualmente. Yo, con mucho orgullo, sabía que había seguido todas las

reglas. No hacer quintas ni octavas seguidas, no duplicar la sensible, preparar las

disonancias con un determinado tipo de intervalo, movimiento contrario y oblicuo con voz

intermedia estacionaria, la melodía debe contener pocos saltos entre notas, si ocurre un

salto, tiene que ser pequeño e inmediatamente contrarrestado por un movimiento

escalonado en la dirección opuesta, las disonancias deben limitarse a suspensiones, notas

pasajeras y tiempos débiles, si uno cae en un golpe fuerte (en una suspensión) debe

resolverse de inmediato, etcétera, etcétera, etcétera. Con gran orgullo le enseñé mi

partitura de ejercicios, y con los ojos cerrados, medio cantando lo que había escrito yo,

hacía así: [gesto de negación con la cabeza]. Yo estaba desolado, pensaba que el ejercicio

estaba perfecto: había seguido todas las reglas y fue entonces cuando me dijo dos palabras

que marcarían mi vida para siempre. Dos palabras. Me dijo: “no hay fallos, pero no canta”.

No hay fallos, pero no canta. No hay fallos, pero no canta.


    ¿Qué era eso? ¿Qué quería decir? Me dio una palmadita cariñosa en la espalda y me

dijo: “lo entenderás poco a poco, no te preocupes”. Y lo más enigmático de todo es que

cuando dijo “no canta”, no solo cantó, sino que movió su brazo, hizo unas líneas

ondulantes en el aire. Me recordaba al vuelo de un pájaro - emblema de libertad, o a unas

olas del mar. El mar…

    A mí desde pequeño me encantaba el mar y me encantaba ir a pescar con mi padre,

que era vasco: mi padre amaba el mar. Cuando Don Salvador hizo así con su brazo,

dibujando esas subidas y bajadas mientras cantaba, me dije, con tan solo 10 añitos: “Josu,

esto es como el mar”. Y entonces, empecé a darme cuenta de lo que me estaba enseñando

ahí Don Salvador, era algo muy especial. No eran técnicas, no eran reglas. Bueno, sí;

pero eran mucho más que eso. Era la Esencia de la Música, que es el Canto, el Melos,

que son las líneas que van juntando partes discordes, partes que se odian, pero que el canto

va juntando en amor y en otras líneas que nacen, que se desarrollan, que caen - la palabra

cadencia viene de cadere en latín - pero que después tras caer siempre se reanudan,

resucitan de la muerte, de esa caída.

    Y esta relación entre el mar y la música la vi muy pronto desde pequeño. Me

acuerdo de tardes enteras contemplando el mar pensando esto. Luego supe que a Don

Salvador también le gustaba mucho el mar y de hecho que tenía un pequeño barco llamado

Espíritu Valenciano

    Y pensando en esto quiero leer tres trozos que son de tres poetas de la tradición

literaria de nuestra lengua, muy conocidos, aunque prefiero no decir quiénes son para que

no hayan asociaciones interesadas, quedando solo las palabras. Son tres pequeños trozos

de poemas sobre el mar.

    El primero dice así: “La ola no tiene forma. En un instante se esculpe y en otro se

desmorona, en la que emerge redonda. Su movimiento es su forma”. Su movimiento es

su forma.

    Otro dice así: “Necesito del mar porque me enseña. Mirándolo, no sé si aprendo

música o conciencia. No sé si es ola sola o ser profundo, o sólo ronca voz o deslumbrante

suposición de peces y navíos. El hecho es que hasta cuando estoy dormido de algún modo

magnético circulo en la universidad del oleaje." La universidad del oleaje. La

universidad del oleaje musical es lo que me estaba enseñando Don Salvador. Las líneas del

canto musical que, como las olas del mar, no tienen principio ni fin, pero van hacia un

sitio, caen y vuelven a empezar de nuevo, siempre sin parar, siempre reanudándose,

siempre hacia adelante.

    El último trozo de otro poema: “El mar es un cielo caído, el cielo caído por querer

ser la luz, mar liberado a ser eterno movimiento, habiendo antes estado quieto en el

firmamento.” Liberado a eterno movimiento, la libertad del mar, del movimiento, no

la quietud del cielo… 


    Pues eso me he dado cuenta que es lo que me estaba enseñando en las

clases de siete años de contrapunto, armonía y fuga Don Salvador: el eterno e

incesante movimiento de la música. Lo que los antiguos llamaban el conatus, el

conato, que era una antigua palabra de los escolásticos, que designaba la inclinación, la

tendencia de todas las cosas del mundo, de la materia, por continuar existiendo siempre,

por continuar mejorándose, lo que después se llegaría a llamar la voluntad de vivir, por

otros filósofos…


    Bien, después de todos esos años, de descubrimiento de la altiplanicie, como diría

mi amigo Vicente Chuliá, las altiplanicies de la música, los crecimientos y

atenuaciones, las olas, las subidas y bajadas, todos esos años de ser marinero en la

música o montañero en la música, subiendo y bajando montañas musicales, mares

musicales, pintando esas líneas musicales, me quise marchar a Estados Unidos a estudiar,

pero no por buscar mejores profesores, ni profesores famosos. De hecho, yo no sabía con

quién me iba a estudiar. Simplemente, yo era un espíritu rebelde y aventurero y quería

“marcharme de casa”.


    Don Salvador, el último día que fui a despedirme de él, en agosto de 1999, le di una

pequeña carpeta de ejercicios, de contrapunto, a doble coro (cori battenti). Me los corrigió.

Absolutamente serio y solemne; corrigiéndome los ejercicios mientras yo, un poco

guardándome las lágrimas, y me dio esta partitura, su Tríptico Elegíaco para un

Percusionista. Me hizo una dedicatoria que quiero leer: “Para mi alumno predilecto

Josu de Solaun, con el deseo de que sea un gran compositor y director de orquesta.”


    Claro, yo cuando leí esto, me extrañó tanto, porque yo a lo que iba a EEUU era a

estudiar piano, no composición ni dirección de orquesta. Pero lo que me quiso decir Don

Salvador ese día es que no me olvidara nunca de que el instrumento es solo una parte tan

pequeña y a veces casi tan insignificante de lo que es la música, porque la música es el

canto. Y lo que él quiso decir con esta dedicatoria es, cuidado, no te lo olvides nunca de ser

músico, es decir no disocies tocar, cantar, componer, ser marinero, ser montañero, ser

pintor de lineas musicales, son solo partes de lo mismo…


                                           Tríptico Elegíaco para un Percusionista




    Cuando llegué a Nueva York, había “grandes y famosos” profesores, alumnos de

Nadia Boulanger, de Alfred Cortot, de Schenker, alumnos de alumnos de Schenker. Mucho

del exilio judío-europeo había acabado allí. Y cuando entré a hacer las pruebas de admisión

me hicieron unos pequeños exámenes, no ya al piano, sino para ver mi bagaje musical.

Querían saber si tenían que ponerme en clases extra o de contrapunto, de fuga de análisis,

o de lo que fuera un poco. Y me empezaron primero a poner pequeños ejercicios de bajo

cifrado, un bajete - o que se llamaba antes un bajete -, luego un canto dado, después

ejercicios de primera, segunda, tercera, cuarta, quinta especie, contrapunto florido, luego

me hicieron escribir una fuga, luego empezaban con contrapunto a un coro, doble coro, un

cuarteto de cuerda, un arranque de sonata, un arranque de sinfonía, dictados, ejercicios de

solfeo a primera vista, etcétera. Yo me acuerdo perfectamente de como un alumno de Felix

Salzer -un alumno de Schenker - me cogió así del brazo, con gran entusiasmo y me abrazó,

diciendo, en un inglés con acento judío-alemán: "¿con quién ha estudiado usted música?

Yo, no dije, con los profesores de piano, porque mi corazón lo sabía. No. Dije: “con Don

Salvador Chuliá”. Y hoy hay una serie de partituras de Don Salvador Chuliá en la

biblioteca pública de Nueva York, porque ese día esos profesores asombrados con un

extraño niño de 17 años que tenía un tipo de formación musical escolástica inusitada,

llamaron a las editoriales españolas que tenían su música y encargaron varias de sus

partituras.


    ¿Qué quiero decir yo hoy con todo esto? Que cuando yo llegué a Nueva York, el zócalo

musical de mi vida estaba ya construido: lo había construido Don Salvador. Claro, el

zócalo estaba construido y los demás profesores solo tenían que construir sobre eso y

llevarse todos los méritos. Es lo normal. Pero yo estoy aquí para reivindicar lo que es la

verdad, que es mi verdad, pero sobre todo que es la verdad de Don Salvador que a tantos

músicos ha enseñado lo mismo. Algunos que lo dicen, otros que no, otros que lo saben y

otros que no lo saben.


    Desde aquí, dos cosas más y ya termino porque no quiero alargarme. Unas disculpas

también a Don Salvador, pues durante un tiempo en mi vida me hice “pianista”. Pianista

“profesional”; aprendí “técnica”. Lo que hoy, parece ser, que desean muchos de los

alumnos que vienen a estudiar conmigo, que me dicen: “quiero que me enseñes técnica”.

Mi corazón se entristece tanto cuando escucho eso. Pues bien, le pido disculpas a Don

Salvador porque en algunos de esos años de “pianista”, dejé de ser Músico, al menos un

poco. Y qué casualidad, perdí también un poco el contacto con Don Salvador. Creo que por

vergüenza mía, vergüenza por haber un poco abandonado prácticamente esos valores

perennes, intemporales de la música que él me había enseñado. Valores cuyo origen se

pierde en la noche de los tiempos; yo así lo digo, sin miedo, in illo tempore, que decían los

antiguos.


    Y después de estas pequeñas disculpas a mi gran y querido Maestro, también decirle

que la enseñanza que me dio durante esos 7 años es la más importante de mi vida. ¿Por

qué? Porque me enseñó que en la vida, como en la música, no se puede parar. Se puede

caer, como en una cadencia. Pero como en una cadencia o como en las olas del mar, tras la

caída, viene la reanudación y se empieza de nuevo. Y esa es la mayor lección que yo he

aprendido de este gran hombre: que en la vida, como en la música, no se puede parar: hay que

 llegar hasta el final. 


Gracias Don Salvador









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