... ¿Qué pasa cuando se juntan txistularis, el can-can parisino, el swing de Harlem y melismas arábigo-andalusís? ...


La Filarmónica Paul Constantinescu, desde mi primera colaboración con ellos en el 2014, me ha dado la bienvenida siempre con los brazos abiertos. Con ellos, he tenido la suerte de podar tocar, en distintas ocasiones, los Conciertos 2 y 3 de Rachmaninov, 1 y 2 de Tchaikovsky, 

2 de Prokofiev, 

1 de Shostakovich, la Totentanz y el Segundo Concierto de Liszt, el Triple Concierto 

de Paul Constantinescu y la transcripción de Sorin Petrescu para piano y orquesta del mágico 

y desconocido Nocturne para piano solo de Enescu. 


En esta temporada de conciertos, le ha llegado el turno al Concierto en Sol de Maurice Ravel, escrito en 1931 y del que ahora hablaremos. Obra además que repetiré el 1 de julio de este mismo año junto a la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, en Las Palmas, bajo la batuta del gran director francés Jean-Claude Casadesus. 


Fundada en 1952 en Ploiesti, en la región histórica de Muntenia, la Filarmónica Paul Constantinescu se ha convertido en una verdadera amiga musical de mi vida. Con ellos me siento a gusto haciendo música, sin presiones ni opulencias engañosas. Un sitio musical sincero. 


Ploiesti es una ciudad que fue fundada en 1596, durante el reinado de Mihai Viteazul (Miguel el Valiente) y que floreció como un centro para el comercio y la artesanía. Después el petróleo. 


Pero hoy es, para mí, sobre todo, la sede de esta fantástica orquesta rumana que me ha acogido siempre casi como un hijo y de un público cariñoso, devoto y amante de la música como he visto en pocos sitios. Ploesti es también, todo hay que decirlo, la ciudad de Nichita Stanescu, uno de los más grandes poetas que jamas existieran y escribieran, en rumano o en cualquier otra lengua. Un genio, al igual que lo era también el gran compositor Paul Constantinescu, quien da nombre a la orquesta: un músico no muy conocido fuera de Rumanía pero que alberga en su catálogo verdaderas obras maestras, como sus oratorios de Pascua y Navidad. 


Hoy, jueves, 12 de mayo del 2022, tengo la fortuna de poder tocar el Concierto en Sol de Ravel con esta orquesta amiga, después del bonito programa mozartiano de ayer. Una coherente continuación ya que, según contaba Ravel, los conciertos de Mozart habían sido una verdadera fuente de inspiración para esta partitura, que sin duda participa de esa alegre y luminosa esperanza y beatitud mozartianas, aunque con algo más de espumoso champagne francés. 


 Además, todo bajo la batuta de otro amigo, el valenciano José Fabra, con quien me une una estrecha amistad llena de recuerdos. José fue uno de los primeros directores que me dieron una oportunidad para hacer música en directo con una orquesta, sin que nadie me conociera, hace más de 20 años. Apostó por mí con fe ciega y ganas de ayudar a la “juventud musical”. Algo propio de un espíritu atento, generoso y también devoto de la música, sin miedo a lo desconocido. Con él toqué por primera vez el 1 de Liszt o el bellísimo concierto en La menor de Grieg, que tanto amaba mi padre y que fue una auténtica banda sonora de mi infancia. Así que es una alegría el poder reencontrarnos después de tantos años, ahora con esta joya raveliana y en mi querida Rumanía. 


¿Qué puede decir uno del Concierto en Sol de Ravel? Ante todo, es pura diversión, un frívolo divertimento, pero propio de alguien que se toma su humor muy en serio - hasta quizás un poco sibarita, gourmet, diríase. También se podría decir que el Concierto en Sol de Ravel sea quizás lo que pasa cuando uno junta a txistularis vascos, al can-can parisino y al swing de Harlem con melismas arábigo-andalusís (advertencia: no intentarlo en casa, por peligro de embriaguez febril y alegría desatada). 


La obra comienza súbitamente con el sonido de un látigo y un enjambre de abejas en el piano. Sí, he dicho bien: un látigo. O mejor, un escopetazo festivo, un disparo de feria, un  pistoletazo de salida, verbenero, circense. Quizás como protocolo iniciático de un día - o noche - de pequeños, levísimos excesos, o al menos, de jocosas celebraciones. El carnaval comienza, nos dice el sugerente sonido; se desatan los caballos de circo en el ring... Cierto aire de Pétrouchka de Stravinsky... Cabe también la posibilidad de entenderlo como la imitación del sonido del impacto de una pelota al rebotar contra una pared en el tradicional juego de la pelota vasca

Después, en seguida, pífanos, txistularis en plena ebullición, salpicando todo con sus agudos y rústicos armónicos, seguidos, tras glissandos Pollockianos en el piano, por pasajes melismáticos con tintes de cante jondo, pasando por guiños a Gershwin y al Harlem más neoyorquino - inserto aquí una leve nostalgia a mi querida ciudad - a la par que a suculentas noches parisinas, circenses y repletas de can-can y cabaret alla Folies Bergère. Lo que en inglés se llama un romp, vamos. Diálogos cómico-acrobáticos, caprichosos, entre los instrumentos de viento. 

En la cadencia del primer tiempo, una etérea imitación de la sierra musical, el instrumento que tocaba Marlene Dietrich y que Milhaud tan magistralmente había utilizado, en 1920, en su Boeuf sur le toit, título tanto de la obra como del famoso cabaret parisino donde se empezaba a escuchar el jazz en París... La sierra musical, un instrumento tan típico, junto con el teremín, de la década de los 20 (luego le tocaría el turno a las ondas Martenot). Luego, para terminar, una toccata jazzística, comping, como diría Tommy Flanagan; toccata que regresa al bullicio txistulariense de la verbena popular....


        

 

    El segundo tiempo, un monólogo hipnótico, tiernamente confesional del pianista. Un pequeño homenaje a las Gymnopedies de Satie. De repente, el payaso de circo, ahora triste. La verbena se ha acabado. El mimo, ahora anhelante. La sala de bailes, ahora vacía, todas las mesas por recoger. El confetti por el suelo. Una confesión, un soliloquio - un monólogo casi susurrado, soñoliento y nostálgico. Las lágrimas del niño tras el bullicio y la algarabía previas. Un pequeño vals, secreto y medio triste. O mejor, dos valses en uno - uno pequeñito y otro más grande (los pianistas me entienden), ocurriendo ambos al mismo tiempo. Una vieja carta, ya amarilla. Una antigua foto, con los bordes desgastados. El recuerdo de un tiempo más sincero. Una Arcadia, evocadora quizás de una Grecia antigua; 0 al menos, arcaizante, clásica, plástica, lineal, pérdida en el olvido... Un Mediterráneo mítico, idílico, aunque con trazos de prudente y discreta pena - esas disonancias iridiscentes que sólo Ravel sabe conjurar... Un secreto íntimo desvelado sólo en sus frágiles contornos... El corno inglés como segundo gran protagonista - un instrumento que amo desde que lo escuchara de pequeño en el desarrollo del primero tiempo de la Segunda Sinfonía de Mahler... 


Y toda esta soñolienta nostalgia para preparar un tercer tiempo vertiginoso, desenfadado, con garbo y donaire, madrugador, toccatico: un moto perpetuo desenfrenado y sin remilgos, una alborada llena de voluntad y risas. Quizás también una parodia del virtuosismo, o de la velocidad, de las máquinas, del futurismo.... Un circo dadaísta. O un viaje en tren, o en caballo veloz, o en caballo eléctrico, lleno de riesgos, curvas, choques, a la par que de bramidos de asno, eructos del viento-metal, bocinas de coche y otros sonidos urbanos que nos guían en unos minutos de elegante y dandy libertinaje... 


En esencia, es una partitura sincrética, de mixturas. Mixtura, que no vulgar eclecticismo. Y mixtura magistral, sobre todo por parecer que todas sus partes, aun siendo tan diversas, emanan de un mismo y burbujeante manantial de torrencial invención. Ese es Ravel. Con cada partitura, una obra maestra de meticulosa confección. 


    Y es curioso, todo parece en esta partitura un caleidoscopio de mi propia biografía. Los txistularis, personificados aquí por el piccolo, que tanto me recuerdan a mi padre y a mi herencia vasca. El cante jondo, que siento mío como español. El jazz, que siento también mío como estadounidense - sí, tengo doble nacionalidad - y sobre todo, como neoyorquino. En Nueva York me crié, por suerte o por desgracia... Y el cabaret parisino: bueno, a todos, secretamente, nos gusta bailar... Además, los shows de varietées, el vaudeville, el circo, los musicales: todo pasiones de mi infancia, mucho de ello, quizás, por circunstancias familiares que no cabe aquí el explicar... Así que, gracias Ravel. Conmigo, aquí, sí que has dado en el dardo. 


Porque es esta una música con máscaras, 

pero no por ella menos sincera...



Y es que la nostalgia y el discreto libertinaje,

 quizás no estén tan reñidos, 

parece querer decirnos Ravel. 

Ni la diversión y la tristeza. 

Ni la verdad y el artificio. 



Aun cuando no sea el suyo nuestro lema, 

hoy le haremos caso en eso:

al menos, durante unos minutos, 

al piano...



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