... "Improvisación y Reproducción" (1921) ...

                                  



    Hace ya un tiempo recuerdo vívidamente leer este texto, un breve ensayo titulado "Improvisación y Reproducción" y escrito en Berlín en 1921, en una traducción al inglés del original alemán. Me causó un fortísimo impacto, sobre todo porque quien lo escribía había puesto en palabras conceptos con los que yo llevaba años lidiando, ad usum privatum, como quien dice. Pero no solamente por esa razón, sino también porque aun habiendo sido escrito hace 100 años, su relevancia era de una actualidad apabullante. Parecía que en esto de lo cual el texto trataba, nada había cambiado en absoluto desde 1921. Algo asombroso. 

    Su autor es Paul Bekker (1882 - 1937), uno de los grandes críticos musicales y musicólogos del siglo XX. Era además, un muy buen violinista, llegando a ser concertino de la Filarmónica de Berlín cuando el director principal era Arthur Nikisch (1855 - 1922). Casi nada. Fue también director de las orquestas de Aschaffenburg y Görlitz e intendente de los teatros de Kassel y Wiesbaden. Fue uno de los mejores amigos de Wilhelm Fürtwangler y un valiente defensor a ultranza de la música de Mahler, Schreker y Schönberg, por entonces casi proscritos. 

    Nacido en Berlín en 1882 - en pleno reinado de Guillermo I de Alemania -, su padre era un sastre y su madre una costurera en la Ópera de Berlín. El pequeño Paul fue cantante en el coro de niños de la Ópera de Berlin de los 6 a los 14 años. En el mismo Berlín, estudió violin, piano, composición y dirección de orquesta. En 1906, a los 24 años, decide dejar los escenarios para siempre y dedicarse de pleno a su verdadera pasión: la filosofīa de la música y la crítica cultural y musical - a la par que la musicología. Es autor de numerosos libros. El ensayo que extraigo y publico aquí forma parte de un libro titulado Klang und Eros, una colección de ensayos en dos volúmenes publicados en 1922 por la editorial Deutsche Verlags-Anstalt.

    En 1933, a la edad de 51 años, por razones obvias decidió marcharse de Alemania. Cuatro años después, en 1937, moriría en Nueva York. 

    Aquí va el texto, en una traducción magistral de Nicole Holzenthal    

    En otra entrada de este blog comentaré su contenido. Por ahora, aquí lo dejo:


 "Improvisación y Reproducción"  (1921)


    Si se observa el gran número de nombres de concertistas que se dejan oír en público como pianistas, violinistas, o cantantes de ambos sexos, se ha de suponer que el arte musical interpretativo actualmente ha alcanzado un nivel inusualmente alto. Si se tienen en cuenta los anuncios que hacen los propios artistas o sus managers en las revistas profesionales, con foto, nombre y elogios de la crítica, se ve que hoy estamos inundados de genios reproductores de todo tipo. Pero si se comparan estas ofertas con el resultado real de un invierno, si se pregunta cuántos recuerdos de personalidades, de actuaciones por encima de la media con su propio color y carácter, de valores vivenciales duraderos han quedado, la respuesta es poco satisfactoria.

    No estoy diciendo que esto fuera profundamente diferente en un legendario pasado, aquellos buenos tiempos. La mediocridad siempre ha dominado en número, los genios nunca han corrido en manada y los grandes talentos siempre han sido fenómenos raros. Sólo visto desde la distancia parece como si algunos períodos de arte más antiguos estuvieran especialmente bendecidos en fuerzas sobresalientes – un engaño que se explica por el hecho de que el material medio que en su día crecía a su alrededor y que por lo general incluso lo sobrepasaba, hace tiempo que se ha podrido y hundido en el olvido. Así que, por el glamour que brilla desde algunos nombres famosos hasta nuestra época, no hay que hacerse ilusiones sobre el nivel de vida general en el pasado. Los humanos siempre son humanos y la distribución de los dones siempre suele ser parecida. Sin embargo, llama la atención cómo cambia la forma de hacer fructificar estos dones, desde qué modos de ver básicos se cultivan y a qué objetivos sirven. El talento, como don para los diferentes tipos de arte, es un bien común de todos los tiempos; pero recibe su cuño peculiar por el caracter específico de humanidad a cuyo servicio se encuentra.

    El músico intérprete se encuentra en una extraña posición híbrida. Como ser humano, tiene responsabilidad y decisión autónomas sobre el carácter de su práctica artística, pero a la vez, como reproductor, depende de las tareas que su tiempo le impone, pues son éstas las que dan impulso, dirección y alcance a su talento imitativo. Los que han tenido la oportunidad de conocer a los cantantes de la primera generación de wagnerianos saben que de repente surgieron como de la tierra una gran cantidad de figuras artísticas sobresalientes, artistas que merecían este nombre no sólo como talentos artísticos de un tipo inusual, por sus logros vocales, de canto e interpretación, sino también por la seriedad de su actitud, la profunda relación con la obra de arte. Se puede insertar aquí una anécdota para explicar lo dicho. Franz Betz, el primer Wotan de Wagner, famoso e inolvidable como Hans Sachs, cantó durante sus primeros años en Berlín el Ministro en "Fidelio". Antes de comenzar la ópera, siempre se tocaba la obertura Leonore no. 3. Betz era ya muy mayor en esa época y como sólo apareció como Ministro media hora antes de que terminara la obra de tres horas, habría sido suficiente con que sólo hubiera aparecido en el teatro durante la representación. Pero el viejo caballero acudía regularmente antes de la representación, ¿y por qué? Para escuchar cada vez con gran reverencia la gran obertura desde el escenario. Era una imagen casi conmovedora ver cómo la figura digna e imponente de aspecto patriarcal llegaba con meticulosa puntualidad poco antes del comienzo, tomar asiento en la pieza del decorado y luego escuchar con solemne seriedad los sonidos al otro lado del telón. Ay de quien se hubiera atrevido a perturbar la paz en sus alrededores. Sería sin embargo grotesco esperar de un cantante de escena de hoy que acudiera al teatro varias horas antes de lo necesario, sólo para no perderse una pieza musical hermosa pero muy escuchada.

    Este amor íntimo y entregado a la causa, este reconocimiento consciente del arte como elemento personal de la vida es característico de los artistas de esta generación. Hay que conocer estos rasgos humanos tan íntimos para entender bien los logros, para sospechar de dónde proceden el efecto e impacto inexplicables cuando un hombre como Betz cantaba los monólogos [de Hans Sachs] sobre la lila o sobre la locura, pero también la canción del Zar de Lortzing. Lo que se oía allí no era un cantante, era un ser humano, toda una persona artística, que brillaba con pura calidez y entusiasmo. Y lo que se ha dicho de Betz se aplica, con variaciones individuales, a un número considerable de cantantes escénicos de su época. ¿Cómo se puede explicar esto? ¿Debemos creer en una coincidencia que, justo cuando Wagner buscaba sus intérpretes, le trajo talentos del tipo de un Schnorr, Niemann, Scaria, de una [Rosa] Sucher, Lehmann, Materna, personajes del tipo de un Betz? Por supuesto, se puede sostener este punto de vista y, por tanto, describir este periodo en particular como extrañamente bendecido con grandes talentos escénicos musicales. Sin embargo, la suposición más probable es que los talentos tanto presentes en ese momento, como antes y después, fueron enardecidos por la influencia apasionante de la personalidad de Wagner, por la novedad y el tremendo ímpetu de la tarea, logrando un rendimiento alto de su talento, que nunca habrían alcanzado sin tal ímpetu creativo y que la vivencia de este fenómeno secular, que los agarró hasta la raíz, al mismo tiempo les dio fuerza para concebir la profesión artística de modo que el talento se hace verdaderamente productivo sólo a través de la nobleza del carácter.

    Si observamos desde este punto de vista el estado general de las artes interpretativas –hablemos aquí sólo de ópera y concierto– encontramos que la línea de desarrollo es paralela a los logros creativos de los que se trata. Liszt habría seguido siendo el imitador pianístico de Paganini, si no se hubiera abierto camino hasta Beethoven; y la fascinante aparición de un Bülow sólo puede entenderse a partir del material intelectual explosivo que se acumuló a partir del ascenso simultáneo de Wagner, Liszt, Berlioz y más tarde Brahms. El músico intérprete depende de las tareas que se le plantean, más aún, depende de cómo se le plantean desde su tiempo. Ya el período Biedermeier trataba con Beethoven; Reissinger, Mendelssohn, Rietz eran celosos intérpretes de Beethoven y sin embargo, fechamos el período de las grandes representaciones de Beethoven sólo a partir de la aparición de Wagner, Liszt y de Bülow, quien las resumió. Por el contrario, la época actual sigue ocupándose intensamente de Beethoven y, sin embargo, echamos de menos en ella, ya sea en las actuaciones orquestales, camerísticas o pianísticas, la soberana productividad de la interpretación que era característica del director y pianista Bülow, del violinista y del director de cuarteto Joachim. Las obras de Wagner se interpretan hoy en día con más frecuencia que en vida de su creador y, sin embargo, es evidente que han perdido el don de producir intérpretes de gran estilo que tenían en aquella época. Por lo tanto, si no se admite una decadencia como empobrecimiento general de talento, y si, por otra parte, las tareas artísticas no han experimentado una disminución exterior de su valor, pero los logros de las artes musicales escénicas han remitido indudablemente, sólo queda una explicación: a saber, que la forma en que la actualidad se enfrenta a determinadas obras de arte insta al artista escénico a destacar sus dotes materiales de talento a expensas de su humanidad. Evidentemente, hemos perdido la capacidad de ver y captar productivamente y el intérprete se ve así privado de la fuerza impulsiva que eleve su capacidad de imitación hasta el punto de expresar su personalidad.

    Las causas de esta paralización de las fuerzas fecundantes del crecimiento humano son múltiples. En parte, son el resultado de influencias externas. La organización empresarial del negocio de la música, que comenzó en el periodo posterior a la fundación del Imperio Alemán y ha seguido aumentando hasta la actualidad, ha contribuido, sin duda, en gran medida a la mecanización de los talentos de concertistas. De la correspondencia conservada se desprende que un artista tan autónomo y austero como Bülow tuvo que enfrentarse casi constantemente a las propuestas inadecuadas de su director comercial. Si se tiene en cuenta que la sacrosanta autoridad de Bülow fijó desde el principio estrechos límites a la iniciativa empresarial, mientras que su empresario, Herrmann Wolff, era un hombre que combinaba una extraordinaria sabiduría empresarial con un conocimiento igualmente extraordinario de la psique del artista, no es de extrañar que hoy, cuando se produce un fuerte descenso del valor de ambas partes, las consecuencias desventajosas de la distribución comercial de las labores artísticas se hagan sorprendentemente evidentes. Si, por ejemplo, los talentos más famosos celebran un contrato global con agentes, por el cual se comprometen a realizar un programa determinado por el agente dónde y cuándo éste se lo ordene, entonces esa relación de dependencia, aunque parezca bastante acertada, conveniente e indiscutible desde el punto de vista empresarial, dará lugar a una reducción del carácter personal de la actuación, a un énfasis en la calidad externa del material. La capitalización de los valores individuales es imposible, si se eleva a sistema, como en el actual negocio de los conciertos, entonces se pierde la individualidad.

    Una segunda causa del declive es la aumento excesivo de aspiraciones sociales y sindicales mal entendidas, especialmente entre los artistas de la escena. Sería insensato negar la justificación, incluso la necesidad de esta tendencia, condicionada por nuestros tiempos; lo peligroso de ella no es el principio sino el abuso derivado de su exageración demagógica. Si resulta en que los talentos subalternos se convierten en factores importantes incluso dentro de la parte artística de un instituto sólo gracias al conocimiento preciso de la ley del consejo de empresa, o si los talentos bien cualificados se esfuerzan por obtener éxitos de agitación mientras descuidan sus talentos, ésto demuestra que la comunidad artística aún no ha reconocido la esencia del movimiento social y, por lo tanto, no es capaz de procesarlo internamente de forma orgánica. La equiparación sindical y el arte sólo centrado en los valores de la personalidad son polos opuestos, mientras no se logre mantener la representación social de los intereses absolutamente al margen de cualquier influencia en el rendimiento artístico –objetivo cuya consecución es sólo cuestión de madurez y autoeducación–, hasta entonces, el cooperativismo presionará tanto en el plano del arte escénico, como los agentes presionan en el arte de concierto.

    La influencia inhibidora de estas fuerzas, relacionadas con el carácter económico y social de nuestro tiempo, sobre el desarrollo de la personalidad puede valorarse como muy importante, pero no hay que pasar por alto que, en última instancia, sólo son externas. Son capaces de empujar a talentos importantes a callejones sin salida y lo han logrado de hecho. Una naturaleza fuerte, sin embargo, no se dejará forzar por tales circunstancias. Retomará la lucha y por el hecho mismo de luchar, aunque no termine con éxito, creará un hito. Pero, ¿por qué hay tan pocas, o más correctamente: ninguna naturaleza de este tipo, por qué no vemos nada de esa lucha en las artes escénicas, por qué aquellos que, según su disposición, son indudablemente capaces de desarrollar una personalidad, se someten a lo dado sin contradecir, aunque deban reconocer lo que hay de nocivo en ello? Esta pregunta conduce al momento interior decisivo que surge de la psique del presente.

    El arte de la interpretación musical es, por su origen y naturaleza, un arte de la improvisación. Se crea a partir de la inspiración del momento y aún más, es la captación inmediata de un momento que se ha elevado al sentimiento más intenso de la vida. La música no puede pensarse de otra manera que como surgida en el momento de sonar. Ya la propia distinción entre la música escrita y la que se hace sonar posteriormente es una escisión artificial de lo que es un, según su sentido, único proceso en dos mitades de actuación. Al igual que la obra musical sólo despierta a su verdadera existencia [Dasein] a través del sonido, así también su surgimiento sólo puede entenderse a partir de la idea de ser escuchada. Ni siquiera el drama hablado vive tan exclusivamente de la idea de la representación escénica como la creación musical vive de la idea de la realización sonora [klangliche Realisierung], en la que toma por primera vez verdadera forma.

    Por tanto, el intérprete ideal es el que es también un compositor de partituras. No lo es sólo por la teoría estética, sino lo fue también en la realidad histórica. La mayoría de los compositores medievales eran al mismo tiempo cantantes, más tarde el liderazgo pasó a los instrumentistas, pero el arte creativo y el interpretativo estuvieron siempre unidos en una sola persona. Si esta doble actividad no se podía llevar a cabo, como en la ópera o en el canto de la iglesia, se daba al intérprete la mayor libertad individual posible. Las cadencias de bravura de la ópera italiana y los grandes conciertos instrumentales son los testimonios de la autocomplaciencia del intérprete que aún perduran. No limitó en absoluto su imaginación a las cadencias, sino que a menudo trató el texto con bastante libertad. Para nuestros tiempos filológicamente mojigatos, ésto puede parecer ofensivo, y ciertamente los excesos a los que tal práctica podía conducir eran a veces bastante cuestionables. Sin embargo, en términos de significado, este tipo de ejercicio de arte escénico significó la vivificación de la idea creativa original en la representación de la improvisación. La improvisación pués se consideraba una disciplina artística independiente y de alto nivel en la que actuaban los músicos más brillantes [geniales]. Desde Bach hasta Mozart, no hay ningún virtuoso para el que la improvisación no haya sido la prueba de oro de su talento, y cuando Beethoven se planteó el plan de un viaje artístico en los últimos años, su alumno Ries debía tocar conciertos, el propio Beethoven sólo quería improvisar.

    Esta concepción del arte escénico, en la que el énfasis recae en la actividad imaginativa momentánea del intérprete, por supuesto, no estaba sujeta a requisitos estrictos en cuanto a la corrección del original. Era la base de una transcripción, cuya configuración [Gestaltung] quedaba como derecho exclusivo en manos del intérprete. Al igual que el concepto de propiedad intelectual en el sentido actual aún no existía para los compositores del siglo XVIII, al igual que Bach y Haendel trabajaban despreocupadamente a partir de los originales de otros compositores si éstos ofrecían justo lo que buscaban, nadie encontraba nada objetable en el tratamiento libre de las piezas de concierto. Al contrario, se esperaba, y la casi total ausencia de marcas de interpretación, aún en Bach, puede estar relacionada en parte con esta práctica. El último improvisador de gran estilo –él encantó al mundo con su arte de traducir al lenguaje pianístico– fue Liszt, pero este principio del diseño personal libre de la interpretación también lo encontramos en artistas excepcionales posteriores. Los cambios de instrumentación de Mahler, particularmente en Beethoven, la dirección impulsiva de Richard Strauss –que se entrega sólo al momento–, el estilo de interpretación colorista y exuberante de un Nikisch, que despierta y se satura de un sentimiento fuertemente sensual por el sonido, se remontan siempre al derecho de improvisación del artista intérprete; y las ediciones de Beethoven de Bülow y de Bach de Busoni, tan denostadas últimamente, no son otra cosa que intentos de liberar la propia inspiración improvisadora del capricho del momento, para registrarla bajo examen crítico y consideración objetiva.

    Este ideal de improvisación aspira a que la pieza musical parezca formarse en el momento de sonar, a través de una fusión íntima y creativa del compositor y el intérprete, poniéndola así al unísono [in Einklang] con la voluntad creativa original. En la segunda mitad, en realidad sólo en el último tercio del siglo XIX, se le contrapone un nuevo ideal: la reproducción. La reproducción es algo que en la música no existe realmente. Se puede reproducir una imagen, en el mejor caso por medios fotográficos, ya la copia corre peligros y sólo en raras ocasiones tendrá un éxito tal que pueda hablarse de una verdadera re-producción. Tal reproducción presupone la posibilidad de una imitación puramente mecánica. Incluso el imitador más servil que sigue al original en cada detalle de la pincelada, en cada matiz de la mezcla de colores y de la técnica pictórica, no podrá evitar que su individualidad aparezca en algún lugar y se haga notar para el conocedor. Después de todo, en las artes visuales la posibilidad de reproducción es, al menos, concebible. En la música ni siquiera lo es. Una pieza musical que existe en notas no puede ser reproducida en absoluto porque es algo inacabado, a medio terminar, que necesita ser completado. Un gramófono puede reproducir la interpretación de d'Albert de una sonata de Beethoven, pero el propio d'Albert sólo puede producir esta sonata. Y quien se sienta al piano para interpretar una obra, designada por el compositor hasta el más mínimo detalle, con atenta fidelidad, con la más estricta abstención de cualquier impulso personal – inevitablemente no sólo añadirá su individualidad a la del compositor, sino que la antepondrá. Lo que reproduce son sólo notas y signos, el aliento vivo viene de él mismo.

    Que no se objete ahora que se trate sólo de sutilidades [Wortspaltereien]. Que el improvisador reclame para sí el derecho a la arbitrariedad y a la autonomía sobre el texto, mientras que el esfuerzo del reproductor actual pretenda ponerse completamente al servicio del creador, seguir únicamente sus instrucciones y ofrecer así una copia fiel, precisamente la reproducción de la voluntad creadora. Esto suena tentador y virtuoso, pero en realidad es irrealizable. Ciertamente, desde Beethoven, las designaciones de interpretación han sido en su mayoría tan precisas que imponen al recreador unas ataduras considerablemente más firmes que anteriormente, es más, le dan indicaciones más claras sobre la dirección interna del proceso emocional creativo [schöpferischen Gefühlsvorgang]. Pero incluso la señal más sutil de rendimiento nunca puede ser más que un indicio, más que una alusión, más que una indicación aproximada. No lo olvidemos: todas estas observaciones sobre la interpretación, la dinámica, el fraseo en nuestras piezas musicales son sólo marcas indeciblemente raquíticas y toscas sobre el curso de una línea emocional que apenas puede captarse por la delicadeza del movimiento interior. En su generalización torpemente tipificadora, no sólo son insuficientes para representar de modo exacto de las intenciones del creador, sino que también son bastante fluctuantes en su significado. El término forte, por ejemplo, puede aparecer doce veces en seis compases, y cada vez puede designar un grado de fuerza diferente al anterior. Sin embargo, determinar este grado de intensidad de forma dinámicamente precisa sería tan imposible, aunque existieran los correspondientes dispositivos mecánicos, como lo es determinar exactamente el tempo de una pieza musical, aunque fuera sólo durante dos compases, con la ayuda del metrónomo. Pero si estas marcas elementales primitivas ya son poco fiables, ¿qué se puede decir de las indicaciones que ya llevan en sí mismas el concepto de fluctuación e indeterminación, como el ritardando, el accelerando frente a la fermata?

    Hay que darse cuenta de la relatividad de estas, y de todas las notaciones, de su interpretabilidad puramente subjetivista. Entonces queda claro que no hay, en el fondo, ninguna diferencia entre las indicaciones aparentemente meticulosamente precisas de Beethoven y la falta de casi todas las indicaciones de interpretación en Bach, que el intérprete es dejado a su suerte tanto aquí como allí. También se demuestra la escandalosa petulancia que encierra el concepto de reproducción fiel a las notas. Petulancia y – falta de talento, esta última en el sentido de falta de fuerza de personalidad. De hecho, el concepto de "reproducción" factualmente correcta proviene de uno de los períodos de peor gusto, la época en que los viveros oficiales de la educación artística musical, las universidades y las academias, se oponían al estilo "libre" de interpretación de Wagner, Liszt, Bülow, Rubinstein, porque se elevaban a virtud la propia sobriedad y falta de imaginación, y cuando se canonizaba la notación seca porque se sentía incapaz de animarla interiormente y de hacerla renacer desde la embriaguez de la improvisación. A ésto se añadió que se apoyaba en una cientificidad en la aproximación al arte, que hilaba falsas conclusiones, culminando en la doctrina de la constancia inalterable de las leyes estilísticas históricas, según las cuales el ideal de "reproducción" se convirtió, finalmente, en una copia mecánica de antiguas prácticas de ejecución, en un objeto de museo.

    No hay que negar en absoluto que el énfasis consciente del respeto hacia la versión original, ante el peligro de crecimiento excesivo por las adaptaciones, tuvo su lado positivo, sobre todo, en lo que respecta a su efecto educativo. Restringir la arbitrariedad subjetiva, impedir juegos caprichosos que degradaban el original a un objeto secundario de la vanidad personal, obligar a someterse a las instrucciones inalterables dadas fue, al principio, un importante momento de conscienciación, de respeto a la exigencia del maestro. Pero pasó a ser cuestionable cuando reclamó el peso de una validez canónica exclusiva, cuando se elevó a la máxima ley para las artes escénicas. En realidad, esta facticidad [Sachlichkeit] de la apariencia significó la nivelación de decisivos valores personales en favor de un concepto imaginario de objetividad [Objektivitätsbegriff], la mecanización del método y de los objetivos del arte escénico, el derrocamiento de los conceptos de calidad, la promoción de la mediocridad, la sospecha moral del arte y el recelo hacia lo extraordinario. La proliferación de conservatorios con su objetivo de producción masiva de talentos medios correspondió a esta dirección de desarrollo, y las circunstancias externas de carácter económico y social le dieron la necesaria consolidación real. Así, todos los factores dados del arte interpretativa actuaron como inhibidores de la personalidad autónoma. El artista, que por la naturaleza de su disposición naturalmente dependía del mundo exterior, no recibía de éste ningún impulso para el desarrollo individual humano de su talento, sino que se veía cada vez más reducido a la condición de funcionario mecánico. De este modo, muchos de nuestros mejores talentos con bellas disposiciones para un virtuosismo genuino y a gran escala han sido rebajados al tipo fatal del llamado "buen músico"; la imaginación creativa ha caído bajo la tutela de la cientificidad sobria [sachlich], y el aburrimiento casto ha sido declarado como la más alta virtud.

    Sin embargo, sería un grave error decir que el artista intérprete debe ahora tocar y cantar con frescura y alegría, preocuparse sólo muy por cencima por la partitura [Vorlage] y, sobre todo, hacer lo que le apetece sin preocuparse – entonces seguramente se convertiría en un genio y en toda una personalidad. No. Las recetas y los métodos para ello no existen en absoluto; el impulso decisivo para el rendimiento proviene siempre de la naturaleza misma. Lo único que se puede hacer desde el exterior es evitar el desvío de un instinto natural dependiente por una falsa ideología del arte. Tal está presente en el concepto de reproducción fáctica actualmente vigente. Se trata de un autoengaño filisteo y algo imposible en la música. Desde luego, no podemos volver a la improvisación libre de la época clásica y del primer romanticismo, ya que esta época todavía se imponía en gran medida sus propias tareas, mientras que el arte escénico actual se basa principalmente en la literatura anteriormente dada. El problema de las artes escénicas de nuestros días es pasar del concepto pedagógico escolar de la reproducción a una nueva improvisación objetivamente consolidada [sachlich gefestigt] y, aún así, personalmente libre [ungebunden]. Esto puede sonar a fórmula teorica, pero ya se ha ganado mucho si sólo nos atrevemos a considerar y establecer el concepto de improvisación como el único verdadero y más elevado tipo de práctica artística. El camino hacia ello será tanto más fácil de encontrar, cuanto más intensamente se ocupen los artistas en ejercicio del arte creativo de su tiempo. De ahí, y no de la ciencia histórica, surgen para nosotros las leyes del estilo de interpretación, incluso del arte más antiguo. De ahí se desprende el estilo de la improvisación actual, y sólo en la valentía de recurrir a ella puede refortalecerse la fortaleza de la personalidad.





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